Sylvia. Pero Ariel se levantó y aún se recolocaba las medias cuando un compañero estrelló el lanzamiento de falta contra los genitales de un jugador alemán que formaba barrera. El partido volvió a interrumpirse. El locutor español insistía en que el jugador había recibido un golpe fortísimo en la rodilla, cuando el tipo se retorcía con las manos aferradas a su entrepierna. Sylvia luego le diría a Ariel, si te llegan a dar ese balonazo a ti ahora estarías con hielo en las pelotas, claro.
Nadie logró marcar, pero la carrera de Ariel fue repetida varias veces y quedó como la jugada del partido. Aunque no logró desequilibrar el marcador, había frenado el acoso alemán en tromba. Un golpe psicológico, decían los comentaristas.
Sylvia encontró un canal de vídeos musicales donde aparecían bailes pseudoeróticos de mujeres que enseñaban fragmentos autorizados de su perfecta anatomía y practicaban una sexualidad cosmética. Se adormeció. La habitación estaba caliente. ¿Cómo debería recibirlo? ¿Cuánto tardará aún? Se había puesto el albornoz blanco del hotel.
Estaba desnuda debajo. El pelo aún húmedo del baño. Pensó vestirse, pero no lo hizo.
Ariel apareció casi dos horas después. Había dejado al equipo en el autobús, camino del aeropuerto. Tenía el permiso del director deportivo y el entrenador. Tengo familia en Múnich, me gustaría pasar la jornada de descanso con ellos. ¿Te apetece pasar un día en Múnich?, le preguntó a Sylvia días atrás. Luego le explicó el plan. Estuve una vez, es casi de cuento. Jugué allí con la sub-17.
Se abrazaron, se desnudaron, hicieron el amor. Ariel pidió algo de cenar y el mejor champagne disponible. A la tercera copa de la viuda Clicquot estaban sonrientes y relajados. Hay que acabarla, dijo él. Estaban sentados en la cama. Sylvia apoyada la cabeza sobre el vientre de él. Él le acariciaba el pelo. Ella sujetaba con el brazo la rodilla plegada de él. ¿Era cuento? ¿Qué? ¿Era cuento cuando te retorcías de dolor en el campo después de la falta que te hizo el portero? Bueno, había que conseguir que el árbitro lo expulsara. Finges bien, durante un rato estuve preocupada.
Antes de dormir hicieron el amor con lentitud. Alargaban los instantes como si no quisieran terminarlos. Después durmieron abrazados en un extremo de la cama, relajados por primera vez con toda la noche por delante, con permiso para prolongar el encuentro más allá del deseo inmediato y un horario de regreso. Despertaron con él trajinar de la señora de la limpieza en el pasillo y el rumor del ascensor. Se miraron para encontrarse lo que nunca habían visto del otro. La cara de por la mañana, el despertar con ojos infantiles. Desayunaron de dos copiosas bandejas que les hicieron sentirse afortunados. Sylvia le leyó una frase del Süddeutsche Zeitung donde nombraban a Ariel. «Die Spurts des argentinischen Linksfufíes waren elektrisie-rend, er war zweifellos der inspirierteste Stürmer der Gastmann-schafi.» Lo hizo en un alemán imposible y ambos bromearon con las palabras. ¿Qué querrá decir? Elektrisierend, suena bien. Luego Sylvia dijo tengo una idea, ¿te apetece montar en balsa?
El recorrido lo comenzaron desde el embarcadero al que les llevó la minivan del hotel. En recepción contrataron el servicio. Sylvia se hizo entender con el folleto entre las manos. En la balsa había un calefactor de gas que irradiaba un clima aceptable gracias a un paraguas de calor. El río Ysar discurría plácido y pronto se vieron con dos jarras de cerveza rubia en las manos. Compartían los asientos con un grupo de americanos y una pareja joven finlandesa que no dejaba de beber. Había un tipo disfrazado de indio que cantaba canciones en alemán. Alguien freía unas salchichas y ofrecía comida a los invitados. De tanto en tanto, por las orillas del Ysar algún paseante levantaba la mano para saludarlos. Olvidé traer una cámara de fotos, dijo Sylvia. No tenemos ninguna foto juntos. El grupo de americanos se fotografiaba junto al remero y el cantante. Explica que es un cherokee del río Ysar, le tradujo Sylvia cuando le oyó hablar en inglés. El descenso duró casi una hora, fue agradable. Hacía un día de frío con sol. El último tramo se les hizo pesado. Sylvia bromeó con Ariel. No quería besarlo. Apestas a mostaza.
El coche del hotel los devolvió a la ciudad. Ariel y Sylvia pasearon. La calle no les resultaba hostil y su furtivismo habitual se relajó. Era una ciudad extraña y disfrutaban de ser ignorados. Al cruzarse con algún grupo que hablaba español hundían la cabeza y se fugaban por alguna calle lateral.
Ariel llevaba un gorro de lana enfundado hasta las cejas que tapaba su pelo y sus orejas. Nadie parecía reconocerlo entre los pocos paseantes que se cruzaban, jubilados que desafiaban el clima y la tempranera oscuridad. Pasaba gente en bicicleta y un perro husmeaba entre la hierba mientras su dueño escuchaba música. Sylvia no dijo nada, pero por primera vez en su relación con Ariel descubrió la paz y la calma. La normalidad. El leve acento de él se había endurecido algo desde que vivía en Madrid. Le gustaba escucharlo hablar. Dejaron atrás el edificio con cúpula enorme de los viejos baños turcos y miraron el tranvía que rompía la calle. Sylvia ocultaba sus rasgos infantiles en un silencio inteligente.
Ariel se subió de un salto al banco de la calle y dijo es un día precioso.
El avión sale a las ocho menos cinco. Puntual. Aunque abordan por separado sus asientos son correlativos. En primera. Ariel bromea, después del despegue, con ella.
¿Eres española? Sí, ¿y tú? No me lo digas, uruguayo... Buenos Aires. No es lo mismo. Eres futbolista, ¿no?, pregunta ella. ¿Tú estudias? Cuando puedo. Pues yo también soy futbolista cuando puedo. Me llamo Sylvia, se presenta ella, y le alarga la mano que él estrecha. Ariel. Como el detergente. Sí, me lo dicen siempre. El tardó en soltar su mano suave. Cerca un ejecutivo los mira por encima del periódico. La azafata les sonríe y les ofrece algo de beber.
¿Y vives en Madrid? ¿No echas de menos tu país? A veces. Yo no conozco Buenos Aires. Pues deberías. A ver si un día me echo un novio argentino y me invita a ir... ¿Un novio argentino? ¿Qué pasa? ¿No me lo recomiendas?, Sylvia se finge alarmada. Hay de todo, supongo.
Continúan la impostura de su conversación como dos desconocidos. Sin saberlo, experimentan cierto placer en la simulación. Es como si todo pudiera volver a comenzar. La azafata le pide tres autógrafos para algunos pasajeros. Prefiero que no vengan a molestarte. A Sylvia le sorprende la cordialidad de ella. Le tranquiliza que no sea guapa ni joven. Ayer fuiste el mejor, le dice el ejecutivo al descender del avión. Gracias, no sirvió de mucho. Ariel y Sylvia se despiden en la cola de los taxis. ¿Seguro que tienes dinero?, le ha preguntado él en un susurro. Se suben cada uno a un taxi diferente. Sylvia y Ariel se sonríen a través de las ventanillas. Luego los coches se separan, se alejan. En la salida a la autopista toman direcciones opuestas. Son casi las once. En la radio del taxi alguien habla con timbre rencoroso sobre la escena política. Los edificios que rodean la ciudad son feos y caóticos. Hay un largo atasco antes de llegar a la Avenida de América. Al parecer un camión ha embestido a un coche detenido en el arcén. ¿En qué iría pensando?, pregunta en voz alta el taxista.
¿Eh?, y Sylvia levanta la cabeza. No sabe de qué le habla. En ese instante estaba recordando la mano de Ariel sujetando la suya cuando se saludaron como desconocidos en el avión. Elektrisierend, sí, definitivamente era una buena descripción.
Leandro vuelve de un barrio lujoso donde sería imposible escuchar esa radio distante que sale de una ventana, donde jamás una mujer como aquella que ahora asoma de un balcón sacudiría la alfombra de pelusas y suciedad como hace, donde en ninguna escalera se percibiría el olor de un guiso o el silbido de una olla a presión. El cielo era hoy una masa gris sobre la que se recortaban las cabezas de los edificios y las copas de los árboles. La luz del día era una sombra tamizada, sin sol. Leandro camina de vuelta a casa tras encontrarse con Joaquín.
Los periódicos del día estaban sobre la mesita. Había uno abierto por la página donde aparecía una entrevista con Joaquín. La foto le mostraba pensativo, apoyada la barbilla en la mano. El pelo revuelto, los ojos vivísimos. La foto le mejora, pensó Leandro. Era la viva imagen de una digna y atractiva madurez. Había llegado con puntualidad a la cita. Sube y así conoces el piso, le había dicho Joaquín cuando hablaron el día anterior. Eran las diez de la mañana y Joaquín hablaba por el móvil mientras Jacqueline ordenaba los restos del desayuno y se preparaba para salir de compras. Al lado de los periódicos había posada una taza de té humeante. Leandro había rechazado el ofrecimiento. Leyó la entrevista por encima. Joaquín hablaba del desinterés público por la educación y la cultura, de su placer al dar cursos para jóvenes. Luego presentaba un panorama pesimista de la humanidad. Nada nuevo. La visión fatalista de aquellos que disfrutan de un presente más que aceptable. El mundo va a peor, es lo que dicen todos los que saben que para ellos no puede ir a mejor, piensa Leandro.
Sonrió al reparar en la última respuesta. Hablaba de los pianistas que más habían influido en su carrera. Podría nombrar a pianistas clásicos sin los cuales mi oficio carecería de sentido, y no por cierto Horowitz o Rubinstein, que me parecen más mito que otra cosa, pero mentiría si niego que el pianista que más he admirado, infatigablemente durante toda mi vida, es Art Tatum. Muy propio, pensó Leandro, alguien con quien no puede comparársele ni medírsele. Joaquín cerró el teléfono móvil y se sentó junto a él. No leas esas bobadas. Art Tatum, ¿te acuerdas? ¿Cómo se llamaba aquella canción que tocábamos a dos manos?, impresionante. Leandro no tuvo que esforzarse, ¿«Have You Met Miss Jones»? Exacto. Joaquín adoptaba cierta coquetería con sus recuerdos, se acumulaban en una vida plagada de sensaciones, demasiadas como para guardar recuerdo de todas. Luego tarareó la melodía.
Leandro volvió a felicitarlo por el concierto del día anterior. Sí, la gente salió contenta, parece. Le preguntó por la tendinitis que le había tenido apartado del circuito, todo psicosomático, una cosa horrible, ahora veo a un psicoterapeuta especializado de Londres. Y luego ya sabes que hay un repertorio al que tienes que ir renunciando, demasiado desgaste. Ya no tocas «Petrushka», le dijo Leandro con una sonrisa. No, no, ni la «Hammerklavier» ni la «Fantasía Wanderer», ya no estamos para esos trotes. Eso es para los jóvenes, ahora salen verdaderos atletas. Es como el tenis, cada año sale uno que le pega más fuerte. Leandro le recordó entonces la obsesión de don Alonso con que comieran y desarrollaran masa muscular. Les tumbaba en el suelo a hacer flexiones. Joaquín asentía, ¿cómo era la frase? Olvídense de la inspiración y confíense a la complexión. Tenía gracia el viejo. Mens sana in corpore sano y todos aquellos latinajos.
Por eso quería hablar contigo. Los pequeños detalles, tú siempre tuviste mejor memoria que yo. En realidad quería que hablaras con un joven que se ha empeñado en escribir mi biografía. Es de Granada, pero vive aquí en Madrid, un chico muy insistente, sabe de música, escribe bien. ¿Tu biógrafo?, le preguntó Leandro. No lo llames así, suena ridículo. Mi vida no tiene ningún interés más allá de la rareza de un concertista español, es algo así como un levantador de pesas etíope, no sé... He quedado con él esta mañana, dentro de un rato, en el bar del Wellington. Espero que no tengamos que aguantar a ese pianista, siempre toca para mí algo de Falla, qué es, no sé, bueno, el caso es que detesto a Falla y él lo hace para agasajarme y me da la mañana con esa cosa del amor brujo. Pero quería verte antes, no echártelo encima sin antes pedirte permiso. Ya no nos vemos casi nunca. Casi no veo a nadie, la verdad. ¿Sabes esa sensación de que ya no conocerás a nadie interesante en tu vida y que tampoco tienes tiempo para los que ya conoces? Es ciertamente angustioso. Jacqueline dice que todo es un problema de ansiedad. Tú me conoces, la ansiedad ha sido mi vida, no voy a quitármela de encima ahora, ¿no?
La mujer de Joaquín se despidió en la distancia, junto a la puerta.
Abrigada para salir. Un pañuelo estampado al cuello. No sé si te veré cuando vuelva. Leandro se puso en pie y a medio camino intercambiaron dos besos. Cuando se fue, Joaquín pareció relajarse. Con ella se fue el perfume caro. Por eso me gusta tener este apartamentito, señaló Joaquín el precioso lugar, las ventanas daban al ramaje de dos moreras, enfrente los edificios nobles. En un hotel es diferente, aquí tengo mi espacio, puedo ensayar, relajarme.
Es precioso, el piso, dijo Leandro.
Esta zona vale una fortuna. No te lo puedes creer. A veces me escapo un par de días desde París para preparar los conciertos. Joaquín mostró una sonrisa picara y Leandro creyó entender lo que su amigo sugería con las escapadas a Madrid. Tú me conoces como nadie, cuando me asalta esa maldita espina de la autocrítica, esa conciencia de que no he llegado a nada en lo que he intentado, que aporreo el piano sin ningún arte, ninguna clase, entonces eres un hombre frágil, capaz de dejarte caer en cualquier mano femenina que te haga soñar que eres lo que querías ser. El sexo no es más que recomponer el ego maltrecho. No hay nada peor que un viejo seductor, pero es mejor que ser solamente un viejo, qué le vamos a hacer. A Leandro le sorprendió ese arrebato de aflicción. Muchas veces Joaquín le había tratado de explicar que lo que le atraía de las mujeres, de las rocambolescas aventuras sentimentales, tenía más que ver con su inseguridad que con un apetito carnal. Pronto cambió de registro y le preguntó por Aurora. Casi a manera de contraste. Leandro fue escueto, le habló de su enfermedad sin rodeos preparatorios. Está muy mal, no hay esperanza. Qué viejos somos, coño. Ahora cada año voy a más entierros que conciertos. El comentario no llegó a molestar a Leandro. Conocía la superficialidad con la que Joaquín solía enfrentarse a cualquier asunto grave, era así desde joven. Evitaba ser golpeado. Somos extraños el uno para el otro, pensó Leandro, lo que fuimos ya no lo somos.
El piso era algo sobrecargado, con molduras en el techo. Muebles perfectos no vividos, un piano negro de cola Steinway majestuoso junto al gran ventanal. El enorme salón era lugar de recepción. Una cocina cercana y un pequeño pasillo que conducía al dormitorio único. Habían tirado paredes para concederle al salón ese espacio enorme.
Hablaron del concierto de los días anteriores, de la situación del país, de generalidades y asuntos impersonales, de su vida en París. Tanta mediocridad, qué lejos han quedado los años excitantes en los que todo estaba por hacer, ¿no? Joaquín encendió un Cohiba que inundó de humo azulado la habitación. Se echó hacia atrás y las perneras del pantalón dejaron ver el final de sus calcetines. Acariciaba el puro dándole pequeños giros con la yema de los dedos, abría hueco entre sus labios para alojar el humo un instante antes de expulsarlo sin violencia.