Esnobs (39 page)

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Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

BOOK: Esnobs
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Charles levantó la mirada cuando se abrió la puerta y la relajada figura de la vizcondesa Bohun entró en la habitación.

—¿Charles? —dijo con un gesto desesperado—. Gracias a Dios que estás aquí.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Estoy en un apuro horroroso. Peter se ha ido a dar un paseo y no hemos traído el coche. En fin... —Charles esperó pacientemente—. La cuestión es que... —Diana se humedeció los labios nerviosa. Tenía un auténtico talento como actriz—. Me he hecho un lío con las fechas y he venido sin nada...

Charles la miró despistado. Lo que decía no tenía ningún sentido, como un texto mal traducido de un idioma extranjero.

—Lo siento —dijo en respuesta a los falsos rubores de Diana—. No estoy seguro de...

Diana dominó su repulsión por esta clase de tácticas. Los momentos desesperados exigían medidas desesperadas y, como le había dejado muy claro su anfitriona, estos eran momentos muy desesperados.

—No me lo esperaba pero... estoy en esos días del mes y tengo que ir a una farmacia...

—Oh, cielos —Charles se levantó de un salto movido por el azoramiento—. Por supuesto, ¿qué puedo hacer?

Diana respiró más tranquila. Había logrado su objetivo, e increíblemente rápido.

—¿Te importaría llevarme a Lewes? Lo malo es que en el campo todo cierra a la una y...

—Por supuesto. Ahora mismo.

—Solo tengo que decirle una cosa a tu madre.

—Muy bien. Voy a por el coche. Te espero en la entrada dentro de cinco minutos. Y no te preocupes.

A ella le pareció encantador que le dijera que no se preocupara por algo que le pasaba todos los meses desde que tenía doce años, pero prefirió no atenuar su ansiedad. Con una sonrisa frágil, le vio salir de la habitación. Diana había elegido bien la mentira para conseguir una reacción inmediata. Tal como había calculado, Charles, al igual que todos los hombres de su clase, sentía la mayor turbación ante cualquiera de los mecanismos de la femineidad. A la menor sugerencia de ellos, ni necesitaba ni quería más explicaciones para ponerse en movimiento rápidamente. Ella le escuchó bajar ruidosamente las escaleras con el legítimo orgullo de una mujer eficiente.

• • •

Edith apenas acababa de alcanzar el descansillo donde estaba el bronce del esclavo cuando lady Uckfield salió por un arco cerrado con un cordón.

—¿Edith? ¿Eres tú? ¿Por qué no nos has avisado de que ibas a venir?

Su madre política la tomó por el brazo e intentó arrastrarla hacia la puerta de la salita de estar. Edith supo que el juego había empezado y se maldijo en silencio por no haberse puesto un pañuelo en la cabeza para intentar pasar inadvertida, pero incluso así, no iba a rendirse a la primera. Se desasió de la presa de Googie y empezó a andar en dirección al despacho de Charles, más allá de la biblioteca.

—Pensé que sería una molestia y solo quiero tener una breve charla con Charles. No tardaré más que un momento.

Iba tan deprisa que, para gran regocijo del público presente, lady Uckfield se vio obligada a adoptar una especie de trotecillo para seguirle el paso. Entraron en la espléndida biblioteca con sus altas estanterías de caoba y
ormolu.
Sobre la chimenea, un ancestro de los Broughton con peluca de color castaño miraba desde arriba, asombrado ante la escena que se desarrollaba en su presencia. Unos cuantos turistas habían conocido a una o a otra y, puesto que la separación de la pareja había aparecido en la mitad de los periódicos del país, abandonaron la aburrida contemplación de los miles de lomos de cuero dorado y dedicaron su atención a las dos mujeres, encantados con aquella atracción inesperada.

—¿Te quedas a almorzar? —preguntó lady Uckfield consciente de ser blanco de todas las miradas y deseando normalizar aquella situación disparatada.

—¿Por qué? ¿Te gustaría que me quedara? —contestó Edith. Ella, por el contrario, estaba disfrutando de la exhibición de su madre política ante la curiosidad de la multitud.

—Claro que sí —replicó lady Uckfield agarrando a Edith de una manga y tirando de ella en un vano intento de detener su recorrido por aquel suelo tan brillante.

—Yo no lo creo —espetó Edith.

Ya se encontraba delante de la puerta del despacho y casi tenía la mano en el picaporte cuando esta se abrió para revelar la figura imponente de lady Bohun. Imperceptiblemente, con un movimiento apenas apreciable para el ojo inexperto, le hizo un gesto a la anfitriona. Edith lo vio y supo de inmediato que había llegado demasiado tarde. El pájaro había volado.

—Hola, Edith —dijo Diana con la inflexión más lánguida y afectada que pudo—. ¿Me perdonas? Necesito ir corriendo a Lewes a comprar una cosa y tengo que llegar antes de que cierren las tiendas. ¿Seguirás aquí cuando regresemos?

—¿A ti qué te parece? —preguntó Edith, y Diana se marchó sin más dilación.

Una vez las dos a solas, lady Uckfield metió a su hija política en la habitación y cerró la puerta.

—Siéntate un momento —dijo ocupando el asiento de detrás del escritorio de Charles y ordenando distraídamente sus papeles diseminados en pulcros montoncitos.

—No es necesario —respondió Edith—. Si Charles no está será mejor que me vaya.

—Por favor, siéntate —repitió la petición, y Edith lo hizo—. Siento mucho que nos veas como enemigos.

—Tal vez lo sientas, pero no creo que te sorprenda.

Lady Uckfield la miró con expresión mortificada.

—Ya sabes que yo quería que vuestro matrimonio funcionara. Si piensas otra cosa es que me has juzgado mal. Siempre he querido que fuerais felices.

—Tú querías que hiciéramos buena una situación mala.

—Y tú no quisiste hacerlo, ¿verdad? —dijo lady Uckfield sin la menor traza de su habitual brío y
vibrato
en la voz.

En aquella observación había una parte de verdad que, al verse obligada a admitirla, despojó a Edith momentáneamente de su empuje. ¿Era racional por su parte que esperara que lady Uckfield se hubiera alegrado de que ella, Edith, entrara en sus vidas? ¿Por qué iba a querer su suegra que volviera ahora que aquel lamentable episodio estaba a punto de resolverse? Lady Uckfield continuó hablando.

—Hace un año —dijo—, la sola visión de Charles te hastiaba. Cuando él hablaba te rechinaban los dientes, si te tocaba te recorría un escalofrío. Soy su madre y vivía en la misma casa que vosotros. ¿Creías que no me daba cuenta de esas cosas?

—No era así.

—Era exactamente así. Te aburría. Te morías de aburrimiento con él. Peor aún, te irritaba hasta ponerte al borde de la locura. No podía complacerte por mucho que lo intentara. Nada de lo que dijera o hiciera estaba bien. Su sola presencia te atacaba los nervios y sin embargo, ahora... ¿Cómo debo tomarme esta repentina necesidad de verle? ¿Qué es lo que ha cambiado?

Edith cogió fuerzas y miró a su oponente a los ojos. Estaba decidida a intentar ganar la partida como fuera.

—¿No se te ha ocurrido que puedo haber tenido tiempo de reflexionar? ¿O es que, en tu opinión, soy demasiado estúpida para pensar en cualquier cosa que no sean el dinero y la posición social?

—Querida, nunca he pensado que seas estúpida —dijo lady Uckfield levantando la mano en un gesto de protesta—. Al menos en eso tienes que creerme. —Se oyó un ruido en la gravilla del exterior y se acercó a la ventana, pero no era Charles que regresara a por algo que se le había olvidado, que era lo que se temía—. Es inevitable que me pregunte por qué ahora, por qué de repente es tan imprescindible que lo veas cuando durante los primeros meses después de tu marcha nunca expresaste ese deseo. Soy su madre y tengo que preguntarme qué puede haber cambiado para convertir una reunión con mi hijo en algo tan deseable ahora, cuando antes era tan
in
deseable.

—Puede que piense que no he tomado una buena decisión. ¿Es tan difícil de entender?

—Al contrario. A mí me resulta muy fácil de entender. Sobre todo porque yo creo que has tomado una decisión realmente penosa. Pero... —juntó las yemas de los dedos como un paternal sacerdote dando un sermón desde el púlpito—. ¿Por qué
ahora?
¿Por qué este cambio tan repentino?

Edith se quedó mirándola fijamente.

—No puedes evitar que le vea durante el resto de mi vida.

Lady Uckfield hizo un gesto de asentimiento.

—No. Me atrevería a asegurar que no.

—¿Entonces?

—Creo que puedo evitar que le veas durante unos meses. Tal vez seis, o solo tres. Veremos entonces lo que pensamos todos de la penosa decisión que has tomado.

En aquel momento Edith se dio cuenta de que su suegra, la querida Googie de mente pura como la nieve, lo sabía. Nunca hablaron de ello, ni entonces ni en los años siguientes, pero a partir de aquel momento ambas fueron muy conscientes de que las dos lo
sabían,
sin el menor asomo de duda. Edith se levantó.

—Me marcho ya.

—¿Estás segura? ¿No me dejas siquiera que te ofrezca algo de comer? ¿No quieres pasar al lavabo? Después de un viaje tan largo...

Su voz había recuperado el tono íntimo de los secretos contados a media noche en el dormitorio del colegio.

En ese momento a Edith le resultaba difícil no admirar de una extraña manera a aquella mujer, su enemiga declarada, que mantenía su ventaja moral con todos sus argumentos contra los recién llegados. Le resultaba difícil, pero no imposible.

—Eres una maldita vaca —dijo—. Una maldita vaca con la piel como el cuero y sin corazón.

Lady Uckfield pareció reflexionar sobre sus palabras un instante antes de asentir con la cabeza.

—Es probable que haya algo de cierto en tu poco halagüeña descripción —reconoció—. Y tal vez sea por eso, o por algo parecido que espero se pueda expresar con un lenguaje más poético, por lo que yo les he sacado tanto partido a mis oportunidades mientras que tú has desperdiciado las tuyas. Adiós, querida.

Capítulo 22

C
abría preguntarse por qué Edith, derrotada una y otra vez, no tomó la vía más moderna para salir de su dilema y, liberada del motivo de su engorro tras una breve estancia en una discreta clínica rural, no esperó los tres o seis meses estipulados por lady Uckfield para plantarles cara a todos. Sospecho que ni siquiera ella sabía la auténtica razón, pero de alguna manera estaba decidida a no seguir aquel camino. Por lo que yo sabía de ella, no era especialmente religiosa y diría que generalmente se conducía con los mínimos escrúpulos morales, pero tal vez porque veía la ocasión de proteger una vida, una vida que dependía única y exclusivamente de ella, le costaba aceptar la idea de sacrificarla. Creo que era una decisión esencialmente animal más que sentimental, a no ser que todas las tigresas de la selva sean sentimentales. Sospecho que las mujeres son capaces de entender mejor que la mayoría de los hombres por qué algo que apenas tiene existencia real y carece de existencia legal es susceptible de despertar un sentimiento de lealtad semejante.

Al final la ayuda le llegó del sector más inesperado. A la mañana siguiente me contó su fugaz excursión a Broughton y yo temía la inevitable petición de una actitud más activa por mi parte en aquel asunto cuando me sorprendió contándome que iba a esperar a la próxima visita de Charles a Feltham.

—Suele ir cada quince días más o menos. Allí le pillaré.

—¿Cómo te vas a enterar de que está allí?

—Me lo va a decir Caroline. Ella me llevará en su coche.

Aquella noticia era al mismo tiempo tranquilizadora y asombrosa. Tranquilizadora porque, por supuesto, suponía que yo quedaba liberado, y asombrosa porque nunca se me ocurrió pensar que Caroline pudiera tomar partido contra los intereses de su madre. Todavía hoy no estoy completamente seguro de sus motivos. El matrimonio de los Chase no parecía muy sólido. Es posible que Caroline no quisiera que el tema de los preparativos de su propio divorcio quedara postergado por el divorcio del heredero. Puede que fuera un acto de rebeldía contra su madre, cuyos valores Caroline siempre había creído que rechazaba (bastante equivocadamente, por lo que se ve). Puede que la cosa fuera más sencilla. Quería a su hermano y debía de hacerle mucho daño verle sufrir. Al final, supongo que, como suele suceder, sería una mezcla de todos estos elementos.

—¿Cuándo te has puesto en contacto con ella?

—Me ha llamado esta mañana. Se ha enterado de mi visita a Broughton. Me imagino que le doy pena.

—Bueno, no te voy a decir que no me sorprenda, pero me alegro por ti. Es mucho mejor que te ayude la hermana de Charles a que lo haga yo. ¿Me contarás cómo te han ido las cosas?

—Claro que sí.

• • •

A pesar de su explicación, la propia Edith no tenía muy claros los motivos de Caroline. Nunca habían tenido una relación demasiado estrecha, aunque tampoco es que fueran enemigas. En realidad, a pesar del casi imparable flujo de comentarios viperinos de Eric, ella y su cuñada habían establecido una especie de familiaridad apacible, pero la palabra «amistad» habría sido demasiado fuerte para describirla y Caroline no tenía la menor duda de a quién debía su lealtad. Porque con todo lo moderna que se declaraba, Caroline Chase, inconsciente como era de su propia realidad, resultaba ser una digna hija de su madre. Puede que despreciara a las estiradas condesas y mujeres de ministros que constituían la camarilla de lady Uckfield, pero a la hora de la verdad sus propias amigas eran las hijas rebeldes y vestidas raras de esas mismas mujeres.

En cualquier caso, y por los motivos que fuera, era una fiel cumplidora de su palabra. Dos días después sonó el teléfono en el apartamento de Ebury Street y cuando Edith contestó oyó la voz de Caroline.

—Si quieres seguir adelante, Charles está en Feltham ahora mismo. Se fue ayer por la noche y estará allí solo hasta mañana.

Edith dirigió la mirada hacia Simon que estaba enfrascado en el
Daily Mirror
. También recibía el
Independent
todos los días, pero nunca lo leía. Se preparó para iniciar una de esas conversaciones telefónicas que tienen algo de chino, concebidas para ocultar el tema de los testigos presentes.

—Eres muy amable —dijo.

—Entonces, ¿quieres que te lleve?

—Si puede ser —respondió tensa.

—¿No puedes hablar?

—No mucho.

—Te espero a las diez en punto en el final de Sloane Street, delante de Coutts.

—Muy bien.

Edith colgó el teléfono con cuidado. Como explicaría más tarde, en ningún momento flaqueó en su deseo de ver a Charles pero, lo mismo que había guardado en secreto su visita a Sussex, no estaba decidida a quemar todas las naves. Lo cierto era que Simon ni se había enterado de la llamada. Le miró sonriendo.

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