Esnobs (30 page)

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Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

BOOK: Esnobs
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—Mi hija estaba... —hizo una pausa—,
está
casada con un hombre estupendo. Es evidente que usted ha pensado en lo que están haciendo, pero para nosotros es difícil verla romper sus votos sin sufrir.

—No os habría causado mucho sufrimiento si abandonara a Simon por Charles —dijo Edith.

Esto era totalmente cierto. Tan cierto que hizo que el señor Lavery sonriera brevemente cuando entraba con la bandeja de las bebidas, pero Edith olvidaba que su madre se había asignado el papel de Hécuba, la noble viuda. En la trastornada imaginación de Stella, ella y Googie eran dos víctimas egregias de un desastre cósmico (pensaba en lady Uckfield como Googie, pero todavía no se dirigía así a ella. Ahora, pensaba entristecida, nunca tendría la oportunidad de hacerlo). En su sufrimiento no cabía la ironía. Miró a su hija con los ojos húmedos.

—Qué poco me conoces —dijo antes de retirarse a la cocina con gesto majestuoso. Edith, su padre y Simon se miraron entre ellos.

Más tarde, sentados a la mesa ovalada en el modesto comedor del piso, los cuatro lograron mantener una conversación casi normal. El señor Lavery preguntó a Simon sobre el trabajo de actor y Simon se interesó por los negocios del señor Lavery, y la señora Lavery sirvió la comida, recogió los platos y no paró en toda la noche de hacer comentarios excesivamente corteses. Tenía ese característico talento inglés para demostrar a través de unos modales escrupulosamente educados lo poco que le agrada la compañía. Era capaz de hacer que las visitas se sintieran maltratadas y ofendidas, y aun así quedarse satisfecha de haberse comportado con corrección absoluta. De todas las formas posibles de grosería esta es la más hiriente, ya que no deja lugar a la réplica. Ni siquiera en el punto álgido de la hostilidad se abandona la superioridad moral.

Edith contempló las tres caras conocidas e intentó preguntarse qué estaba ocurriendo en realidad. ¿Era aquello el inicio de una nueva alianza que moldearía su vida futura? ¿Podrían aquellas tres personas sentarse a la misma mesa las próximas veinte Navidades? ¿Simon y su madre acercarían posturas y llegarían a hablar de niños y a compartir bromas? Por muy guapo que fuera Simon y por mucho que su deseo por él persistiera, aquella noche le sorprendió la desgana que los tres le trasmitían.

Había vivido los últimos dos años entre la clase dominante de la sociedad inglesa y le había sorprendido lo fácil que le resultaba hacerlo, claro que solo hasta que tuvo que separarse de ella. Mientras estaba viviendo en Broughton se había sentido oprimida por la falta de acontecimientos, por el vacío de su rutina diaria. Sin embargo, ahora que la había abandonado no pasaba ni un solo día sin que alguna de sus amistades de la vida con Charles apareciera en los periódicos. Y si se ponía a pensar en ello, aunque en su momento se quejaba sin parar de que no hacían nada, ahora no podía olvidar haber compartido mesa y mantel con alguna cara más o menos conocida del gobierno, de la ópera o, sencillamente, de las columnas de cotilleos. Por mucho que la aburrieran Googie y Tigger, estaba acostumbrada a escuchar noticias políticas y de la casa real días, si no semanas, antes de que aparecieran en los titulares. Se había acostumbrado a saber detalles de los grandes antes de que fueran del dominio público, si alguna vez llegaban a serlo. Charles y ella no salían demasiado, pero ahora recordaba tres o cuatro cacerías en invierno y dos o tres fines de semana en verano. A estas alturas ya conocía Blenheim y Houghton, y Arundel, y Scone. Había perdido la perspectiva histórica de esos lugares. Se habían convertido en los hogares de sus conocidos. En esto era casi totalmente sincera; al menos tan sincera como lo eran los que habían nacido en la clase a la que tan brevemente había pertenecido. Edith había aprendido bien los trucos de la irreverencia aristocrática. Era capaz, como el mejor de ellos, de recorrer con aplomo un inmenso salón de Vanbrugh tapizado de Van Dycks y maldecir la M25 mientras arrojaba el bolso sobre una silla Hepplewhite. Para entonces ya conocía los hábitos de su círculo. «Esta habitación es un lugar extraordinario —decían sus gestos—, porque es mi hábitat natural. Este es mi lugar aunque no sea el tuyo».

Y en aquel momento, al mirar aquella habitación con sus estampados florales de Peter Jones, el falso mobiliario regencia, las cortinas estampadas de Jane Churchill, le daba la impresión de que su pertenencia al club que le permitía acomodarse en un sillón Wilton y hojear el Vogue con un vodka con tónica en la mano había sido revocada sin remedio. En un momento de desusada lucidez entendió que al elegir a aquel actor, lejos de hacer una osada incursión en la bohemia, había regresado a su medio. Que Simon tenía mucho más en común con Stella y su lejano primo barón, o con Kenneth y sus compañeros de negocios, de lo que nunca había tenido Charles. Este mundo en el que, por lo general, uno reía y lloraba junto a los mediocres, era su mundo real. El mundo en el que había crecido y en el que ahora volvería a vivir. Charles, Broughton y el Intercambio de Nombres solo la habían rozado tangencialmente. Pertenecían, por mucho que su madre se empeñara en creer otra cosa, a una tribu distinta.

—¡Uf! —resopló Simon en cuanto se separaron de la acera y enfilaron hacia King’s Road. Edith asintió. Habían sobrevivido. Eso era lo más importante. Ella había dado el primer paso para explicar a su madre que su sueño había acabado. Simon le guiñó un ojo.

—Estamos vivos —dijo, y durante unos instantes estuvieron en silencio—. ¿Quieres ir directamente a casa?

—¿Cuál es la alternativa?

—Podíamos ir a algún sitio.

—¿Adónde?

Simon hizo un mohín.

—¿Qué te parece Annabel’s?

Edith se sorprendió.

—¿Eres socio?

Él negó con la cabeza y con un aire que a ella le pareció un poco petulante.

—No, claro que no. Pero tú puedes pasarme.

Edith no estaba tan segura de eso. Después de todo, el socio era Charles y, aunque habían ido al club con bastante frecuencia y sin duda todos la conocían, no estaba del todo segura de cuál era su situación. Tampoco estaba muy convencida de que fuera una buena idea. Probablemente habría gente del círculo de Charles.

—No sé —dijo.

—Venga. Charles está en Sussex y tú no puedes pasarte toda la vida escondida. Nosotros también tenemos que vivir, digo yo.

Esta vez, a diferencia de cuando venía con Charles, aparcaron en la plaza y fueron andando hasta la escalera de entrada. Simon solo había estado una vez allí y sonreía como un loco mientras bajaban las escaleras. Edith estaba menos segura de sí misma y en cuanto entraron en el pasillo supo que estaba en lo cierto. Era un error. El encargado le saludó con bastante afabilidad.

—Lady Broughton —hizo una pausa para reconocer a Simon—, ¿ha quedado con alguien? ¿Quiere que les diga que ya está aquí?

Edith notó que se ruborizaba.

—Bueno, la verdad es que no. Me preguntaba si podríamos entrar un momento.

La respuesta fue otra vez escrupulosamente cortés.

—No sabía que fuera usted socia, milady.

—No, no soy socia. Es decir, lo es Charles, lord Broughton, y he pensado... —se calló ante la sonrisa de aflicción que se dibujó en la cara del encargado.

—Lo siento mucho, milady...

Si el destino hubiera sido amable, allí habría acabado la cosa, pero en aquel preciso instante se abrió la puerta y, con el alma en los pies, Edith percibió los tonos estridentes de Jane Cumnor. Se volvió y sonrió directamente a la cara sudorosa de Henry que se tambaleaba jadeando por el esfuerzo de bajar las escaleras del club. Durante una fracción de segundo Jane observó en silencio a Edith y, por supuesto, a Simon. Luego correspondió a su sonrisa.

—¡Edith! ¡Qué maravilla! —La besó fríamente en ambas mejillas—. ¿No nos vas a presentar?

—Simon Russell. Lord y lady Cumnor.

No sabía por qué no les había presentado por sus nombres propios. ¿Tal vez porque sentía la necesidad de impresionar a Simon después de la noche que acababan de pasar?

Jane la miró un tanto sorprendida.

—¿Vais a entrar?

Edith estaba a punto de decir que en realidad ya se iban cuando Simon dijo:

—No nos dejan. Al parecer hay que ser miembro de pleno derecho.

No entendió la magnitud de la traición a Edith que aquello suponía. Quería sencillamente entrar en el club y lo que él veía eran dos personas que podían solucionarles el problema.

Pero Henry no se iba a dejar pillar. Presintiendo lo que se le venía encima, hizo un rápido gesto de saludo.

—Edith —dijo, y, pasando junto a ella, se adentró en el pasillo camino del bar.

Jane sonrió lánguida.

—Qué faena —murmuró—. Yo tampoco soy socia. Um, supongo que, si quieres, puedo ir a buscar a Henry y... —le dejó la frase en el aire como demostración de lo poco que le apetecía hacer lo que estaba diciendo y Edith decidió dejarlo.

—No, no —dijo—. No tiene ninguna importancia. Ya se nos ha hecho tarde. No sé por qué nos hemos acercado.

Besó a Jane con frialdad mientras Simon le hacía señas con la esperanza de entrar y sin darse cuenta de nada de lo que pasaba. Y enseguida volvieron a quedarse solos. El encargado, siempre irreprochablemente educado, estaba deseando acabar con aquella situación.

—Lo siento, lady Broughton...

Edith asintió con la cabeza.

—Ya nos vamos —dijo.

Estaban fuera de la puerta y al pie de los escalones cuando una voz les saludó desde arriba.

—¿Edith?

Levantaron la mirada y allí estaba la figura desgarbada de Tommy Wainwright que bajaba hacia ellos.

—Me alegro de veros.

Les sonrió con amabilidad y estrechó la mano de Simon. Su mujer, Arabella, mucho menos entusiasta que su marido, permanecía en silencio.

—¿Ya os vais? —preguntó.

—Sí —dijo Edith. Y antes de que pudiera evitarlo, Simon ya estaba haciendo otro intento para acabar la velada como la había planeado.

—Edith pensó que nos dejarían entrar, pero no —dijo, proporcionando así a Arabella Wainwright una anécdota divertida que contar y una parábola de la caída de Edith en una sola frase.

Tommy sonrió.

—Pues dejadme a mí.

—De verdad, no importa —protestó Edith.

—Venga —dijo Simon.

Arabella murmuró dulcemente:

—Si no quiere entrar...

No cabía duda de que tenía tantas ganas como Jane Cumnor de que la vieran entrar en Annabel’s acompañada de Edith Broughton y su amante, pero Tommy Wainwright era de otra pasta. Unos minutos después les había provisto a todos de bebidas y se sentaban a los pies de un Buda gigante en la pequeña sala de fumadores que hay al lado del bar. Simon consideró un reto a Arabella y, apenas se habían sentado, la estaba sacando a bailar. Ella aceptó, tal vez porque prefería dejarse ver bailando con un desconocido a que la descubrieran en compañía de Edith, y Tommy y esta se quedaron a solas.

—¿Qué tal te va?

Edith se encogió de hombros.

—Imagínate.

—Me lo imagino. —Le sonrió con gran franqueza—. No debes dejar que te afecten las tonterías que dicen los periódicos. Y mi trabajo me autoriza a decirlo. El escándalo de hoy es el papel reciclado de mañana. La gente lo olvida prácticamente todo.

Edith asintió. Sabía muy bien que, aunque eso era cierto en términos generales, no lo es en el terreno personal. El escándalo la había salpicado y por mucho que no volviera a aparecer en los periódicos una vez hubiera acabado todo, en su vida siempre existiría un pequeño párrafo referido a su separación de Charles.

—¿Has visto a Charles? —preguntó ella.

Tommy asintió.

—Le vi la semana pasada en White’s. Tomamos una copa juntos.

—¿Qué tal está?

—No muy animado, pero imagino que se recuperará.

Edith sintió una inesperada punzada de nostalgia por Tommy y White’s, incluso por Jane Cumnor, a quien había saludado con un gesto al pasar por el bar, pero no había hecho intención de acercarse. Seis meses antes se habría sentado con Tommy y habrían repasado las noticias de sus amigos comunes y, por mucho que ahora quisiera negarlo, se habría sentido muy cómoda. Pero aquella noche en concreto nada parecía tener sentido. Ya no era su mundo y ambos lo sabían. En cuanto a Charles... Pobre Charles. ¿Qué había hecho él para merecer aquello? Solo había sido un poco aburrido. Eso era todo. Nada más. Entonces regresó Simon y, con gran alivio por parte de Arabella, sacó a bailar a Edith.

En el coche estuvo callada, aunque sonrió a Simon para desvanecer sus temores de que estuviera enfadada por algo, cuando no era así. Mientras metía la llave en la cerradura del portal de Ebury Street, Simon dejó que la mano que le rodeaba la cintura se deslizara hasta sus nalgas para acariciarla cariñosamente mientras recorrían el pasillo y se detenían ante la puerta de su apartamento. Edith empezó a notar una sensación de cosquilleo que le iba calentando la base del estómago. Simon se inclinó y le besó la nuca, lamiéndola levemente. Nada más cruzar la puerta ella le devolvió el beso fuerte y apasionadamente, recorriendo con sus manos el cuerpo de él y acariciándole la entrepierna. Notó su pene erecto apretándose contra ella.

—Querida —dijo él con la sonrisa anticipada del hombre que entiende y disfruta de su trabajo.

Aquella noche hicieron el amor tres veces ante la insistencia de Edith. Simon nunca antes la había visto entregarse con tal pasión. Se sentó sobre él y empujó con fuerza para sentirle completamente dentro de ella. Porque de repente estaba muy claro que aquello era lo que ella había elegido. Cuando volvía a casa con Charles cerraban la puerta y la noche había acabado. Cuando salía con Simon, la velada era algo que tenían que soportar hasta que podían volver a estar juntos a solas. El destino le había ofrecido la posibilidad de elegir entre la vida pública y la vida privada. Al parecer no existía un hombre que le pudiera ofrecer ambas al mismo tiempo. Bueno, pensó mientras contemplaba el amanecer acompañado por los suaves ronquidos de Simon: había elegido la satisfacción personal frente al esplendor público y se alegraba de su elección. Eso sí, se alegraba por la noche, cuando yacía desnuda y satisfecha, lejos del mundo.

Pero por la mañana tenía que volver a plantearse su decisión.

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