—Buenos días, querida.
Susurró las palabras trasmitiendo en ellas, o eso creyó, una gran ternura. Sabía que en aquel momento era su deber sentir cierta nostalgia y tristeza por la pérdida de su niña querida. Sin embargo, la realidad era que, sin menosprecio de las múltiples y profundas alegrías que Edith había proporcionado a su madre a lo largo de los años, aquella mañana la señora Lavery estaba rebosante de felicidad. No solo ganaba un hijo, como reza el dicho, sino una nueva posición en el firmamento. Puertas tan oxidadas como las de Ham, cerradas desde la desaparición del último rey Estuardo, se abrían para ella por todas partes. O eso le parecía. Stella Lavery no era completamente estúpida. Sabía que dependía de ella el sacar partido de aquella oportunidad; que si lograba caerles bien a algunas de las personas que iba a conocer, en particular a lady Uckfield, y conseguía que desearan su amistad, podría llegar a convertirse en una garantía en vez de en una rémora para Edith (como secretamente y de mala gana sospechaba). También sabía que debía ir poco a poco. Que en ningún momento se le apreciara el aroma de la fiera depredadora acechando a su presa. Suave y delicadamente iría descubriendo intereses comunes, prestando algunos libros, recomendando modistas. Aquella mañana de delirio se agolpaban en su cabeza imágenes brillantes, hologramas de placeres elegantes que la mostraban tomando un almuerzo ligero con lady Uckfield antes de salir apresuradas hacia el sombrerero común, poniéndose los guantes mientras paraban un taxi...
—Buenos días, mamá. —A estas alturas, Edith ya se había acostumbrado al estado de ensoñación en que parecía vivir su madre. No le reprochaba que disfrutara tanto de aquella boda, pero esperaba que no fuera un factor decisivo que la empujara a la vorágine en la que Edith se sentía arrastrada en pos del título—. ¿Llueve?
—No, hace un día precioso. Bueno, no hace falta que te des prisa. Solo son las ocho y media. El peluquero llegará a las diez y luego nos quedan dos horas para llegar a St. Margaret. Voy a preparar el desayuno mientras te das un baño y yo, en tu lugar, me pondría solo la ropa interior y me quedaría en bata hasta que esté todo listo.
—No tengo mucha hambre.
—Pues tienes que comer algo. Si no te marearás.
Edith asintió y empezó a levantarse de la cama al mismo tiempo que tomaba el té a sorbitos. Era uno de esos momentos en que era totalmente consciente de todos los movimientos de su cuerpo, incluidos los músculos de su cara. Cada palabra parecía surgir de un lugar que no era su cerebro. Se sentía como drogada, pero de una manera lúcida y sin sueño. Drogada no, aletargada o incluso hipnotizada. «¿Estoy hipnotizada? —pensó—. ¿He sido hechizada por uno de esos valores incuestionables que he mamado desde los tres años? ¿He perdido mi autenticidad en las ambiciones de otros?». Pero entonces pensó en Charles, que era un hombre encantador y la amaba, y por el que ella sentía mucho cariño, y, naturalmente, pensó en Broughton y en Feltham, la otra propiedad que la familia tenía en Norfolk, y sobre todo pensó en el piso en el que se encontraba en aquel momento y en su trabajo en la agencia inmobiliaria de Milner Street y en las oportunidades que ofrecía una vida y las flacas y prescindibles oportunidades de la otra, y así, pensando, echó la cabeza hacia atrás y se dirigió al baño con paso firme. Su padre estaba saliendo. Le ofreció una sonrisa bastante melancólica.
—¿Va todo bien, princesa? —dijo, y en cuanto lo hizo ella pensó que seguramente tendría que dejar de llamarla «princesa», que sonaba burgués, y en ese momento decidió que no iba a permitir que dejara de llamarla «princesa». Una decisión que no mantuvo durante mucho tiempo.
—Bien. ¿Qué tal tú?
—Bien.
La boda le iba a costar a Kenneth Lavery una buena cantidad de dinero, aunque menos de lo que podía haber costado, ya que lady Uckfield había permitido que la recepción se celebrara en St. James’s Palace. Sin embargo, y precisamente por eso, los Lavery habían insistido en hacerse cargo de todo lo demás. Incluso habían rechazado la costumbre moderna y bastante vulgar de que los padres de las damas de honor pagaran los vestidos. Después de todo, Edith era su única hija y no querían que quedara la menor duda de que pertenecía a una familia que podía permitirse pagar sus gastos. La señora Lavery, como si viviera el argumento de una novela de Barbara Cartland, llegó a pensar si no debían hacer algún tipo de acuerdo de dote, pero aunque su marido tocó el tema con lord Uckfield, nunca llegó a hacerse. Probablemente porque los Uckfield no querían verse envueltos en el consiguiente compromiso legal. Después de todo, tal y como lady Uckfield había señalado antes de apagar la luz, hoy en día uno no podía estar seguro de que esas cosas fueran
para siempre
. Edith estaba agradecida a sus padres por garantizar que entrara en Broughton con la cabeza bien alta, a pesar de que era muy consciente de otro montón de hilos que la sujetaban al suelo como a Gulliver.
Reclinada en la bañera intentó concentrarse en sus imágenes mentales favoritas, las de sí misma presidiendo comités benéficos, recaudando fondos para los discapacitados, recibiendo con una reverencia a diversas figuras de la realeza antes de acompañarlas a su palco en una noche de gala, visitando enfermos en el pueblo... Se detuvo. ¿Todavía se visitaba a los enfermos del pueblo? Se dio cuenta de que, inconscientemente, se había visto con miriñaque en sus fantasías. Y luego pensó en lady Uckfield y en que iba a ser una nuera ejemplar, en que llegaría el día en que todos bendecirían la hora en la que Edith entró en sus vidas.
• • •
Sobre las once y veinte llegué a St. Margaret’s, donde me dieron mi clavel blanco, despojado por supuesto del helecho que tan concienzudamente había colocado el florista, y la lista de quienes ocupaban los bancos delanteros. Estaba compuesta por la clásica mezcla de duquesas y
nannies,
con lugares reservados para los arrendatarios y los empleados de Broughton y, detrás de ellos, los arrendatarios y los empleados de Feltham. De la familia real solo íbamos a contar con la princesa y los Kent, todos ellos, pero no con el príncipe de Gales (una leve decepción para lady Uckfield, una tragedia para la señora Lavery) porque se encontraba en una misión de buena voluntad en los Mares del Sur. Tampoco tendríamos oportunidad de recibir a la reina. No sé por qué, pues tenía entendido que Su Majestad y lady Uckfield se llevaban bien. No hace falta decir que yo no iba a acomodar a ninguno de ellos, ya que ese honor le correspondía a lord Peter Broughton, quien me saludó con la cabeza al entrar en la iglesia. No le había visto desde la noche en Chez Michou porque nos dieron el billete de vuelta abierto y, como no tenía nada que hacer en Londres, yo seguía en la cama cuando la mayoría de los otros partieron. Le había escrito para darles las gracias a él y a Henry pero, evidentemente, no hice ningún comentario sobre la catástrofe.
—Recibí tu carta. No tenías que haberte molestado. —Los ingleses siempre dicen que no tenías que haberte molestado en darles las gracias cuando, de todas las razas de la tierra, son los que menos perdonan que no lo hagas. Respondí con una sonrisa. Él hizo una mueca—. ¡Cómo tenía la cabeza al día siguiente! A las once tenía una reunión. Creo que no estuve muy brillante.
No lograba recordar a qué se dedicaba. A algo financiero, supuse, aunque últimamente he comprobado que la inteligencia media del trabajador de la City ha ido ascendiendo en proporción inversa a la caída de su nivel social. Me pregunto qué va a pasar con gente como Peter Broughton si esto sigue así.
—Fuisteis muy amables al ocuparos de todo —dije.
Como respuesta ladeó la cabeza.
—Me temo que Charles acabó algo cabreado.
Yo me encogí de hombros.
—Parecía una idea de lo más divertida, ¿sabes? Henry y yo fuimos cargados de fotografías y cosas, y hasta le pedimos prestado uno de sus vestidos a Edith... Ella también creyó que sería muy divertido, ¿sabes? Se lo tomó muy bien, hasta le dijo a Charles que no fuera tonto...
Acabó la frase casi sin aliento. «Bien por Edith —pensé yo—, le ha ganado la batalla a esta escabrosa situación». No me pareció necesario puntualizar que si hubiera visto la actuación habría sido menos tolerante. Podíamos tener la seguridad de que Charles no le había contado exactamente lo que le había parecido más ofensivo.
—Supongo que el chico que la imitó interpretó mal la idea —dije robándole la frase a Tommy Wainwright.
Lord Peter asintió con vehemencia.
—Eso es, exactamente. Creo que la canción estaba mal elegida, ese fue el problema. Eso y la idea de Eric del joyero. Reconozco que no fue muy brillante.
Asentí sin sorprenderme demasiado al conocer la participación de Eric. Era interesante, aunque supongo que predecible, que el primer enemigo de Edith en Broughton fuera alguien de clase considerablemente inferior a la suya, y que había dado un salto mucho mayor al casarse con su esposa.
—Yo lo olvidaría —dije—. Estoy seguro de que Charles ya lo ha hecho.
En realidad estaba seguro de que Charles no lo había olvidado, aunque estaba más que seguro todavía de que nunca volvería a hablar del incidente.
Edith fue una novia preciosa y la colección de rostros conocidos de la familia real y de la alta sociedad entre los invitados de los Broughton puso un toque de
glamour
en la boda que al menos yo disfruté enormemente. Incluso el sermón me pareció muy interesante. El lado de los Lavery estuvo inevitablemente ensombrecido, pero Edith se las había arreglado para llevar a una o dos de sus nuevas amigas mediáticas y su madre, desesperada por estar a la altura, había escrito a su primo tercero, el barón actual, presentándose e incluyendo una invitación. En consecuencia, aquel mediocre procurador que vivía en una vicaría cerca de Swindon (la modesta fortuna familiar había desaparecido hacía dos generaciones), se encontró de repente en la primera fila de una boda londinense, mirando asombrado a la familia real que tenía a unos pasos de él. En realidad, por culpa de la costumbre que tenían en St. Margaret’s de dejar el primer banco del lado derecho del pasillo libre para el presidente de la cámara, necesitaba volverse un poco hacia atrás para verles, pero enseguida se hizo con el truco. En cualquier caso, estaba encantado de estar allí, lo mismo que su horrenda mujer, aunque ella, que entendía la situación mejor que su marido, mantuvo un aire de haberles hecho un favor a los Lavery al estar allí. Lo que, por supuesto, era muy cierto.
Nos habían dado a todos unas pegatinas especiales que nos permitían aparcar, lo que facilitaba el acceso a la recepción. Nunca había pasado de las mesas situadas en la galería inferior del palacio donde en aquellos días se recogían los distintivos de Ascot, así que mientras avanzábamos en una fila larga, lenta y sin bebidas, sentía curiosidad por ver qué nos reservaba la zona noble. Subimos despacio la gran escalera, pasamos por delante de un retrato de cuerpo entero de Carlos II y entramos en una pequeña antecámara suntuosamente recubierta con tapices oscuros, donde por fin nos ofrecieron una copa del inevitable champán, y luego pasamos a uno de los tres enormes salones en rojo, blanco y dorado. La señora Lavery, a la que había tratado en numerosas ocasiones, no estaba recibiendo a los invitados, pero lady Uckfield me saludó por mi nombre y, para mi sorpresa, me ofreció una mejilla para que la besase.
—Te he visto muy ocupado en la iglesia —me dijo con su habitual tono de estar compartiendo un secreto que solo yo entendería—. Qué día tan feliz.
—Hemos tenido mucha suerte con el tiempo.
—Creo que hemos tenido mucha suerte con todo.
Con esta frase me despidió, pasándome a su marido quien, por supuesto, no tenía la menor idea de quién era yo, y tras estrecharle la mano me sumé a la multitud. Era evidente que lady Uckfield se había esforzado por ser amable conmigo, pero lo que no estaba tan claro era el porqué. Probablemente quería que el único amigo de Edith que le caía bien a Charles fuera su aliado. Se proponía desbaratar los intentos de Edith para crear una «camarilla en su contra» desde el primer momento. Con esto se aseguraba que si alguien tenía que hacer reajustes fuera Edith, no ella. No me arriesgaría a aventurar que la maniobra fuera del todo consciente, pero estoy casi convencido de que era así. Del mismo modo, estoy seguro de que tuvo éxito y de que todos cumplimos nuestro papel. Desde el principio me fascinó la habilidad de lady Uckfield para combinar la dulzura con la tiranía y no creo que, en su orden de prioridades, yo le pareciera un amigo muy útil para Edith.
Apenas había hablado con la novia a la entrada y la verdad era que, mientras me abría paso entre los diversos grupos que charlaban y se besaban, no esperaba tener la oportunidad de hacerlo. Allí estaban Isabel y David, por supuesto, pero era evidente que no habían acudido a St. James’s Palace para hablar conmigo, así que les dejé a su aire y pasé a otra sala escarlata y dorada que hacía ángulo recto con la anterior. Inmensos retratos de cuerpo entero, principalmente de los Estuardo, colgaban de cadenas sobre el damasco. Me detuve debajo de uno que, por los ojos entornados y el generoso escote había tomado por Nell Gwyn (que tal vez no fuera una Estuardo pero sin duda estuvo bajo su mandato) y me sorprendió descubrir al leer la placa que aquella belleza tórrida era María de Módena, consorte de Jacobo VII de Escocia y II de Inglaterra.
La voz de Edith a mi espalda me sobresaltó.
—¿Qué te parece el espectáculo hasta el momento?
—No hay nada como empezar desde arriba —dije.
—Me parece muy adecuado que mi boda se celebre en un palacio real, sede tradicional del matrimonio pactado.
Levanté la mirada al abultado pecho del cuadro.
—No creo que este fuera muy difícil de pactar.
Edith se rio. Durante un instante estuvimos casi solos en la sala y tuve tiempo de recrearme en su belleza, que estaba alcanzando los años de su plenitud. Había elegido un vestido al estilo de finales del siglo diecinueve, con amplios fruncidos y polisón detrás. Era de seda en tono marfil con un diminuto dibujo de ramitas y flores. Lo que supuse que sería el velo de encaje de alguna madre caía desde su espeso pelo rubio sujeto por una diadema grácil y refulgente, concebida para una chica joven, como una brillante tela de araña salpicada de diamantes, no como esos armatostes metálicos que se hacen para que las grandes damas luzcan en la ópera, que siempre parecen sacados de una comedia de los hermanos Marx. Me imaginé que pertenecería al patrimonio de los Broughton.