—Qué cosa más rara —solía ser la respuesta—. Creía que erais vecinos.
E incluso seguía habiendo cierta falsedad en aquella admisión porque la verdad era que no los conocía en absoluto.
Una vez, en un cóctel celebrado en Eaton Square, aventuró una opinión sobre la familia y alguien le preguntó:
—¿Aquel de allí no es Charles? Tienes que presentármelo para ver si se acuerda de dónde nos conocimos.
Y David se había visto obligado a decir que se encontraba mal (lo que era más o menos cierto) y a marcharse a casa, perdiéndose la cena a la que iban después. Últimamente había decidido adoptar un aire de ligero desinterés cuando se los mencionaba. Se mantenía en un elocuente silencio, al margen de la conversación, como si él, David Easton, prefiriera
no
conocer a los Broughton. Como si los hubiera tratado y hubiera descubierto que no eran de su gusto. Nada podía estar más lejos de la realidad. Para ser justo con David diré que aquellas frustradas ambiciones sociales eran, probablemente, tan secretas para su mente consciente como tenían que serlo para el resto de nosotros. O eso me parecía a mí, al verle subirse la cremallera del Barbour y llamar a los perros con un silbido.
Muy oportunamente, fue Edith la que sugirió la visita. Isabel nos preguntó durante el desayuno del sábado si nos apetecía hacer algo y Edith preguntó si había alguna «mansión señorial» cercana que se pudiera visitar. Fijó la mirada en mí.
—Me parece bien —dije.
Noté que Isabel miraba a David, enfrascado en el
Telegraph
en el otro extremo de la mesa. Yo conocía y entendía la situación con los Broughton, e Isabel sabía que yo lo sabía aunque, como buenos ingleses, nunca habíamos hablado del tema. Por esas casualidades de la vida, yo conocía a Charles Broughton, el hijo y heredero más bien zote con el que había coincidido en Londres un par de veces en esas veladas híbridas en las que se reúnen la Farándula y la Alta Sociedad pero que, como dos ríos que se cruzan, apenas se mezclan. Yo no le había hablado a Isabel de aquellos encuentros para no hurgar en la llaga.
—¿David? —preguntó.
Pasó la página del periódico con un gesto amplio y desenvuelto.
—Id vosotros si queréis. Yo tengo que ir a Lewes. Sutton ha vuelto a perder la tapa del depósito del cortacésped. Parece que se las come.
—Puedo ir yo el lunes.
—No, no. Tengo que ir a comprar unos cartuchos de todas formas —levantó la mirada—. En serio, id vosotros.
En sus ojos había un reproche al que Isabel respondió haciendo una mueca como si la estuviera obligando. Lo cierto es que tenían un acuerdo tácito de no visitar la casa como «uno más del público». Al principio, David lo evitaba porque tenía la esperanza de conocer a la familia muy pronto y no quería correr el riesgo de encontrárselos estando al otro lado del cordón. A medida que fueron pasando los meses, y luego los años de desilusión, no visitar la casa se convirtió en una cuestión de principios, como si no quisiera dar a los Broughton la satisfacción de verle pagar un buen dinero por visitar lo que debería ser suyo por derecho. Pero Isabel era más realista que su marido, como suelen serlo las mujeres, y se había hecho a la idea de que su posición en la comarca se iba a posponer por algún tiempo. Ahora sólo sentía curiosidad por conocer el lugar que se había convertido en el símbolo de su falta de poderío social. Por consiguiente no necesitó que le insistieran mucho. Los tres nos subimos en su maltrecho Renault y nos fuimos.
Le pregunté a Edith si conocía algo de Sussex.
—No mucho. En un tiempo tuve una amiga en Chichester.
—La zona de moda.
—¿Ah, sí? No sabía que el campo tuviera zonas de moda. Me resulta muy americano. Como lo de que haya mesas buenas y malas en un mismo restaurante.
—¿Conoces Norteamérica?
—Pasé unos meses en Los Ángeles al acabar los estudios.
—¿Por qué?
Edith se rio.
—¿Por qué no? ¿Por qué va uno a cualquier sitio a los diecisiete años?
—No sé por qué va uno a Los Ángeles, a menos que se quiera ser estrella de cine.
—A lo mejor quería ser estrella de cine —me sonrió. La suya era una sonrisa que más tarde llegué a reconocer como una expresión de ligera tristeza. Fue entonces cuando me fijé en que sus ojos no eran azules como me habían parecido en principio, sino de un gris brumoso.
Pasamos entre un par de monumentales pilares rematados por sendas cabezas de ciervo, con sus cuernos y todo, y enfilamos el amplio camino de gravilla. Isabel detuvo el coche.
—¡Esto es maravilloso! —exclamó.
La imponente mole de Broughton Hall se alzaba ante nosotros. Edith sonrió entusiasmada y continuamos nuestro camino. Ella no consideraba que la casa fuera maravillosa, y yo tampoco, aunque era impresionante a su manera. En cualquier caso, era enorme. Parecía haber sido diseñada por un discípulo dieciochesco de Albert Speer. El bloque principal, un inmenso cubo de granito, estaba conectado a dos cubos más pequeños con columnatas achaparradas e historiadas. Desgraciadamente, algún Broughton del siglo XIX había eliminado las columnas centrales de las ventanas para reemplazarlas por cristaleras, que ahora miraban al parque vacías y ciegas. En las cuatro esquinas de la casa se levantaban unas cúpulas rechonchas como atalayas de centinela de un campo de concentración y, en lugar de enriquecer el diseño de la mansión, más bien lo dificultaban.
El coche se detuvo con un agradable crujido de grava.
—¿Vemos antes la casa o el jardín?
Isabel, como un inspector militar soviético de los años sesenta en el corazón de la OTAN, estaba decidida a no pasar nada por alto.
Edith se encogió de hombros.
—¿Hay mucho que ver en el interior?
—Oh, eso creo —dijo Isabel con seguridad dirigiéndose a grandes pasos hacia la puerta sobre la que se veía el letrero de «Entrada». Esta estaba resguardada por el abrazo de un impresionante tramo de escaleras que trazaba una herradura y conducía a la planta noble. El tosco granito se la tragó y nosotros la seguimos dócilmente.
Una de las historias favoritas de Edith ya siempre sería que la primera vez que entró en Broughton Hall fue como visitante de pago, separada de la vida íntima de la casa por un cordón.
—Y la verdad es que ese lugar nunca ha tenido una gran vida íntima —solía señalar con una divertida risa entrecortada.
Hay casas que conservan de tal modo la personalidad de la persona que las construyó, el imborrable aroma de las vidas allí vividas, que el visitante se siente como un cruce entre un ladrón y un fantasma, alguien que escudriña en un lugar privado con secretos ocultos. Broughton no era una de ellas. Cada barandilla, cada remate del último pináculo había sido proyectado con un sólo objetivo: impresionar al visitante. A grandes rasgos, su cometido a finales del siglo XX se mantenía sin cambios sustanciales, con la única diferencia de que ahora los visitantes pagaban sus entradas en vez de darle una propina al ama de llaves.
Sin embargo, para el visitante moderno los esplendores de las habitaciones principales estaban vedados y la estancia oscura y fría en la que entramos (más tarde la conoceríamos como la Sala de Abajo) era tan acogedora como un estadio vacío. Junto a las paredes había unas sillas con aspecto incómodo que daban una idea de las horas interminables de aburrimiento que pasarían sentados en ellas, y una mesa larga y negra llenaba el centro del descolorido suelo de piedra. No había ningún cuadro, aparte de cuatro oscuros paisajes de Venecia vagamente inspirados en Canaletto. Como todas las habitaciones de Broughton, era un salón absolutamente inmenso que nos hizo sentir como si fuéramos duendecillos.
—Bueno, aquí no creen en la humildad —comentó Edith.
Desde la Sala de Abajo, siguiendo las indicaciones de nuestras guías ilustradas, subimos la Escalera Grande que con sus escalones de roble tallado se elevaba sobre un bronce grandioso y bastante deprimente de un esclavo moribundo. Una vez arriba, después de cruzar el amplio descansillo, entramos primero en la Sala de Mármol, un recinto vasto, de dos pisos de altura, con una galería con balaustrada que recorría las cuatro paredes en el nivel superior. Si hubiéramos entrado por las escaleras de fuera, esta habría sido nuestra primera (e intencionadamente desalentadora) visión de la casa. De allí pasamos al Gran Salón, otra estancia enorme, ésta decorada con pesadas molduras de caoba fileteadas en oro y con las paredes forradas de papel escarlata con relieve.
—Yo tomaré el
tikka
de pollo —dijo Edith.
Me reí. Tenía toda la razón. Parecía exactamente un restaurante indio sobredimensionado.
Isabel abrió la guía y empezó a leer con voz de profesora de geografía:
—«El Gran Salón está decorado con el papel original, uno de los mayores orgullos de la decoración de Broughton. Las mesitas doradas fueron hechas para este salón por William Kent en mil setecientos treinta y nueve. El motivo marino de los espejos está inspirado en el nombramiento del tercer conde como embajador en Portugal en mil setecientos treinta y siete. El propio conde está presente en esta habitación, que era su favorita, en el retrato de cuerpo entero firmado por Jarvis, que, junto al de la condesa pintado por Hudson, cuelgan a ambos lados de la chimenea italiana».
Edith y yo miramos los cuadros. El de lady Broughton había hecho una concesión a la frivolidad colocando a la joven de rasgos rotundos sobre un macizo de flores con un sombrero de verano en su robusta mano.
—En mi gimnasio hay una mujer exactamente igual —dijo Edith—. Se pasa la vida intentando venderme lotería del partido conservador.
Isabel continuó monótona:
—«El buró que ocupa el centro de la pared sur es de Boulle y fue un regalo de María Josefa de Sajonia, delfina de Francia, a la mujer del quinto conde con ocasión de su boda. Entre las ventanas...».
Me acerqué a los ventanales en cuestión y me asomé al parque. Era uno de esos días cálidos y densos de finales de agosto en los que los árboles parecen sobrecargados de follaje y el verde sobre verde de la campiña resulta impenetrable y sofocante. Mientras miraba, un hombre dobló la esquina de la casa. Iba vestido de
tweed
y pana a pesar del calor y llevaba uno de esos cargantes sombreros de fieltro marrones que los ingleses del campo creen que son arrebatadores. Levantó la cabeza y vi que se trataba de Charles Broughton. Apenas me dirigió la mirada, y la retiró enseguida, pero luego se detuvo y volvió a mirarme. Supuse que me había reconocido y levanté la mano para saludarle. Él respondió a mi saludo con un gesto vago y siguió a ocuparse de sus asuntos.
—¿Quién era ese? —dijo Edith que estaba detrás de mí. También ella había abandonado a Isabel a su suerte.
—Charles Broughton.
—¿Uno de los vástagos de la casa?
—El único, según creo.
—¿Nos invitará a tomar el té?
—Lo dudo mucho. Le conozco de dos veces exactamente.
Chales no nos invitó a tomar el té y estoy seguro de que no me habría dedicado ni un solo pensamiento más si no llegamos a encontrárnoslo de camino al coche. Estaba charlando con uno de los muchos jardineros que se veían por allí y acabó en el preciso momento en que cruzábamos el patio.
—Hola —me saludó en un tono bastante afable—. ¿Qué haces por aquí?
Isabel, a quien aquella repentina e inesperada irrupción en la «Tierra en la que se cumplen los Sueños» había pillado desprevenida, rebuscó una frase que permaneciera en el cerebro de Charles como algo inolvidable y diera como resultado una amistad íntima de efecto más o menos inmediato. La inspiración no llegó.
—Está con nosotros. Nuestra casa está a dos millas de aquí —dijo llanamente.
—¿Ah, sí? ¿Y vienen a menudo?
—Vivimos aquí.
—Ah —dijo Charles. Se volvió hacia Edith—: ¿Usted también es autóctona?
Ella sonrió:
—No se preocupe; está usted a salvo. Vivo en Londres.
Él se rio y sus rasgos carnosos y saludables parecieron atractivos por un momento. Se quitó el sombrero y mostró su pelo, un pelo a lo Rupert Brook, con rizos pequeños en la nuca tan característico de los aristócratas ingleses.
—Espero que le haya gustado la casa.
Edith sonrió sin decir nada, dejando que Isabel soltara el rollo de la guía turística.
Interrumpí con unas disculpas.
—Tenemos que irnos. David estará pensando que nos ha pasado algo.
Todos sonreímos, nos saludamos y nos estrechamos las manos, y unos minutos después estábamos en carretera.
—No me habías dicho que conocieras a Charles Broughton —dijo Isabel en un tono inexpresivo.
—No le conozco.
—Bueno, no me habías dicho que te lo habían presentado.
—¿Ah, no?
Por supuesto que sabía que no. Isabel condujo el resto del camino en silencio. Edith se giró en el asiento del copiloto y me hizo con la boca una mueca que significaba «te la has cargado». Estaba claro que le había fallado e Isabel estuvo el resto del fin de semana fría conmigo.
E
dith Lavery era hija de un conocido economista nieto de un inmigrante judío que había llegado a Inglaterra en 1905 huyendo de las persecuciones del fallecido zar Nicolás II, cuya muerte, según el padre de Edith, no fue llorada por ninguno de sus súbditos. Creo que nunca supe el verdadero apellido de la familia; sería tal vez Levy, o Levin. En cualquier caso el nombre del retratista de principios del siglo XX,
sir
John Lavery, proporcionó la inspiración para el cambio de apellido que en aquel momento les pareció una buena idea, y seguramente lo era. Cuando les preguntaban si estaban emparentados con el pintor, los Lavery contestaban «Lejanamente, creo», relacionándose así con la sociedad británica pero sin hacer ninguna afirmación discutible. Cuando alguien pregunta si conocen a tal o cual persona, entre los ingleses es costumbre decir «Sí, pero no creo que me recuerden», o «Bueno, me los han presentado, pero no los conozco», cuando en realidad no los conocen en absoluto.
Esto se debe a que los ingleses tienen una necesidad subconsciente de crear la tranquilizadora ilusión de que Inglaterra, o más bien la Inglaterra de clase alta y media alta, está interconectada con un millón de hilos de seda invisibles que los unen convirtiéndolos en una comunidad única y brillante de rango y abolengo que excluye a todos los demás. Esta actitud no es del todo falsa, ya que, por regla general, sólo entre ellos se entienden. Para un inglés o una inglesa de cierto linaje la respuesta «Bueno, los conozco, pero no se acordarán de mí» significa «No los conozco».