—Bueno, no lo sé —respondí.
Mi posición era muy delicada porque, después de todo, yo estaba en aquella casa como amigo de Edith. Tenía que serle fiel, pero también consideraba que se había portado como una tonta. No estaba «de su lado», por así decirlo, pero no me parecía oportuno ponerme del lado de nadie más.
—Pues yo sí —hizo una pausa y yo levanté la cabeza sorprendido por su tono agrio—. Es peor de lo que te imaginas. Eric estaba en su coche cuando llegaron. Les ha visto besarse.
Por un momento me quedé «pasmado», como dice un amigo mío de barrio. Yo creía que estábamos hablando de ligeras veleidades provocadas por el tedio de Edith. Esperaba una charla ligera sobre sus «frivolidades». Por supuesto, inmediatamente supuse que Eric no estaba «en su coche» cuando llegaron, sino bien escondido en algún lugar junto a la entrada para no perderse aquella oportunidad única de sorprender a Edith, a la que detestaba abiertamente ya, mucho más de lo que yo creía. De todas formas, independientemente de sus motivos, no mentía respecto a lo que había visto. En nombre de los viejos tiempos, intenté sacar a Edith del atolladero en el que se había metido ella sola.
—Bueno, seguramente le estaba dando un beso de despedida.
—Le besaba apasionadamente. Él tenía la mano dentro de su blusa y las de ella estaban ocultas debajo del salpicadero.
Lady Uckfield habló con la entonación desapasionada del policía que da un informe ante el tribunal. La miré en silencio. Mi primer impulso fue pedirle perdón por estar allí y salir corriendo. La verdad es que no se me ocurría nada más. Lady Uckfield continuó:
—Es una pena que haya sido precisamente Eric el que les haya visto. Es totalmente incapaz de callarse nada y además tengo la sospecha de que no es precisamente un incondicional de Edith. Ya se lo ha contado a Caroline, que me lo ha contado a mí. Ella intentará que no lo cuente, pero me imagino que no lo conseguirá.
Lo que más me interesaba de todo aquello era el proceder de lady Uckfield. Me había acostumbrado a sus susurros apasionados e íntimos cuando comentaba los titulares del día o el sitio que ocupabas en la mesa. Ahora que realmente tenía un secreto que compartir su juvenil misterio había desaparecido. Podría haber sido una oficial del Servicio de Mujeres Voluntarias dirigiéndose a un grupo de reclutas.
—Supongo que debemos esperar que las cosas no hayan ido más allá, pero no estoy muy segura de que eso cambie algo.
—¿Se lo va a contar a Charles?
Me miró sorprendida.
—Por supuesto que no. ¿Crees que estoy loca? —se relajó de nuevo. El shock de haber sido considerada poco mundana pasó enseguida. Dejó la tarjeta y se acercó a la ventana—. Pero él lo descubrirá.
—¿Cómo? —pregunté dando a entender que yo tampoco se lo diría.
Sonrió con tristeza.
—Probablemente porque Edith se lo dirá. Y si no, alguien lo hará.
Yo no podía añadir nada más porque tenía toda la razón. Edith, en su aburrimiento, estaba preparada para sucumbir a ese fatal deseo de «airear sus asuntos» que parece gustar a tantas parejas modernas, en fuerte contraste con sus antepasados, que se aplicaron con energía a intentar que sus asuntos no se airearan nunca. Mi silencio estaba resultando incómodo, pero no sabía por qué lady Uckfield me contaba todo aquello. A pesar de su aparente intimidad no solía contar nada que fuera ligeramente privado, por no hablar de lo potencialmente escandaloso. Debió de intuir esa pregunta en mi actitud, porque la contestó sin haber sido expresada:
—Quiero que me hagas un favor.
—Por supuesto.
—Quiero que le digas a ese Simon que la deje en paz.
—Bueno...
¡Que Dios proteja a quien acepte este tipo de encargo irreflexivamente! Cualquiera que fuera la opinión que yo tuviera del carácter y la moralidad de Simon, no estaba en situación de actuar como tío consejero.
Lady Uckfield cambió de estrategia ante mis dudas. Su voz volvió a adquirir su habitual tono artificial y ligero para continuar.
—Está aburrida. Eso es lo que pasa. Está aburrida y debería ir más a Londres. Debería ver más a sus amigos. O tener un niño. O buscarse trabajo. Eso es lo que necesita. En cuanto a ese chico... —se encogió de hombros—. Es guapo, es encantador y, sobre todo, está
aquí
. Se hacen cosas así cuando se está cambiando a una nueva vida. No significan nada. El inconveniente es que les haya visto Eric. Lo más seguro es que lo vaya contando y nuestra labor consistirá en que nadie pueda corroborar su historia.
Yo empezaba a ver las cosas desde su prisma. Por supuesto que todo aquello no era más que una tontería que sólo resultaba peligrosa en la medida en que podía hacer daño a Charles si se enteraba. Sí, era una pena que Eric les hubiera visto. Esa era la única pena. Su voz armoniosa y encantadora neutralizaba la amenaza de anarquía y descontrol que nos había dominado por un instante y restauraba la calma.
—Haré lo que pueda —dije.
—Sé que lo harás. Además el rodaje casi ha terminado. Me va a dar mucha pena perderte de vista —y añadió apresuradamente, recordando quién era—, pero qué se le va a hacer...
Asentí y ella se dirigió a la puerta. Su labor había acabado. Había intervenido para reducir los daños y eso exigía aceptarme en su intimidad. Pero yo ya era su aliado. Las cosas podían haber sido peor.
—Lady Uckfield —dije. Ella se detuvo y se giró con una mano todavía puesta sobre el pulido picaporte—. No sea demasiado dura con Edith.
—Por supuesto que no —dijo riendo—. Puede que no lo creas, pero yo también fui joven, ¿sabes?
Y se fue dejándome con la certeza, más allá de cualquier sombra de duda, de que odiaba a su hija política tan despiadadamente como habría odiado a cualquier mujer que hiciera llorar a su hijo.
Q
ué demonios estaba pasando ahí? —dijo Adela en cuanto nos alejamos de la fachada de la casa.
—¿A qué te refieres?
—Veamos: en primer lugar, os esfumáis Charles y tú, y los demás nos quedamos alucinados. Después desaparece Eric. Luego, tras una breve calma, empieza de repente un sainete de gente que entra y sale por las puertas con la cara desencajada. Mientras, yo lo presencio todo sentada al lado de lord Uckfield que me intenta explicar algo sobre la cría de las truchas. ¿Qué os ha pasado? Creí que iba a tener que pedirles que me prepararan una cama.
Se lo conté todo, por supuesto, y durante un rato seguimos el camino en silencio. Adela lo rompió.
—¿Y qué le puedes decir tú a Simon? ¿«Deja en paz a esa mujer»? ¿No te daría un puñetazo en la nariz?
—No lo creo. No parece uno de esos.
—¿Y?
La verdad era que no tenía respuesta para eso, ya que no era capaz de prever cómo interpretaría aquella embarazosa escena. Y, ¿qué derecho tenía yo a intervenir en aquel asunto?
Adela me dio una motivación.
—Supongo que tu deber es hacer todo lo que puedas por la pobre Edith. Sería una pena que lo fastidiara todo después de lo que le ha costado. Y por una tontería así.
Llegamos a la granja y nos encontramos con Simon sentado a la mesa de la cocina con una copa de vino. Su actitud y el simple hecho de que no se hubiera ido a la cama parecía sugerir la necesidad de una charla íntima, aunque él no podía suponer que yo ya conocía las confidencias que me quería hacer. Aquello era un síntoma preocupante. Bella y yo ya habíamos descubierto que a Simon le gustaba hablar de sus conquistas, a pesar de la casi incesante catarata de referencias a sus criaturas y a las madres de estas que le esperaban en casa. Entonces no me daba cuenta de que, para él, la fama de conquistador le proporcionaba tanto placer como el hecho en sí, y es una característica muy peligrosa para un hombre casado al que le gustan las mujeres casadas. Adela se fue directamente a su cuarto y yo acepté la copa que me ofrecía Simon con el corazón encogido. Estuvimos sentados en silencio durante unos instantes. Al final no pudo contener su impaciencia por más tiempo.
—¿Lo has pasado bien? —dijo.
Asentí sin mucho entusiasmo.
—Sí. La cena me ha parecido bastante asquerosa. Pobre Bob. Cuando le han presentado la cuenta casi se desmaya.
Hubo otro silencio. Supongo que ninguno de los dos sabíamos cómo abordar el tema que más presente teníamos en la cabeza. En esta ocasión me tocó a mí romper el hielo.
—No has entrado en la casa.
Simon sacudió la cabeza.
—Cuando volvimos hubo un pequeño incidente con ese espantoso cuñado suyo. Pensé que sería mejor que me fuera.
Así que era eso. No me extrañaba que Simon quisiera hablar de ello. Eric había hecho patente su presencia. Las oportunidades de que se mantuviera callado quedaban estadísticamente reducidas a cero. Eric había hecho una escenita.
—Algo he oído —dije.
Simon levantó la mirada.
—Oh. ¿Quién te lo ha contado? No habrá sido Edith, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—La madre de Charles.
Me di cuenta de que estaba inmerso en una situación un tanto comprometida (o que podía llegar a serlo) pero al mismo tiempo, mientras la vergüenza se extendía por los rasgos de Simon, me pareció notar en la tímida sonrisa que me dedicó un cierto deleite al saberse la figura principal de lo que creo que consideraba un drama romántico. Mi ánimo se desplomó aún más al intuir que, con el placer perverso que sienten los actores ante las situaciones críticas, Simon no tardaría en estar disfrutando de aquella oportunidad de adquirir notoriedad.
—¿Lo sabe Charles?
—Hasta que yo me he ido, no. ¿Debería saberlo? ¿Hay algo que saber?
Simon no se iba a dejar atrapar con tanta facilidad. Rio quedamente y se encogió de hombros mientras se servía otra copa. Adopté un aire lo más paternal que pude.
—No te metas en líos, Simon.
Pero él se limitó a sonreír y a guiñarme un ojo con la irritante confianza sexual de los que nunca han sido rechazados y que piensan que las reglas morales se concibieron para los mortales inferiores. El único recurso que me quedaba era apelar a sus mejores instintos.
—Edith es una buena amiga mía.
—Lo sé.
—Y no quiero verla sufrir.
—Ahora está sufriendo.
Esto era en parte cierto, aunque mucho menos de lo que él y Edith pensaban.
—No está sufriendo ni la mitad de lo que puede sufrir si te empeñas en montar un escándalo sin más motivo que el que ella está a mano y que tú te aburres.
Él volvió a sonreír y a encogerse de hombros. Era evidente que me estaba dando cabezazos contra un muro, porque nada le podía proporcionar más placer a Simon que oír cómo le suplicaban que librara a una infeliz víctima del influjo de su atractivo fatal. Me veía rogando al Gran Señor que tuviera piedad de la indefensa damisela. Estaba encantado. Probé una táctica nueva y ligeramente deshonesta.
—¿Y qué pasa con tu mujer?
—¿Qué tiene que ver ella?
—¿No le molestará?
Para mi satisfacción, aquello logró por fin ponerle un tanto incómodo, o al menos irritado.
—¿Quién se lo va a contar? Tú no.
Esto era cierto, evidentemente, y por un momento me pregunté si mi reacción no era desproporcionada cuando escuché un golpe en la ventana que tenía detrás. Me volví y vi sorprendido a Edith que, con un pañuelo de Hermès anudado a la barbilla, llamaba al cristal suplicando, como Cathy Earnshaw, que le diéramos asilo de la noche. Pero Simon no era Heathcliff y fui yo, no él, quien se levantó de un salto para abrirle la puerta de atrás.
—¿Qué demonios haces tú aquí? —le pregunté, pero ella pasó por delante de mí y se acercó a la estufa para calentarse las manos.
—No me riñas tú también. Puedo asegurarte que ya he tenido bastante por esta noche.
—¿Lo sabe Charles?
—Por supuesto. Se lo ha dicho Eric.
—¿Pero sabe que estás aquí? ¿Y por qué estás aquí, por el amor de Dios? No empeores las cosas todavía más.
Simon ni se había movido, ni había dicho esta boca es mía, pero en aquel momento, premeditadamente, se levantó de la silla, dejó la copa, se acercó a Edith y, muy despacio, me imagino que en mi honor, la tomó en los brazos e inclinó la cabeza para besarla con el movimiento lento, húmedo y voraz de una moderna estrella de cine en primer plano. Parecía que le estaba comiendo la lengua. Durante unos instantes contemplé cómo se balanceaban sus dos cabezas rubias juntas y, detrás de ellas, como los fantasmas de la tienda de campaña de Ricardo III, vi a Charles y a su madre, y a la pobre señora Lavery cuyos sueños se estaban convirtiendo en cenizas en una cocina de Sussex ante mis ojos. Y todavía más atrás, las figuras de los Cumnor, de la anciana lady Tenby y sus hijas, y de todos aquellos a los que fascinaría y deleitaría en secreto (y no tan en secreto) la ruina que se estaban buscando aquellos dos estúpidos.
—¿Bien? —dijo Adela, a la que había prometido hacer un informe antes de retirarme. Rodó por la cama y parpadeó para concentrarse.
—No hay nada que hacer.
—¿No te ha hecho caso?
—Me temo que está encantado. La verdad es que tampoco le he dicho demasiado. Acababa de empezar cuando se ha presentado Edith. En este momento está abajo.
Adela se quedó un momento en silencio.
—Oh —dijo. Y luego añadió—. O sea que no hay nada que hacer. Pobre Charles. —Y volvió a echarse en la almohada tapándose la cabeza con las sábanas.
Poco tiempo después le propuse matrimonio y ella aceptó. Debo confesar que fue un periodo muy tenso para mí ya que tuve que pasar por la inspección de múltiples familiares de mi prometida con intenciones aviesas, muchos de los cuales se mostraban seriamente desasosegados por la idea de que el futuro de su adoraba Adela dependiera de una carrera teatral. «En fin, lo único que te puedo decir es que tengas suerte con ese temperamento artístico», fue el consejo que recibió de una tía particularmente antipática. Después de un par de meses de este tipo de cosas estaba deseando acabar con la espera. Decidimos casarnos en abril y, dado que es un mes proverbialmente impredecible, hacerlo en Londres. Como observó Adela: «Las bodas en el campo pueden ser muy engorrosas». Supuse que la boda iba a ser un «acontecimiento social», aunque no tanto como la de los Broughton, pero aun así cualquiera que haya protagonizado una boda de grandes proporciones, por no mencionar una de estas en Londres con toda la parafernalia que supone, comprenderá que durante los meses anteriores no tuve tiempo de preocuparme por Edith y su
ménage
. Invité a los Uckfield y a los Broughton y, para regocijo de mi suegra, los cuatro aceptaron. En medio del caos de mis esponsales aquello me reconfortó, porque presumí que significaba que todo había pasado y que la locura de una noche de otoño había caído en el olvido. Pero entonces, un par de semanas antes de que se celebrara la boda, recibí una llamada de Edith.