Los Uckfield, por el contrario, no podían haber estado más solícitos. Nos preguntaron por las novedades, charlamos sobre el desfile y sobre una película en la que me habían visto, nos trajeron bollos y nos sirvieron té hasta que debió de quedar tan claro para el resto de los ocupantes de la habitación como para nosotros que estábamos a punto de participar en un plan maestro. El comportamiento que se ha llegado a considerar normal en los anfitriones y los demás invitados a un fin de semana en el campo es el de una falta de interés moderadamente amigable. Los invitados haraganean leyendo revistas, dando paseos, bañándose, escribiendo cartas, sin reclamar grandes exigencias sociales de los otros. Solo en las comidas (e incluso así, realmente solo en la cena), se espera que «actúen». Esta falta de esfuerzo, esto de que la gente apenas levante la cabeza de los libros para reconocer que uno ha entrado en la habitación, puede parecerle al forastero algo grosera (y lo es en realidad), pero debo confesar que trae consigo cierta relajación. No se esfuerzan por ser amables contigo y eso te permite no hacer el menor esfuerzo por ser amable con ellos. De hecho, cada vez que la llegada de alguien es saludada con gran alboroto, es casi invariablemente porque ese alguien ha sido reconocido como «intruso» o, como mínimo, se trata de alguien con una enfermedad terminal a quien hay que dedicar una energía extra. Que todo el mundo se levante y corra a saludar a alguien es, más o menos, un insulto para el receptor.
Sin embargo, Adela y yo no pensamos que estábamos siendo objeto de una «trampa» social por el trato que recibíamos. Sencillamente entendimos que estaban a punto de pedirnos un favor. Por eso, cuando lady Uckfield me preguntó si me apetecía ver su saloncito, que acababa de redecorar y del que, al parecer, habíamos hablado en algún momento, me puse de pie enseguida. Mi mujer estaba incluida en la invitación, pero algo en la forma de decirlo de lady Uckfield me dijo que quería verme a solas y, puesto que los dos nos moríamos por saber qué pasaba, ella prefirió quedarse con lord Uckfield y tomar otra taza de té para precipitar la esperada confidencia.
La salita en cuestión estaba bastante apartada de todas las demás habitaciones que yo conocía y se localizaba en una de las alas, separada del bloque principal por un pasillo curvo con ventanas que daban al jardín. Se trataba de un refugio encantador y elegante que revelaba el dominio que tenía lady Uckfield del
gemüchtlich
, la grandeza detallista. Era una estancia bastante grande, con las paredes tapizadas en damasco rosa y preciosas sillas con bonitos
chintzes
. Pequeños muebles japoneses, estanterías pintadas y delicadas mesas de marquetería llenaban la habitación sepultados bajo el caos habitual de los ricos aristócratas: flores, figuras de Meissen, bonitas lámparas, miniaturas, cuencos con lavanda seca, candelabros esmaltados, pequeños cuadros sobre pies tallados y, por supuesto, en su escritorio principal (un precioso
bureau plat
con cenefas de ormolú colocado en ángulo con la pared) una masa de periódicos, invitaciones y peticiones oficiales. Una cama turca tapizada en
moiré
hacía ángulo recto con el pequeño fuego que crepitaba y chisporroteaba en la parrilla de plomo bruñido. Sobre el dintel de la chimenea, en la que había figuras de porcelana y cajitas de rapé mezcladas con juguetes de perro mordisqueados, un conejo de punto y postales de amigos en Barbados y San Francisco, colgaba un retrato al pastel firmado por Greuze de una lady Broughton anterior. Era, en definitiva, el cuartel general de una Gran Dama.
—Qué bonito lo ha puesto —alabé.
Pero lady Uckfield ya había olvidado la excusa con la que me había llevado allí y me señalaba el sillón que había enfrente de la cama turca mientras ella se sentaba con expresión grave.
—¿Has visto a Edith recientemente?
—No, recientemente no. No sé nada de ella desde que Adela se la encontró en el desfile.
—Ya —dijo. Permaneció en silencio durante un instante. Nunca antes la había visto incómoda, pero así era exactamente como se sentía en aquel momento.
—¿Qué tal está Charles?
Contestó frunciendo la boca.
—Quiero pedirte una cosa. Sé que Edith sigue con cómo se llame. ¿Ha pensado casarse con él?
Me pilló por sorpresa.
—No lo sé. Él todavía no se ha divorciado. Ni siquiera estoy seguro de que haya empezado el proceso.
Asintió para sí misma.
—Charles me ha contado que piensa esperar los dos años y pedir la separación consumada. —Hizo una pausa y yo asentí como respuesta. Aquello era nuevo para mí, pero no me parecía descabellado, aunque solo fuera porque para entonces el interés de la prensa se habría calmado—. La cuestión es que Tigger y yo no estamos de acuerdo con ese plan...
Dudó, más azorada de lo que la había visto en mi vida.
—Pensamos que cuanto antes pueda Charles cerrar este capítulo de su vida y empezar de nuevo, mejor para él. Nos molesta la idea de prolongar esto interminablemente y que tenga la sensación de que no se acaba nunca. —Me miró inquisitiva—. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Supongo que sí.
—Puede que no lo sepas, pero todo esto le ha dejado realmente destrozado. Le cuesta mucho expresar sus sentimientos, pero te aseguro que ha pasado por un estado lamentable.
Asentí. No necesitaba más que recordar la escena en su estudio, cuando lloró delante de mí, para creer lo que me decía. Charles era uno de esos hombres, mucho menos raros de lo que creen las revistas femeninas actuales, que toman la decisión de casarse y no se la vuelven a plantear. No eluden el compromiso que han adquirido con sus mujeres porque nunca se les pasa por la cabeza que tengan que cuestionarse sus emociones hasta que la muerte les separe, e incluso en esa situación, suelen considerar que el marido debe irse primero. No es que crean necesariamente que serían incapaces de ser infieles a sus esposas. En una convención de granjeros en Estados Unidos, en una cacería en Escocia, ¿quién sabe lo que podría pasar? Pero sí digo que nunca serían capaces de promover el fin de su matrimonio. Después de elegir a Edith había depositado en ella todo el amor que podía dar y, como consecuencia natural, toda su confianza. Ninguna de esas cosas tenía un gran interés cualitativo, pero se ofrecía en grandes cantidades. De eso estoy seguro. No, no me sorprendía enterarme de que había pasado por un «estado lamentable».
Lady Uckfield no había terminado.
—Esperamos de todo corazón que pueda reconstruir su vida y creemos sinceramente que ahora tiene una oportunidad.
—¿Ha conocido a otra persona?
Inclinó la cabeza a un lado sin responder y supe que así era. O que ellos esperaban que así fuera. Unos minutos después había deducido que se podía tratar de Clarissa.
—La cuestión es que, si fuera libre, podría hacer planes en ese sentido. Ahora no puede. El pasado vuelve a él una y otra vez hasta que ya no puede pensar con claridad.
Aquella sí que era una frase intrigante. ¿A qué se refería con que Charles no podía «pensar con claridad»? Ella me observó, esperando algún tipo de reacción.
—¿Qué puedo hacer yo? —pregunté.
Ya tenía ganas de saber lo que me tenía preparado lady Uckfield. Sospechaba que iba a ser algo gordo, porque es un hecho incuestionable que para una mujer de su clase discutir cualquier aspecto de la vida privada de su familia con alguien que no sea una amiga íntima con un estatus similar (y eso en muy raras ocasiones) era una especie de tortura. Que yo le gustara o no carecía de importancia. Aquella conversación era una agonía para ella.
—¿Puedes hablar con Edith? ¿Puedes preguntarle si dejaría que Charles obtuviera el divorcio ya? En el pasado, naturalmente, esto habría sido un desagradable cambio de papeles, pero ¿sigue pensando la gente igual hoy en día? No lo creo. Debes asegurarle que eso no cambiará nada respecto a los acuerdos. Nada en absoluto. —Hablaba deprisa para ocultar su propio apuro. Y no me extrañó. Era una de las peticiones más vulgares que jamás había oído. Tal vez la única cosa vulgar que oí de sus labios. La sorpresa debió de reflejarse en mi rostro—. Debes de pensar que este es un encargo muy molesto.
—No sé si «molesto» sería la expresión que yo habría elegido. —Mi tono fue algo seco, pero lady Uckfield era muy señora y sabía que había transgredido sus propios códigos. Aceptó la reprimenda como quien sabe que la merece.
—Por supuesto, es terrible pedir una cosa así.
—Cometen una injusticia con Edith —dije—. Ella no piensa en el dinero.
Era verdad. No creo que a Edith se le hubiera ocurrido sacarle a Charles más que unos pocos miles para poder vivir. Le parecía suficiente que pagara el piso de Ebury Street y que le hubiera dejado cobrar cheques en este tiempo. Lo que lady Uckfield no comprendía era que Edith era muy consciente de haberse portado mal. La gente como los Uckfield pueden ser muy lentos, incluso negados, para darse cuenta de que el «honor» no es solo una prerrogativa de los de su clase. Han oído hablar tantas veces del materialismo de las clases medias y de la generosidad y sacrificio de su propia clase, que han llegado a creerse por igual ambas ficciones.
Ella levantó las cejas levemente.
—Supongo que puede ser cierto.
—Lo es —dije yo—. Edith no le cae bien y por eso la subestima.
Al oír esto se estiró un poco. No negó lo que acababa de decirle y al contestarme lo hizo con una ligera sonrisa.
—Haces bien en defenderla. Tú entraste en esta casa como amigo suyo... y tienes el deber de defenderla.
—Le transmitiré a Edith lo que me ha dicho pero la verdad es que no puedo hacer mucho más.
—Supongo que te das cuenta de que no podemos permitir que Charles haga la demanda y que ella la rechace o la dispute de ninguna manera. Tenemos que asegurarnos de que eso no ocurra. ¿Lo entiendes?
—Por supuesto que sí. —Y lo entendía—. Pero no puedo aconsejarla. No me haría caso si lo intentara.
—¿Me contarás lo que te diga?
Asentí. Nuestra entrevista había terminado. Nos levantamos y estábamos a punto de salir de la habitación cuando lady Uckfield sintió la necesidad de convencerme aún más de la urgencia de su petición.
—Charles es terriblemente desdichado, y no puede seguir así, ¿no te parece? Para nosotros, verle así es espantoso.
Como respuesta le rodeé los hombros con un brazo y le di un pequeño apretón. Era un gesto considerablemente más íntimo de lo que nunca me había permitido. Tal vez fuera una señal de que aquella plaga de lágrimas y dolor nos unía de alguna manera. En todo caso, no se resistió. Y tampoco adoptó la rigidez apenas perceptible que esta clase de damas inglesas utilizan en situaciones similares para demostrar que uno se ha tomado una libertad que no le ha sido otorgada.
Volvimos a la sala de estar donde Adela, con el fin de huir de los planes meticulosamente trazados por Tigger para South Wood, intentaba enseñar a un perro a mantener una galleta en equilibrio sobre la nariz. Levantó la mirada cuando entramos y, puesto que ardía en deseos de saber lo que había pasado (tanto como yo de contárselo), no tardamos mucho en presentar nuestras excusas para marcharnos. Todavía nos quedaba el mal trago de transmitir la invitación de David, pero, puesto que era el precio que habíamos pagado por asistir al té, no nos quedaba más remedio que hacerlo. Lady Uckfield nos acompañó hasta el vestíbulo de abajo, lo que facilitó las cosas.
—David e Isabel —empecé a decir. Me miró con expresión de despiste, así que le aclaré—: Los Easton. Nuestros anfitriones. —Asintió. Aquellas pocas frases habrían bastado para deprimir a David durante meses—. Querrían saber si les gustaría venir con sus invitados a tomar una copa mañana por la mañana.
Lady Uckfield sonrió desenvuelta.
—Qué amables. Me temo que somos demasiados para eso, pero dales las gracias de nuestra parte. —Recuperaba su acostumbrado tono de urgente intimidad para rechazar una invitación que yo sabía de sobra que nunca aceptaría. Pero me sorprendió diciendo a continuación—: ¿Por qué no venís vosotros aquí... y que ellos os acompañen?
Era una amabilidad que sobrepasaba todo lo marcado por la etiqueta. Sintiéndome culpable por el placer que le hubiera proporcionado a David solo saberlo, contesté:
—Creo que es demasiada complicación para ustedes, ¿no? Será mejor dejarlo para otra ocasión.
Pero lady Uckfield insistió ante mi creciente asombro.
—No, por favor. Venid —dijo sonriendo—. Charles ya estará aquí. Estoy segura de que le encantará verte.
En aquel momento no entendí lo que se proponía al reunirnos con Charles. En todo caso, me parecía un riesgo para sus planes, porque si yo le comentaba su misión a su hijo estoy seguro de que se habría puesto furioso. Pero después me di cuenta de que quería que presenciara la desdicha de su hijo, que era su justificación y podía motivarme más para llevar a cabo sus deseos. También es posible que creyera que al permitirnos llevar a nuestros amigos a Broughton nos amarraría con más fuerza al carro de la familia.
—No queremos que se sienta obligada —dijo Adela, pero no podíamos protestar más y así, despidiéndonos hasta el día siguiente, partimos a llevar nuestro feliz recado a un entusiasmado David y a una menos emocionada, pero agradablemente sorprendida, Isabel.
Cuando reaparecimos al día siguiente, Charles nos esperaba en la sala de estar, o eso parecía. Se levantó de su asiento, besó a Adela en ambas mejillas y casi me destroza la mano. No era capaz de decir otra cosa que lo feliz que se sentía de vernos hasta que su madre se acercó para normalizar la situación y nos acompañó hasta el mueble bar, astutamente escondido tras una puerta falsa originalmente pensada para equilibrar la puerta que daba acceso, a través de una antesala, al comedor. Tigger estaba a su lado desempeñando el papel de perfecto anfitrión, repartiendo
bloody marys
. Le entregó uno a su mujer. Ella arrugó la nariz un segundo.
—Le falta Tabasco, el vodka no es el que me gusta y te has olvidado del zumo de lima.
Esperaba que trajeran un cuenco de limas frescas para exprimirlas cuando, para mi sorpresa, lord Uckfield sacó una botella de plástico de concentrado de lima y vertió un buen chorro en la jarra. Estaba a punto de pedirme uno sin dicho ingrediente, pero me lo pensé mejor y acepté el que me ofrecían. Por supuesto, estaba delicioso.
—¿Qué tal lo ves? —preguntó la anfitriona.