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Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

Esnobs (22 page)

BOOK: Esnobs
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—Ha ido a ver los establos con Charles —dije.

—Para recordar viejos tiempos —añadió Edith secamente.

Simon se rio.

—Caramba —exclamó—. Más vale que saquemos nuestros mejores modales cuando esos dos estén presentes.

—No toques ese tema —dijo Edith—. A mí me acaban de reñir por hacerlo.

Simon me dedicó una mirada de cómica culpabilidad pero yo estaba más interesado en el hecho de que su confianza social se hubiera afianzado hasta el punto de atreverse a hacer aquella broma. Supongo que me sentía un tanto molesto porque los dos hubieran igualado a Adela con Charles bajo la misma etiqueta de «pijos aburridos», pero cuando vi que Edith sonreía y murmuraba algo en voz baja a Simon, me di cuenta de lo listo que era, porque al incluirme en su observación había logrado quitarle hierro a lo que no dejaba de ser una complicidad premeditada, un chiste compartido con Edith que excluía a Charles. Entonces comprendí que Adela y yo no teníamos la menor importancia para sus propósitos.

Aquel fin de semana Edith, poseída por el espíritu de la venganza tanto como por el de la generosidad y contra los deseos de Charles, había invitado a Bob y Annette, los que habían conocido en casa de los Chase durante su luna de miel mallorquina. Lo había hecho en parte para volver a ver a Annette (que, por supuesto, había mantenido una animada correspondencia con su nueva e ilustre amiga), en parte para fastidiar a Charles, en parte para fastidiar a Googie y, sobre todo, para fastidiar a Eric Chase, que estaba en Broughton con Caroline. Pensó que le pondría furioso que presentara a aquella pareja como «amigos de Eric» a sus padres políticos, como si fueran típicos de su círculo. Tenía razón. Le puso furioso.

Simon, Adela y yo fuimos invitados a cenar, ya que Bella se había ido unos días a Londres, de manera que a las ocho de la noche nos reunimos en la sala de estar con el resto de la caterva familiar. La heterogeneidad del grupo prometía una velada extrañamente disparatada y, de hecho, Adela fue la primera en sufrir un equívoco, tomando durante la primera hora a Eric por alguien de la película y no de la familia. Cuantos más nombres mencionaba él más convencida estaba ella de su impresión, hasta que, al final, dijo algo de «mi suegro, Tigger», con furiosa exasperación. Incluso entonces ella me miró esperando que se lo confirmara.

Por otro lado, las reacciones de lady Uckfield fueron calculada y deliberadamente displicentes para con Edith. Durante todo el fin de semana se desvivió por Bob y Annette y logró al mismo tiempo, con una especie de discreta solicitud, transmitir el alivio que suponía para ella haber encontrado un alma gemela en Adela, lo que creo que pretendía ser un cumplido para mí.

Le tranquilizaba saber que, después de aceptar a un actor en su círculo, al final resultara ser de los suyos, y le parecía oportuno que sus amigos se casaran con personas de las que más o menos hubiera oído hablar. Resultó que conocía bastante bien a una de las tías de Adela y además había sido presentada en sociedad el mismo año que su madre, y aquello le parecía que era como debía ser en su mundo meticulosamente ordenado. Evidentemente, era precisamente esta seguridad la que había vulnerado la elección de Edith por parte de Charles y era difícil no detectar un cierto toque de desprecio hacia su nuera en la alegría con la que lady Uckfield acogió a mi futura esposa. Adela, naturalmente, se creció ante aquella atención, todavía ajena a los juegos que estaban teniendo lugar a su alrededor. Encontré a Edith junto a una de las ventanas, observando atentamente al heterogéneo grupo. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a mi amada.

—¿Qué te decía? Es perfecta.

—Lo sé.

Seguí su mirada y vi que había cambiado de la escena hogareña del sofá a un rincón lejano donde Caroline Chase escuchaba absorta a Simon, como siempre en todo su esplendor. Charles paseaba entre los grupos bastante apesadumbrado, llenando las copas.

—Pobre Charles. ¿A quién le ha tocado durante la cena?

La pregunta era más impertinente de lo que me había propuesto, pero supongo que la hice sin darme cuenta. De todas formas, en vez de reñirme como debía haber hecho, Edith se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Nos espera una noche de lo más terrible. —La miré sorprendido—. Bob y Annette Watson nos invitan a todos a cenar fuera.

—Qué amables. ¿Por qué harán una cosa así?

Edith no compartía mi visión de las cosas.

—Y eso no es todo. Han reservado mesa en Fairburn Hall. Googie no se lo puede creer. Por supuesto, está encantada. Se muere de ganas de ver lo que han hecho allí después de la marcha de los De Marney, pero no se atreve a admitirlo.

Su falta de gratitud por la invitación de los Watson no me sorprendió. Aquel plan era un auténtico horror para los Broughton y los de su condición. En Inglaterra, uno de los peores errores que puede cometer un arribista social es la generosidad excesiva. Es algo realmente extraño porque ¿qué podría ser más encantador? Llegar con regalos y detalles, invitar a todos los presentes a cenar fuera, ¿qué podría ser más agradable que eso? Sin embargo esos actos de cortesía son para los Elegidos un claro signo de que el espléndido es un recién llegado a su mundo, tanto como si lo llevara escrito en la frente. De todos los posibles deslices, el peor de todos tal vez sea el de invitar a cenar «fuera» estando en el campo. La clase alta no sale de sus casas de campo por la noche si no es para ir a otras casas. Puede que caigan en la tentación de asistir a una ópera en una casa de campo o a ver una obra de teatro con merienda campestre incluida, pero si quieren cenar en un restaurante lo hacen entre semana y en Londres. Y tampoco van a casas solariegas convertidas en hoteles a no ser que entre en juego la curiosidad personal. Puede que visiten una porque «solía pasar los veranos allí cuando era de mi tía Úrsula», pero nunca, ni bajo pena de muerte, reservarían mesa para cenar o pasarían allí un fin de semana. Uno de los aspectos más tristes de estos sitios es que la distinción que prometen sus prospectos nunca se ve reflejada en sus huéspedes por su propia naturaleza.

Los Watson, en su afán de congraciarse con lady Uckfield y de convertirse en «habituales» de Broughton, habían dado con el modo infalible de quedar en ridículo para siempre ante su anfitriona, además de proporcionarle una interminable fuente de anécdotas divertidas. Por aquel privilegio iban a pagar una buena suma de dinero.

Fairburn Hall era una casona grande y fea al otro lado de Uckfield. Durante varios siglos había pertenecido a los De Marney, una familia antigua pero poco influyente que había conseguido una baronía a través de su amistad con Lloyd George. Los De Marney, que habían vivido en un periodo arquitectónico particularmente desafortunado, habían levantado a mediados del siglo XIX una mansión estilo Reina Ana con una detestable estructura neogótica decorada con bajorrelieves de los momentos triunfales de la historia familiar. Parece ser que estos eran escasos y, como resultado, unas escenas bastante imprecisas y poco documentadas de
Gerald de Marney dando la bienvenida a Fairburn a la reina Leonor,
o de
Felipe de Marney recibiendo los colores en Edgehill
provocaban una incontenible hilaridad entre los Broughton. No hace falta decir que entre las familias nunca existió un gran cariño. Técnicamente, la familia De Marney era más antigua y por lo tanto siempre había intentado asumir un aire de superioridad ante sus vecinos, lo cual era absurdo por su parte, ya que los Broughton eran, les gustase o no, más ricos y más influyentes, y llevaban tres siglos siéndolo. Un par de años antes de aquella noche, sir Robert de Marney, que ostentaba el título, vendió Fairburn a una cadena de hoteles y se mudó con su familia a la casa de su difunta mujer, a cuatro millas de allí.

—¿No creéis que deberíamos ir
embozados?
—susurró lady Uckfield cuando salíamos de los coches, y se volvió hacia mí—: Siempre fue la casa más fea del mundo. Mi suegra aseguraba que se les habían mezclado los planos con los de la cárcel de Lewes y que habían cogido el que no era.

Se entraba a través de un amplio invernadero con suelo de piedra y unos extraños enrejados en las ventanas que parecían cancelas, como un banco desproporcionado. De este se pasaba a un cavernoso
hall
de entrada. Tenía por todas partes unas gruesas columnas victorianas cuadradas, pero la decisión de no subir la altura original del techo durante la reforma le daba un aire de bóveda centroalemana que le hacía a uno sentirse como una cariátide. El escudo de armas de los De Marney en colores chillones adornaba todas las paredes y un emperifollado árbol genealógico, enmarcado en dorado, colgaba sobre la chimenea de gas. Lady Uckfield se quedó mirándolo fijamente.

—Se han equivocado de rama —dijo divertida.

Un camarero con ínfulas de grandeza se dirigió hacia nosotros y, confundiendo la nerviosa pregunta sobre la reserva de Bob Watson con el tono general del grupo, adoptó un aire de superioridad para acompañarnos a lo que llamó el «gran salón». Pronto se le bajaron los humos.

—¡Qué color tan horrendo! —dijo lady Uckfield ignorando la silla que le indicaba y sentándose en un sofá—. Es una pena, porque esta era la única habitación que tenía un poco de gracia. En los viejos tiempos era la sala de música, ¡aunque tenían un oído lamentable!

Rio satisfecha mientras el chasqueado camarero intentaba recuperar su posición preguntándole obsequioso qué
apéritif
prefería.

—Creo que a lady Uckfield le gustaría tomar un poco de champán —dijo Bob en voz alta, y una o dos cabezas lacadas se volvieron desde los rincones de la sala. Él, por su parte, estaba decidido a sacarle todo el partido a haber traído tan distinguida compañía a lo que él creía que era un elegante establecimiento, y no puedo decir que me pareciera mal. Dios sabe que iba a pagar un buen precio por ello. Su tono colaboró a suavizar aún más al camarero, que conocía la zona lo suficiente para darse cuenta del alcance de su error inicial. La velada se estaba poniendo incómoda y Charles intercambió con Caroline una mirada rápida y tensa. Sentí el impulso de defender a Bob y su amabilidad, pero sabía que era una batalla perdida y cuando nos trajeron los enormes menús encuadernados en cuero, me escondí cobardemente detrás de uno hasta que trajeron el vino con gran despliegue de cristal, plata y lino. En aquel momento, para sorpresa de todos salvo para Caroline quizá, Eric se adelantó, sacó una de las botellas de su nido bañado en plata y forrado de hielo y se dirigió no a Bob, sino al camarero:

—¿No tienen nada del noventa y dos?

El camarero murmuró unas disculpas mientras negaba con la cabeza. De la misma manera que la torpeza inicial de Bob nos había despojado de toda categoría ante sus ojos, ahora la presencia de lady Uckfield nos convertía en un grupo con mucha clase.

Eric se creció ante la deferencia.

—Entonces no deberían decir que es del noventa y dos, ¿verdad?

Dejó la botella otra vez en la cubitera y se sentó mientras el camarero servía.

Desde el otro extremo Edith me miró y levantó la mirada al cielo.

Bob estaba desorientado. Sabía que tendría que hacer frente a una cuenta de unas setecientas u ochocientas libras y las risitas contenidas y las sonrisas disimuladas le decían ya que, incomprensiblemente, su invitación no le estaba reportando prestigio sino poniéndole en ridículo. Era doblemente humillante para él, porque su mujer había intentado convencerle de que no lo hiciera y le había sugerido que, en todo caso, invitara a los Broughton y a los Uckfield a cenar en el Ivy de Londres (que, naturalmente, habría sido perfectamente aceptable para ellos).

Charles salió en su ayuda.

—Está delicioso —dijo con firmeza dando un sorbo y mirando a los demás.

—Absolutamente maravilloso —dijo Adela, y yo asentí.

La verdad era que estaba bastante bien, aunque demasiado frío. Sin embargo, precisamente en aquella peligrosa velada, Simon decidió ir a por todas. Había resuelto acabar con la sensación de que se sentía abrumado por la compañía presente de una vez por todas.

—¿Sería mucha molestia que pidiera un whisky? —dijo.

—Buena idea —dijo Eric—. Yo quiero otro.

La refinada crueldad de aquella petición consistía en que Bob ya había pedido que se abrieran tres botellas de champán, que los demás no podríamos acabarnos. Se estaba hundiendo. Rechazaban su champán, le insultaban y tenía que seguir adelante como si todo fuera a las mil maravillas.

—¡Por supuesto! —dijo con una sonrisa—. ¿Y tú, Edith?

Edith se recostó en el sillón excesivamente mullido tapizado de
chintz
con su transparente mirada fija. Observé que sus ojos se desplazaban hacia Charles que, con la expresión, le rogó en silencio que se comportara. Pobre hombre. Aquellos eran los amigos de su mujer y tenía que ser él quien se esforzara por salvar la velada. A sus espaldas, Simon sonreía.

—Me tomaría un vodka —dijo ella. Simon le hizo un guiño disimulado y los dos se sonrieron cómplices en la descortesía.

—Muy bien —dijo Bob con voz apagada. Miró alrededor esperando más problemas pero Caroline, con un gesto deliberado, pasó por delante de Eric para servirse una generosa copa de champán. Los campos de batalla se estaban definiendo.

La comida fue tan pretenciosa como cabía esperar, con fuegos prácticamente junto a cada mesa. Raciones desproporcionadas arregladas en el plato como si fueran sombreros de cóctel se sucedieron en un desfile insípido y desafortunado, atendido por camareros sospechosamente franceses. A estas alturas, el
maitre
no se separaba de nosotros y se presentaba para interesarse por cada plato que se servía, hasta que Simon le sugirió que se sentara con nosotros para ahorrarse las molestias. Por supuesto, todos nos reímos y, por supuesto, no le volvimos a ver. A decir verdad, la cena fue la parte menos engorrosa de la noche gracias a Simon. Aquella noche estaba muy divertido. Era capaz de igualar las anécdotas que contaba Annette sin quitarle protagonismo y los dos hicieron que la cosa fuera como la seda. Hasta lady Uckfield cedió al ambiente general y rio desenfadada mientras jugueteaba con aquellos manjares caros y desabridos.

Charles, por el contrario, lo pasó fatal todo el tiempo. Le faltaba rapidez para entender la mayoría de las anécdotas, y era impensable que las contara él. Aquel no era su tipo de gente y por una vez (él no se arriesgaba a que eso sucediera) estaban en inferioridad numérica. No le gustaba flirtear como a su padre, ni tenía el sentido del humor de su madre. Caroline intentó hacerle hablar un par de veces, pero estaba de un talante sombrío y ensimismado y, al final, fue Adela la que lo consiguió sacando el tema de las mejoras en el coto de caza de Feltham. Al parecer las había empezado solo tres años antes después de un largo periodo de abandono y el tema estimuló su interés, pero también aquello tuvo un éxito limitado, porque cuando Simon había comenzado a contar una anécdota sobre un montaje en el que el regidor había llenado la bañera con agua hirviendo en vez de fría, hizo una pausa para dar mayor efecto a la conclusión y se escuchó la voz de Charles:

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