—¿Hoy no trabajas?
Él levantó la mirada.
—Por la tarde. ¿Por qué?
—Me ha llamado Caroline. Quiere que vaya a comer con ella.
—O sea que te has dejado algunas puertas abiertas.
Ella no respondió pero a él no le importó.
Una vez más, eligió con sumo cuidado la ropa que iba a llevar. Lo más fácil era repetir y ponerse un modelo de campo de sus días en Broughton, pero, después de su humillación a manos de lady Uckfield, le parecía poco aconsejable. Además, ahora lo veía con claridad: era demasiado revelador. Si Charles aceptaba que volviera a su lado tenía que ser siendo ella misma, no porque pudiera pasar por una Diana Bohun o cualquier otra de aquellas perras sin corazón que vivían matrimonios sin amor en el mundo de Charles. Al final eligió una falda negra ajustada que realzaba sus piernas y un jersey suelto azul con cintas de colores entretejidas. Se cepilló el pelo y se aplicó el maquillaje generosamente (para Charles, claro, no para Caroline). Examinó el resultado y se sintió satisfecha. Estaba guapa y radiante, y lo bastante londinense como para no parecer excesivamente ansiosa.
—Muy bonito —dijo Simon—. ¿Dónde vas a ir ahora?
—He pensado en hacer algunas compras. Tengo que encontrar un regalo para mi padre.
—Supongo que no estoy incluido en el almuerzo de las chicas.
—Es en el piso de Caroline... —dijo encogiéndose de hombros con expresión de tristeza—. ¿Por qué no vienes conmigo ahora? Si consigo encontrar un regalo para papá quiero ir a Harrods, a ver qué tienen para el verano.
Podría parecer que había un cierto riesgo en aquel despreocupado ofrecimiento, pero no era así. Ningún hombre cuerdo aceptaría acompañar a una mujer por una sucesión de tiendas cuando ni siquiera está buscando algo concreto, sobre todo si no hay un almuerzo esperando al final de la mañana. Él lo rechazó como sabía que lo haría.
—No, gracias. Si no te importa, te veré esta noche.
—¿A qué hora volverás?
Simon se encogió de hombros.
—Siete u ocho.
Se dieron un beso, Edith cogió una chaqueta y se marchó. Un minuto después caminaba hacia las tiendas de antigüedades del extremo de la calle que daba a Pimlico Road. Sabía que, durante las dos horas de viaje que tenían por delante, Caroline le preguntaría qué pensaba hacer e intentó aclarar tanto qué era lo que le iba a decir como cuál era la verdad, aunque las dos cosas no tuvieran que coincidir necesariamente.
A estas alturas ya sabía, aunque solo fuera por la casi histérica oposición de lady Uckfield, que existía una posibilidad de recuperar a Charles. Durante un tiempo se había convencido a sí misma de que solo estaba explorando esa posibilidad, pero dentro de sí ya había ido un paso más allá. Tenía que reconocer que no se habría empeñado con tanta fuerza en lograr una reunión con Charles si no fuera así. La cuestión seguía siendo hasta qué punto quería recuperarle. ¿Lo deseaba a cualquier precio? ¿Estaría dispuesta a hacer concesiones? ¿Volvería a vivir exactamente con las mismas condiciones? Y por otro lado, ¿podría ella lograr que se le hicieran concesiones? ¿No tenía Charles todas las cartas en la mano? Y lo que era peor: supongamos que estaba equivocada y que Charles no quería volver con ella. Había relegado a un rincón de su cabeza el motivo
real
de su cambio de idea, pero razonó que si tenía éxito en su misión, allí era donde se iba a quedar y, entonces, ¿para qué preocuparse por ello? El tema le fastidiaba tan profundamente que no veía motivos para tratarlo hasta que fuera absolutamente imprescindible. A todos los efectos, desde el momento en que supo que por fin iba a poder ver a Charles, su secreto había dejado de existir.
Se detuvo delante de la galería de arte que hay enfrente de la Poule Au Pot y miró los dibujos del escaparate. Mientras esperaba allí, una limusina reluciente paró a su lado y el chófer ayudó a salir de ella a una mujer con aspecto de ser de algún indeterminado país de Oriente Próximo que entró en la tienda. Contemplando a aquella criatura de abundante lápiz de labios, envuelta en visón, con pulseras de diamantes brillando al sol, Edith pensó de repente en su suegra. Sabía muy bien que ese no era su estilo. Ella habría llegado en un taxi sin llamar la atención, vestida discretamente y con unas buenas perlas, confiando en el reconocimiento del director. Y sin embargo, si las dos mujeres coincidieran, aquella dama exótica se pondría nerviosa ante lady Uckfield, mientras que lady Uckfield mostraría una cortés indiferencia por ella.
Su enfrentamiento en la Pequeña Biblioteca de Broughton, lejos de desacreditar a lady Uckfield a los ojos de Edith, había tenido un efecto paradójico de acrecentar el respeto por sus códigos. Siempre había despreciado a los miembros de su círculo y del de Charles que adulaban a su suegra pero en los últimos días había llegado a reconsiderar sus sentimientos. En los primeros tiempos de su matrimonio tal vez había esperado más de lo que aquella mujer oriental de las pieles representaba: lujo,
glamour
, caras famosas. Todas esas cosas (aunque, por supuesto, en versión inglesa) las había percibido erróneamente la joven Edith Lavery como parte del mundo de una «lady Broughton» y le había sorprendido descubrir que gran parte de su nueva vida era muy vulgar. Sabía que lady Uckfield consideraba que sus ideas habían salido de las novelas y las biografías del siglo XIX. Ella había intentado defender a su madre de las acusaciones de llenarle la cabeza de fantasías burguesas, pero en el fondo era consciente de que eran incriminaciones justas. La realidad de su vida con Charles había resultado monótona y aburrida comparada con aquellos argumentos repletos de acción, del brillo, de los salones de baile llenos de gente importante, de la deslumbrante vida de lady Palmerston que había imaginado.
Y sin embargo, el día del desfile de modelos, cuando el público se abrió ante lady Uckfield y la joven alteza real como el Mar Rojo ante Moisés, Edith se dio cuenta de que había despreciado la llave de todas las puertas cerradas de Inglaterra y de la mayoría del resto del mundo, al menos en lo superficial. Un título territorial puede que no garantice una invitación para visitar Camp David, pero aun estando en el siglo XXI, nunca tendría que sentirse sola en Palm Beach. Y Edith sabía a estas alturas que la gente superficial, los esnobs cuya vida social se basa en coleccionar gente que dé categoría a su propio estatus, es mayoría sobre los demás en una proporción de diez a uno. Puede que esa clase de poder no signifique gran cosa en la inmensidad del universo, pero era algo y, ¿qué había ganado ella a cambio? La vida en Broughton tal vez fuera aburrida, pero ¿cómo era la vida en Ebury Street? ¿Qué prefería: falta de ruido o falta de músculo? Había abandonado el mundo de los elegantes con un jactancioso mohín de aburrimiento y de la noche a la mañana había pasado de ser una carta importante en el Juego de la Alta Sociedad a una persona insignificante con quien nadie quiere dejarse ver.
Continuó su paseo sintiendo una especie de escalofrío. Entonces pensó en los dos hombres. Dado que se había casado con Charles por su dinero y su posición, siempre había sido consciente en el fondo de que, sin estas dos cosas, nunca se habría fijado en él. En los dos años de vida en común había llegado a odiarle, aunque ahora incluso ella lo encontrara totalmente absurdo. ¿Podía odiarle por haberla seducido con sus posesiones y luego no tener la personalidad suficiente para complacerla una vez en sus redes? La verdad era que había sido ella quien le había asediado y sin embargo, en la necesidad de justificar su comportamiento, para cuando Simon entró en escena, Charles había adquirido el estatus moral de una trampa peligrosa.
Ahora, mientras paseaba por Pimlico Road admirando los escaparates de los anticuarios, recordó sus reflexiones en Green Park y reconoció que la separación había cambiado las cosas. En esos días había adoptado la costumbre involuntaria de pensar en su marido con más ternura. ¿Era realmente una compañía tan desagradable? ¿Era mucho menos atractivo que Simon? Después de todo, hombres mucho peores que Charles encuentran esposa todos los días. ¿Le habría parecido tan mal Charles como marido en los tiempos anteriores a su boda? Si le hubieran presentado al señor Charles Broughton como novio de una de sus compañeras de estudios, ¿habría salido corriendo y gritando, arrastrando a su pobre amiga para salvarla? Por supuesto que no. Por supuesto que Simon era mucho más guapo, de eso no cabía ninguna duda, pero con los meses se había ido acostumbrando a su aspecto y empezaba a molestarle el permanente flirteo que parecía ser inherente a toda su vida social. Todas aquellas sonrisas y párpados entrecerrados a cualquier camarera, azafata o cajera del Partridges, aquel echarse hacia atrás los rizos dorados, había empezado a aburrirla.
Más preocupante que la cuestión del aspecto físico (después de todo, aunque Charles no era ninguna belleza, tampoco era desagradable a la vista) era el tema del sexo. Tenía que admitir que Simon era mucho mejor amante; un amante excelente desde cualquier punto de vista, sobre todo comparado con el pobre Charles, y eso era difícil de ignorar. Le gustaba acostarse con Simon, y mucho. De hecho, la idea de hacer el amor con él seguía siendo suficiente para que le recorriera un escalofrío por las entrañas, para que se sintiera ligeramente incómoda y nerviosa, para que le dieran ganas de cruzar y descruzar las piernas. El pobre Charles no tenía nada que hacer con sus titubeos, sus cinco minutos de empellones y sus
«gracias
, cariño» que casi la volvían loca.
Pero por primera vez reconocía, tal vez previsiblemente, que después de un año hacer el amor con Simon había perdido su emoción. El sexo, si bien menos frecuente que antes, seguía siendo excelente, sin duda, pero ya no podía impedirle ver la vida por la que había dejado su jaula de oro. Después de todo, ¿cuánto tiempo pasa uno en la cama haciendo el amor? ¿De verdad merecía la pena el resto del trato? ¿Media hora de placer dos o tres días a la semana compensaban realmente las fiestas interminables con aquella gente espantosa de acento monótono que fumaba sin cesar, y los horribles compañeros de la escuela de arte dramático que hablaban de «estilismos», de jardinería y de vacaciones baratas? Y además, ¿no era Charles encantador a su manera? ¿No era más íntegro que Simon? ¿No era mejor persona?
Siguió andando por Sloane Street repitiéndose estos falsos valores, intentando convencerse con una letanía de méritos de Charles, hasta que en un momento de desusada sinceridad, como el sol que se abre paso entre las nubes, comprendió la ironía de su diálogo interno. Edith utilizaba aquellos argumentos como si los contrarios la fueran a desbordar en caso de prestarles atención. Ella se tenía que forzar a dar el siguiente paso, cuando cualquier observador imparcial, y de eso estaba de repente absolutamente convencida, habría admitido de buen grado que, por supuesto, Charles era más íntegro que Simon. De hecho, en cualquier aspecto, era más que evidente que Simon no era íntegro en absoluto. Al contrario que Charles, no tenía sentido del honor, sólo sentido práctico. No podía ser íntegro porque en su interior no existía la integridad. Su moral estaba formada por un superficial desbarajuste de causas impuestas por la moda que él consideraba que le hacía atractivo para los directores de reparto. Edith se estaba convenciendo a sí misma de que, en algunos aspectos, prefería a Charles, cuando para cualquier persona que conociera a ambos no había punto de comparación. Charles, por muy aburrido que fuera, era infinitamente mejor. Simon era un montón de nada.
Entonces se dio cuenta de que la gente no pensaría mal de ella por llegar a esta conclusión (algo que le horrorizaba) sino que, por el contrario, estarían asombrados de que hubiera abandonado a su marido por semejante mamarracho vanidoso. Aun así, y en aquel momento sintió que le convenía ser sincera por una vez en su vida, no era por las virtudes de Charles por lo que quería volver con él; ni siquiera por su secreto. Era por la acogedora sensación de importancia que echaba de menos y que ahora, en medio de aquella crisis, necesitaba más que nunca. La verdad era que los meses de separación sólo habían logrado confirmar los prejuicios de su madre. Edith se había ido a dar un paseo y había comprobado que fuera hacía frío.
—Creo que voy a dejar a Eric —dijo Caroline en cuanto entraron por fin en la M2. Edith hizo un gesto de asentimiento, levantó levemente las cejas y no dijo nada—. ¿No dices nada? —preguntó Caroline.
Era una conductora espantosa, de esas que nunca consiguen dominar el arte de llevar una conversación sin mirar a la otra persona.
Edith miró nerviosa al camión que les pasaba a unos centímetros y negó con la cabeza.
—Pues no. No creo que yo esté en situación de hacer comentarios. En cualquier caso —dijo mirando por la ventanilla—, nunca he entendido por qué te casaste con él. Que le dejes me resulta mucho más fácil de entender.
Caroline se rio.
—He olvidado por qué me casé con él. Ese es el problema.
—Qué suerte que no haya niños.
—¿Ah, sí? —La cara de Caroline había adquirido una dureza digna de Monte Rushmore, que le daba la apariencia de un jefe indio de un
western
de los cincuenta cuando a uno todavía se le permitía estar de parte de los vaqueros—. Yo creo que es una lástima. Significa que si quiero tenerlos tendré que volver a pasar por todo ese puñetero proceso. —Eso era verdad—. A veces no puedo evitar pensar que, dentro de unos límites, no tiene demasiada importancia con quién te cases. Estamos condenadas a acabar un poco harta de ellos tarde o temprano.
—Entonces, ¿por qué vas a dejar a Eric?
—He dicho «dentro de unos límites» —contestó Caroline, evitando un vehículo enorme por pocos centímetros—. A estas alturas de mi vida tengo que admitir que tal vez lady Uckfield tuviera razón. —Uno de los detalles más escalofriantes de la vida privada de los Broughton era que Caroline y Charles se referían a su madre como «lady Uckfield» cuando hablaban entre ellos. En parte era un chiste, y en parte una actitud. En cualquier caso, resultaba un poco inquietante. Caroline continuó—: Me dijo que era un error casarme con un hombre vulgar y sin dinero, lo que, por supuesto, acabé por hacer. Pero añadió que si rompía estas reglas elementales que por lo menos me casara con un hombre educado y amable, ya que la grosería y la crueldad son dos cualidades que pueden destrozar una vida por completo.
Edith asintió.