—¿Adónde van? —dijo Bella cuando vio a la pareja cruzar el parque.
—Charles dijo que quería ir a ver la granja y comprobar si había que hacer algo.
—¿Cuánto tiempo crees que pasará antes de que nos podamos mudar?
Me encogí de hombros.
—Creo que enseguida. Si no nos importa aguantar algunas incomodidades.
—Dios sabe que prefiero dormir en la ladera de una montaña antes que pasar otra noche en el hotel —dijo Bella con una risa seca mientras aplicaba la llama del encendedor a su cigarrillo, aparentemente incombustible.
Simon volvió a mirar a la pareja que se alejaba.
—Se me ocurre que podría irme con ellos. Les podría decir si se están preocupando innecesariamente. Después de todo, nos gustaría mudarnos hoy mismo si es posible. —Hizo un gesto de asentimiento y desapareció por el pasillo. Bella y yo le vimos partir en silencio. Ella fue la primera en hablar.
—Ahí va. A romper más corazones.
—¿No te cae bien?
Se inclinó para concentrarse más en su cigarrillo minúsculo.
—¿Cómo podría no caerme bien? Solo que me cansa un poco tanto encanto.
—No creo que Charles lo note.
—Puede que no. Pero ella sí. Y a juzgar por lo de anoche, no creo que le haga mucha gracia. Espero que no joda las cosas antes de que nos mudemos.
No lo hizo. O no lo suficiente como para impedir que ocupáramos la casa aquella misma noche. A la hora de la comida estábamos sentados a la inestable mesa del
catering
en la grava de delante de la casa, disfrutando todo lo que podíamos de nuestro almuerzo prefabricado, cuando Simon regresó con aire triunfal, bailando y dando puñetazos al aire para subrayar sus palabras.
—¡Ya es nuestra!
—¿Cuándo?
—Hoy.
—¿Qué hacemos con el hotel?
—Ya está arreglado. Les he avisado que nos vamos los tres y que iremos a por nuestras cosas y a pagar en cuanto podamos. Están ganando tanto dinero con la película que no han protestado mucho. —Sonrió—. Edith y Charles nos han invitado a cenar esta noche otra vez para que no tengamos que preocuparnos por hacer la compra.
—Edith y Charles son tremendamente generosos —dijo Bella, dejando que los nombres a los que no estaba acostumbrada se enredaran en su lengua mientras me dirigía una sonrisa intrigante. Pude darme cuenta de que Simon estaba destinado a proporcionarle grandes momentos de diversión.
Fue bastante aburrido tener que volver a Broughton por segunda noche consecutiva y tener que dar más conversación a «Tigger» y «Googie». Bella y yo nos confesaríamos más tarde que los dos habíamos pensado en escurrir el bulto. Imagino que Simon no tenía los mismos escrúpulos. Pero al final los dos llegamos, cada uno por su parte, a la conclusión de que habría sido una ingratitud ante lo que era tanto un favor por su parte como una mejora drástica de nuestra estancia, así que, una vez más, poco después de las ocho en punto llegábamos en coche y nos dirigíamos a la puerta principal.
Simon era otro hombre. La noche anterior su chulería natural (que él por supuesto desconocía) había desvelado su incompetencia social de manera incuestionable. Había citado nombres sin categoría y hablado de eventos sociales que bien no tenían la menor relevancia o que estaba claro que no dominaba en absoluto. Al final resultaba difícil no sentir un punto de simpatía por su ramplonería, a pesar del éxito que estaba teniendo con la anfitriona. Como muchos actores, y otros que no lo son, se había visto atrapado en la necesidad de demostrar su derecho a pertenecer a un mundo que reclamaba como propio desde hacía tiempo, pero que rara vez había pisado, si lo había hecho en alguna ocasión. Sin embargo aquella noche se sentía libre. Poseía ese brillo que distingue a los ególatras inseguros cuando descubren que sus dudas eran infundadas y que
gustan
de verdad. No era fácil ignorar la mirada divertida de Bella mientras subíamos a la sala de estar, con Simon pasando la mano por la barandilla lustrosa y charlando amistosamente con el mayordomo como un amigo de la familia de toda la vida. Una vez en nuestro destino, vimos cómo saludaba tanto a lord y, sobre todo, a lady Uckfield como si fueran viejos amigos.
Naturalmente, una de las verdades básicas de la vida es que, por regla general, el mundo te juzga de acuerdo con tu propia estimación. Lo mismo que la anfitriona inexperta tiembla al repasar la lista de invitados, preguntándose interminablemente si atreverse o no a invitar a tal o cual aristócrata o celebridad mediática que apenas conoce, para acabar descubriendo años más tarde que ninguno de ellos cuestiona el «derecho» de nadie a mandarles la invitación. Si les apetece ir, aceptarán. Si no les apetece, no lo harán. A lord Uckfield no se le habría pasado por la cabeza preguntarse si Simon Russell era su igual social o no. Parecía considerarlo así y eso, unido al hecho de que su papel en la vida de lord Uckfield consistía en cenar y contar anécdotas divertidas, era suficiente para justificar su soltura y relajación a los ojos del prócer. De ese modo se construyen muchas carreras, particularmente en Londres. Simon no era diferente a los marchantes de arte y fanáticos de la ópera prohijados por las diversas duquesas de hoy en día, cuyas sonrientes imágenes aparecen en las revistas emparedadas entre personalidades mediáticas y las esposas de herederos de grandes fortunas. Claro que esos personajes, como Simon, no suelen ser conscientes de que bajo esa aceptación superficial que su encanto y desenvoltura les procuran, sus influyentes anfitriones no consideran seriamente que pertenezcan a su mundo. Es triste ver cómo el favorito de turno de una gran familia, tras años de servicio domiciliario, llega a un acontecimiento público (digamos a una boda o, peor aún, a un funeral) y se encuentra relegado a la última fila, entre el representante comarcal y el conducto de la calefacción, mientras aristócratas casi desconocidos y no muy queridos ocupan las primeras filas. Así es la vida. O así son, por lo menos, los valores de esta vida. Algo que Simon Russell ignoraba por completo y lady Uckfield conocía muy bien.
Sin embargo, lo que me interesaba de aquella noche no era la reacción de lady Uckfield ante Simon, que fue previsiblemente de cauteloso regocijo, sino la de Edith. Los gestos de desagrado y la manifiesta hostilidad de la noche anterior habían sido sustituidos por un silencio rebuscado. Estaba más guapa que la noche anterior, con una falda negra y una blusa de seda color crema, unas perlas en el cuello y otro hilo enrollado a la muñeca en varias vueltas. A falta de una palabra mejor, diría que no la había visto tan sexy desde la boda. No había abandonado su frío aire de superioridad, que sinceramente creo que ya era involuntario, pero cuando entramos levantó la mirada desde el sofá con esa clase de mirada contenida que, según me ha enseñado la experiencia, indica que una mujer está buscando algo.
Si lo pienso ahora, me veo obligado a reconocer que el plan de Edith de quedarse en el campo para evitar los problemas era muy poco consistente. Como en el caso de una aburrida esposa colonial en un destacamento perdido de la India, la falta de compañía agradable solo serviría para colocar en una posición de gran ventaja a cualquiera que lograra llegar hasta allí. No estoy muy seguro de que si Charles y ella se hubieran lanzado a una vorágine de fiestas, actos benéficos y todas las demás tonterías que les esperaban ansiosamente en Londres, su virtud hubiera corrido un peligro mucho mayor. Sospecho que habría sido justo lo contrario. La sociedad tiene la gran ventaja de silenciar la insipidez de nuestra pareja. La pareja que no habla nunca, nunca descubre lo poco que tiene en común. La compañía, como la jubilación en la clase media, puede traer consigo el final del matrimonio. De una cosa estoy seguro: en Londres, Edith nunca se habría sentido atraída por Simon Russell. Como ya he dicho, era asombrosamente guapo, pero la verdad es que el
trailer
era mejor que la película. Sabía conversar y flirteando era todo un experto; de hecho, daba gusto verle en acción, pero a la hora de la verdad, en un entorno más íntimo, no tenía demasiada sustancia. No quiero insinuar con esto que no me cayera bien. Por el contrario, me gustaba mucho. Y podía mantener una conversación sobre hipotecas, sobre Europa o sobre Madonna como el que más, pero ¿acaso no podía hacerlo Charles (al menos de los dos primeros temas)? Del
feu sacré
, de esa llama sagrada y carismática que hace que todo parezca que merece la pena por amor, Simon no tenía nada. O nada que yo pudiera ver.
—Dígame, señor Russell, ¿cuál es el tipo de interpretación que más le gusta? —preguntó lady Uckfield. Siempre tenía mucho cuidado de dirigirse a los desconocidos, sobre todo a los más jóvenes que ella, utilizando «señor» o «señora», o bien el título que les correspondiera. La razón principal por la que hacía esto, y de hecho la razón de todo su vocabulario, era para subrayar su imagen como la de una milagrosa superviviente de la época eduardiana en la Inglaterra moderna. Le gustaba creer que en su comportamiento y sus modales la gente tenía la oportunidad de ver cómo se hacían las cosas en los tiempos en que se hacían
bien
. Cómo habrían solucionado las cosas lady Desborough, o la condesa de Dudley, o la marquesa de Salisbury, o cualquier otra de las olvidadas bellezas
fin de siècle
que hicieron de su vida un arte que, consecuentemente, murió con ellas. Como parte de esa estudiada representación, todo lo que tocaba adquiría una condición de excepcional. Le gustaba hablar de «informes» y de «almuerzos» llamando la atención sobre su jamón irlandés («seco y delicioso, como es
imposible
de encontrar en Inglaterra»), o de sus cerezas francesas («sencillamente me estoy
atiborrando
»), o de papel amarillo traído de América («es que simplemente no puedo
escribir
sin él»). Lo divertido de aquella actitud era que sus invitados se veían forzados, siguiendo el principio del
Traje nuevo del emperador
, a admitir que notaban una enorme diferencia en todo lo que se les presentaba, reforzando así los mismos prejuicios que les habían hecho mentir. Lo cierto es que la comida era siempre rica y bien elegida, de modo que yo me comportaba con la misma falta de valor que los demás y fingía apreciar la diferencia de sabores entre varios tipos de espárragos o cualquiera que fuera el reto del día. Además, cuanto más conocía a lady Uckfield, más admiraba la perfección de la imagen que se había creado. Nunca se cansaba de representar a la marquesa extremadamente encantadora pero extremadamente puntillosa en una interminable fantasía de tiempos pasados. Nunca. Estoy seguro de que si hubiera tenido que enfrentarse a una operación a vida o muerte, se habría preocupado por la marca de las tijeras del cirujano.
Edith nunca entendió la fortaleza del comportamiento que había elegido su suegra. La consideraba una quisquillosa y una pesada insoportable. Pero lady Uckfield tenía una autodisciplina que habría ahorrado muchos quebraderos de cabeza a Edith. No sabía lo que era estar aburrida, o más bien, admitirse a sí misma que estaba aburrida. El hecho de estar casada con un hombre que tenía una cuarta parte de su cerebro no le había preocupado ni por un segundo. Había elegido su camino y estaba dispuesta a recorrerlo sin piedad ni remordimientos. En nuestro desidioso siglo hay que respetar, si no venerar, esta determinación moral. Y después de todo, citando una frase de Trollope, a fin de cuentas «sus esfuerzos habían caído en terreno fértil».
La otra razón por la que lady Uckfield llamaba «señor Russell» a Simon era para impedir que él la llamara «Googie», por supuesto.
—Bueno, me gusta tener trabajo —dijo él en respuesta a su pregunta—. No creo que haya mucho más que eso.
—¿Le gustaría llegar a ser una gran estrella del cine?
Para un actor, esta es una pregunta cruel. Todos quieren ser grandes estrellas de cine pero es algo que, por un acuerdo universal tácito, nadie puede admitir.
Simon se aferró a una respuesta tópica.
—Me conformo con hacer un buen trabajo.
Al decirlo se puso algo incómodo, aunque, para ser justos, era más verdad de lo que uno pudiera suponer. O mejor, lo correcto habría sido decir que quería ser admirado por hacer un buen trabajo, que no es exactamente lo mismo. Pero, ¿qué otra cosa podía haber dicho? Por supuesto que quería ser una gran estrella de cine, como lady Uckfield había sugerido. Pero aunque era consciente de ello, también sabía que no debía revelarlo.
—¿Y piensa ser actor toda su vida?
Con aquella pregunta lady Uckfield reveló sus propios prejuicios y puso a Simon en su lugar con mayor firmeza. Es una pregunta que se oye a menudo, y yo no consigo imaginar a la gente preguntando; «¿Piensa ser médico toda su vida?», o «¿Piensa ser contable para siempre?». El motivo es muy simple: por mucho que lo intenten, no consiguen ver la interpretación como un trabajo «real». En este tema hay que hacer una distinción entre la clase media, que con frecuencia se siente misteriosamente ofendida por la elección de la interpretación como carrera (como si uno pensara vivir de una actividad inmoral), y la clase alta, que normalmente expresa su alegría por que uno lo esté pasando bien. Pero ninguno de los sectores puede entender que sea un trabajo estable. Tal vez porque, a pesar de la proliferación de actores de buena familia en los últimos años, muy pocos parecen alcanzar los niveles más altos de la profesión. Puede que se deba a los prejuicios, a la falta de temperamento o, sencillamente, porque es un camino demasiado duro para aquellos que tienen un desahogo económico, pero el resultado es que, mientras casi todos los aristócratas conocen a alguien cuyo hijo o hija menor ha decidido «probar las tablas», casi ninguno conoce a nadie que haya tenido éxito. Eso tiene que desanimarles.
—¿Piensas ser marquesa siempre? —dijo Edith desde el lugar que ocupaba en el sofá, sin levantar la mirada.
Lady Uckfield miró a su nuera durante un instante. Entendía muy bien lo que significaba aquella intervención de Edith en defensa de Simon. Pero reaccionó con una carcajada.
—Con los tiempos que corren, querida, ¿quién sabe?
Todos sonreímos y, aunque no pude resistirme a intercambiar una mirada rápida con Bella, nos dedicamos a nuestro papel de invitados.
Simon, encantado de haber contado con una valedora tan atractiva, se sentó en el sofá con Edith y pronto la estaba deleitando con los Cuentos del Plató en su versión más sugerente.