Volvió a casa con un fuerte golpe en la rodilla. Al día siguiente apenas se entrenó. Se tumbó en la camilla y el masajista más veterano del equipo le roció de ungüentos mágicos la zona afectada. Le frotaba con manos marmóreas. Hasta entonces le habían tratado sus ayudantes, por más que Amílcar le decía, no dejes que ninguno de los jóvenes te ponga la mano encima, el viejo es un mago.
Hablaba mucho, pero era relajante escucharle. Conocía historias de todas las épocas. Llevaba casi treinta años en el club, una institución. De joven había aprendido de un masajista gallego que elaboraba recetas propias con hierbas, aceites y raíces. Algunas las seguía aplicando. ¿La vida te va bien?, le preguntó a Ariel, de pronto. Eso es lo más importante, el juego no funciona si la vida no funciona. ¿Estás contento aquí? ¿Te has integrado bien? ¿Te duele cuando aprieto ahí? No parecía esperar respuesta a sus preguntas. Tienes buenos tobillos, eso es importante, el tobillo se carga mucho en los delanteros. ¿Has calculado la cantidad de patadas en los tobillos que te puedes llevar en una carrera de diez años por ejemplo? Unas veinte mil. Imagínate ahora que te las dieran seguidas, veinte mil patadas en los tobillos. Mucha cama elástica, eso es lo que tenéis que hacer, pero al míster le da miedo que os lesionéis saltando y se lo coma la prensa al día siguiente. ¿Tienes chica? ¿Estás con alguna española?
Bah, no sé, se evadió Ariel. Hay alguien pero lo estamos dejando, lo tomamos con calma.
Las mujeres son un lío. Pero uno necesita alguien que le quiera, que le hable, que le ayude a llevar la soledad. Es curioso, pero cuando tienes a setenta mil personas mirándote cada tarde, luego es muy fácil sentirse solo, ignorado. Coño, eso es un veneno. Hay que ser fuerte. Aquí en esta camilla no habré escuchado yo historias, joder. Y luego me vienen a ver, mira hay chavales a los que he visto hacerse hombres aquí y torcerse también, aquí se tuercen muchos y algunos que eran de un metal bien noble. Esa pitada que te dieron ayer, eso duele y hace daño, te lo digo yo.
No tengas miedo a reconocerlo, eso jode a cualquiera, pero es la ley. Hay que levantar la cabeza, desafiante, no te vengas abajo ahora.
Sí que jodió, sí.
Mira, esto del fútbol es como viajar en tren. Vas sentado de puta madre y por la ventanilla ves pasar el paisaje y no te aburres nunca. Hasta que llegas a la estación, te bajan y se sube otro en tu lugar. Va muy deprisa. ¿Has ido a los toros ya? Tienes que ir a los toros. Ahí se aprende mucho de fútbol. Es igual. Aquí argentinos hemos tenido unos cuantos. Ya se me van los nombres, yo no soy de nombres. Me dicen ¿cómo era no sé quién?, y no me acuerdo. Porque yo aquí hago mi trabajo, pero no trato con el futbolista, trato con la persona.
Ariel salió con el tobillo desentumecido por el masaje. Se sentía consolado, envuelto por el torrente de palabras. Hacía tiempo que alguien no le hablaba tanto rato, con ese tono seco español. Desde el coche llamó a Sylvia pero ella no contestó. Era hora de clase. Seguro que está enfadada. Si me fuera de España ahora mismo, pensó, sólo me quedaría su recuerdo. Sylvia sentada a su lado en el coche, regresando hacia la ciudad alguna noche. Esa sonrisa fatigada y limpia.
Comió en casa de Amílcar. La conversación en ese español deshuesado que hablan los portugueses le resultaba dulce, sin erres marcadas ni jotas. Se dijo que Amílcar había tenido suerte con Fernanda y les forzó a contar cómo se habían conocido. Él la había llamado con insistencia tras conseguir su teléfono por una amiga, pero ella se resistía. La invité a cenar, a comer, al cine, a conciertos, pero nunca quiso acompañarme. Estuve a punto de tirar la toalla, explicaba Amílcar. Hasta que un día la llamé y le dije oye, toma mi teléfono y haremos una cosa, yo no te volveré a llamar nunca, pero tú cuando te apetezca me llamas. Me da igual si es mañana, el mes que viene, el año que viene o dentro de treinta años, te juro que te estaré esperando. Sonaba bonito, dijo Fernanda interrumpiéndole. Tendría que haber esperado treinta años a ver si era verdad. Por desgracia le llamé una semana después. Una semana. ¿Te lo puedes creer? Me tenía desesperado, admitió él. Ella sonrió coqueta. Me engañó, se justificó Fernanda, como hacéis todos, sacó su mejor cara, me enseñó su mejor lado y luego no veas lo que te cuesta volverlo a encontrar, a veces hasta te crees que estás con otra persona diferente a la que te cortejaba, como si te hubieran dado el cambiazo.
Esa noche, solo en casa, entre músicas y películas que no terminaba de ver porque no lograba concentrarse, Ariel supo que llamaría a Sylvia. Lo hizo aunque era tarde y ella contestó con voz soñolienta. Mañana voy a ir al Prado. Tengo clase, le dijo ella. Vaya. Qué pasa, ¿te has vuelto un intelectual en estos días? No, llevo mucho sin verte y necesito mirar alguna obra de arte. Siempre te salen frases muy bonitas, dijo ella sin sonreír al otro lado del teléfono.
¿Adonde? A la salida del entrenamiento le confesó a Osorio que iba al Museo del Prado. Los argentinos sois todos unos maricones de la hostia. Ariel se reía mientras entraba en el coche.
Ariel paseó sin orientarse por las salas del museo. Estudió un largo rato El jardín de las delicias, de El Bosco, que estaba al fondo del pasillo central. Luego acercó el oído a un hombre que guiaba a un grupo de escolares. La «vera figura», era la manera de definir el retrato en la época. La mayoría de los grandes pintores trabajaban a sueldo de sus señores y tenían la obligación de retratar a la nobleza, a las damas de la corte con su mejor técnica. Pero Velázquez salió de allí para dar suelta a su talento desbordado. Mirad por ejemplo este retrato de Pedro de Valladolid. Guió a los muchachos hasta la pintura cercana, Ariel los acompañó unos pasos por detrás. El arte español, en todas sus facetas, escuchó Ariel, ha destacado por ser capaz de contar al tarado, al loco, al excéntrico. La representación del país a partir de su cara más negra y tarada es un hallazgo profundamente español.
En la sala de Goya, Ariel ve por fin las pinturas originales que tantas veces ha visto en reproducciones que no les hacen justicia. Saturno devorando a sus hijos, La lucha a garrotazos o El perro enterrado en la arena. Luego descubre un cuadro llamado El aquelarre y permanece un largo rato contemplándolo, como si fuera un Guernica pintado más de cien años antes. No sabe por qué, pero se corresponde con la visión que a veces tiene del graderío, le recuerda la masa que conforma en ocasiones el público. El grupo de estudiantes le atrapa de nuevo, acompañado por la explicación del profesor, y destilado de Velázquez y el Greco nos llega la más certera mirada sobre nuestro país, que es lo pintado por el aragonés Francisco de Goya.
Los alumnos comenzaron a perder interés por la explicación. Un grupo de ellos reparó en Ariel y lo rodearon con los cuadernos abiertos. Había alumnos con granos, otros obesos, alguno con la sonrisa y el rostro deformado por el crecimiento. ¿Y qué haces aquí?, ¿hoy no entrenáis? El profesor se acercó hasta el lugar y sin autoridad pero con eficacia los disgregó. Basta, ¿no veis que éste es un lugar privado? A ver si aprendéis a respetar a la gente. Lo siento. Ariel le agradeció con una inclinación de cabeza. Compréndalo, tiene algo de disparatado encontrarse a un futbolista en un museo.
Estuvo a punto de pedirle permiso para acompañarles en el resto de la visita, pero arreciaban las risas gallináceas de los chavales y prefirió alejarse. Frente a los rizos de la dama de Santa Cruz, ante su desnuda piel blanca, acariciada por la luz y transportada al lienzo por el deseo, frente al culo perfilado y rasgado en maravillosa armonía, Ariel pensó en Sylvia.
De pronto un revuelo, los chavales parecían desmadrados. Ariel se asomó desde la sala contigua. Una de las alumnas se había desmayado, entre varios la posaron en uno de los bancos de descanso. El profesor repetía, aléjense, aléjense. Se acercó hasta allí una mujer que se identificó como médico. Al ver que Ariel se interesaba, un par de chicos se acercaron a él. No, no pasa nada, es que está anoréxica.
Al salir llamó de nuevo a Sylvia. Quedó en recogerla tres horas después cerca de su casa. Por el paseo el viento ligero le empujaba el pelo hacia atrás al caminar y parecía acariciarlo dándole placer. Había que evitar la mirada de quienes lo reconocían porque al primer autógrafo le seguirían otros. El primero era el fundamental para evitar el resto.
Compró el Clarín en el kiosco de Cibeles. Subió hasta un restaurante cerca del Retiro y comió solo en su mesa. A un jugador argentino de un equipo inglés le habían robado en su casa de un barrio lujoso de Londres a punta de pistola y habían amenazado a su familia. Un viñetista bromeaba en una tira alusiva: «Mirá vos que venirme tan lejos con lo bien que te asaltan en mi país.» Ariel sonrió. Luego leyó la acumulación de deprimentes opiniones sobre el estado del país. Cuando fue a pagar se negaron a cobrarle, la casa le invita, es un honor, vuelva cuando quiera. Caminó hacia el aparcamiento. Reclinó el asiento y en la oscuridad del lugar trató de dormir una corta siesta con la música a volumen reducido. Recogió a Sylvia en el lugar acordado. La frialdad inicial les impidió besarse. Mi padre puede salir en cualquier momento. Ella sonrió y él arrancó el coche para alejarse del lugar. Hablaron un rato de su visita al museo. Le contó el desmayo de la chica. Sylvia se encogió de hombros, en el instituto Mai y yo siempre vamos al váter de chicos porque el de las chicas está vomitado entero, hay una legión de anoréxicas y bulímicas, es una plaga. Ariel conducía sin sentido. Creo que por esta calle ya hemos pasado antes, dijo ella. ¿Dónde te apetece que vayamos?, preguntó Ariel. Entonces fue cuando él propuso ir al piso recién comprado. Ella ocultó cualquier rasgo de entusiasmo. El tráfico era lento y denso a esa hora. Aunque hace frío y la madera del suelo multiplica la gélida atmósfera de la casa vacía, la piel desnuda de Sylvia abrasa de calor. Se han desnudado con desorden. Los rizos de Sylvia rozan el pecho de Ariel. Han hecho el amor entre los abrigos y el resto de ropa amontonada. Ha sido como bautizar la casa nueva. Las piernas desnudas de ellos se entrelazan. Sylvia se pone el jersey de él. Ahora se abrazan y no parece que importe demasiado la ausencia de hogar alrededor. Han creado su propio nido. Dentro de un rato volverán a sentir el frío.
La nieve cae sin cuajar a lo largo del paseo junto al río. El reloj del enorme edificio en la orilla opuesta marca casi las cinco. Sylvia aprecia el tejado inclinado de una pequeña construcción, casi como una casa del Tirol.
Ariel acaba de enlazar sus dedos entre los de ella. Ayer llevabas guantes, le dice Sylvia. Estabas muy divertido, con los guantes de lanita, como una abuela. Hacía un frío increíble. A mitad de partido Ariel se los quitó y los lanzó al banquillo, recordó una frase que repetía el Dragón cuando eran chicos, gato con guantes no caza ratones.
Sylvia había llegado a Munich el día anterior por la tarde. Tomó un taxi hasta el Hotel Intercontinental y en la recepción le entregaron la llave de la habitación doble. Un empleado insistió en subir su minúsculo bolso de viaje y se vio obligada a compartir el ascensor con aquel hombre que le recompensaba con una sonrisa amable por batir el récord del equipaje menos pesado en la historia del hotel. Ella trató de ocultar el nerviosismo bajo una cara de indiferencia. No dio propina al mozo, que se demoró en irse, enseñándole los obvios mecanismos de funcionamiento de la habitación. Sólo falta que me enseñe a apretar los interruptores de la luz, pensó Sylvia. La habitación era luminosa, forrada de madera, con una cama de matrimonio con dos edredones de plumas para cada mitad. Los alemanes han resuelto el problema de las parejas que se roban el uno al otro la manta durante la noche. Se dio un baño caliente durante largo rato, con los auriculares en los oídos, envuelta en vapor, los ojos cerrados. Ariel llamó para saber si todo había ido bien. Ella le dio el número de habitación. 512. Te espero aquí, no salgo. ¿Dónde estás? En el autobús, camino del estadio.
Sylvia vio el partido por televisión. Ariel parecía contagiado del frío ambiente hasta bien avanzado el juego. Sylvia lo miraba tumbada a lo largo en la cama. Se pidió un sándwich en el descanso. El camarero que subió hasta el cuarto le entregó unos folletos que proponían un descenso en balsa por el río Ysar. Le explicó algo en inglés. Ella dijo ¿no hace demasiado frío?, y él le explicó habrá cerveza y salchichas.
Llamó a su padre. Ya le había advertido que no pasaría la noche en casa. ¿Estás viendo el fútbol? Sí, dijo él. ¿Y cómo van?
A cero, pero si apretamos les ganamos. A Sylvia, por lo que llevaba visto, le pareció un comentario más bien optimista. Suerte, dijo Sylvia antes de despedirse.
Ariel se había encargado de todo. El billete electrónico a su nombre en el aeropuerto, la reserva de hotel. Si quieres te mando un conductor a la llegada con un cartel que ponga tu nombre. Prefiero un taxi. La versión oficial que dio a su padre es que se quedaba en casa de Mai para preparar un examen importante. ¿Nada de novios? No, no, me da pereza volver, sólo eso. Mai, en cambio, había exigido más explicaciones que su padre.
Fueron los alemanes quienes apretaron en el segundo tiempo.
Estamparon un pelotazo con tal fuerza en el travesaño que la portería pareció quebrarse durante un segundo. En cinco minutos lanzaron siete saques de esquina sobre el área visitante. En el rechace de uno de ellos, el balón llegó despedido hasta la posición de Ariel, único hombre en punta. Se lanzó a la carrera, la larga cabalgada no se terminó cuando un primer defensa se fue al suelo, sino que Ariel supo esquivarlo. Sylvia se abrazó a la almohada con fuerza. Vamos, gritó, sujetando la voz para no alarmar a las habitaciones vecinas. Vamos, vamos. El balón se le fue un poco largo a Ariel en el regate, lo que animó al portero a salir del área pintada en el verde. Pero Ariel fue mucho más veloz y tocó la pelota lo justo para ponérsela fuera de alcance. El portero no lo dudó, había salido hasta el borde de su área para esperarlo y derribó a Ariel de manera brutal, se lanzó con todo el cuerpo contra su pierna de apoyo. Ariel se precipitó casi en una voltereta hasta dar contra el césped. Sylvia mordió un mechón de pelo entre los labios.
El portero fue expulsado antes de que Ariel se repusiera del golpe.
Parecía dolorido. Ahora se lo llevarán al hospital con una pierna rota y me quedaré sola en esta habitación de hotel en Múnich. Es ridículo, pensó