Sonreí.
—Bueno, como diría
nanny:
solo te faltaba eso —dije. Ella asintió un tanto afligida—. ¿A quién ves por aquí? Me imagino que no ves mucho a Isabel.
Ella hizo una mueca.
—No mucho. Me han hecho sentir que le he fallado a David. No para de soltar indirectas sobre las cacerías y ni siquiera me he atrevido a decirles que tú venías hoy.
—¿A Charles no le gusta que vengan?
—No, no es eso. Vamos, que le parecería bien si yo se lo pidiera pero, bueno, les guste o no, es otro tipo de gente. Y David puede ser un poco... —hizo una pausa— zafio.
¡Pobre David! ¡Para lo que había quedado! ¡Todos aquellos años de Ascot y Brook’s y las copas en el Turf! Y todo para que, al final, Edith se sintiera abochornada por él. Mundo cruel. Yo no compartía del todo su opinión, pero sabía a lo que se refería.
—Tendrás que decirle que he estado aquí. No quiero que Isabel se entere y piense que estamos confabulados en su contra. —Edith asintió con la cabeza—. ¿Y qué me dices de ese «otro tipo de gente»? ¿Es divertida?
Suspiró rascando distraídamente una manchita de barro de su Barbour.
—Genial. Sé prácticamente todo lo que se puede saber de planificación rural. Podría recitar las partes de un caballo estando dormida. Y lo que yo no sepa de cómo se organiza un acto benéfico no merece la pena saberse, créeme.
—Pero debes de viajar mucho, ¿no? Eso tiene que ser muy interesante.
—¡Claro que sí! ¿Sabías que en Italia el cuenco de agua que te ponen delante en la mesa es para lavar la fruta, no los dedos? ¿O que en Estados Unidos nunca se debe hablar de terrenos? ¿O que en España es motivo de ostracismo social utilizar el cuchillo para comer un huevo, sea cual sea la forma en que esté cocinado? —Se interrumpió para respirar.
—No sabía lo del huevo —dije. Se quedó un rato en silencio y yo aproveché para disparar a otro pájaro que nos sobrevoló—. Algo habrá que te guste.
—Supongo que sí.
—¿Qué tal la familia? ¿Saben lo mucho que te aburres?
—Googie sí. El pobre Tigger no, por supuesto. Es demasiado obtuso para darse cuenta de nada que no le pegue directamente en la cabeza. Caroline creo que sí.
—¿Y Charles?
Edith levantó la mirada hacia las copas de los árboles.
—La cuestión es que para él todo resulta tan fascinante que está convencido de que para mí, en cuanto forme parte de ello, también lo será. Cree que es parte de un «periodo de adaptación».
—A mí eso me parece muy sensato.
En cuanto dije esto me di cuenta de que la estaba fallando al tomar partido por Charles. Pero, aunque me hubiera costado la vida, no habría podido adoptar otra postura. La pura verdad era que se había casado con un hombre mucho más aburrido que ella, aunque no fuera culpa suya, con el único fin de ascender en la escala social. Ese era el acuerdo que había aceptado. Por mucho que se quejara no iba a lograr que Charles fuera ingenioso y divertido, y a mí me parecía que Edith ya no estaba dispuesta a volver con los mortales del estrato social del que tan recientemente se había separado. Tenía ese anhelo tan común en el siglo XXI de quedarse con el pastel y también con el medio penique.
—Seguro que hay un montón de cosas que hacer. ¿No habías pensado ordenar los desvanes y reescribir la guía?
—En el desván no hay nada salvo montones de muebles victorianos. Googie rescató todo lo bueno hace años. Y el bibliotecario se puso bastante hostil cuando le sugerí incluir algo más de información sobre la familia en la guía. —Bostezó—. De todas formas, a Charles y a Tigger no les interesaba lo más mínimo. Les parece que saber demasiado es muy ordinario. Al final fui perdiendo la ilusión.
—Pues tendrás que buscar otra cosa a la que dedicarte. No puedo creer que te falten ofertas de los comités benéficos de la región.
A medida que iba hablando me daba cuenta de que cada vez sonaba más como una institutriz alemana, pero lo cierto es que me sentía como una de ellas al ver a aquella belleza consentida haciendo pucheros.
Suspiró profundamente.
—O sea, que estás diciendo que tengo que aguantar.
—Bueno, ¿a ti que te parece?
Me miró a los ojos y el silbato volvió a sonar. La batida había acabado y nos dirigimos a los Range Rovers. Allí nos distrajo un pequeño altercado, al parecer causado porque Eric Chase había disparado más o menos directamente a la nariz de M. de Montalambert. Por supuesto, Eric estaba indignado ante la mera insinuación, mientras la otra parte vertía una retahíla de sorprendentes frases en francés, algunas de las cuales me resultaban completamente desconocidas. Recurrieron a mí como testigo independiente pero, por supuesto, como estaba charlando con Edith, no me había enterado de nada.
Caroline escuchó mis protestas y asintió aprobadora:
—Haces bien —dijo suavemente—. Si yo fuera tú no me metería.
No estoy muy seguro de a qué se refería.
Después del té, cuando ya estaba subiendo al coche en ese momento ligeramente embarazoso en que unos invitados se marchan mientras el siguiente contingente empieza a llegar, Charles se acercó a mí y se asomó por la ventanilla. La bajé pensando qué me habría olvidado, puesto que ya me había despedido de todo el mundo y había dado las propinas de rigor.
—Quería comentarte que una productora nos ha hecho una oferta —dijo—. Mi padre no sabe nada de este tema. Entra más en tu terreno. ¿Qué te parece que debíamos hacer?
—¿Quieren rodar una película en Broughton?
—No sé si es una película de verdad o una de esas cosas para televisión, pero sí. ¿Cómo son esos rodajes? ¿Son seguros?
En general, y hablando desde el punto de vista del actor, yo no dejaría que se acercara un equipo de rodaje a menos de un kilómetro de mi casa en ningún caso, pero es cierto que son bastante respetuosos cuando se trata de algo que pudieran calificar de «histórico». Ahora, que merezca la pena o no depende, como todo en la vida, de lo que uno reciba a cambio. Lo mejor que podía hacer era darle a Charles el nombre de una agencia que sabría cómo negociar con la productora y sugerirle que hiciera lo que le dijeran.
Me dio las gracias y me despidió con un gesto de cabeza.
—Vamos a incluirte como parte del contrato —dijo cuando ya me alejaba.
I
nexplicablemente, y en marcado contraste con lo que la mayoría de mis amistades del mundo del espectáculo habría hecho en similares circunstancias, Charles cumplió su palabra. La película en cuestión era uno de esos trabajos para televisión que reúne la mayor cantidad posible de actores de moda que en ese momento estén en paro y se emite los sábados por la noche con una duración de tres interminables horas.
Era la supuesta historia de las hermanas Gunning, un par de misteriosas bellezas irlandesas que llegaron a Londres en 1750, conquistaron la ciudad y se casaron con el conde de Coventry y el duque de Hamilton respectivamente. Al final resultó que el de los Hamilton fue un matrimonio desgraciado (situación que quedó resuelta por la prematura muerte del duque), y la duquesa viuda se casó, haciendo gala de cierto descoque, con el que había sido su admirador durante mucho tiempo, el coronel John Campbell, a su vez heredero del ducado de Argyll.
Era claramente material de mini serie pseudo histórica. Broughton iba a hacer doblete, por un lado como Hamilton Palace (derruido en la década de los años veinte) e Inverary (que imagino que estaba demasiado lejos de Londres. O que al actual duque de Argyll no le hacía gracia la idea). Además se utilizarían algunos interiores para recrear el desaparecido esplendor del Londres de mediados del siglo XVIII.
La iba a dirigir un inglés llamado Chistopher Twist que había gozado de cierto éxito con un par de obras disparatadas a finales de los años sesenta, cuando aquel estilo estaba tan de moda, y seguía ganándose la vida exprimiendo los residuos de su reputación. Yo conocía al director de reparto, que ya me había ayudado en el pasado, y supuse que el sustancioso papel que me habían dado, el de Walter Creevey (un cotilla de la época que se describía como confidente de la doble duquesa, aunque creo que no existían pruebas tangibles de una amistad real), se debía a él, pero en cuanto nos conocimos Twist descubrió el juego.
—Tengo entendido que eres un buen amigo del conde de Broughton —comentó.
Supongo que a cualquiera que vive en Hollywood se le puede perdonar que caiga en los modales norteamericanos dado que, al contrario que mucha otra gente del globo, los habitantes de Los Ángeles no reconocen otro código que el suyo propio. Sin embargo, sentí una leve irritación, no porque dijera mal el título de Charles, ni por la torpeza de referirse a su rango en toda su extensión, sino por la profundamente molesta expresión «buen amigo». De acuerdo con mi experiencia, cualquiera que dice ser «buen amigo» de un famoso tiene, en el mejor de los casos, una somera relación con este. Del mismo modo que «fuentes cercanas a la pareja real» citadas en un periódico significa un cotilleo de los advenedizos más lejanos al círculo real.
—Le conozco —contesté.
Twist no cedió.
—Pues él tiene un concepto muy elevado de ti —continuó.
Tenía esa extraña manera de hablar que a uno le recuerda a los programas de televisión en los que el más trivial comentario parece denotar un extremado interés y poner punto final a toda posible conjetura sobre el tema.
—Qué amable —dije.
—Bueno —se recostó en la silla estirando las piernas, con lo que quedaron al descubierto unas botas de vaquero cubiertas de espantosos dibujos indios—, háblame un poco de ti.
Es difícil de comprender, para quien no sea actor, el nivel de depresión en que te sume esta frase, tras la que uno tiene que desplegar los logros de su escuálida carrera como si fueran las baratijas que saca un vendedor ambulante de su maltrecha maleta. Por lo tanto, pasaré por alto aquel momento y solo diré que me dieron el papel. No fue gracias al «poco de mí» del que le hablé al director, sino porque Twist no quería empezar con mal pie con lady Uckfield quien, como más tarde supe, había defendido mi causa sin desmayo.
Tan pronto como mi representante me confirmó que estaba contratado durante las ocho semanas de rodaje, seis de ellas en Broughton o alrededores, llamé a Edith.
—¡Qué maravilla! Por supuesto, te alojarás con nosotros.
Era muy agradable que me invitara, pero había decidido que no me iba a quedar en Broughton. Ya preveía una cierta tirantez provocada por el hecho de ser amigo personal de la familia, y si me hubiera quedado en su casa no habría tardado en sentirme completamente excluido del equipo de rodaje.
—Eres muy amable, pero no creo que pudieras aguantarme seis semanas seguidas.
—No seas bobo. Claro que sí.
—No voy a ser tan irresponsable como para ponerte a prueba.
Edith entendía aquella forma de expresarse lo bastante bien para darse cuenta de que declinaba la invitación, y no volvió a repetirla. Le dije que me alojaría en el mismo hotel que el equipo, una casa solariega rehabilitada en las afueras de Uckfield, pero que, con toda seguridad, nos veríamos mucho. Debo admitir que tras el pequeño tanteo de la cacería sentía una curiosidad ligeramente morbosa por verlos a Charles y a ella en su ámbito familiar. Quizá en el fondo sentía un enfermizo destello de
Schadenfreude
(el terrible placer que sentimos ante la mala fortuna de nuestros amigos), aunque me gustaría pensar que no. Pero yo había sido testigo del ascenso de Edith al País de los Sueños y me temo que siempre existe una especie de autojustificación placentera en ver la decepción de otros ante los privilegios adquiridos. Es el premio de consolación del fracaso.
Pasaron dos o tres semanas. Fui a las pruebas de vestuario y pelucas, encontrándome aquí y allá con otros miembros del reparto. Las hermanas Gunning iban a ser interpretadas por unas rubias norteamericanas que estaban en «excedencia» de una serie de policías. En consecuencia, el producto estaba maldito desde el primer momento, al menos desde el punto de vista artístico. No quiero que esto parezca una actitud esnob. Sin lugar a dudas, hay muchos papeles que pueden interpretar las norteamericanas rubias. Solo quiero decir que el hecho de contratar a Louanne Peters y a Jane Darnell significaba que los productores habían abandonado por completo la idea de intentar dar una visión creíble del Londres del siglo XVIII en favor de un desfile de estrellas. Supongo que no se les puede culpar por ello y yo no lo haría si por lo menos hubieran admitido que era así. Pero, al no hacerlo, el resto de los actores nos vemos obligados a escuchar pacientemente sentados en los restaurantes del rodaje lo que les ha costado conseguir los tocados o los candelabros apropiados cuando ellos y nosotros sabemos que los personajes centrales no guardan el menor parecido con la realidad. Los actores se parten de risa al tiempo que «toman el dinero y corren», pero no deja de ser lamentable. En cualquier caso, me alegré de saber que el papel de la madre de las hermanas, la señora Gunning, sería interpretado por una actriz llamada Bella Stevens con quien había compartido un
bungalow
en Northampton durante los heroicos tiempos del teatro de repertorio, poco después de salir de la escuela de arte dramático, y me encantó renovar una amistad que no nos habíamos molestado en mantener.
Una característica peculiar y tal vez única de las vidas de los actores es la profundidad de las relaciones que se establecen en el trabajo, que acaban al regresar a casa. Son personas de las que no vuelves a saber nunca más. Semanas de confidencias lacrimógenas, por no hablar de los vínculos sexuales, se olvidan alegremente sin echar una mirada atrás. Es inevitable que la naturaleza del trabajo cree intimidad y el número de empleos hace que el mantenimiento de estas relaciones sea prácticamente imposible. Pero no deja de ser extraño pensar en la cantidad de personas que se pasean por las calles de Londres sabiendo más de ti que cualquier familiar cercano.
Por otro lado, no hay nada más agradable que renovar esas amistades tras unos años de interludio, porque no hay necesidad de pasar por los preámbulos de la intimidad. Ya está ahí. Se puede retomar de inmediato, como un tapiz sin terminar, en el punto en que se dejó años atrás. Y así fue con Bella. Tenía una personalidad salvajemente fuerte, con una cara tenebrosa, casi satánica, una mezcla entre Joan Crawford y la
commedia dell’arte
, pero también poseía un buen corazón, una lengua rápida si bien algo promiscua, y un gran talento culinario. La compañía de repertorio en la que habíamos trabajado juntos (ella como actriz protagonista, yo como ayudante del regidor) era inusualmente caótica incluso para los estándares de la época, al estar dirigida por un amistoso y cínico alcohólico que se pasaba la mayor parte de los ensayos y todas las funciones dormido, por lo que teníamos un buen número de anécdotas terroríficas de las que reírnos juntos.