Saber perder (48 page)

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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

BOOK: Saber perder
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Supongo que tú andas retirado de estas competiciones.

Ante la cara de extrañeza de Leandro se vio obligado a completar la frase, mujeres... Leandro alzó los hombros y sonrió. A Jacqueline la tengo enfermizamente encima. Oye, si un día necesitas la casa no tienes más que pedirlo, el portero tiene llaves y es de toda confianza, como si quieres venirte a tocar el piano, aunque supongo que tienes cosas más interesantes que hacer, y soltó una carcajada como un latigazo cómplice.

O sea que si quieres impresionar a algún ligue no dejes de decírmelo, eh. Hablamos con Casiano, el portero, su padre ya era portero de esta finca, imagínate, es como un cargo hereditario, ¿no te parece triste? Es un tipo muy discreto.

Joaquín no tenía hijos. La forma de relacionarse con sus esposas siempre le había convertido en el objeto de los cuidados.

Era hijo y marido de unas mujeres que aceptaban el papel de madres, amantes y secretarias a partes iguales. En la larga hora que estuvieron juntos a solas, ella le telefoneó en dos ocasiones para recordarle su siguiente cita y alguna otra nimiedad.

Bajaron a la calle en el ascensor conservado con esmero. Era un portal del viejo Madrid, construido en ese rato en que la ciudad aspiró a ser París. El portero aguardaba sentado en su cabina, la radio escupía cuñas publicitarias. Casiano, le presento a mi amigo Leandro, amigo de la infancia. Es también pianista. El hombre saludó con ojos humildes. En la calle, Joaquín parecía divertido por el personaje. Le explicó a Leandro que el portero tenía un hijo en la cárcel por pertenecer a un partido nazi y haber participado en el asesinato de un aficionado de un equipo vasco de fútbol. Y de pronto, con una humareda de su puro, cambió de conversación. ¿Aún '64as clases de piano? Algún alumno tengo.

En el bar del Wellington el pianista avistó a Joaquín y tardó un segundo en dedicarle con una sonrisa los acordes de un Falla ejecutado con torpeza y mal gusto. ¿Te acuerdas cuando don Alonso nos decía siga usted así y acabará de pianista en un hotel? Ahí lo tienes. En una mesa esperaba sentado un joven inquieto, con una bolsa casi escolar apoyada en el suelo enmoquetado. El chico del que te hablé, mi biógrafo, como dices tú. Se sentaron alrededor y Joaquín anunció que iba a cometer la excentricidad de pedirse un whisky antes del mediodía. Como los que tenéis que hablar sois vosotros...

Hubo una tentativa de conversación, durante la cual el joven sacó de su bolsa un cuaderno de notas que abrió y en el que buscó una página en blanco. Leandro se dio cuenta de que se esperaba de él algo concreto. El chico le hizo una pregunta para acotar el terreno. Me gustaría que me hablara de su infancia juntos, son ambos niños de la guerra. Huy, quién puede entender eso hoy, ¿verdad, Leandro?, se sonrió Joaquín. Leandro comenzó a hablar de su origen y del edificio donde vivían de niños. El joven se caló las gafas y anotó resuelto un encabezamiento: amigo de la infancia. Luego lo subrayó. Leandro se sintió mal.

Trató de no ser demasiado preciso. Insistió en la enorme diferencia social en que los dejó el final de la guerra y recordó la generosidad de la familia de Joaquín para con su familia. Era una obligación moral, terció Joaquín. España se dividía entre vencedores y vencidos y los vencedores se dividían entre los que tenían algo de corazón y los que eran tan sólo unos energúmenos que lo único que pretendían era forrarse.

¿Algún momento de la adolescencia especial, memorable?

Leandro y Joaquín intercambiaron una mirada. El gesto de Leandro era bastante elocuente. Parecía increíble que alguien le pidiera que resumiera una vida en tres o cuatro anécdotas. Lo mejor sería que quedarais un día tranquilos, que no esté yo delante, hoy la idea es que tuvierais una toma de contacto. Leandro puede contarte cosas de mí que ni yo recuerdo. A ver, hay cosas que no deberían quedar fuera, aquellas primeras lecciones de piano compartidas, luego los primeros trabajos y mi partida a Francia, tú llegaste a venir a París y viviste conmigo un año. Apenas tres meses, precisó Leandro. Tuvimos un maestro de piano que era un viejo atrabiliario, divertido, serio, seriecísimo. De todo eso le puedes hablar.

De las cosas del barrio, es que yo ni me quiero poner a recordar. Mi padre, por ejemplo, era alguien de otro tiempo, un modelo de militar, conservador, autoritario, pero más del XIX que de aquella nueva España afascistada.

Creo que tú llegaste a odiar a tu padre casi como una pose imprescindible para tus ambiciones, las palabras de Leandro acallaron por un instante a Joaquín. Tenías muy claro cómo querías ser. Es curioso. Pero es un detalle muy importante, creo. Eras un joven que sabías cómo querías ser. Eso es raro. Y modelaste todo a tu alrededor. Y quizá tu padre fuera una víctima de eso. Y otros, a lo mejor yo mismo, nos beneficiamos de ello, porque construías algo que sólo tú tenías clarísimo cómo había de ser. Por ejemplo, yo era tu amigo, pero con un tipo de amistad que tú te habías fabricado en tu cabeza.

Hubo un silencio. Joaquín rumiaba las palabras de Leandro. No encontraba ofensa en ellas, pero tampoco entendía adonde llevaban. Luego añadió, unaquaeque res, quatenus in se est, in suo esse perseverare conatur. El joven le miró con los ojos como platos. Spinoza, cada cosa, en cuanto es en sí, se esfuerza por perseverar en su ser. Es de la Etica, mi libro de cabecera. No le des más vueltas, yo era algo y sólo podía perseverar en ese algo. El joven apuntaba a ritmo enloquecido. En el fondo, en aquel mundo de niños y mujeres que vivimos durante la guerra, sin adultos, tan sólo los viejos o los inútiles que permanecían en el barrio, la vuelta de tu padre fue algo inesperado y molesto para ti, añadió Leandro.

Joaquín sonrió. Estaba de acuerdo. Cuando un niño supera la pérdida del padre y se acostumbra a la ausencia, tienes razón que lo que menos espera es una resurrección, una vuelta al inicio, me rebelaba contra esa regresión a los principios de autoridad. Estarás de acuerdo conmigo en que la guerra fue para nosotros un extrañísimo momento de libertad total, raro y cruel, pero libre, algo que se perdió con lo que llegó tras la victoria. Leandro asintió y Joaquín continuó. Es verdad, en esa imagen que quería de mí mismo, ser huérfano era imprescindible. Por eso quizá nunca, y puede que fuera injusto, le acepté de nuevo.

El joven tomaba alguna nota. Leandro recordó de pronto un juego cruel que practicaban algunas veces durante los días de la guerra. Corrían desde la calle hasta un portal, llamaban a un piso y abría una madre y le anunciaban con dramatismo su hijo, su hijo ha aparecido muerto, una bomba estalló. Y luego echaban a correr, sin ser conscientes del dolor que causaban y de si su broma desencadenaba una tragedia que duraba hasta que se descubría la verdad. ¿Por qué haríamos una cosa así?, se preguntó Joaquín en voz alta. No sé, era la crueldad de la guerra, transformada por los niños en un juego divertido. Kl joven caló las gafas en un tic de timidez.

Los niños son así siempre, dijo Leandro. Luego contó ¡ligo más. Un recuerdo borroso sobre la vuelta del padre de Joaquín y la tarde en que les llevó a ver el noticiario que se proyectaba antes de la película porque se le reconocía entre otra gente al fondo de una escena de la corte burgalesa franquista. La película de después no era autorizada para menores, pero forzaron al padre para que les dejara quedarse a verla. Leandro no recordaba el título. Pero sí que trabajaba Carole Lombard con unos vestidos ceñidos y elegantes que marcaban sus pechos y que años después tú me confesaste que, como a mí, esa presencia te había despertado el deseo.

O sea que mi padre nos llevó para lucirse él y adoctrinarnos con política y nosotros nos inclinamos hacia la cosa carnal, los niños son sabios. Sí, sí, ya me acuerdo, a Joaquín le provocaba un evidente placer escuchar hablar de su pasado. Le atraía esa recreación de momentos propios rememorados por un tercero, como si pudiera situarse de espectador de su vida.

Yo creo que en la infancia, dijo Leandro, nos marcamos los retos inconfensables de nuestra vida y que la respuesta a la felicidad consiste en la culminación más o menos cercana o más o menos lejana de ese reto infantil, puede que no del todo articulado ni claro, pero evidente para uno mismo. Aunque ahora me escuches como si lo que yo digo no fuera más que un oscuro recuerdo, sé que tienes clarísimo cómo era y cómo pensaba el niño que eras tú. Ante la sonrisa de Joaquín, como si aquello le pareciera un juego psicoanalítico demasiado complicado para el lugar y la hora, Leandro prosiguió sin pasión. No creas, yo soy igual, a veces me sorprendo a mí mismo sintiéndome mirado por el joven que fui.

¿Y? ¿Tú te reconoces fiel a lo que deseabas?, ¿crees que alguien lo logra?, preguntó Joaquín mientras clavaba los ojos sobre los ojos hundidos de Leandro.

Bueno, este señor no ha venido aquí para oír hablar de mí, sino de ti. Yo no importo nada.

Joaquín rió satisfecho con la evasiva de Leandro, para él era suficiente. Podían volver a concentrarse en lo que le interesaba: él mismo.

Leandro regresa a casa sin prisas. Había tomado el metro y se bajó en Cuatro Caminos. En el bolsillo lleva un papel con el teléfono del joven estudioso de la vida de Joaquín. Han quedado en verse otro día y trabajar de manera más metódica, sin Joaquín presente. Pero el evocar aquellos años ha despertado en Leandro una sensación de final de viaje, como si ya no quedara nada por delante. El encuentro con Aurora había sido la salvación de una amargura incontenible, la fuerza para llevar adelante una existencia que no había sido la soñada. Siente por ella una llamarada de ternura y agradecimiento. Y en ese mismo instante la imagina muerta en la cama, sin respiración, se ve entrar en la casa para encontrarla más pálida que nunca, con los ojos velados y el pecho sin vida. No sabe si acelerar el paso o detenerse. Tiene miedo, pero avanza. Sin prisa.

11

Encuentra a su madre adormecida, drogada por los calmantes. Ya no se queda nunca sola. Si su padre tiene que salir llama a la mujer de la limpieza o espera a que llegue Sylvia a pasar un rato con su abuela. Esta tarde Lorenzo le telefoneó, iré yo. Hace un rato que el padre ha salido después de una brevísima conversación de los dos en el pasillo. ¿Cómo estás? Ya ves, enjaulado aquí. A Lorenzo le había extrañado la frase. Ni en la plena salud de la madre había tenido jamás la sensación de que su padre necesitara la calle. Más bien los placeres los encontraba en la soledad de su cuarto que en la vida exterior. En el recuerdo, su padre ha sido siempre un animal doméstico al que lo que más podía molestar era una escapada de fin de semana a la sierra, la visita de familiares o un compromiso que implicara salir de casa. Pero era evidente que la enfermedad de Aurora esclavizaba a su marido y Lorenzo entendió así sus ganas de salir a la calle, de airearse.

Parecía afectado desde que unos días atrás, al volver de su paseo, se había encontrado a Aurora tirada en el suelo. No sabes lo que fue, le había contado a su hijo, pensé que estaba muerta. Aurora no había controlado los esfínteres, había ensuciado la cama y había cometido la locura de intentar ponerse en pie. No se fracturó nada en la caída, pero la impresión de Leandro al recogerla del suelo, la vergüenza de ella, según le contaba su padre, había sido un momento dantesco, no te puedes hacer idea, qué terrible. Dios, es tremendo lo que está pasando tu madre, le terminó de decir con los ojos inundados en lágrimas.

Cuando suena el timbre sabe que es Daniela. Ella sube hasta la casa y Lorenzo le abre la puerta. Está sólo mi madre, pero dormida. Daniela se quita el abrigo, ha terminado su jornada laboral, Lorenzo lo cuelga en la percha de entrada. En esta casa pasé toda mi infancia. Daniela mira con ojos curiosos las paredes, pero no es capaz de imaginar a Lorenzo de niño jugando de rodillas en el pasillo a la altura de la puerta de la cocina.

El domingo anterior habían acudido juntos a la iglesia y compartieron al salir la conversación con otras parejas. Ese día había muchos niños y el pastor les habló de la posibilidad de alquilar un local en otro barrio con un poquito de jardín, para que los pequeños se diviertan, dijo. Tendríamos que reunir el dinero entre todos, claro. Luego fueron a comer al Retiro. Se sentaron sobre la hierba. A Lorenzo le molestaban horrores las almorranas y tardó en encontrar una postura en la que estuviera cómodo. Lo hizo casi recostado sobre el muslo de ella. Me gustaría presentarte a mis padres, le dijo entonces.

El sábado por la noche habían cenado juntos en un restaurante ecuatoriano. El Manso, se llamaba, así le dicen a Guayaquil, le aclaró ella. Los dueños retiraron las mesas para transformar el local en un sitio de copas y algo de baile. Eran una pareja amable y miraron a Lorenzo sin ninguna prevención. Conocían bien a Daniela. Vengo por aquí y recojo paquetes de comida sobrante que luego dejamos en la iglesia y los más necesitados pueden llevárselos, sin la vergüenza de esos comedores sociales, donde se forman colas en plena calle, le explicó Daniela. Fue allí, en ese local, mientras algunos bailaban y Lorenzo y Daniela habían preferido acomodarse sentados en una esquina cuando irrumpió la policía, cuarenta agentes para no más de un centenar de clientes. A quienes estaban de pie los obligaron a formar una fila junto a la barra. Sin la música y con las luces prendidas, parecía haber amanecido de golpe. Serían las dos de la mañana. Los pocos que permanecían sentados fueron obligados a no moverse de sus sillas. Los gritos iniciales se fueron transformando en un rumor denso. Los policías exigían documentos, permisos de residencia. Al extender su carnet de identidad, Lorenzo le dijo al agente esto es un atropello. El hombre levantó los ojos hacia él.

¿Me va a enseñar usted cómo tengo que hacer mi trabajo?, le dijo con un tono desafiante. Con un gesto nervioso, Daniela le rogó que no contestara, pero Lorenzo lo hizo. No entiendo este acoso, la gente se está divirtiendo, no hacen nada malo.

Daniela rebuscó en su bolso, como si tardara en dar con la cartera.

Lorenzo y el agente unieron sus miradas de nuevo. Déjelo, le dijo el policía a Daniela. Y siguió en la mesa de al lado con su inspección. El resultado de la redada, de casi tres cuartos de hora de parálisis, serían unos cuantos expedientes de expulsión que en la práctica era dudoso que se cumplieran. Al marcharse la policía, el local quedó sumido en una atmósfera cargada y triste. La escena no servía más que para recordar a todos los presentes que su estancia en el país era provisional y frágil, para extender una vaharada de incertidumbre. No tenemos licencia más que de restaurante, explicaron los dueños, así que lo mejor será cerrar por hoy.

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