—Muy bien, creo yo. Quería hablar de ti, por supuesto.
—No sé por qué «por supuesto». De hecho, me sorprende bastante. Googie no es de las que comentan los problemas de la familia. Tendrías que sentirte muy halagado.
—Creo que pensó que podría serle de alguna utilidad.
Edith asintió. Se había descubierto el pastel y empezaba a comprender que aquella charla podía llevar a aguas más profundas de lo que ella esperaba.
—Ah —contestó.
—Me contó que pensabas esperar los dos años —Edith me miró sin reaccionar—, y eso no es lo que ellos quieren. Quieren que Charles tenga el divorcio ya. Sin pérdida de tiempo. Necesita saber qué opinas tú de esto.
Ya lo había dicho y sentí cierto alivio. Las palabras habían salido de mi boca. Edith dejó de comer y apoyó el tenedor suavemente en el plato. Luego dio un trago de vino con gran parsimonia como si estuviera saboreando cada gota por separado. Creo que pensaba que aquello tenía que llegar. El final de su matrimonio. No estoy seguro de que hubiera aceptado del todo que aquello fuera la consecuencia directa de su idilio con Simon hasta aquel momento, aunque debo decir que cuando habló su voz era bastante firme.
—Quieres decir que pretenden que Charles pida el divorcio por adulterio.
Asentí.
—Supongo que sí. No creo que hoy en día las cosas funcionen así, pero yo diría que esa es básicamente la idea. La verdad es que no comentamos los detalles. Si quisiera el divorcio de inmediato, ¿tendría que aducir algún motivo o eso se ha acabado? No estoy muy seguro.
—No me parece muy propio de un caballero.
—Huir con un actor casado no fue muy propio de una dama.
Asintió con la cabeza y siguió comiendo.
—Bueno, y ¿qué quieres que haga yo? ¿Qué puedo decir?
—Creo que lo que quieren es saber que si piden el divorcio ahora, tú no les plantarás cara. Sé que no te interesa, pero no supone ninguna diferencia... en lo referente al dinero.
Me miró con una expresión triste.
—No quiero dinero. Bueno, no demasiado. Menos de lo que Charles me daría mañana mismo si se lo pidiera.
—Lo sé —dije—. Ya se lo dije a lady Uckfield.
—De todas formas —añadió tras una pausa—, no es una oferta demasiado generosa. Ahora no tiene por qué haber una «parte culpable» en un divorcio. Económicamente no hay diferencia. ¿No lo habías pensado? —Negué con la cabeza—. Pues estoy segura de que «Googie» sí.
Seguimos comiendo en silencio durante un rato. El camarero volvió a aparecer, se llevó los platos y regresó con el pastel de salmón y un plato de
pommes allumettes
. Pero el tema permaneció sobre la mesa como un centro de flores. Fue Edith la que sacó a colación el personaje en el que estábamos pensando los dos.
—¿Qué opina Charles de todo esto? Supongo que estaba allí. ¿Hablaste con él?
—Sí, hablé con él. —Aunque era teóricamente cierto, mi respuesta era una mentira, porque Charles no estaba presente cuando lady Uckfield trazó el plan, que era a lo que Edith se refería con su pregunta. Dudo mucho que hubiera permitido a su madre que hablara como lo había hecho. Sentí una inesperada opresión por el engaño que implicaban mis palabras y corregí lo que había dicho—: Lo cierto es que no estaba presente cuando yo hablé con su madre, pero volvimos el día siguiente.
—¿Y?
—Dice que aceptará tu decisión. Lo que tú decidas.
—Eso es más propio de él. Pobrecito Charles —dijo Edith—. ¿Qué tal está?
Temía este momento. Si hubiera podido decir que estaba como una rosa lo habría hecho. Había llegado a pensar, como lady Uckfield, que ya era hora de acabar con aquel fallido experimento de mestizaje. El problema era que no estaba como una rosa.
—Bueno —dije—. No creo que todo esto le haya hecho ningún bien.
—No. —Se sirvió más patatas—. ¿Estaba Clarissa por allí?
Asentí, y Edith se quedó callada. Estuve a punto de decirle que ignorara lo que había oído, que eran rumores instigados por los deseos de lady Uckfield y nada más, pero permanecí en silencio. ¿Qué sentido tenía? Debía dejar libre a Charles y ¿de qué serviría retrasar su decisión? Durante el resto del almuerzo charlamos sobre Simon, de mi trabajo de actor, de Isabel y de comprar un piso, pero cuando ya nos íbamos Edith volvió a sacar el tema.
—Déjame que lo piense —dijo con un débil sonrisa—. Naturalmente, los dos sabemos que voy a hacer lo que me piden, pero déjame que lo piense. Te llamo por teléfono.
• • •
Edith Broughton no fue a casa, o mejor dicho a la casa de Ebury Street, de inmediato. Era un soleado y alegre día de primavera en el que todo parecía claro como una joya tallada, brillante y fría. Iba bien abrigada, así que, tras pasar por delante del Ritz, giró a la izquierda y entró en Green Park. Paseando por el sendero pasó por delante de Wimborne House, por delante del esplendor restaurado y adornado con estatuas de Spencer House, de la magnificencia italianista de Bridgewater House hasta que se detuvo y elevó la mirada ante Lancaster House, la mansión dorada, construida y ocupada durante muchos años por los poderosos duques de Sutherland. Las duquesas habían dominado la sociedad londinense, una detrás de otra, invitando a los poderosos e influyentes de las diferentes épocas a subir las gigantescas escaleras doradas del salón más grande de Londres para rendir pleitesía a la riqueza y el poder de ambos.
Edith pensó que le habría gustado aquel mundo arcaico y más sencillo en el que aquellas casas dominaban la ciudad; cuando eran los Guest, los Spencer, los Egerton y los Levenson-Gower los que vivían sus ordenadas vidas bajo aquellos techos en vez de las organizaciones benéficas, las instituciones del gobierno y los armadores griegos que las ocupaban ahora. Olvidando por un momento que ella, Edith Lavery, habría tenido más dificultades para penetrar incluso en el círculo más externo de aquella dorada camarilla en cualquier periodo que no fuera el que le había tocado vivir, se veía vestida con miriñaque, sin necesidad de plantearse su propia felicidad y, por lo tanto, siendo feliz. Y mientras lo hacía, también se dio cuenta de lo parecidas que eran sus fantasías del viejo mundo anterior a la Guerra Mundial a las fantasías que había albergado sobre cómo sería su vida al convertirse en lady Broughton mientras se bañaba justo antes de la boda. Lo sencillas que iban a ser las cosas, cuánto la iban a querer lugareños y hacendados, ¡cómo iba a bendecir la familia el día en que ella llegó a sus vidas! Se descubrió sonriendo con melancolía al tiempo que su imagen como la Gran Figura Social del Siglo XXI se desvanecía en su visión interior, empañada por la niebla.
Con esa imagen en la cabeza, empezó a pensar que su madre estaba equivocada y que eran los medios los que siempre habían tenido la razón: que aquellos sueños estaban anticuados, que nadie quería en la actualidad títulos y posición social, que estos son los tiempos del hombre hecho a sí mismo, del talento, de la creatividad. Pero luego, después de echar un vistazo a los oficinistas, a los barrenderos y a los desempleados que pasaban a su lado por el parque, cayó en la cuenta de lo falsos que son los profesionales mediáticos de nuestros días. ¿Existiría uno solo entre aquellos que la rodeaban que no quisiera cambiarse con Charles si pudiera? ¿No era posible que los gurús de la pequeña pantalla ensalzaran la meritocracia porque era el único sistema de clases que les daba la oportunidad de alcanzar el nivel más alto? Aunque la riqueza y la posición heredada no tuvieran ningún mérito moral, aunque representaran el Sueño Que No Se atreve A Decir Su Nombre, no dejaba de ser un sueño que figuraba en las fantasías de mucha gente. Y ella lo había desechado sin darle la menor importancia.
Entonces pensó otra vez con desconcertado asombro en su supuesta infelicidad junto a Charles. ¿Por qué exactamente era tan infeliz? Cuando intentaba recordar el tiempo que habían pasado juntos, lo que aparecía en su memoria eran las preciosas habitaciones de Broughton, los criados, el parque y su trabajo en el pueblo. Las únicas incomodidades que podía recordar eran cosas como cargar el coche y permanecer detrás de Charles bajo la lluvia durante una cacería. ¿Tan terrible era aquello? Y si pensaba en Charles lo hacía con un afecto íntimo. Le recordaba insultando a los otros conductores o ventoseando en la cama y aquello le provocaba una especie de ternura nostálgica. En su ausencia no existía el menor asomo de tranquilidad. Ojalá hubiera sido así, pero por el contrario se descubría preocupándose por la soledad de Charles. Le dolía pensar que estaba sufriendo. Y se preguntaba cada vez con más frecuencia cuál era aquella satisfacción personal por la que había sacrificado tanto. ¿Era sexual? ¿Tenía que admitir que había hecho todo eso por el pene de Simon? ¿O había sido sencillamente por culpa del aburrimiento? Pero si lo había sido, ¿no se aburría ahora mucho más, todo el día en el piso de Ebury Street hablando con las amigas por teléfono o quedando con ellas para comer, que cuando estaba trabajando con sus comités en la biblioteca de Broughton?
Se alejó de Lancaster House y se dirigió caminando lentamente al Arco de la Victoria, con el Palacio de Buckingham a la izquierda. La enseña real que anunciaba la presencia de la monarca en Londres colgaba lacia contra el mástil. Los turistas ocupaban las verjas, observando con gran atención, como si esperaran sorprender a alguna Alteza Real pasando por un corredor o saliendo a tomar el aire. Y una vez más, mientras paseaba, Edith pensó en el misterio de la grandeza inmerecida. Pensó que Charles, Tigger y Googie estarían invitados al próximo baile de la corte, un acontecimiento de esplendor inimaginable para aquellos viajeros japoneses con cámaras inquietas, para aquellos nórdicos con espantosos anoraks que ponían manchas de colores brillantes y sintéticos contra el gris gélido de la fachada. Para cualquiera de ellos una invitación así habría supuesto la mayor anécdota de su vida, que repetirían incesantemente, mientras que ella había rechazado su papel en aquel cuento de hadas para ser... ¿Para ser qué, exactamente? ¿Feliz?
Lo cierto era que últimamente había llegado a plantearse hasta qué punto podría satisfacerla la «felicidad personal», si eso era lo que Simon le ofrecía. Tal vez porque nunca había conseguido separar lo que ella consideraba sus ambiciones de los valores de su madre, había empezado a añorar aquella dulce sensación de importancia que le proporcionaba la vida en Broughton. Comprendía que aquel sentimiento no decía mucho en su favor, pero su defensa era muy pragmática. ¿Cómo iba a disfrutar de las cosas buenas de la vida si no se casaba con ellas? Y su fe en el éxito de Simon empezaba a flaquear. Ahora sabía más del mundo del espectáculo que cuando se conocieron y le daba la impresión de que la serie que estaba haciendo, y tal vez un par de series más, era todo lo que podía esperar. Por mucho que quisieran aparentar otra cosa, no asistirían a la ceremonia de los Oscar con las manos fuertemente entrelazadas, tensas por la nerviosa espera. ¿Qué iba a ser de su vida entonces? ¿Una casita en las afueras y una entrevista de vez en cuando para un periódico vespertino? ¿Estaba realmente destinada a dar apoyo verbal y emocional durante veinte años de semifracaso para demostrar que era una persona de verdad? Algunos pueden decir que solo el éxito personal merece la gloria pero ¿qué pasa con aquellos que no tienen un talento o un don especial con el que lograrlo? ¿Tan imperdonable es que quieran vivir entre los elegidos? La pobre Edith era consciente de que no sabía hacer nada en especial, pero ¿la condenaba eso a no poder disfrutar de una vida de esplendor? ¿Tan condenable era? Movió la cabeza irritada. En un distante rincón de su mente aquellos pensamientos empezaban a descubrirle que, a pesar de la lamentable decisión que había tomado, su propio concepto del mundo y de su posición en él no había cambiado esencialmente. Se descubrió una vez más recordando con resentimiento las palabras de sus padres y de sus amigos cuando tomó la decisión, diciéndole que no podría adaptarse a su nueva vida porque, debajo de la piel de una rebelde, latía el corazón de una digna hija de la señora Lavery. Y las recordaba con resentimiento porque empezaba a temerse que podían tener razón.
Mientras se acercaba al Arco de la Victoria, contemplando los destellos de la luz del atardecer contra las ventanas de Apsley House en la que Charles y ella habían asistido a una fiesta el verano anterior, uno de los primeros compromisos que se vio obligada a cancelar por culpa de la separación, recordó con asombro (y había empezado a resultarle casi increíblemente raro) que había renunciado a una elevada posición en el mundo de los influyentes por ser pareja de un hombre bastante oscuro dentro de una profesión que todos desprecian. Y no por primera vez, se sentó a pensar con más detalle en los extraordinarios acontecimientos de su vida durante el último año.
Cuando regresó al piso, Simon estaba allí. Estaba tomando el té y viendo una película antigua. Cuando tenía trabajo solía estar tranquilo y con tendencia a relajarse y a tomárselo con calma. Solo cuando estaba en paro se dedicaba a patear todo Londres, quedando para comer con gente que no le gustaba, y a llamar a su representante cada cuatro horas.
Edith dejó el abrigo en el vestíbulo.
—¿Hay una taza para mí?
Él levantó la taza en el aire.
—La he hecho solo con una bolsita. Pero el agua está caliente si quieres hacértelo.
Se había quitado las deportivas, que estaban tiradas de cualquier manera encima de la alfombra. Había arrojado la chaqueta sobre un sillón y por toda la habitación se veían libretos y guiones. Edith se paró en la puerta, observando la escena como una espectadora de otro país.
Tal como somos
. Así era como vivía en ese momento, con sofás de los sesenta cubiertos con
tweed
de color crema lleno de manchas, con enormes e indescriptibles estampados florales en las paredes, con una mesita de centro de Perspex y una chimenea con fuego de gas, y sintió un profundo deseo de no entrar en la habitación.
Simon, sintiendo que pasaba algo raro, se levantó y se acercó a la entrada. Le rodeó la cintura con un brazo y la besó en la boca. La noche anterior habían cenado en un restaurante indio y todavía se apreciaban las especias en su boca. Se apretó contra ella y pudo notar que ya estaba excitado.
—¿Ha estado bien la comida? —preguntó él.
Ella asintió.
—Le mandaba Googie. Adela y él estuvieron en Sussex la semana pasada. Fueron a Broughton y, por supuesto, Googie se lo llevó a su guarida. Ella le sugirió que me invitara a comer.