Poco después de llegar a la habitación del hotel, cuando todavía me estaba recuperando de la inevitable saturación de marrones y naranjas del papel de la pared, sonó el teléfono. Era Bella. Quedé con ella en el bar una hora después. Estaba sentada en una mesa con un compañero al que me presentó como Simon Russell, un actor del que había oído hablar más o menos y que se había llevado un buen papel (si alguno de los papeles de esos dramas épicos puede ser considerado así): el del coronel John Campbell, amante fiel de nuestra heroína principal y, al final, en los últimos cinco minutos de la película, duque de Argyll.
La belleza física es un tema que muchos prefieren soslayar y la mayoría intenta minimizar con alguna juiciosa declaración moral, pero sigue siendo uno de los laureles de la existencia humana. Por supuesto que hay personas atractivas sin ser guapas, del mismo modo que hay bellezas sin interés, y el peligro de la belleza en los más jóvenes es que les puede hacer que el negocio de la vida les resulte engañosamente sencillo. Soy muy consciente de todo eso. Sin embargo, también sé que de los cuatro grandes regalos que las hadas pueden o no hacer en el bautizo —Inteligencia, Cuna, Belleza y Fortuna—, es el de la Belleza el que hace que las puertas cerradas se abran automáticamente con solo llamar una vez. Tanto si se trata de una entrevista de trabajo, de una mesa en un restaurante, un ascenso espectacular en el trabajo o que te recojan haciendo autoestop, independientemente del sexo o de la tendencia sexual, es siempre mejor tener una cara bonita. Y nadie lo sabe mejor que las propias beldades. La belleza tiene un poder que respetan y dan por sentado al mismo tiempo. A pesar de su fugacidad, por lo general es un poder que nunca se pierde del todo. Normalmente se puede descubrir en las arrugas de una nonagenaria encorvada y apoyada en un bastón el estilo y la confianza que llamaban la atención en los salones de baile de 1929.
Simon Russell era sin lugar a dudas el hombre más bello que había visto en mi vida. No le llamo guapo porque la palabra implica una especie de limitación masculina del concepto de belleza, un punto tosco de atractiva imperfección. En la cara de Russell no había nada de eso. Era sencillamente perfecta. Espesos rizos rubios le caían sobre la frente medio ensombreciendo unos ojos azules grandes y llamativos. Una nariz esculpida como la de una estatua (nunca me ha gustado mi nariz y por eso me fijo tanto en ellas) y una boca cincelada y juvenil que enmarcaba unos dientes uniformes, aunque un poco afilados, completaban el retrato. Y no acababa allí su perfección. En vez de la complexión enclenque que uno asocia con los actores del tipo Rubio Guapito, Russell estaba dotado de un cuerpo atlético, musculoso y esbelto. Era, en suma, un espécimen magnífico. Parece que a veces los dioses se aburren de hacer una artesanía deficiente y permiten que salga alguien sin un solo defecto de fabricación, y Russell era uno de ellos. Si tenía algún defecto, y era necesario buscárselo, supongo que sería que sus piernas eran algo cortas para su estatura. Más tarde supe que aquel pequeño detalle, esa mota de polvo en el arcoiris le causaba horas de angustia todos los días, prueba de la paranoia y la ingratitud del género humano.
Los tres decidimos evitar al director y el comedor del hotel y al cabo de un rato estábamos compartiendo una mesa en un curioso restaurante de Uckfield decorado para nuestra sorpresa con motivos del salvaje oeste. Fue una noche muy grata y un principio de trabajo alentador. Simon era un compañero agradable porque una de las mejores cosas que tienen los afortunados es que son fáciles de tratar. Estaba casado y tenía tres niños, un chico y dos chicas, y hablaba de sí mismo y de sus triunfos con esa relajada sencillez que solo dominan los profundamente egocéntricos. Aun así, era divertido, amable y encantador y encajaba bien con la frenética volubilidad de Bella. También era evidente que le encantaba flirtear. Ningún mortal con el que se comunicase, desde la camarera que nos atendió al hombre que paramos para preguntarle la dirección, quedaba libre del rayo cegador de su sonrisa. Todo el mundo, cualquiera que fuera su condición, debía ser subyugado. Yo disfrutaba muchísimo viéndole desplegar sus encantos.
—No creo que pueda soportar seis semanas en la habitación del hotel —dijo Bella—. Creo que ha debido de haber algún error. Es del tamaño de un cajón y el lavabo está en una especie de armario.
Hizo un gesto para que nos trajeran otra botella.
Es un tópico decir que, aparte de llamarnos actores, también podrían referirse a nosotros como «los quejicas». Como mejor lo pasan los actores es teniendo buenos motivos para quejarse sobre las condiciones en las que trabajan, duermen o se cambian. Hay un viejo chiste sobre un actor que, después de cinco años sin trabajo y a punto de suicidarse, le dan el papel protagonista en una película con Julia Roberts y cuando le preguntan si es verdad contesta: «Sí, y lo mejor es que mañana libro». No obstante, incluso a mí, que doy poca importancia a ese tipo de cosas, me preocupaba la perspectiva de seis semanas de empapelado naranja y marrón, y fue así como surgió la idea de alquilar una casita entre los tres. Naturalmente era arriesgado, y decidimos hacer un contrato renovable cada semana, pero sería un gran ahorro económico y una considerable mejora respecto a nuestra situación actual.
—El único problema es —dijo Bella— que ya he andado preguntando por ahí y prácticamente todo lo que hay por aquí es propiedad de los Broughton, y tengo entendido que no son muy partidarios de alquileres a corto plazo. Están absolutamente en contra de los alquileres para vacaciones.
—¿La gente de la película no podría hacer algo? —preguntó Simon con la dulce sonrisa de quien está acostumbrado a superar todos los inconvenientes—. Deben de estar ganando un dineral con nosotros. ¿Quién es el productor de exteriores? Alguien habrá que se lleve bien con ellos. Por lo menos por ahora.
Puesto que empezábamos a rodar al día siguiente y muy pronto se sabría que era amigo de la familia, intervine.
—Yo los conozco —dije—. No sé si tendrán algo para alquilar, pero no se pierde nada por preguntar.
Bella estaba sorprendida y encantada con aquel giro de los acontecimientos. Conocía mi doble vida desde hacía años y no consideraba necesario juzgarla. Sin embargo, por la mirada deslumbrante en los ojos de Simon cuando se giró para sonreírme seductor, había subido muchos puestos en su consideración.
A la mañana siguiente apenas había llegado al plató —una escena de baile en el Salón Rojo donde Charles y Edith nos habían recibido en la cena de compromiso—, cuando mi secreto, si es que lo tenía, quedó al descubierto. La mayoría de los actores estaban allí reunidos con sus extemporáneos disfraces cuando apareció lady Uckfield.
—Ah, marquesa —dijo Twist con lo que supongo que él consideró una reverencia cortesana.
No pude detectar ni el menor asomo de un mal gesto en su rostro sonriente mientras él procedía a presentarle el reparto como un alcalde provinciano en una fábrica de las Highlands. Al verme se separó del director, me dio dos besos y me llevó hacia la ventana. Para la mayor parte del equipo quedé marcado en ese mismo instante, y me llevó varias semanas de rodaje recuperar una mínima credibilidad como actor.
—Edith me ha dicho que no te quedas con nosotros.
—Sois muy amables, pero no, gracias. Creo que mis compañeros dudarían de en qué equipo juego.
Ella se rio y respondió lanzando una mirada aviesa por el salón:
—Espero que no.
Yo sonreí.
—¿Y dónde te vas a alojar? No irás a decirme que te vas a quedar en el hotel del pueblo, ¿verdad?
Pensé entonces en los tristes folletos que había encima de la mesa de mi cuarto, dándome la bienvenida a «los esplendores de la casa solariega de Notley Park», y negué con la cabeza.
—Creo que no.
—Gracias a Dios.
—De hecho, tres de nosotros nos preguntábamos si habría algún sitio en la propiedad que pudiéramos alquilar. ¿Qué le parece? No necesitamos nada especial. Nos basta con que tenga tres dormitorios y agua caliente.
—¿Quiénes sois los tres?
Hice un gesto con la cabeza hacia Bella, vestida en terciopelo burdeos, que hablaba con Simon. Él llevaba una blusa de seda azul pálido con encaje en el cuello y los puños, y una peluca que, al contrario que a la mayoría de los extras, no parecía haber sido arrancada de un cadáver encontrado en el Támesis, sino que enmarcaba su cara con más rizos espesos y claros como los que lucía de natural. Se dio cuenta de que le mirábamos, nos devolvió la mirada y sonrió.
Lady Uckfield le sonrió cautelosamente.
—Cielos, qué belleza.
—Ese es nuestro elegido.
—No me extraña nada. —Se volvió hacia mí—. Estoy segura de que encontraremos algo. Seguramente podríais ocupar Brook Farm, si no os importa tener los muebles mínimos. Se lo preguntaré a Charles y lo arreglaremos. Ven a cenar esta noche y trae a los otros dos. Para que pasen la prueba —añadió jovialmente—. A las ocho, y no hace falta que os arregléis.
—¿Estás seguro de que así voy bien? —me preguntó Bella por decimosegunda vez cuando aparcábamos delante de la entrada principal.
—Estoy seguro.
Salió del coche contorsionándose.
—Dios. No he traído más que jerséis y petos.
La verdad era que estaba preciosa con un vestido negro y unos pendientes enormes, como una cantante francesa de una
boîte
políticamente subversiva.
Simon se mostraba mucho más tranquilo mientras nos acercábamos a la escalera de herradura. Era uno de esos actores que si no son legión son positivamente más de uno y que han interpretado a tantos aristócratas en televisión que han acabado por creerse uno de ellos. Había lucido prácticamente todos los uniformes, superado casi todos los conflictos, cazado a caballo y bailado hasta caer rendido en una serie histórica detrás de otra y ahora creía de alguna manera que era realmente de esa clase de personas que compran los zapatos en Lobb’s y los sombreros en Lock’s, y que sería socio de White’s si conocieran su existencia; en resumen, que formaba parte del
gratin
. Frecuentaba los salones de Fulham haciendo comentarios críticos de los miembros más jóvenes de la familia real con el aire de quien prefiere no decir todo lo que sabe. No es que hubiera una gran diferencia entre él y nuestro vecino David Easton: lo que pasaba es que había estado poco en el campo y no sabía que allí ese número es mucho más difícil de hacer convincentemente que en Londres.
Claro que lo que ni Simon ni David sabían era que la clave para esta gente es la familiaridad que existe entre ellos. La mayoría son incapaces de aceptar a nadie como a «uno de ellos» si no lo conocen desde la infancia o si no lo conoce, como mínimo, alguien de su círculo. No pueden entender que no hayan conocido, al menos de lejos, a todas las personas que merecen estar incluidas en su grupo. Lo máximo a lo que pueden aspirar esos sonrientes pilotos de carreras y actores arrabaleros que adornan los bancos de las bodas reales es a la posición de bufón extraoficial de la corte, un servicio del que pueden prescindir en cualquier momento. Simon no estaba bastante familiarizado con el gran mundo como para entender eso y mantuvo a lo largo de toda la velada una especie de actitud altiva, con la que pretendía demostrar a los presentes que se pasaba la vida cenando en enormes palacios de todo el país. No hace falta decir que a ellos ni les engañó ni les importó lo más mínimo.
Solo estaban los cuatro en casa cuando Jago nos condujo a la salita de estar y los encontramos a todos leyendo en silencio. No estoy muy seguro, pero me pareció percibir un ambiente un tanto decaído. Lady Uckfield se levantó para saludarnos y tras recibir los halagos de Bella se la pasó inmediatamente a su marido, con el que estaba segura de que iba a tener un éxito arrollador. Cuando se volvió hacia nosotros, Simon ya había establecido contacto con Charles para preguntarle por la posibilidad de alquilar Brook Farm y noté como este casi daba un brinco ante la ferocidad de aquel ataque frontal, pero se recuperó enseguida. De hecho, al cabo de unos minutos estaba asintiendo con una amigable sonrisa, así que supuse que todo iba bien. Me llamó la atención que Edith, tras reconocerme, no se había levantado del sillón y seguía leyendo. Observé que Simon la miraba pero ella no se daba por aludida y, después de hacer un par de comentarios dedicados a ella, decidió darse por vencido por el momento y dedicar sus esfuerzos a deslumbrar a su marido.
Lady Uckfield me trajo un whisky con agua sin preguntarme, lo que era todo un cumplido. Su mirada siguió a la mía.
—A Charles le parece bien que ocupéis Brook Farm si lo decís en serio. Va a mandar al señor Roberts mañana por la mañana. De todas formas hay que tenerla lista para el mes que viene como muy tarde, así que no le vendrá mal un empujoncito. Podéis mudaros pasado mañana si no os importa tener un poco de actividad laboral a vuestro alrededor. Espero que esto signifique que te vamos a ver mucho más.
—Me temo que demasiado. —Tuve un momento de duda—. ¿No se estaba arreglando Brook Farm para Charles y Edith?
Lady Uckfield asintió.
—Sí. Pero han cambiado de idea —respondió, analizando mi expresión—. A Tigger y a mí nos parece sencillamente maravilloso —apostilló con firmeza.
—Maravilloso —corroboré yo, asintiendo con la cabeza.
El pobre Charles pasó la cena en el dique seco. Bella estaba triunfando con lord Uckfield, contándole anécdotas tronchantes e indecentes para su evidente disfrute, y no estaba dispuesta a incluir a nadie más en su conversación, mientras Simon le daba el mismo trato (aunque más decoroso) a lady Uckfield en el extremo opuesto de la mesa. Sin embargo, Edith no parecía tener mucho que decir a su marido; en realidad, no parecía tener mucho que decir a nadie. Vi que observaba cómo Simon colmaba a su suegra de encanto e inteligencia. Había encajado a la perfección con lady Uckfield, que no iba a caer en una red tan frágil como la suya; pero hay que decir una cosa en favor de Simon: por una vez sabía con certeza que estaba en inferioridad de condiciones, algo de lo que fue consciente muy pocas veces en todo el tiempo que le traté.
—Tu amigo el actor parece muy seguro de sí mismo —me dijo Edith.
—¿Por qué estás tan gruñona esta noche? ¿Qué te pasa?
—Nada. No estoy gruñona. Aunque me ha ofendido un poco que nos hayas abandonado por estos dos. ¿Crees que lo vas a pasar bien viviendo con ellos?