—Charles —dije—, si hay algo que no puedo soportar es la modestia, así que dejémosla por esta noche.
Él rio y la situación quedó resuelta.
Me encanta París. Hay algunas ciudades en las que solo lo puedes pasar bien con la colaboración de los residentes y otras en las que todos pueden pasar un buen rato. París es una de estas, aunque daría lo mismo dada la colaboración que generalmente ofrecen los residentes. A mi madre, que era poco versada en idiomas, le había preocupado que sus hijos sufrieran la misma limitación que la obligaba a sonreír y cabecear a las mujeres de los diplomáticos franceses convertida en una especie de figura de un retablo viviente de buena voluntad internacional. Por eso cuando alcanzamos la adolescencia, todos perdimos una o más vacaciones viviendo en casas de familias en las profundidades de Francia en las que, tras una rigurosa comprobación de mi madre, no había ni una sola persona que hablara inglés. Como resultado de aquella crueldad draconiana, todos hablamos un francés tolerable que, por supuesto, incrementa el placer de visitar la hermosa capital de su país.
Nunca me había alojado en el Ritz de París, aunque había asistido allí a una gran recepción que formaba parte de las celebraciones de una boda entre dos grandes familias del Faubourg. Es un gran hotel en el sentido de que pertenece más a la era de los grandes hoteles, cuando bellezas veladas esperaban pacientes a que sus doncellas reunieran las veinte piezas de su equipaje antes de partir hacia la Riviera. Un palacio blanco, rojo y dorado, suntuoso sin perder la belleza, muy diferente a sus equivalentes modernos de Park Lane, que se levantan como desmesurados salones de peluquería. Estaba realmente encantado de encontrarme allí, sobre todo teniendo en cuenta que no lo pagaba yo, y ni siquiera la mirada despectiva que los empleados del hotel dirigieron a mi maltrecho equipaje logró disminuir mi entusiasmo.
Nos reunimos en el bar, ataviados con nuestros esmóquines, con ese aire ligeramente desesperado de los ingleses que se disponen a pasar «un buen rato», y empezamos a beber champán. Tommy Wainwright se acercó a mí y le pregunté si sabía cuál era el plan para la noche.
Se encogió de hombros.
—Me imagino que cenaremos y luego iremos a algún sitio ignominioso de la
Rive Gauche
. ¿No es lo que exige la tradición?
—Supongo que sí. ¿Hace mucho tiempo que conoces a Charles?
—Fuimos juntos a Eton. Luego salí con Caroline durante algún tiempo cuando teníamos veintitantos años, así que nos volvimos a encontrar. ¿Y tú?
—Apenas le conozco. Me siento un poco indigno de estar aquí. Lo que pasa es que yo le presenté a Edith y estoy en representación suya. Para asegurarme de que nadie intenta convencerle de que cambie de idea.
Wainwright sonrió.
—O sea que eres amigo de Edith. Qué interesante. Casi no nos conocemos. Debo decir que es toda una belleza. Pero tenía que serlo para llevarse el premio.
—Me imagino que hubo bastantes susceptibilidades heridas cuando anunciaron el compromiso.
Se rio.
—Por supuesto que las hubo. Creo que se irritaron tanto porque nadie la conocía. O al menos ninguno de los que yo conozco. Era como si un forastero ganara el Derby. En cierto momento empezó a parecer que era un cruce entre Eliza Doolittle y Rebecca. —Me lo podía imaginar a la perfección. Él sonrió—. Por lo poco que la conozco, estoy seguro de que se las arreglará muy bien. —Hizo un gesto hacia el novio—. Está loco por ella, ¿sabes? Es encantador. Me gusta verle así.
Hacía una noche particularmente cálida y el director había decidido sacar las mesas del comedor a la terraza contigua. La delicada piedra, trabajada meticulosamente para el ojo crítico de Cesar Ritz, y la sencilla fuente que chapoteaba refrescante en la noche inducían a la relajación del espíritu gracias a una combinación de lujo y belleza, ante la que habría que estar muy loco para resistirse, cualquiera que fuese la filosofía de uno. Estábamos rodeados por parejas euro-elegantes; las mujeres lucían sus centelleantes joyas; una de ellas con un caniche blanco que ladraba sin ganas. Me resultaba muy agradable contemplar a los ricos disfrutando de los placeres menos controvertidos. Desgraciadamente, nada es perfecto y me sentaron junto a Eric Chase, que no tardó en apropiarse del protagonismo de la velada.
—Tráiganos otra botella —ordenó bruscamente al camarero en cuanto se sentó—. Y esta vez intente que esté a la temperatura adecuada. —Se volvió hacia mí—. Nos conocimos en casa de mis suegros, ¿verdad? —Asentí—. Viniste con aquellos espantosos amigos de Edith. —Asentí otra vez, ya que no estaba dispuesto a arruinar la noche por defender a Isabel y David. Pero Eric, como todos los energúmenos, no estaba dispuesto a callarse—. ¿Dónde demonios los habrá conocido?
—La verdad es que no lo sé. Yo les conozco porque conozco a Isabel desde que éramos niños.
—Pobrecito. ¿Quieres de esto? —Sin esperar respuesta, sirvió vino en mi copa—. Bueno, pues me temo que la pequeña Edith tendrá que ponerse al día si quiere que las cosas le vayan bien.
—¿Qué quieres decir?
—Si quiere que le vaya bien como lady Broughton.
Se puso a cantar la canción «Habrá que hacer algunos cambios».
—Ah, pues no lo sé —dije—. ¿A ti te resultó muy difícil que las cosas fueran bien cuando te casaste con Caroline?
Naturalmente, aquello fue un error en cierto sentido, y Chase se giró hacia su otro compañero de mesa tras reconocerme como enemigo, pero yo me quedé satisfecho de haber defendido el honor de Edith. Como muchos
parvenus
agresivos que han logrado escalar la cucaña, vivía con la ilusión de que si la gente no le reprochaba sus deficiencias sociales era porque ya no se le notaban. Al ser tan grosero, era incapaz de considerar la educación de los demás. Esa era su armadura. No me importó que se enfadara conmigo, ya que me había desagradado a primera vista y, además, cuando dije que estaba allí como paladín de Edith, no lo decía precisamente en broma.
El siguiente destino de la noche fue tan embarazoso como cabía esperar. Nos llevaron a Chez Michou, un club nocturno del tamaño de un pañuelo, donde varios transformistas hacían
play back
con grabaciones de diferentes estrellas. Había sido idea de lord Peter, que resultó ser, como me pareció recordar que ya sabía vagamente, un borracho amable con reputación de ser un «bala perdida». La verdad es que a aquellas alturas ya íbamos todos bastante ebrios, después de haber estado bebiendo más o menos sin parar desde nuestra llegada al aeropuerto de Londres. Sin lugar a dudas esta circunstancia colaboró en que disfrutáramos del espectáculo, que contenía muy pocas sorpresas: Garland, Streisand, una Monroe bastante lograda y una Rita Hayworth absolutamente imposible haciendo el
play back
de
Long Ago and Far Away,
que ella misma solo interpretó en
play back.
Con bebida o sin ella, yo empezaba a escuchar el canto de sirena de mi cama y respondí con una mirada al gesto de «vámonos de aquí» que me hizo Tommy, cuando el maestro de ceremonias (¿o debería decir «la maestra de ceremonias»?) saltó al escenario.
—Ahora quiero presentarles nuestro número especial de la noche. Señoras y caballeros: ¡Miss Edith Lavery!
Casi me caigo del asiento cuando el joven que había hecho de Monroe apareció caracterizado de Edith. Una Edith excesivamente maquillada y con una especie de exuberancia que ella no poseía, pero sorprendentemente idéntica en todo lo demás. Incluso el vestido, que podía haber sido uno de los suyos. Miré a Charles. Estaba tan pasmado como todos los demás. Peter, naturalmente, sonreía como un payaso. En el escenario, el chico/Edith empezó a cantar una canción de
Guys and Dolls
. «Ask me how do I feel, little me with my quiet upbringing...»
[7]
. Cruzó el escenario contoneándose y se dirigió a donde estaba Charles, que seguía paralizado. «Well, sir, all I can say is if I were a bell I’d be ringing...»
[8]
. Fue más o menos en aquel momento cuando caí en la cuenta de que aquello era, de una forma retorcida y poco clara, un terrible insulto a Edith. Los demás empezaron a reírse mientras la rubia del escenario seguía retozando y gritando aquella estúpida letra sobre un afortunado golpe de suerte. Charles permanecía en silencio. El artista le hizo gestos para que subiera al escenario, algo que era claramente parte de lo acordado previamente, pero él sacudió la cabeza y se quedó sentado sin cambiar la expresión. El chico/chica miró desconcertado a Peter, que se reía junto a Eric y otro par de invitados. El número se estaba viniendo abajo. En un instante, Peter saltó al escenario para ofrecerse como pareja, y el espectáculo continuó. Hacia el final le pasaron a Peter un joyero de cartón que ofreció a la chica con una rodilla en tierra. «Edith» lo abrió y empezó a adornarse con las brillantes baratijas que fue sacando de él. Me recordó la sangrante caricatura que hizo Gillray de la actriz Elizabeth Farren, que se casó con el duque de Derby en la década de los setenta. En el fondo de la caja había una pequeña corona, un trasto barato de guardarropía, tachonado de cristales de colores. Con la última nota de la canción, «Edith» la levantó y se la plantó en la cabeza.
Para ser justo con Peter Broughton, estoy seguro de que no había previsto lo ofensivo que podía resultar el efecto acumulativo de la actuación para Charles. De lo que no cabe ninguna duda es de que no esperaba que la noche acabara como acabó. Peter no era ningún genio, el pobrecillo, y recuerdo que entonces pensé que Chase o alguno de los otros habrían enriquecido su idea de hacer la imitación de Edith que, si se hubiera limitado a que “ella” cantase una canción de amor, podría haber sido muy divertida. Tal como la hicieron, y yo creo que sin el conocimiento de Peter, caricaturizaba a Edith tachándola de aventurera codiciosa y arribista delante de su novio. Chase y algunos otros aplaudían ruidosamente. Estaban sentados detrás de Charles y no podían ver la expresión de su cara, aunque juro que no comprendo cómo podían pensar que le resultara divertido. Pero Chase era una de esas personas que te insultan y luego dicen: «¿No sabes encajar una broma?», y supongo que lo había hecho con tanta frecuencia que había empezado a creer que de verdad sus insultos eran bromas y que Charles, o cualquiera que fuera blanco de ellas, eran sencillamente aburridos.
Charles se levantó.
—Estoy muy cansado. Creo que me voy a ir al hotel —dijo.
Tommy y yo nos ofrecimos a acompañarle y así acabó la noche. Salimos del club dejando a los demás que disfrutaran de la malograda broma de Peter.
—¿Tomamos un taxi? —dijo Tommy. Se había hecho tarde y la noche estaba notablemente más fresca, pero Charles negó con la cabeza.
—¿No os importa que andemos un rato? Me apetece tomar un poco el aire.
Caminamos en silencio hasta que volvió a hablar.
—Ha sido bastante desagradable, ¿verdad?
—Bueno —dijo Tommy conciliador—, estoy seguro de que no pretendían que lo fuera. Me atrevería a decir que la chica, o el chico, o lo que fuera, confundió la intención.
—Ha sido cosa de Peter.
—Bueno...
Charles se detuvo un instante y se quedó mirando al frente en silencio.
—¿Sabéis lo que me ha deprimido de verdad? —A los dos se nos ocurrían bastantes ideas, pero no dijimos nada—. Ha sido que, de repente, me he dado cuenta de lo increíblemente estúpida que es en realidad la mayoría de la gente que conozco. ¡Por Dios santo, son doce de mis mejores amigos! —rio con amargura—. Me avergüenzo de ellos y me avergüenzo de mí.
Al final, volvimos hasta el hotel andando por todo París. Los demás ya debían de estar en la cama cuando cruzamos la puerta de la Place Vendôme. Nos separamos y nos fuimos a nuestras habitaciones. Pensé que, entre una cosa y otra, la noche podía calificarse de fracaso —sobre todo teniendo en cuenta los planes y los gastos—, pero en cierta manera extraña, me sentía bastante contento por el arranque de Charles. Mi opinión sobre su cerebro no cambió, pero hasta esa noche creo que no me había dado cuenta de lo buena persona que era. En estos tiempos no es una cualidad muy apreciada, pero me dio la impresión de que la felicidad de Edith estaba en mejores manos de lo que había pensado.
E
n cuanto abrió los ojos fue consciente de que aquella era la última mañana de su vida en la que despertaba siendo Edith Lavery. A partir de entonces aquella chica desaparecería y, pasara lo que pasara en el futuro, no volvería nunca. Intentó averiguar qué era exactamente lo que sentía. Del mismo modo que cuando te ves obligado a tomar una determinación, a menudo es la expresión verbal de una opción lo que hace que te des cuenta de que realmente preferías la otra y esperaba que su estómago le dijera si estaba cometiendo un lamentable error solo porque aquel era el día en que su decisión era irrevocable. Pero su estómago no estaba dispuesto a representar el papel de las entrañas de una cabra en Delfos y se negó a dar su opinión. No se sentía ni entusiasmada ni deprimida, solo pensaba que había mucho que hacer. Se oyó una leve llamada a la puerta y su madre entró con una taza de té.
No es exagerado decir que aquella mañana Stella Lavery se sentía tan feliz que estaba a punto de reventar, que su corazón se le podía parar, agotado de bombear la sangre febril de la ambición satisfecha. No sería justo decir que habría sacrificado alegremente a su hija ante el rico heredero de un marquesado aunque este le desagradara profundamente, pero es que, a no ser que la hubiera atacado con un cuchillo, era físicamente imposible que le desagradara. En realidad, no creo que hubiera pensado mucho en Charles como ser humano. Era agradable, bien educado y nada feo y eso era todo lo que sabía y todo lo que necesitaba saber. Eso y el hecho de que al día siguiente su hija sería la condesa Broughton.
Era una fuente de permanente contrariedad para Stella que el título de su hija no fuera a ser condesa
de
Broughton, que le parecía mucho más romántico, y consideraba que había sido un descuido imperdonable por parte del primer Broughton no haber pedido el «de» al recibir el título. Después de todo, los Cholmondeley lo habían hecho, y también los Balfour, cuando fueron honrados con sus títulos. Bien es verdad que existía un pueblo llamado Cholmondeley y otro perdido en Escocia llamado Balfour, pero ¿no había un lugar llamado Broughton? Seguro que había alguno en algún sitio. Pero, aceptando el hecho de que «no se puede tener todo», se había acostumbrado a esta particularidad y ahora disfrutaba enormemente de corregir a sus amigas. Después de todo, el bendito «de» llegaría, con el marquesado, a su debido tiempo.