Al oírlas, Edith supo que había obtenido el perdón. A pesar de las dificultades con Simon, con su suegra, con los periódicos, con el sol y la luna, ahora podía volver a ser la mujer de Charles si quería. Y como era de esperar dadas las circunstancias, quiso. Durante un instante casi se sintió enferma del alivio, pero dado que no quería parecer demasiado desesperada, esperó un minuto antes de hablar, llenando la pausa de un atormentado silencio. Una vez segura de que la respuesta estaba en la cabeza de ambos, levantó lentamente los ojos llenos de lágrimas hacia él.
—No —dijo.
Q
ue yo pueda recordar, no despertó grandes rumores que Edith diera a luz una niña unos siete meses después de la reconciliación. Por supuesto se habló mucho, sobre todo su madre, que repetía que les había pillado por sorpresa al «adelantarse tantísimo». De hecho, la señora Lavery se excedió en su actuación al insistir en pasar la noche en el hospital por los «peligros del parto prematuro», que dio lugar a algunos chistes en las cenas del momento, pero a nadie le importó. Todavía hoy siguen corriendo versiones bastante ingenuas de la situación en las veladas de la alta sociedad. Esta clase de cosas son rituales más que mentiras y no hacen daño a nadie. La cuestión era que se trataba de una niña, lo que eliminaba toda tensión. Significaba que todo podía volver a la normalidad sin dejar un permanente mal sabor de boca.
Incluso lady Uckfield, habitualmente tan cautelosa, bajó la guardia cuando le llamé para enterarme de cómo habían ido las cosas.
—¿Chico o chica? —pregunté cuando contestó al teléfono.
—Chica —dijo lady Uckfield—. Qué
alivio
, ¿verdad? —luego, rápidamente pero no lo bastante, añadió—: Que las dos se encuentren tan bien.
—Un gran alivio —contesté yo siguiendo con la farsa. No tenía sentido reprocharle que perpetuara los más profundos prejuicios de su clase. Ahora que el bebé no podía heredar las glorias de Broughton, gracias a las leyes insondables que rigen la aristocracia y que ni siquiera el señor Blair con toda su defensa de los derechos de las mujeres ha conseguido cambiar, no representaba riesgo alguno y podía vivir tranquila. Como los tres «progenitores» eran rubios no existía ninguna posibilidad de un conflicto de colores y, al menos hasta la fecha, la niña no se parece especialmente a Simon, siempre suponiendo que la criatura sea suya, algo de lo que uno nunca puede estar seguro del todo. Al menos sin recurrir a la prueba del ADN a la que no osaría someterse ninguna de las personas registradas en Debrett’s por miedo a lo que pudiera revelar. Un visitante poco habitual de Broughton que ignoraba la antigua máxima de «nunca comentar el parecido de los niños ajenos» me preguntó si no creía que la niña se parecía a Charles.
Tal vez imaginé el momentáneo frío que recorrió la estancia, pero asentí.
—Sí —dije—. No se parece en nada a Edith.
Así me gané una mirada particularmente cariñosa por parte de mi anfitrión. Curiosamente, cuando observé a la criaturita más detenidamente, sí que se parecía un poco a él. Pero también es posible que fuera más una impresión mía que un parecido real. Parecerá extraño, pero con los años Charles llegó a querer tanto a la niña que sus hijos menores se quejaban a menudo de aquel favoritismo. Y lo que es menos lógico todavía, acabó por convertirse en la nieta preferida de lady Uckfield, lo que viene a demostrar que es cierto el viejo dicho de que no hay nada más raro que la gente normal. En cualquier caso, apenas catorce meses después lady Broughton se puso de parto otra vez, en esta ocasión de un niño. El nuevo vizconde Nutley fue recibido con hogueras y festejos en Sussex y Norfolk y francamente, para decirlo de una manera brutal y nada moderna, la auténtica paternidad de la pequeña lady Anne dejó de tener demasiada importancia.
Caroline se divorció de Eric. El asunto se llevó a cabo sin asperezas y confieso que con mucho más estilo de lo que yo hubiera creído capaz a Eric. No estuvo soltero mucho tiempo. Al cabo de dieciocho meses se casaba con la hija de un riquísimo industrial de Cheshire: Christine no sé qué. Para empezar, compartía las ambiciones de Eric por las que luchaba tan denodadamente como si fueran suyas propias y, por supuesto, pronto lo fueron. Me los encontré juntos en Ascot unos meses después de la boda y debo decir que ella me gustó. Era una persona llena de energía y, en cierto sentido, más fácil de tratar que Caroline, aunque ya se había contagiado de la tontería de Eric. Recuerdo que utilizó la frase «la gente como nosotros», con lo que imagino que se refería a algún grupo social exclusivo al que pertenecerían. Debió de suponer un lujo para Eric, a quien le habían recordado todos los días de su primer matrimonio la existencia de un Círculo Exclusivo en el que nunca podría entrar.
Me gruñó en señal de reconocimiento pero no me sentí ofendido. A aquellas alturas ya había perdonado a Eric sus primeros insultos y, además, una de las ventajas de hacerse mayor es que ya no te sientes obligado a odiar a alguien solo porque te odia a ti. Después de todo, tenía derecho. Lady Uckfield no se molestaba en ocultar lo poco que confiaba en su compañía y en ocasiones me había utilizado para demostrarlo, me temo que con cierta malicia.
—Supongo que sigues viéndolos a todos —dijo cuando su mujer dejó de hablar de su nueva cocina Poggenpohl.
Hice un gesto de asentimiento.
—Ahora tenemos un bebé, así que nos vemos algo menos que antes. Pero sí, nos seguimos viendo.
—¿Y la querida Edith está contenta con su trabajo?
Era comprensible que se irritara al pensar en alguien que había sobrevivido a las pruebas que él no había logrado superar.
—Creo que sí.
—Estoy seguro. ¿Y la encantadora «Googie»? —Escupió su nombre exactamente como una vez se lo había oído hacer a Edith antes de su rehabilitación. Ahora, al menos para ella, el nombre había recuperado la normalidad—. Me pregunto qué pensará mi querida ex suegra de los recientes acontecimientos.
—Yo diría que está bastante contenta, de una u otra forma —dije como si creyera que le importaba algo. Luego nos despedimos y seguimos cada uno nuestro camino.
Mientras me dirigía a reunirme con Adela y Louisa para tomar el té en el entoldado real repasé mis respuestas y llegué a la conclusión de que no había dicho más que la verdad. Por supuesto, y como todo el mundo había previsto, los niños lo habían cambiado todo. Puede ser agotador, pero no hay tiempo para aburrirse con dos niños de menos de cuatro años, sobre todo cuando Edith, para hilaridad de su madre política, había decidido no contratar a una clásica
nanny
de Norland sino a una serie de portuguesas y australianas. Unas chicas encantadoras todas ellas (o casi todas), pero que no eran de las que hacen del cuarto de jugar su dominio. A mí me pareció una decisión inteligente y descubrí con alegría que a Charles también.
Pero en cuanto a lo que lady Uckfield pensaba de todo aquello... Había que madrugar mucho para saber con exactitud lo que pensaba de cualquier cosa; mucho más de lo que madrugaba yo, desde luego. Como había supuesto, después de la recuperación de Edith no seguimos siendo tan buenos amigos, aunque yo todavía no he perdido la esperanza de recuperar mi antiguo puesto de Favorito de la Corte. Pobre mujer. Durante el interregno se había permitido soñar un poco y la vida ideal que había imaginado con Clarissa o una de su clase como futura señora del castillo la había llenado de alegres expectativas. Irónicamente, sus sueños no eran muy diferentes de los de la despreciada señora Lavery. También lady Uckfield se veía como amiga especial de la familia de su nuera. Las dos consuegras almorzarían juntas e irían a ver una exposición... Así que le costaba adaptarse al regreso de Edith, en gran medida porque, durante su ausencia, se había permitido el extravagante lujo de reconocer lo que realmente pensaba de ella. Peor aún: no solo había confesado sus secretos a sí misma y a su marido, que ya era un horror, sino que me los había confiado a mí que ni siquiera era de la familia. Era consciente de que al hacerlo me había dado un arma. Desde ese momento sabía que cada vez que dijera «nuestra querida Edith» corría el riesgo de que la mirara a los ojos y la pusiera en evidencia. Yo no tenía la menor intención de hacer tal cosa, pero la amenaza de que sucediera introdujo cierta frialdad entre nosotros. Lo siento, pero no puedo hacer nada al respecto. Adela y yo seguimos yendo a Broughton con regularidad.
Recuerdo una vez que lady Uckfield se relajó un poco. Había dado una cena y los invitados estaban diseminados en grupos por la sala de estar y el Salón Rojo contiguo. Edith era el centro de un grupo de admiradores, porque es fácil comprender que mucha gente tenía que hacer méritos tras abandonarla en su periodo de exilio. Se podría pensar que aquellos que habían permanecido leales, Annette Watson por ejemplo, recibirían como recompensa una interminable sucesión de invitaciones, pero no recuerdo que lo hiciera. Tal vez era previsible. En cualquier caso, aquella noche, rodeada de gente, Edith hizo algún comentario que fue recibido con una oleada de carcajadas cobistas. Yo estaba solo sirviéndome un poco más de café cuando lady Uckfield se plantó a mi lado.
—
Edith Triumphans
—dijo. Yo asentí con un gesto. Pero ella no estaba dispuesta a dejarlo pasar—. El botín es para el victorioso.
—¿Y Edith es la victoriosa? —pregunté.
—¿No te lo parece?
—No lo sé —me encogí de hombros. Supongo que intentaba parecer filosófico, pero sin darme cuenta resultó falso.
—Por supuesto que lo es —dijo lady Uckfield muy certeramente—. Habéis ganado.
Aquello sí me pareció exasperante. Tenía razón en cuanto a Edith, pero no respecto a mí. En todo caso, yo había sido un partisano de los Uckfield en la lucha por defender a Charles y ella lo sabía.
—No me culpe a mí —dije con firmeza—. Me pidió que no la animara y no lo hice. Fue su propia hija la que lo hizo, no yo. La cuestión es que Charles quería que volviera.
Voilà tout
. Supongo que él sabrá lo que le conviene.
Lady Uckfield se rio.
—Eso es precisamente lo que no sabe. —En su tono había cierta amargura, pero predominaba la tristeza. También se notaba un toque de inevitable resignación—. Te dije que no creía que pudieran ser felices y espero ansiosamente que me demuestren lo contrario. Sin embargo —movió sus pequeñas garras y las joyas de sus dedos refulgieron con la luz de la chimenea—, ya está hecho. Tenemos que sacarle el mayor partido. Ha llegado el momento de pasar a la siguiente casilla. Esperemos tan solo que no sean menos felices que cualquier otra pareja.
Y se fue.
¿Serían menos felices que cualquier otra pareja? Esa era precisamente la cuestión. Aunque había vuelto con él sin condiciones, Edith había logrado conseguir algunas concesiones en el proceso. Para empezar comprendió su antigua insensatez de creer que era más seguro aburrirse en el campo que divertirse en Londres y convenció a Charles de que comprara una casa en Fulham, que salió más o menos por lo que vendieron el piso de Eaton Place. Ahora se permitía pasar un par de días a la semana en Londres. También encontró algunos comités con los que colaborar y se entregó a la dirección día a día de un hospicio cerca de Lewes, en Sussex. En resumen, había empezado a sentar las bases de la vida que llevaría a los sesenta, cuando ella misma, y por supuesto todos los demás, se hubieran olvidado de que en los primeros años de su matrimonio hubo un desliz. A mí me parecía que el pronóstico era muy bueno.
Solíamos ir a Broughton dos o tres veces al año. Adela y Edith nunca pasaron de ser corteses la una con la otra, pero Charles le cogió mucho cariño a mi mujer y resultábamos unos invitados cómodos, creo yo. Nos gustaba ir porque, aparte de otras consideraciones, llevábamos un niño con nosotros y las casas a las que podíamos ir sin tener la sensación de que habíamos introducido a un anarquista en miniatura eran pocas. Hugo, nuestro hijo, era unos cinco meses mayor que Anne y eso garantizaba una actividad compartida que ambas madres disfrutaban con satisfacción. Parecerá una obviedad, pero cuanto más se conoce a la gente, menos importa si al principio te caía bien o no. Como bien sabía por mi amistad con Isabel Easton, nada puede sustituir la historia compartida y estaba claro que cuando pasaran diez años mi mujer y lady Broughton se considerarían amigas íntimas sin necesidad de caerse mucho mejor que al principio.
Ni que decir tiene que, en un primer momento tras la gran reconciliación, Edith me hizo saber que no tenía ningún interés en mantener largas conversaciones sobre sus decisiones, pasadas o presentes. Yo estuve de acuerdo y no necesitaba habérmelo dicho. Demasiado bien sé lo incómodo que es tener cerca al receptor de antiguas intimidades cuando estas se han convertido en engorros que se quieren olvidar. En cualquier caso, en lo que a mí respectaba, ella había recuperado el juicio y yo no tenía el menor deseo de hacerle cambiar de opinión.
Unas cuantas veces que nos encontramos solos me puso a prueba a ver si sacaba el tema de Simon, de Charles, del matrimonio o, lo que podía ser peor, de la niña, pero nunca lo hice y me alegro de decir que fue relajándose y recuperando nuestra anterior intimidad.
Lo cierto es que, aunque me hubiera preguntado, poco podría haber dicho respecto a Simon. No tengo ni idea de si su mujer estuvo dispuesta a abrirle las puertas cuando le dio la sorprendente noticia de que el Gran Idilio había acabado pero, fueran sus sentimientos los que fueran, lo había hecho. Le vi una vez, meses más tarde, en una prueba y me dijo que estaba pensando en mudarse a Los Ángeles para «probar suerte». No me sorprendió, ya que esta suele ser una reacción habitual de los actores tras una carrera poco brillante. Por lo general todos los actores ingleses siguen la misma pauta en Hollywood. Están encantados de ir, les dicen que hay un montón de trabajo para ellos si saben aprovechar las oportunidades, les dicen a todo el mundo lo fabuloso que es, se gastan todo el dinero... y vuelven a casa. Suelen durar entre dos y seis años. Sin embargo hay excepciones y no me sorprendería que Simon fuera una de ellas. Parece tener todas las cualidades que admiran los nativos de esa ciudad y ninguna que les desagrade.