—Creo que los Frank quieren darnos una cena antes de que nos vayamos.
Ella hizo una ligera mueca.
—Vaya por Dios. ¿Tenemos que aceptar?
—Vamos, querida. A ellos les apetece y no están tan mal.
—La vieja no está mal, pero la sobrina es una pesadilla.
Él se rio.
—A mí me ha parecido muy dulce. Tenemos que ser amables.
Edith se apoyó en los codos a su lado.
—¿Por qué será que cuando alguien como Annette es charlatana y divertida vosotros le dais de lado y arrugáis la nariz a sus espaldas y sin embargo, con Tina Frank, que debe de ser una de las personas más aburridas e insustanciales que conozco, la justificáis y fingís que es un encanto?
—No sé lo que quieres decir.
—Sí lo sabes, Charles. —Se sentía especialmente segura, casi insolente. Por primera vez desde su boda empezaba a tener la sensación de que de verdad era lady Broughton. Había llevado bien las cosas y según la tradición «tenía derecho a sus propias opiniones». Con una sonriente severidad, continuó—: Lo sabes muy bien. Y te voy a decir por qué. Annette no conoce a la gente que conocemos nosotros y Tina sí, y además tiene millones. No sé, querido, ¿no te da que pensar? ¿Aunque solo sea un poco?
Edith estaba rebosante de seguridad. Sonrió a su marido misteriosamente, moviendo un poco la cabeza, imaginando lo irresistible que estaría su pelo acariciándole el cuello.
Charles se quedó mirándola.
—¿Quién es esa gente que conocéis Tina Frank y tú? —preguntó él secamente antes de apagar la luz.
A
unque estaban en Londres de vez en cuando, en los meses siguientes a su regreso de la luna de miel no vi mucho a Edith. Al parecer no le gustaba especialmente la guarida de su suegra en Cadogan Square, e iban al pisito de Charles en Eaton Place para luego aparecer ocasionalmente en algún espectáculo o alguna fiesta. Me los encontré en un par de cenas y me invitaron a tomar una copa con otra gente en su diminuto saloncito del segundo piso, pero no tuvimos oportunidad de charlar. Edith parecía bastante feliz y había empezado a adquirir esa pátina de los privilegiados, esa sutil y lujosa aura de «no me toques» que separa a esa gente del resto de nosotros, los mortales, y me divertía recordar los inicios de una
hauteur
que empezaba a anular a la afortunada chica de Fulham.
Durante las semanas anteriores a las Navidades no nos vimos, y empezaba a tener la sensación de que me estaba alejando de su círculo, cuando recibí una carta con una tarjeta, no de Edith, sino de Charles, en la que me invitaba a un día de caza en enero. Iba a ser un viernes, así que me invitaban a cenar y a pasar la noche del jueves y, puesto que no se especificaba nada al respecto, supuse que lo que se esperaba de mí era que desapareciera después de la cacería para dar paso a los invitados del sábado. La premura de la invitación significaba que alguien les había fallado, pero eso no lo hacía menos atractivo y, por una vez, me constaba que tenía libres las fechas en cuestión. Me habían contratado para interpretar al villano de la semana en una interminable serie de detectives, que debía empezar a rodarse cinco días después de la fecha de la invitación, así que contesté aceptándola y recibí, casi a vuelta de correo, indicaciones para ir por carretera y en tren. En ellas se me decía en qué tren podía llegar hasta allí si esa era mi opción, o que llegara a la casa alrededor de las seis si iba en otro medio.
Me gusta la caza. Sé que esto es tan difícil de entender por los bondadosos amigos del mundo teatral londinense como fácil para los criados en el campo, pero no pretendo lanzarme a un alegato en defensa de los deportes cinegéticos, ya que nunca he conocido a nadie de ninguna de las dos tendencias que se dejara convencer. Aunque tengo que decir que no me parece muy lógico que alguna gente coma alegremente carne procesada en matadero y se oponga a la caza responsable, acepto que no siempre existe una base lógica para todos los sentimientos, ni siquiera para algunos de ellos. En cualquier caso, en aquel momento de mi vida, la mayoría de los deportes que practicaba tenían que ver con disparar por el campo y por eso partía con una deliciosa expectación hacia lo que prometía ser una auténtica
Grand Battu
eduardiana.
Conocía bien el camino, ya que había ido con frecuencia a pasar el fin de semana con los Easton, pero salir de Londres hacia el sur puede ser una pesadilla y tenía la costumbre de salir con tiempo de sobra para imprevistos. En aquella ocasión no me di cuenta de que era jueves, no viernes, así que después de un trayecto comparativamente despejado, llegué a Broughton poco después de las cinco y media. El mayordomo, que tenía el curioso nombre de Jago, me dijo que lady Uckfield y lady Broughton estaban en el saloncito amarillo a punto de terminar una reunión con un comité de algún tipo.
No quise entrar (ya es suficiente con los comités a los que uno tiene que asistir por fuerza), y me instalé en un sillón William Kent de terciopelo y dorados sorprendentemente cómodo del Salón de Mármol. No tuve que esperar demasiado antes de que la puerta se abriera y algunos de los participantes salieran musitando obsequiosos adioses a Edith, que se disponía a acompañarles a la puerta. Al verme se separó de ellos.
—Hola —me saludó—. No sabía que estabas aquí.
—He llegado muy temprano y he preferido esperar en vez de entrar a fastidiarte la diversión.
Movió los hombros con un cómico suspiro.
—Menuda diversión —dijo—. Entra a tomar una taza de té bien cargado.
Haciendo caso omiso de los gestos y sonrisas de los que se iban, me mostró el camino hacia la sala. Ellos no protestaron por aquel trato. Muy al contrario. El efecto inmediato de que les diera la espalda para saludarme fue que, mientras se dirigían a las escaleras, me incluyeran sin reservas en sus sonrisas deferentes. Me imagino que pensaron que yo también había sido tocado por la varita mágica.
Los miembros del comité que quedaban, la consabida selección de intelectuales provincianos, concejalas de prietas permanentes y granjeros muertos de aburrimiento, estaban a punto de irse. Algunos de ellos recogían sus cosas con esa actitud parsimoniosa que traiciona la intención de «pillar» a alguien antes de que se vaya. La presa tras la que andaba la mayoría era, por supuesto, lady Uckfield, que estaba repantingada en un bonito sillón capitoné junto a la chimenea, rodeada de admiradores. Algunos de los aspirantes, desconcertados con la competencia, se conformaban con cinco minutos junto a Edith y se marchaban. Me acerqué a mi anfitriona, quien se levantó para saludarme con un beso, que fue interpretado por el entorno como una señal de que la audiencia había terminado.
—Adiós, lady Uckfield —dijo un concejal negro que llevaba un holgado guardapolvo de artista—, y muchas gracias.
—No, gracias a
usted
—dijo lady Uckfield con su acostumbrado tono de íntima urgencia—. Tengo entendido que está realizando una labor
maravillosa
en Cramey. He oído que está sencillamente insuperable. Me
muero
de ganas de ir a verlo por mí misma.
Su contertulio sonrió, olvidando su socialismo de repente.
—Estaremos encantados de verla por allí.
Y se retiró deshaciéndose en sonrisas.
—¿Dónde está Cramey? —pregunté.
Lady Uckfield se encogió de hombros.
—En algún espantoso lugar perdido de Kent. ¿Quieres un poco de té?
Para cuando subí a mi habitación ya habían deshecho mi equipaje y la camisa de esmoquin, la pajarita, los calcetines y el fajín estaban dispuestos encima de la cama esperándome. Sin embargo, no había ni rastro de mis calzoncillos limpios. Los busqué por los cajones y estaba inclinándome para mirar debajo de la cama cuando oí una voz a mis espaldas.
—¿Qué
estarás
buscando?
Me di la vuelta y vi a Tommy Wainwright de pie en la puerta que comunicaba la Habitación del Jardín, en la que me habían instalado, con su más espaciosa vecina, la Habitación de la Rosa de Terciopelo, que ocupaba Tommy. La verdad es que, a pesar de sus aparatosos nombres, las habitaciones eran muy pequeñas, ya que estaban encajadas en una especie de entresuelo de un lateral de la casa. Las había construido el arquitecto encargado de la rehabilitación para proporcionar una serie de dormitorios adicionales sin hacer obra más que en una fachada lateral. En consecuencia, a pesar de sus perfumados nombres, los cuartos daban al patio del establo, tenían techos de dos metros y medio de altura y estaban orientados al norte.
Dedicamos unos minutos a la caza de mi ropa interior y nos rendimos, abandonándola a su suerte. Es de suponer que, hasta el día de hoy, haya unos calzoncillos bastante viejos perdidos detrás de algún cajón de la Habitación del Jardín de Broughton Hall. Tommy fue a su cuarto y regresó con una pequeña botella de whisky y dos vasos de licor.
—El aprovisionamiento imprescindible para hoteles y fines de semana en el campo —dijo sirviendo un trago para cada uno.
—¿Son tacaños con la bebida?
Con frecuencia me ha sorprendido, sobre todo en mi juventud, la tremenda incomodidad y penuria a la que los grandes de Inglaterra están dispuestos a someter a sus amigos (y a perfectos desconocidos). Me he encontrado con cuartos de baño en los que no se podía obtener más que un chorrito de agua marrón y fría, dormitorios con puertas que no cierran, mantas delgadas como el papel y almohadas como piedras. He conducido durante dos horas por el campo para almorzar con algún pariente importante de mi padre que me ofreció una salchicha, dos patatas pequeñas y veintiocho guisantes. Una vez, durante un fin de semana en una casa de Hampshire, pasé tanto frío que acabé apilando en la cama toda la ropa que llevaba, las dos toallas desgastadas y encima, sujetándolo todo, una raída alfombra turca, lo único que cubría el suelo de la habitación. Cuando me despertó mi anfitriona al día siguiente, no hizo ningún comentario ante el hecho de que estuviera durmiendo en una especie de sarcófago envolvente y estaba claro que no le podía importar menos si había podido dormir o no. Cuando uno piensa en los antiguos que tanto se recreaban en el lujo, resulta sorprendente ver que sus nietos sean tan impermeables a él. En los últimos tiempos he detectado que la comodidad que exigen los nuevos ricos está contribuyendo a una lenta mejora de las casas de los
viejos ricos
pero, ¡Dios mío, lo que les ha costado!
Tommy negó con la cabeza en respuesta a mi pregunta.
—No, no. No son tacaños. Nada en absoluto. Lord U es muy generoso con la bebida, pero es demasiado difícil conseguir una copa antes de la cena.
Nos sentamos a cotillear un rato y le pregunté a Tommy si había visto mucho a los Broughton.
—La verdad es que no. Están siempre aquí. Te diré que me sorprende que Edith se conforme con ocuparse del pueblo y entregar premios sin tomarse algún respiro, pero el hecho es que apenas van a Londres.
Aquello me pareció un poco extraño. Sobre todo teniendo en cuenta que la joven pareja aún vivía en la casa de los padres de Charles. Nada más casarse habían hablado de reformar alguna de las granjas y le pregunté a Tommy si sabía cómo iba aquello.
—No estoy seguro de que sigan adelante con esos planes —dijo—. Tengo entendido que han cambiado de idea.
—¿En serio?
—Ya sé que parece raro, pero Edith prefiere quedarse aquí y sus suegros están encantados, así que probablemente acabarán Brook Farm enseguida y la pondrán en alquiler.
—¿O sea que tienen un apartamento en la casa?
—No exactamente. Una salita de estar para Edith en el piso de arriba y Charles mantiene su estudio, naturalmente. Pero nada más. Como en una de esas comedias de situación norteamericanas en la que todos están forrados de millones pero siguen viviendo hacinados en una casa con una enorme escalera.
Moví la cabeza.
—Entiendo que a Charles le guste estar aquí, pero para una recién casada tiene que ser un poco aburrido.
Charles, como todos los de su condición, no era inmune a la sensación de recibir un trato «especial» en todas partes (de hecho, como Edith ya había observado, le irritaba que se le negara), y yo podía comprender que, tras toda una vida de aparentar que no era consciente del extraordinario barroquismo de su entorno, en realidad debía de ser muy difícil prescindir de esa actitud.
Las personas de la clase alta inglesa tienen una profunda necesidad inconsciente de percibir su diferencia en los objetos que les rodean. Para ellas, nada hay más deprimente (y menos convincente) que intentar demostrar cierto rango o posición, cierta alcurnia familiar, cierta distinción genealógica, sin los imprescindibles ornamentos y relaciones. Ni en sueños se les ocurriría decorar un dormitorio alquilado en Putney sin la inevitable acuarela de la abuela vestida de miriñaque, dos o tres antigüedades decentes y, sobre todo, una reliquia que hable de una infancia privilegiada. Esas cosas forman parte de un lenguaje silencioso que cuenta al visitante dónde se considera situado el ocupante dentro de la escala social. Pero, por encima de todas las cosas, la verdadera señal, la prueba definitiva es si la familia ha conservado la casa y sus propiedades o no. O una parte considerable de ellas. Uno puede oír a un noble inglés explicarle a un turista norteamericano que el dinero no importa en Inglaterra, que se puede vivir en la alta sociedad sin un centavo, que «hoy en día las tierras dan más quebraderos de cabeza que otra cosa», pero en el fondo de su corazón no cree una palabra de lo que dice. Sabe que la familia que lo ha perdido todo menos el título, esas duquesas que viven en casitas cerca de Cheyne Walk, esos vizcondes con pisitos en Ebury Street, por muy repletos que estén de retratos y cuadros de su antigua casa («Ahora se ha convertido en una especie de granja escuela»), son unos desclasados para los de su categoría. Ni que decir tiene que de esa necesidad de realización material de su rango se habla tan poco como de los rituales masones.