No había mucho tráfico y, en consecuencia, no eran más de las tres menos cuarto cuando las dos mujeres subieron las escaleras del cuartel general de Hardy Amies y entraron en el gran salón que daba a Savile Row, donde se iba a realizar el desfile.
Llegar con tiempo a estos sitios no sirve de nada, ya que los asientos están clara e indiscutiblemente asignados de antemano, pero tenían mucho de qué hablar para pasar el rato y así, después de que las acomodaran en las sillas marcadas con «Lady Louisa Shaw y acompañante» escrito con una caligrafía ágil, se concentraron de tal manera en su propio folletín que se aislaron por completo de la sala, que se iba llenando rápidamente. Estaban bien situadas, al final de la pasarela, en el extremo del salón cerca de la puerta que comunicaba con la escalera, de manera que no solo tenían una visión perfecta para el desfile, sino también de todo el resto de los asistentes. Por eso, cuando las luces se encendieron indicando que el desfile estaba a punto de comenzar, a Adela le sorprendió ver a Edith Broughton en un rincón apartado, en segunda fila, enfrente de la puerta por la que salían las modelos. Le pareció raro que Edith no le hubiera saludado, ya que tenía que haber pasado a su lado para llegar a su sitio, e incluso en aquel mismo instante, aunque miraba a Adela, no daba señales de reconocerla. Me temo que en aquella actitud se podía entender el tratamiento que Edith había tenido que soportar durante los últimos meses, pero Adela, para quien el menor vestigio de enfrentamiento es un anatema, sonrió inmediatamente y la saludó con la mano. Edith, posiblemente aliviada, le devolvió el saludo.
Las conversaciones empezaban a apagarse en espera del comienzo cuando se escuchó un ligero alboroto en la puerta. Adela se dio la vuelta y vio entrar en la habitación a una de las princesas seguida de lady Uckfield. Pidiendo disculpas con la sonrisa se dirigieron a dos sillas reservadas para ellas al pie de la pasarela cerca de mi mujer y Louisa, en primera fila. Ya estaban sentadas antes de que Adela volviera a mirar a Edith, que tenía la mirada fija en su suegra. El contraste entre las dos mujeres no se le escapó a Adela y debió de ser dolorosamente claro para Edith. Ella estaba sentada en la fila de atrás, con su amiga excesivamente maquillada, a punto de ver unos vestidos que no podía ni plantearse comprar. Dos filas delante de ella se sentaba la mujer que podía haber sido acompañada por un miembro de la familia real, envidiada por la práctica totalidad de los presentes. Comenzó la música, una selección de rock de Copacabana, que parecía una elección algo chocante, dada la edad de la mayoría de las clientas. Adela bajó la mirada a su programa para leer la descripción de la primera salida. Aparecieron tres modelos con los números escritos en discos de plástico que llevaban en sus elegantes manos y así se dio por iniciado el desfile.
Fue una hora entretenida en la que el público no dejó de comentar cada modelo que pasaba ante sus ojos. «Encantador para España», «Qué color tan raro, me pregunto si lo tendrán en crema», «Bonito vestido, mal la modelo» y frases por el estilo resonaban, bastante audibles, mientras las chicas paseaban impasibles. De vez en cuando había un poco de diversión extra al caérsele un disco a la modelo (tengo entendido que esta costumbre ya se ha abandonado, quizá por esta razón), o al tambalearse alguna en un giro demasiado airoso, pero en general todo fue como la seda. Pero Adela estaba preocupada. Cada vez que miraba hacia donde estaba Edith, en vez de encontrarla mirando a la pasarela la descubría con la mirada fija en la nuca de su suegra que, aún ajena a la presencia de Edith, garabateaba en su programa y hablaba en susurros con su augusta acompañante.
Una vez presentada la colección, los concurrentes, con sus notas en la mano y las imágenes en la retina, se levantaron para irse. Se abrió un camino para dejar paso a su alteza real, a la que siguió lady Uckfield. Con su característica timidez, Adela quiso pasar desapercibida, pero la princesa reconoció a Louisa al mismo tiempo que lady Uckfield reparaba en mi mujer. Fue oportunamente presentada, hizo una reverencia y durante unos instantes la gente se retiró respetuosa para dejarles a las cuatro solas. Estaban charlando amigablemente sobre los vestidos que más les habían gustado cuando Adela vio que Edith se acercaba a ellas sorteado la multitud. Estas situaciones son difíciles, y Adela no es de las que se arredran ante una situación difícil, pero ¿qué sentido tenía amargarle la tarde a lady Uckfield y ponerla en una posición enojosa ante su acompañante? Su nuera era motivo de escándalo y estaban en un lugar público lleno de periodistas. Adela, como una Judas, optó por el mal menor y, reclamando la atención de lady Uckfield con la mirada, hizo un pequeño gesto en dirección a la figura de Edith que se aproximaba. Lady Uckfield, haciendo una demostración de la destreza que forjó el Imperio, se percató de la presencia de su nuera sin hacer un solo gesto de reconocimiento. Incluso a Adela le habría costado negar que su marcha fuera meramente fortuita, de no ser por el apretón cómplice que le dio en el brazo. En un instante, princesa y acompañante habían desaparecido, dejando que Adela presentara a Edith a una divertida Louisa.
Charlaron un rato en el que Edith preguntó por mí y Adela tuvo el buen sentido de no preguntar por Simon, y se separaron, pero no antes de que Edith hiciera en tono brillante la siguiente observación:
—Mi querida suegra tiene buen aspecto.
—Estupendo, diría yo —dijo Adela.
Edith se rio.
—¡Es divertido descubrir que una se ha convertido en una pariente molesta! En fin. No puede evitar encontrarse conmigo. Tendrá que acostumbrarse a la idea de que sigo viviendo en Londres, le guste o no.
—No creo que te haya evitado. Es que no te ha visto —dijo Adela, añadiendo poco convencida—: Yo no he querido decir nada...
—No —dijo Edith—. ¿Por qué ibas a hacerlo?
Y así se despidieron. Adela y Louisa hacia Fortnum’s y después de vuelta al piso para contarme hasta el último detalle, y Edith a Ebury Street con Simon, que estaba furioso porque le habían quitado varias frases del rodaje del día siguiente. Sospechaba que había sido cosa de su coprotagonista, al que empezaba a odiar activamente, y su cerebro estaba tan ocupado con aquella injusticia manifiesta que no prestó mucha atención a Edith. De todas formas, dudo de que le contara toda la historia. Si acaso que Googie estaba allí pero que no la había visto. En realidad, aparte de horrores menores como la noche en Annabel’s, esta había sido la demostración más evidente del alcance de su declive y todavía no podía hablar de ello sin sentirse ligeramente enferma.
El relato de Adela me bastó para entender que Edith debía de estar pasándolo muy mal por muy feliz que fuera con Simon y decidí llamarla por teléfono e invitarla a una buena comida. Pero antes de que pusiera la idea en práctica me sorprendió recibir una invitación de Isabel Easton para pasar el fin de semana en Sussex. En realidad, el sobre estaba dirigido a Adela. Al parecer Isabel había hecho los deberes y había aprendido que las clases altas solo dirigen las invitaciones a la parte femenina de la pareja. ¿Por qué? ¿Quién lo sabe? En cualquier caso, fue Adela la primera en leerla y ella quien sugirió que la aceptáramos. A Adela, Isabel solo le caía medio bien y David no le gustaba demasiado, por eso enseguida tuve la sospecha de que había otro motivo.
—Ya que estamos allí, podríamos llamar a Charles —dijo, de manera que no tuve que esperar mucho para saber cuál era.
Creo que no había ido a casa de los Easton desde aquella ocasión, tres años antes, en que fuimos todos invitados a presenciar el triunfo de Edith. Los había visto en Londres, o sea que el distanciamiento no era tan notable y, si lo pienso ahora, no sé por qué había perdido la costumbre de ir. Tal vez el hecho de que Edith y yo nos hubiésemos hecho amigos al margen de ellos había creado una cierta incomodidad entre nosotros. No estoy seguro. En cualquier caso, me sentí muy feliz cuando, un par de viernes después, mi mujer y yo nos presentamos en el familiar saloncito con sus mesas llenas de volantes, sus sofás de
chintz
y sus cojines excesivamente mullidos. Habíamos deshecho el equipaje, nos habíamos dado un baño y nos habían servido una copa de aperitivo, antes de que la verdadera razón de nuestra visita saliera a la luz.
—¿Vais a acercaros a Broughton mientras estáis aquí? —preguntó David.
Miré a Adela.
—No lo sé. Ni siquiera sabemos si están aquí. Hemos pensado en llamarles por teléfono.
—Bien —dijo David—. Bien —hizo una pausa—. Cuando habléis con él, saludadle de nuestra parte.
Aquella era la cuestión. Tenía que haberlo sabido. Después de todo, ¡en qué situación se encontraban! Durante años se habían estado volviendo locos por su incapacidad para lograr un acercamiento a los nobles de la comarca. De repente, como si fuera un milagro, una amiga suya se casa con el heredero. Ellos empiezan a acercarse poco a poco a la familia. Logran establecer un primer contacto con el sir William Fartley de este mundo cuando, ¡pum!, estalla el escándalo. De repente Edith, su amiga, la mujer a la que ellos invitaron antes (porque se puede estar bien seguro de que no guardaron en secreto su participación en la historia) huye con un actor, deshonra a la familia, abandona al pobre y querido Charles. David y Isabel Easton salen de escena.
Considero que hay que ser muy duro de corazón para no sentir lástima de ellos, pobrecillos, aunque su objetivo fuera tan vacuo. Es fácil reírse de las pretensiones de los demás (sobre todo cuando su ambición es trivial), pero la mayoría de nosotros las tenemos en algún terreno de nuestras vidas, que no merece la importancia que le damos. Supongo que es duro vivir en un pequeño círculo social y verse obligado a aceptar que se le excluye del nivel superior de este. Esto es lo que hace que tanta gente socialmente ambiciosa regrese a las ciudades donde el juego es más fluido y está al alcance de cualquiera. Para colmo, los Easton se habían acercado mucho al premio gordo, o al menos eso creían ellos...
David continuó:
—Me temo que la pura verdad es que nuestra querida Edith se ha comportado de una manera horrible.
Todos nosotros, Isabel incluida, recibimos el comentario en silencio. Incluso Adela (de quien yo sabía que compartía aquella opinión incondicionalmente) parecía resistirse a apoyar a David en ausencia de Edith.
—No lo sé —dije.
—¡Bueno! —dijo David indignado—. Me sorprende oír que la defiendes.
—No la estoy defendiendo —objeté—. Solo digo que no se puede «saber». No podemos saber nada de la vida de los demás. Nada con precisión.
Esto es una perogrullada, pero es completamente cierto. Sabemos cosas de las vidas de otros. Y, de hecho, yo sabía mucho sobre la vida de Edith y Charles, pero, aunque era culpable de cierta falsedad, había una parte de verdad en lo que decía. No estoy muy convencido de que se sepa nunca lo suficiente para formular una condena clara.
Isabel se interpuso para poner paz.
—Creo que lo que David quiere decir es que el pobre Charles nos da mucha pena. Me parece que no se lo merecía. Al menos desde nuestro punto de vista.
Todos estuvimos de acuerdo con esto, pero era más que evidente que David tenía la esperanza de poder prescindir de Edith y creía que mostrando su indignación ante alguien que se lo contara a los Broughton podría ganar puntos y recuperar su puesto en la lista. O lograr entrar en ella, para empezar, porque él creía que había conseguido penetrar la ciudadela durante el reinado de Edith, pero estaba equivocado. Se equivocaba en dos sentidos. En primer lugar, a Charles no le caía nada bien. Por lo general, a la clase alta inglesa no le hace ninguna gracia los facsímiles de sí mismos interpretados por la clase media. Esta clase de arribistas representan todo el hastío de lo conocido sin la comodidad de lo íntimo. Habitualmente, si tienen que confraternizar con personas que no pertenezcan a su ambiente, eligen a artistas y cantantes, gente que les haga reír. Pero la segunda razón era más personal para Charles. Me daba la impresión de que no perdonaría a David que intentara abandonar a Edith y a su causa, por muy mal que le hubiera tratado a él.
En cualquier caso, siguiendo tanto los apremios de David como la sugerencia inicial de Adela, aquella noche llamé a Broughton. Me contestó Jago, el mayordomo, y me dijo que Charles estaba en Londres, pero cuando ya estaba a punto de colgar oí el ruido de un supletorio al descolgarse y lady Uckfield se puso al teléfono.
—¿Qué tal estás? —dijo—. El otro día me encontré con tu preciosa mujer. —Le dije que estaba al corriente—. ¿Tenemos alguna posibilidad de verte por aquí próximamente? Espero que sí —dijo con aquella urgencia íntima, con la voz de la Niña Con Un Secreto que yo asociaba, y disfrutaba, como parte de sus modales sociales.
—A decir verdad, estamos aquí. En casa de los Easton. Llamaba para ver si Charles andaba por aquí.
—Tendría que regresar mañana por la noche. ¿Qué planes tienes para la cena? Supongo que no podrás escaparte —hizo aquella observación sin un asomo de culpabilidad. ¿Era consciente de que David sería capaz de dar su sangre por verse incluido entre sus íntimos? Probablemente sí.
—Creo que no —dije.
Su tono se hizo aún más conspiratorio.
—¿No puedes hablar?
—Creo que no —dije otra vez mirando hacia David, que estaba de pie junto a la chimenea mirándome como un ave de presa.
—¿Y para el té? Seguro que eso puedes arreglarlo.
—Yo diría que sí —contesté intentando no comprometerme.
—Y trae a tu encantadora mujer —dijo antes de colgar.
David se sintió amargamente decepcionado de que la llamada no hubiera acabado con una invitación general, que era su plan secreto. Sugirió de una manera bastante brusca que volviera a llamar e invitara a los Uckfield a cenar, pero Isabel, siempre más razonable, le convenció de que no lo hiciera.
—Supongo que están deseando hablar un rato de Edith y todo lo demás. No se les puede reprochar.
Es decir: que si nos había llamado para intentar restablecer, a través de nosotros, su contacto con la Casa Grande, no tenía mucho sentido impedir la visita, de modo que accedió, pero llevando nosotros una invitación para tomar una copa el domingo por la mañana.
H
abía seis o siete personas pasando el fin de semana en la casa, lo que solía ser habitual con los Broughton. Reconocí a lady Tenby, que me saludó con una amable inclinación de cabeza, y a un primo de la familia con el que había coincidido un par de veces estando con Charles y Edith en Londres. Entonces no sabía que la presencia de Clarissa Marlowe tenía un significado especial, pero ambos nos dimos cuenta de que se portaba como si fuera la anfitriona, preocupándose por si estábamos cómodos, si queríamos otro sándwich o cualquier otra cosa, y al recordarlo me doy cuenta de que aquello la diferenciaba del resto de los invitados. Los demás, hombres vestidos con pantalones de pana y jerséis, mujeres con faldas y zapatos de paseo, apenas levantaron la mirada de sus respectivos quehaceres (leer, cotillear, acariciar a los perros, hacer tostadas en el fuego de la chimenea) cuando entramos.