Esnobs (19 page)

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Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

BOOK: Esnobs
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Hablaba en un tono medio susurrado, como para suscitar curiosidad al tiempo que se le escuchaba perfectamente. Me pareció bastante irritante.

—No sé por qué no.

Miró a Simon una vez más, con dureza.

—Tengo que decir que Googie está deslumbrada con él. A la hora del té nos dijo que había alquilado Brook Farm al hombre más guapo del mundo. Me sorprendió bastante.

—¿Ah, sí?

Los dos miramos a Russell que reía y flirteaba con nuestra anfitriona. La luz de las velas se reflejaba en el cabello que se echaba para atrás constantemente, como un garañón inquieto. Sus ojos, más oscuros que durante el día, brillaban como dos zafiros bien tallados. Volví a mirar a Edith. Ella también era bella, por supuesto, la mujer más bella de la mesa con mucha diferencia, pero aquella noche me daba cuenta de cuánta vivacidad había perdido. La recordé coqueteando con lord Uckfield la noche en que se anunció su compromiso. Pero su deslumbrante y misteriosa sonrisa había sido reemplazada por otra más poderosa y resuelta. Y no era un cambio favorecedor.

—Supongo que es guapo —dijo displicente—. Pero los actores son como nenas con su aspecto. No me puedo tomar en serio a un hombre que piensa en colirios y máscara de pestañas.

Me giré hacia ella.

—¿Quién te está pidiendo que le tomes en serio? —dije.

Edith se concentró en su plato.

Capítulo 11

L
a condesa Broughton reposaba pensativa en la bañera, moviendo de vez en cuando el cuerpo para distribuir el agua caliente que salía del grifo que manejaba hábilmente con los dedos del pie. Mary no tardaría en traerle el desayuno y se sorprendería de encontrarla en el baño. Había roto la rutina que ella misma se había propuesto establecer en su ya compartimentada vida. Hasta Charles se sorprendió cuando la vio levantarse de la cama y abrir los grifos.

—¿Te vas a dar un baño ahora? —le dijo como un cachorro desconcertado, atreviéndose apenas a cuestionar sus actos y, sin embargo, asustado como siempre ante los cambios.

—Sí. ¿Por qué no?

—No, por nada, por nada. —A Charles no le gustaba discutir—. Es que normalmente te lo sueles dar después de desayunar, eso es todo.

—Lo sé. Pero esta mañana me lo voy a dar antes de desayunar, ¿te parece bien?

—Sí. Sí. Por supuesto. —Él levantó la voz cuando Edith entró en el cuarto de baño y comenzó a lavarse los dientes—. Voy a acercarme a Brook Farm con Roberts. ¿Quieres venir?

—Pues no.

—Podemos echar un vistazo a lo que haya que hacer. No creo que sea mucho, puesto que solo la quieren para unas semanas. A mí me parece un poco raro. ¿No estarían mejor en un hotel?

—Está claro que ellos no piensan lo mismo.

—No. Supongo que no. En fin. ¿Te gustaron los otros dos?

—Apenas hablé con ellos. Tus padres no me dieron la oportunidad de acercarme mucho.

Charles rio.

—Hay que decir que Bella le dio al jefe una noche estupenda. Ya le veo acercándose a Brook Farm para ver si necesita una tacita de azúcar. Russell me parece un poco blando.

—A Googie parece que le cae bien.

Pero Charles había dicho todo lo que quería decir. Dejó a su mujer con sus nuevos horarios y entró en su vestidor.

A pesar de la impresión que podía haber dado, no le ponía ninguna objeción a alquilar la granja. Todo lo contrario. Le daba una excusa para acelerar su finalización, y ya que Edith había rechazado la idea de vivir allí, estaba deseando poner la casa en alquiler y quitársela de encima. Sus preciosas habitaciones vacías eran para él un reproche, un recordatorio incómodo de su incapacidad para... ¿para qué? ¿Para comprender? ¿Pero qué era lo que se esperaba que comprendiera? Hubo un tiempo en que parecían estar pasándolo en grande «poniendo la casa»: estudiaba con atención los recortes de papel pintado y las muestras de telas (aunque le daba exactamente igual lo que ella eligiera) y hablaban tímidamente de una habitación que posiblemente les fuera «útil» con el tiempo y eligieron para esta un cuarto de baño mejor de lo que hubiera parecido razonable. Y de repente todo parecía haberse... Charles era consciente de la insatisfacción de su mujer. Su bienestar le preocupaba demasiado como para no darse cuenta de los síntomas de su infelicidad, pero no comprendía a qué se debía. ¿Qué había cambiado? Cuando intentó resolver la situación no logró dar con la solución. Le propuso pasar más tiempo en Londres, pero no, esa no era la cuestión. Le sugirió que asumiera más responsabilidad en la dirección de la tienda de recuerdos y el centro de atención a los visitantes, pero no, porque le parecía que iba a molestar a su madre. Al final pensó esperanzado que a lo mejor arreglar Brook Farm e iniciar una vida social en Sussex independiente de la de sus padres podía ser el remedio, pero un día Edith decidió de repente que no quería marcharse de la casa grande y él se quedó sin saber que más hacer. «Es que no nos imagino allí sentados mirándonos el uno al otro. ¿Tú sí?», dijo sin darle importancia. Aquellas palabras resonaron con un eco grave y sombrío en el corazón de Charles, porque eso era exactamente lo que él se había imaginado. Los dos solos, posiblemente comiendo en la mesa de la cocina, o con bandejas sobre las piernas en la pequeña biblioteca, viendo la televisión, charlando de los pequeños dramas diarios...

El verdadero problema de Charles, como él mismo admitía (al menos para sí), era su incapacidad de ver qué tenía de malo su vida. No acababa de entender qué tenía de malo ver a la misma gente, tener las mismas conversaciones y hacer las mismas cosas mes tras mes, año tras año. Su ciclo anual siempre había estado limitado por las actividades habituales: caza menor hasta finales de enero, caza mayor hasta entrado marzo, algún tiempo en Londres y, luego, tal vez algún viaje por ahí para pescar, y a Escocia a montear un poco. ¿Qué podía tener eso de malo? Estaba claro que algo debía de tener, pero él no era capaz de verlo. Y ahora lo que esperaba su esposa, a la que quería pero que le montaba una escena a la menor provocación, era que resolviera un enigma. Aquella mañana no estaba para resolver enigmas, pensó mientras se ponía la chaqueta de
tweed
y bajaba las escaleras para desayunar con su padre en el comedor.

Mientras, Edith seguía recostada en silencio en el agua caliente, oyendo sus pasos en la madera bruñida de las grandes escaleras. Sabía que era un problema para Charles pero, de un modo raro y confuso, ella consideraba que se merecía tener alguna complicación. Y aquella mañana se sentía más agitada que nunca sin saber por qué. Era como si una sustancia putrefacta se hubiera infiltrado reptando por la firme estructura de su vida y solo pudieran detectar su olor acre las pituitarias más sensibles. Se oyó un golpe en la puerta del dormitorio.

—¿Milady?

—Estoy aquí dentro, Mary. Déjalo ahí.

—¿Se encuentra bien, milady?

La voz de Mary, discretamente agazapada tras la puerta abierta del cuarto de baño, tenía un tinte de preocupación, presuntamente causada por aquella insignificante alteración de la rutina.

—Estoy bien, Mary. Gracias. Deja la bandeja ahí. Enseguida salgo.

—Muy bien, milady.

Edith oyó a la doncella trasteando por la habitación hasta que cerró la puerta y se escucharon sus pasos alejándose por el pasillo.

Su vida le parecía terriblemente mediocre. Hoy tenía la sensación de estar sumergida en una mediocridad gris que impregnaba el aire de las habitaciones repletas de
chintz
y flotaba como la niebla por encima del agua de la bañera. Y sin embargo hacía muy poco que aquellos detalles —aquellos «milady», aquellos pasos sobre los suelos pulidos, el desayuno de los hombres en la planta baja con brillantes fuentes de plata, las bandejas cubiertas de encaje con su exquisita porcelana— le habían parecido un placer para los sentidos. En aquellos primeros días de su estancia en Broughton cuánto placer había sentido solo con ver sus iniciales en la ropa blanca, las butacas cubiertas de damasco de su dormitorio, las porcelanas de Derby de su escritorio, el teléfono que tenía botones con las palabras «establos» y «cocina», el mozo, Robert, que se ruborizó nervioso cuando vino a recoger sus maletas ya vacías, los cisnes del estanque, los árboles del jardín.

Era una princesa en el país de las hadas. Y con qué rapidez había aprendido los trucos de la distinción: a mostrar indiferencia ante lo que le rodeaba, a hacer que los demás se sintieran incómodos con su estudiada soltura. Se deleitó en la incomodidad de los Easton ante su triunfo, cuando se vieron (¡por fin!) sentados a la mesa de los Broughton rodeados de personas que se conocían entre sí, pero ninguna de las cuales les conocía a ellos. Había imitado muy conscientemente los trucos de la difunta princesa de Gales para perfeccionar su trato cálido y encantador con los lugareños, con aquella combinación de celebridad distante y estudiada informalidad que garantizaba el ganarse todos los corazones. Mientras le mostraban las instalaciones de una nueva guardería o repartía los premios del certamen floral, hacía comentarios halagadores y deslumbraba a los presentes, haciendo nuevos amigos y desarmando viejos detractores. Era muy divertido pillar a los niños mirándola tímidamente y ganárselos con una sonrisa repentina y seductora para desplazarla acto seguido a las madres. Pero todo aquello era demasiado fácil...

Con un débil gruñido salió del agua, cerró el grifo, quitó el tapón de la bañera y salió al dormitorio a desayunar algo. Mary había hecho la cama y encendido el fuego (el no va más del lujo, sobre todo en septiembre), y había dejado su bandeja, tan bien arreglada como siempre, en la mesa que había en el centro de la habitación. Colocadas entre la porcelana de delicadas flores estaban sus cartas, peticiones, agradecimientos, invitaciones a aburridas fiestas campestres a las que acudirían, y a divertidas fiestas en Londres a las que no acudirían. Las repasó sin mucho interés mientras mordía una tostada, poco hecha y sin cortezas. Mary había dispuesto su ropa: una falda de
tweed
, una camisa de algodón y un jersey con dibujos de conejitos. Se pondría aquella ropa, pero añadiría unas perlas y unos zapatos no demasiado cómodos como vestuario del papel que se veía interpretando. Pensó en lo que le deparaba el día: tenía que hacer algunos recados; luego el señor Cook, el bibliotecario, venía a almorzar («almorzar», ya pensaba en el lenguaje de su papel); luego una reunión del comité del pueblo para decidir el festival de verano y la visita de una prima de Googie que venía a tomar el té. Era un programa poco atractivo.

Pero, aunque ya había decidido que retomar su actividad londinense no era una idea sensata para ella, Edith todavía no había comprendido del todo los inconvenientes que le planteaba. Se decía que era «una mala idea» sin entrar en detalles. Se justificaba a sí misma aquellos sentimientos con observaciones sobre lo «desplazado» que se sentiría Charles con sus amigos. Después de todo, los amigos de Charles en Londres eran muy parecidos a la gente con la que se relacionaba en Sussex. Y además era verdad, o algo parecido a la verdad, cuando contaba a sus amistades lo mucho que él odiaba Londres y que ella (al menos en aquel momento) también había «acabado con aquella vida». Pero era consciente de que se refería a estar en Londres con Charles. Ya se le había pasado por la cabeza la idea, potencialmente fatal, de que podría ser mucho más divertido, y por lo tanto más peligroso, estar en la capital ella sola. Aun así, solo muy de cuando en cuando y en una voz muy bajita, reconocía para sí misma que estaba preparada para echarse un amante.

A Edith le enorgullecía haberse convertido en una gran dama en un plazo de tiempo relativamente corto; haberse adaptado a todas las normas de su nueva vida como si hubiera nacido dentro de ella. Claro que, a esas alturas, se le había olvidado ese pequeño detalle. Había sucumbido a la imagen que su madre tenía de sí misma y estaba convencida de que pertenecía a la alta sociedad y que sencillamente se había casado con un aristócrata. Aquello era absolutamente falso, pero como argumento tenía la enorme ventaja de permitirle sentirse menos en deuda con Charles de lo que se había sentido anteriormente.

Inevitablemente, formaba parte de su rango adquirido una determinada moralidad. Se había deshecho orgullosamente de los últimos restos de miramientos de clase media y asumido, sin gran esfuerzo, los valores fríos e inflexibles del Gran Mundo cuya causa había abrazado. En un abrir y cerrar de ojos se había convertido en una de esas mujeres impecablemente vestidas que se reúnen para comer y dicen cosas como: «¿Por qué montó tanto escándalo? Los dos niños eran suyos sin lugar a dudas», o «Qué mujer tan tonta. La cosa se habría acabado en uno o dos años», o «Ah, no le importa lo más mínimo. Su amante acaba de venir de París a instalarse aquí», y bajan la voz en tono conspirador, medio esperando que se les escuche, mientras mastican una hoja de achicoria. Había adquirido el horror fingido a la publicidad y el auténtico horror al escándalo que eran los rasgos diferenciales de la clase de Charles. Pero entre todas esas actitudes adquiridas había una que sentía de verdad: a Edith no le gustaba el escándalo. Sobre todo, no respetaba a la gente que conseguía «alcanzar una posición» y luego «lo fastidiaba todo». Ella había alcanzado su posición y estaba totalmente decidida a morir defendiéndola.

Y aun así... aun así... Con todos aquellos pensamientos flotando en su cerebro dio otro bocado a la tostada y decidió que tal vez fuera con Charles a ver Brook Farm después de todo.

• • •

No necesitó contarme que había ido a hacer la ronda de inspección porque les vi salir desde una ventana de la fachada del jardín. Era nuestro segundo día de rodaje en la casa, una de esas jornadas agotadoras e insatisfactorias en las que se nos rueda entrando y saliendo por puertas y recorriendo pasillos arriba y abajo. Muy útil sobre todo para cogerle el tranquillo a los trajes, por supuesto, o para hacerse amigo del cámara, pero no exactamente apasionante. Bella estaba sentada a mi lado junto a la ventana, en aquella ocasión vestida con un traje marrón de viaje, muy ocupada en liar un raquítico cigarrillo, hábito que constituía la última expresión que quedaba de su antigua vida bohemia de los años sesenta. Simon estaba con nosotros pero no iba vestido para el personaje, ya que no rodaba aquel día. Era uno de esos actores que no pueden vivir lejos del plató, que prefería que le convocaran para una toma de un minuto y pasarse el día en la sala de maquillaje que tomarse el día libre.

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