Ella sabía muy bien que Charles tenía un aspecto absolutamente deplorable. Tenía la cara cansada e hinchada. Su piel, que normalmente relucía con una salud natural que hablaba de espacios abiertos y cotos de caza, parecía cerúlea y casi sucia. El pelo le caía en mechones descuidados sobre la nuca.
—No muy bien —dije.
Ella asintió.
—¿Te das cuenta de por qué pensé en pedirte ayuda?
Se separó de mí sin hacer más alusión a nuestra entrevista del día anterior. Para ser sincero, y en su favor, diré que estaba claro por qué, como madre, se había visto empujada a adoptar medidas desesperadas. Era evidente que su hijo se estaba muriendo lentamente delante de sus ojos. Lo que me despistaba era aquel supuesto idilio incipiente que prometía felicidad y vida nuevas. La verdad es que no parecía una persona que hubiera encontrado el Amor Verdadero, a pesar de que Clarissa estaba en su campo de visión. Había otros invitados a la copa de aperitivo y ella desempeñaba otra vez el papel de anfitriona, presentando a los invitados y llevándoles de aquí para allá, pero sin despertar ningún interés especial en el corazón de su primo, que yo pudiera apreciar.
Los invitados del fin de semana se mostraban tan indiferentes como el día anterior y vi que David e Isabel se aproximaban a una pareja poco entusiasta. A uno de ellos, el vizconde Bohun, que la tarde anterior estaba dando un paseo, le había conocido superficialmente en Londres. Su hermana menor había sido amiga mía en otros tiempos y entonces sospechaba que él era algo subnormal (o al menos todo lo subnormal que se puede ser sin entrar en la categoría clínica), por lo que me sorprendió enterarme de que se había casado con una chica muy guapa con un empleo respetable en el mundo editorial. Al recordarlo me entró curiosidad por conocer a la nueva lady Bohun, la que había llevado a cabo tan arriesgada alianza. Fue fácil distinguirla. Con el pelo brillante pulcramente recogido hacia atrás con una cinta de terciopelo y la nariz bien alta, se comportaba con el importuno David con toda la majestad y desinterés que se puede sin recurrir al insulto. El pobre hombre hacía todo lo que podía, citando esperanzado nombre y referencias que eran elegantemente invalidadas, hasta que vi que el sudor casi le empapaba la frente. Solo espero que aquellas mezquinas victorias compensaran a lady Bohun del gran sacrificio que había hecho para toda la vida. Por su parte, Bohun había atrapado a la pobre Adela y le estaba contando una historia interminable que puntuaba regularmente con una carcajada chirriante y sin sentido. Me percaté de que ella buscaba las salidas.
Charles se acercó a mí y me tocó el codo.
—Bueno, ¿cómo estás? ¿Qué tal el rodaje?
—Bien. ¿Qué tal tú?
Señaló con un gesto un asiento en la ventana, retirado de los demás, donde podríamos sentarnos y charlar un rato a solas. Durante un momento se quedó mirando al jardín en silencio.
—Ah, estoy bien —dijo con una sonrisa triste—. Bueno, bastante bien.
No lo parecía, pero asentí.
—Me alegro.
—Mamá me ha dicho que estuvisteis aquí ayer.
—Vinimos a tomar el té.
—Supongo que querrían hablar contigo del desastre.
—Un poco.
—¿Qué te dijeron?
No estaba dispuesto a traicionar a lady Uckfield ante su hijo. Aparte de todo lo demás, y aunque su petición me pareciera improcedente e indiscreta, no dudaba de la integridad de sus motivos. Su hijo tenía un aspecto horrible. Era lógico que quisiera poner fin a aquella situación. ¿Qué madre no querría hacerlo? No se lo podía reprochar, así que me encogí de hombros. Charles continuó:
—Están empeñados en acelerar las cosas. Quieren que me olvide de todo.
—¿Y no es eso lo que deberías hacer?
Volvió a fijar la mirada en el exterior. Eran los primeros días de mayo y las flores que despertaban a la vida en las terrazas cuidadas con esmero debían mostrarse frescas y alegres, pero aquella mañana había caído un chaparrón y se veían lacias y apagadas. Al otro lado del repecho, los árboles del jardín estaban poblados, pero solo ligeramente, con un primer follaje mucho más sutil de color que la espesa hojarasca del pleno verano.
—En noviembre me mandaron a Jamaica con Clarissa y unos amigos suyos.
—¿Lo pasaste bien?
Miré a Clarissa, que se afanaba en llenar las copas. Charles siguió mi mirada.
—Pobre Clarissa. Sí, lo pasé bastante bien. Me gusta Jamaica. Por lo menos Ocho Ríos. ¿Has estado alguna vez? —Negué con la cabeza—. Mi querida madre intenta hacer de casamentera. No quiere que vuelva a intentarlo en el mercado libre por segunda vez. —Rio.
—Supongo que lo único que quiere es que seas feliz.
Me miró.
—No es exactamente eso. Verás: sí quiere que sea feliz, pero esta vez quiere que sea feliz de una manera que ella pueda entender. Le da miedo lo desconocido. Y Edith era lo desconocido. Cree que está esforzándose para lograr mi felicidad, pero lo que realmente le preocupa es evitar que se repita la historia. No quiere que haya más intrusos en Broughton. Con Eric y Edith ya ha sido suficiente.
—Bueno, en cuanto a Eric puedo entender su punto de vista —dije, y los dos reímos.
Miré otra vez a Clarissa, que empezaba a dirigir miradas ligeramente nerviosas en dirección a nosotros, como si presintiera que nuestra conversación no podía traerle nada bueno. Me dio pena. Era una chica agradable y probablemente habría podido salir airosa de todo aquello, mucho más airosa que la desafortunada Edith. ¿Por qué no podía intentar hacer feliz a Charles? Pero al mismo tiempo que tenía estos pensamientos, una parte de mí sabía que no era más que un producto de la imaginación de lady Uckfield, y que en eso se iba a quedar.
—¿Has visto a Edith últimamente? —me preguntó.
Una vez más me vi enfrentado al error en el que he caído con regularidad, al menos con Charles, de presuponer que la gente estúpida no tiene sentimientos profundos. No quiero decir que Charles fuera exactamente estúpido. Sencillamente, era incapaz de tener un pensamiento propio. Pero ahora ya sabía que era muy capaz de sentir un gran amor. La especulación sobre las razones del amor es un tema que nunca deja de fascinarme. Edith me gustaba y me había gustado desde el primer momento. Me gustaba su belleza, su forma natural de no tomarse en serio a sí misma y sus modales elegantes, pero no acababa de comprender cómo había llegado a convertirse en un objeto de deseo tan irresistible para el Hombre Que Lo Tenía Todo. Al fin y al cabo, su mejor cualidad como compañía era la ironía, que Charles no era capaz de apreciar, y ni siquiera de entender. A mi manera, estaba tan sorprendido como lady Uckfield de que no hubiera elegido a alguien de su propia clase que conociera las particularidades y los otros componentes de su mundo, que habría presidido los comités benéficos, montado sus caballos y tratado a los lugareños con seguridad, sin la sensación de ridículo contenido que embargaba a Edith en muchos de sus actos. Pero así estaban las cosas. Charles se había enamorado de Edith Lavery y la amaba de forma desinteresada. El golpe que había propinado a su autoestima, y de hecho a toda su vida, había sido decisivo pero, por su forma de mirarme, estaba muy claro que todavía la amaba.
—Adela se la encontró el otro día en no sé qué sitio.
—¿Qué tal estaba?
—Bien, creo.
Era salirse por la tangente, lo sé. Pero no quería decirle que parecía bastante desanimada por si acaso despertaba en su pecho esperanzas que estaban condenadas al desengaño; ni quería decir que estaba radiante de felicidad porque sería innecesariamente doloroso. Además, por lo que deducía de lo que me había contado Adela, tampoco sería cierto.
—¿Vas a verla dentro de poco?
—Había pensado invitarla a comer.
—Dile que... Dile que haré lo que ella quiera. Ya sabes. Me conformaré. —Asentí—. Y dale un beso de mi parte.
Previsiblemente, David no disfrutó de su estancia en el Valhalla. Como suele ocurrir en esos casos, la realización de un sueño suele llevar consigo el desencanto. Tal vez porque, en su imaginación, David y los que son como él se ven como miembros de pleno derecho del Círculo Mágico: camaradas de la nobleza contándose anécdotas de los amigos de la infancia y haciendo planes para compartir una villa en la Toscana. Inevitablemente, la realidad de estos intentos de relacionarse suele acabar amargándoles e irritándoles al verse rechazados por la misma gente que han admirado y emulado toda su vida adulta.
—Tengo que decir —murmuró mientras se acomodaba en el asiento trasero de mi coche— que los Bohun me han parecido muy estirados. ¿Los conocías?
—A él un poco.
—¿En serio? No sé qué pensar de él.
Sonreí.
—Es medio tonto. ¿Qué tal es ella?
—Yo diría que bastante difícil.
Isabel asintió.
—Diana Bohun ha hecho un mal negocio y su única compensación es la envidia de los desconocidos. No sé cuánto tiempo lo soportará. Estoy segura de que dentro de cinco años leeremos que ha huido con el médico de la comarca.
Adela movió la cabeza.
—No lo creo. La conozco desde hace años. Se liaría con Hitler si eso le reportara un título y una casa.
Isabel arqueó las cejas.
—Yo preferiría a Hitler.
Me interesaba aquella conversación porque, a pesar de que ridiculizaban la penosa hipocresía de Diana Bohun, era muy consciente de que Adela y David, e incluso la propia Isabel, aprobaban en esencia aquel pacto con el diablo. Es posible que ninguno de ellos hubiera estado dispuesto a casarse con alguien que les repugnara pero aquellas de entre sus amigas que lo habían hecho (y yo podía nombrar por lo menos a siete de mi agenda) no les parecían personas despreciables, a no ser que abjuraran de su compromiso. Para los habitantes de aquel mundo ese era el verdadero crimen de Edith. No el haberse casado con Charles sin amor, sino haberle abandonado por el amor de otro hombre. Para ellos, su insensatez estaba en desertar de los falsos valores que había ratificado con su matrimonio para volver a abrazar los valores de siempre. Su decisión era vulgar, no era mundana. Los norteamericanos pueden aparentar que admiran esa actitud en la ficción, ya que no en sus vidas, pero sus semejantes ingleses, al menos los de las clases alta y media alta, no. En Estados Unidos, por ejemplo, la historia de la Abdicación
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se cuenta como El Amor que Renunció a Todo, mientras que los ingleses lo consideran infantil, irresponsable y absurdo.
Y a Edith se la había juzgado por ese rasero y había sido encontrada culpable.
L
a tarea iba a ser dura. Por un lado tenía un encargo de lady Uckfield que había jurado cumplir: pedir a Edith que permitiera el divorcio inmediato; y por otro, en el tiempo que había pasado en Broughton me había quedado claro que Charles todavía amaba a su mujer.
—¿Qué vas a decirle por fin? —me preguntó Adela el día que había quedado para comer con Edith. A mi mujer se lo había contado todo, por supuesto. No había jurado mantenerlo en secreto, pero aunque lo hubiera hecho, siempre considero que los cónyuges están excluidos de ese juramento, salvo en casos muy excepcionales. Nada puede ser más exasperante que vivir con un Guardián de Secretos.
—Lo que lady Uckfield quiere que diga, supongo.
—No me digas que vas a secundar la causa de esa horrible chica Marlowe.
Negué con la cabeza.
—No. En eso no me voy a meter. Solo le voy a decir que quieren que se acabe todo esto, nada más.
Adela lo consideró.
—Dile que es lady Uckfield quien quiere que se acabe. Sería más exacto.
Teniendo en cuenta sus preferencias, me pareció elogiablemente justa.
Había quedado con Edith en el Caprice. Es un lugar que, sobre todo a la hora del almuerzo, combina un aire de limpia eficiencia con un toque de
glamour,
de modo que me pareció un escenario adecuado y antidepresivo para la conversación que íbamos a tener. Al llegar comprobé que me habían asignado la mesa del fondo del restaurante, en el extremo opuesto a la barra. Era una casualidad, pero no podía ser más oportuno. Pedí una copa de champán para animarme y esperé a mi invitada.
A Edith le gustó el restaurante que había elegido. Simon estaba trabajando mucho en aquellos días, y ganando unas sumas respetables de dinero, pero con la hipoteca, su mujer y el desajuste financiero general que suelen llevar los actores cuando las cosas empiezan a ir bien, no se podía permitir muchos lujos en el West End, a no ser que corrieran a cargo de otro. Edith se lo podría haber permitido, ya que no le habían dado instrucciones sobre el dinero que podía gastar, pero se resistía a gastar dinero de Charles para cosas superfluas. Ella siempre había interpretado ese punto de manera muy holgada, pero pagar los lujos de Simon con el dinero de su marido no le parecía muy honesto. Y lo peor era que no tenía fortuna personal, algo que había llegado a resultarle muy raro, hasta ese punto había olvidado el mundo de su juventud. En cualquier caso, siempre le hacía feliz tener una excusa para arreglarse y salir.
Nos besamos, charlamos y pedimos la comida conscientes de que había pendiente una conversación importante, pero por consentimiento mutuo esperamos a que llegaran a la mesa los primeros platos: pollo al estilo Szechuan para mí y unos entremeses calientes para Edith. El camarero nos llenó las copas antes de retirarse y supimos que podíamos disfrutar de un rato a solas.
—La semana pasada vimos a David e Isabel —empecé—. De hecho, estuvimos en su casa.
—¿Qué tal están?
—Muy bien. David está muy ocupado, aunque no acabo de enterarme con qué. —Hice una pausa—. Fuimos todos a Broughton a tomar una copa.
Edith dio un bocado a una cosa que iba envuelta en pasta fina.
—David debió de disfrutar.
—No mucho porque cayó en manos de Diana Bohun. No dejó de intentar impresionarla, pero creo que no lo consiguió.
—No me extrañaría nada. El otro día, en Peter Jones, me dio un corte de muerte.
Siguió comiendo y bebiendo con apetito, pero no parecía dispuesta a ayudarme lo más mínimo en mi tarea así que yo, con un suspiro contenido, acometí mi objetivo:
—Lady Uckfield estaba allí.
—Me lo imagino. ¿Cómo está mi querida «Googie»? —por supuesto, lo dijo con tono irónico, pero no descarnadamente amargo. Aquel dichoso nombre había vuelto a recuperar las comillas, como en las primeras semanas de después de la boda. Y eso suponía el reconocimiento de una barrera, de un profundo abismo que ahora separaba su existencia de la de su antigua madre política.