Esnobs (41 page)

Read Esnobs Online

Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

BOOK: Esnobs
9.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Estoy de acuerdo con ella —dijo.

Tal vez le sorprendiera el dictamen de su madre política. Pero no debió sorprenderse; lady Uckfield era demasiado inteligente para no darse cuenta de que la auténtica miseria acaba con cualquier esfuerzo. Solo que ella era mucho más sensible que Edith respecto a lo que es la verdadera miseria.

—Eric es muy grosero. No solo conmigo, sino con todo el mundo. Una cena en nuestra casa era como un cursillo de supervivencia. Los invitados tenían que venir armados y comprobar cuántos improperios eran capaces de esquivar antes de salir corriendo de allí. Ahora que lo pienso, no entiendo cómo alguien volvía por segunda vez.

—Y entonces, ¿por qué te casaste con él?

—En parte para fastidiar a mi madre —dijo Caroline como si fuera algo perfectamente comprensible—. Y en parte por lo guapo que era. Y por último, supongo que porque él quería casarse conmigo a toda costa.

—Y ahora no crees que ese deseo fuera auténtico.

—No, sí lo era. Quería casarse conmigo por encima de todo. Pero era porque soy la hija de un marqués. Entonces no me di cuenta. O no me di cuenta de que era
solo
por eso.

Edith no dijo nada. La conversación se había desplazado a un terreno peligroso. Podía oír el ruido del hielo que se resquebrajaba bajo sus pies.

—Ya —murmuró.

Pero Caroline no había acabado.

—Por lo mismo que tú querías casarte con Charles —dijo. Al ver que Edith no decía nada, continuó—. No te lo reprocho. Tiene mucho más sentido en vuestro caso. Al menos casarte con Charles te convirtió en condesa. Ni siquiera ahora entiendo qué creía Eric que iba a sacar de nuestro matrimonio.

Durante un rato siguieron el camino en silencio. Luego Edith volvió a la carga.

—Si eso es lo que piensas, ¿por qué me llevas a verle?

Caroline pensó unos instantes con el entrecejo arrugado, como si la idea acabara de ocurrírsele. Cuando habló lo hizo casi titubeando.

—Porque Charles es muy desgraciado.

—¿Ah, sí?

—Sí. —Caroline encendió un cigarrillo y por un momento Edith pensó que se iban a la mediana de la carretera—. Ya sé que lady Uckfield cree que todo esto pasará. Tiene la fantasía de que Charles te olvidará y se casará con la hija de un noble que le dará cuatro hijos, dos de los cuales heredarán tierras de la familia de su madre.

Caroline se rio con amargura. Había hecho un resumen muy certero de los sueños de lady Uckfield.

—¿Estás segura de que se equivoca?

—Qué poco conoces a mi hermano —dijo Caroline, y volvió a quedar en silencio. Como es natural, Edith estaba deseando saber más de aquel pobre y desdichado hombre cuya vida era infeliz sin ella y con el que, por un extraño milagro, aún seguía casada. Miró a Caroline con expresión inquisitiva y esta siguió—. En primer lugar, no creo que la idea de mi madre de tu perfecta sucesora coincida con la de mi hermano. Para ser sincera, si era eso lo que él quería podría haberlo encontrado muy fácilmente. Pero eso ya no tiene importancia. Charles es un hombre sencillo. Es capaz de tener sentimientos, pero sentimientos simples, directos y profundos. Le cuesta comunicarse y no sabe flirtear. —Edith pensó en su otro amor, que solo sabía comunicarse y flirtear. El problema de Simon era precisamente el opuesto al de Charles. No era capaz de sentir. Caroline continuaba hablando—. Charles ha tomado una decisión. Tú. Tú eres su mujer. Quiero decir, en el fondo de su corazón. No te estoy diciendo que si tú te divorciaras de él no acabara por elegir otra persona como yegua de cría, pero en su corazón se sentiría fracasado y consideraría que su auténtica mujer andaba por ahí con otro. Y esa, querida mía, serías tú.

El resto del trayecto estuvieron en silencio. Era como si esperaran que se diera el siguiente paso en la trama para poder seguir con la discusión. Y por eso continuaron su camino a través de la llana campiña de Norfolk hasta que entraron en un camino bien cuidado pero algo umbrío que conducía, una vez pasados los altos muros de rododendros, a la amplia entrada cubierta de grava de la casa principal.

Feltham Place había pasado a la familia Broughton en 1811, cuando el lord Broughton en funciones se casó con Anne Wykham, hija única de sir Marmaduke Wykham, sexto y último
baronet
y último de su dinastía. La casa era de estilo Jacobo I, más indicada como residencia de un caballero que de un noble, pintoresca más que suntuosa, con sus tejados erizados de chimeneas como de caramelo, y tal vez por eso nunca había logrado captar el interés de la familia. Como muchas casas de su época, estaba en una hondonada (antes de que las innovaciones del siglo XVII incorporaran las espléndidas vistas del paisaje), aunque la uniformidad del terreno permitía que se abriera al fondo del valle. Podría haber hecho las funciones de la segunda residencia de los Broughton o como residencia de su heredero, pero había otras casas más cerca de Uckfield que servían a estos propósitos al menos hasta la Segunda Guerra Mundial.

En el pasado Feltham se había alquilado, pero a finales del siglo XIX se recuperó como coto de caza y se explotaba desde entonces, a pesar de que la familia dejó que el deporte decayera después de la guerra. Charles había resucitado la caza en los últimos años y estaba orgulloso de que ahora pudiera permitir batidas de doscientas y trescientas aves con la seguridad de que los cazadores no se sentirían decepcionados. Su administrador y él habían trabajado mucho. Habían restaurado los puestos de tiro y los setos, organizado los comederos, toda la apariencia del paisaje se había restaurado más o menos para recuperar las condiciones del siglo anterior. Pero, a pesar de todo, no se animaba a llevar a Feltham a sus propios invitados. A ellos les ofrecía los esplendores de Broughton mientras los hombres de negocios, gente con teléfonos móviles y ropa de caza nueva, salían a cazar en Feltham solo durante el día. Por un suplemento (considerable) podían quedarse a pasar la noche, que tal vez justificara el aire de posada que tenía.

El Wykham que había construido la casa era un favorito del rey Jacobo I y en aquellos días era mucho más grande, pero el valido del rey fue poco previsor y su heredero (un sobrino suyo, ya que él nunca se casó, como era de esperar) demolió dos tercios del edificio. Por eso la ornamentación y los bajorrelieves de la fachada y del resto de la casa eran mucho más importantes de lo que correspondía a un edificio de aquel tamaño. En el interior, todo el mobiliario y los cuadros de categoría hacía tiempo que habían sido trasladados a Broughton y la mayor parte de lo que quedaba databa de la rehabilitación como pabellón de caza llevada a cabo a finales de siglo. Mullidos Chesterfields de cuero proporcionaban asiento y en las paredes colgaban retratos de segunda fila y enormes escenas de caza, cetrería y cualquier otro método de matanza campestre. Sin embargo, las habitaciones eran agradables y la escalera, prácticamente lo único superviviente de los días del favorito del rey, era magnífica.

Edith apenas conocía aquel lugar. Para Charles era lo más parecido a una «oficina» a la que acudía con regularidad. La dirigía como si fuera un negocio y, aparte de alguna aparición ocasional en el pueblo y del cóctel anual al que se invitaba a los vecinos para que no se quejaran demasiado de las cacerías, casi no tenía vida social en la comarca. Muy a menudo, en vez de hacer pasar a la anciana pareja de guardeses por la molestia de abrir un dormitorio, se quedaba en casa de los Cumnor, mucho más grande y lujosa, a cuatro millas por la misma carretera.

Caroline se acercó a la puerta principal y las dos mujeres entraron en el espacioso y sombrío vestíbulo que ocupaba dos tercios de la planta baja. Estaba decorado con un friso de escudos de armas de los Wykham y los Broughton sospechosamente artificiales y, aparte de ese detalle, no había más color que el marrón de los paneles de la pared y el de los muebles de cuero, todavía menos atractivo.

—¡Charles! —gritó Caroline.

Era un día bastante fresco y el interior de la casa estaba considerablemente más frío que el aire del exterior. Edith se arrebujó en el abrigo.

—¡Charles! —gritó Caroline una vez más y se dirigió a una puerta que conducía primero a una escalera y luego a lo que había sido la salita de día y ahora hacía las veces de despacho de Charles. Edith la siguió. La habitación estaba amueblada con escritorios y muebles archivadores. El frío estaba ligeramente mitigado por una estufa eléctrica de tres resistencias que parecía quebrantar ella sola todas las normas de seguridad. Todavía estaban allí de pie cuando otra puerta enfrente de ellas se abrió y, de repente, apareció un desconcertado Charles. Para su sorpresa, y para su deleite, Edith se sintió impresionada por su aspecto. El pulcro caballero campestre que siempre parecía preparado para hacer un anuncio de Burberry’s había desaparecido. Le sorprendió ver a su puntilloso marido dejado y desaliñado. Casi estaba sucio. Él percibió su mirada y se pasó los dedos por el pelo.

—Hola —dijo con una sonrisa meliflua—. Qué sorpresa verte por aquí.

Caroline decidió desaparecer en ese momento.

—Me voy a Norwich —dijo—. Volveré dentro de un par de horas.

Realmente fue un alivio que no intentara normalizar la situación con alguna tontería del tipo «pasábamos por aquí».

—Muy bien —dijo Charles con un gesto de asentimiento.

Una vez a solas, a Edith se le olvidó por completo todo lo que quería decir. Se sentó en el borde de una silla cerca de la chimenea, como una sirvienta nerviosa ante una entrevista, y se inclinó para calentarse las manos.

—No te enfades. Tenía muchas ganas de hablar contigo a solas, y empezaba a tener la sensación de que nunca me lo iban a permitir. Así que decidí aprovechar esta oportunidad.

Él negó con la cabeza.

—No me he enfadado. En absoluto. —Tuvo un momento de duda—. Siento... siento mucho lo de las llamadas y todo lo demás. No fue porque mi madre no me lo dijera, ¿sabes? Bueno, no solo por eso. Es que no sabía qué decirte. Me parecía mejor dejarlo todo en manos de los profesionales. Claro que ahora que estás aquí... —su voz se desvaneció desconsolada.

Edith asintió.

—Necesitaba saber lo que piensas de todo esto. Entiendo que tus padres quieran verte libre de mí de una vez por todas.

—Ah, eso —parecía cortado—. No me importa. En serio. Lo que tú prefieras. —Él la miró fijamente bajo la luz poco favorecedora de la bombilla pelada—. ¿Qué tal está Simon?

—Bien. Muy bien. Le encanta la serie.

—Estupendo. Me alegro.

No parecía que se alegrara, pero estaba intentando ser cortés. Edith se sintió impresionada una vez más por la integridad y la bondad del hombre que había rechazado. ¿En qué estaría pensando cuando lo hizo? A veces sus propios actos le resultaban difíciles de entender. Como una película extranjera. Y sin embargo, aquella había sido su elección. La conversación siguió a trancas y barrancas.

—Creo que nunca había venido a Feltham en esta época del año. O tal vez sí, pero no lo recuerdo. Está muy bonito, ¿verdad?

Charles sonrió.

—Mi querido Feltham —musitó.

—Deberías vivir aquí. Podrías arreglarlo. Volver a traer algunas cosas.

Él medio asintió.

—Creo que me sentiría un poco solo, aquí aislado sin nadie más. ¿No te parece? Aunque es una buena idea.

—Oh, Charles.

A pesar del cinismo con que se había embarcado en aquella misión, Edith se había convertido en víctima de sus propias coartadas. Como Deborah Kerr en
El rey y yo
, silbando una melodía alegre para infundirse valor, Edith había logrado convencerse a sí misma de que era un personaje romántico que había perdido a su gran amor en vez de una chiquilla egoísta que echaba de menos los lujos. Sus ojos empezaron a humedecerse.

Tal vez parezca sorprendente, pero solo en ese momento Charles comprendió con toda claridad que Edith había ido con la intención de recuperarle. Hasta entonces pensaba si no habría hecho el viaje para aclarar algún asunto financiero o discutir los plazos. Pese a sus primeras sospechas, su inexistente vanidad le hizo reflexionar en busca de una conclusión más obvia y pensó que tal vez ella quería llegar a algún acuerdo ventajoso antes de que sus abogados pudieran impedírselo. No es que aquello le ofendiera pero, en caso de que fuera así, estaba decidido a ocultarle su desdicha, tanto por respeto a los sentimientos de ella como por un orgullo perfectamente justificable. Ahora se daba cuenta, con el estómago encogido, de que no se trataba de eso. Quería volver a su lado. La miró con atención.

En toda su simplicidad, no era idiota. Siguiendo una línea de pensamiento similar a la de la noche en su despacho de Broughton, se daba cuenta de que no era más interesante que cuando ella le abandonó. También sospechaba que el mundo del espectáculo no le había acabado de gustar, al menos no para «todos los días». Del mismo modo que un año de pecado le había servido a Edith para tener una idea más clara de lo que era Simon, dos años de matrimonio y uno de separación habían logrado que Charles comprendiera a Edith. Sabía de sobra que era una arribista, y la hija de una arribista. Ahora discernía las vulgaridades de su espíritu con tanta claridad como sus buenas cualidades, que, a pesar de los comentarios de lady Uckfield, él seguía pensando que eran muchas. También sabía que si él daba un paso hacia ella, la cosa estaba arreglada.

Se quedó observando a la figura que se encorvaba sobre las resistencias eléctricas para intentar calentarse. Su abrigo era de color café con leche y parecía barato. ¿Podría aquella triste figura, aquella «cosita rubita» como diría su madre, ser la siguiente marquesa de Uckfield? ¿Sería retratada por algún indiferente pintor de caja de bombones y colgada junto a los Sargeants, los Laszlos y los Birleys de las generaciones anteriores? ¿Sería capaz de salir airosa?

Pero mientras la contemplaba la encontró de repente vulnerable, con su maquillaje excesivo, su chaqueta de grandes almacenes, intentando seducirle y resultando patética sin pretenderlo, y se sintió desbordado por la lástima y, con ella, por el amor. Fuera o no adecuada, por limitados que fuesen sus sentimientos, fueran cuales fueran sus motivos, sabía que él, Charles Broughton, no podría ser responsable de su desdicha. En otras palabras, era incapaz de hacerle daño.

—¿Eres feliz? —preguntó muy despacio, a sabiendas de que aquellas palabras le daban permiso para regresar a su lado y a su vida.

Other books

The Winter Long by Seanan McGuire
Dangerous Waters by Juliet E. McKenna
Karate-dō: Mi Camino by Gichin Funakoshi
Rewinder by Battles, Brett
South by South East by Anthony Horowitz
Promise: The Scarred Girl by Maya Shepherd
The Buy Side by Turney Duff