Leandro observa al chico, que interrumpe su explicación. No sé si yo... ahora. Luis alza las manos en un gesto parecido al ruego, podría ser cuando a usted le viniera bien, tampoco quiero tomármelo con tanta intensidad, prefiero acabar la carrera... Leandro mira al chico. Hay una muchacha rubia que aguarda a que termine su conversación. Es hermosa, pertenece a una nueva generación de chicas, como su nieta, que no guardan relación con las mujeres pétreas de su adolescencia. Ese país silencioso y cabizbajo. La chica, durante la espera, recorre con el dedo la tela del respaldo de una butaca. Está bien, llámame y veremos. El chico se muestra resplandeciente y antes de marcharse se agacha sobre la silla de Aurora para decirle con calidez, encantado de volver a verla. Leandro le ve regresar junto a la chica y pasar el brazo por la cadera de ella.
Aurora siempre supo ganarse a los pocos alumnos a domicilio de Leandro. Les abría la puerta, les guiaba al cuarto, les ofrecía algo de beber y a muchos, antes de despedirlos de nuevo a la puerta, terminada la clase, les decía con confianza, no es tan ogro como parece. El dinero nos vendrá bien, fue lo único que comentó Leandro a Aurora cuando le vieron alejarse.
La mujer que guarda el acceso a camerinos le pregunta su nombre cuando Leandro le pide permiso para entrar a saludar a Joaquín. Tarda un rato en regresar y cuando lo hace le dirige un gesto para que entre. Leandro va a empujar la silla, pero la empleada le dice ¿la silla también? Hay escaleras... Pasa tú, se adelanta Aurora. Leandro quiere protestar, pero Aurora insiste, puedo esperar aquí, ¿verdad?, le pregunta a la empleada. Si no tarda mucho...
Leandro baja las escaleras hasta un pasillo iluminado. Hasta él llegan voces y risotadas. Leandro no tiene prisa por alcanzar el umbral del camerino. Al verlo, Joaquín se distancia de los que le rodean y se dirige hacia él. Pero, bueno, qué sorpresa, no he tenido tiempo de llamaros, llegué ayer mismo y nunca encuentro vuestro número. Da un abrazo rotundo a Leandro, que se pierde en sus brazos. Se ha mojado el pelo blanquísimo y espeso y se ha liberado de la chaqueta. Se vuelve hacia su mujer, veinte años más joven, delgada, la piel muy blanca, los ojos azules, ¿te acuerdas de Leandro, Jacqueline? Ella saluda con su frágil mano extendida, claro, claro.
Joaquín se muestra cordial, pregunta por Aurora y Leandro le explica que anda delicada. No le quiere decir que espera arriba, impedida en una silla de ruedas. Encuentra a Jacqueline envejecida, con una tirantez que antes no poseía, como si sujetara a duras penas a la bella mujer que estaba dejando de ser. Pertenecía a un tipo de belleza que no está preparada para dejar de ser una radiante estatua de ojos claros y los engaños quirúrgicos sobre su rostro eran calamitosos. Leandro no quiere prolongar su visita de cortesía. Joaquín le retiene sujeto por el codo y participa de la conversación con el resto de invitados al tiempo que se vuelve hacia él en un interrogatorio retórico y en cascada, ¿el hijo bien?, ¿y la nieta?, ¿cómo llevas lo de ser viejo?, yo fatal, Madrid está irreconocible, cuando acaben los miles de obras parecerá otra ciudad, tendrán que volver a reconstruirla, Jacqueline ahora quiere que nos compremos una casa en Mallorca, se ha enamorado de la isla, ¿cuánto hacía que no nos veíamos?, qué suerte tienes de estar jubilado, yo no puedo...
Cuando Leandro insiste en despedirse, Joaquín acerca su rostro al oído de su amigo. Voy a estar tres días en Madrid dando una Master Class en la Fundación de no sé qué banco, por qué no me llamas y tomamos un café. Jacqueline, dale nuestro número de móvil a Leandro, tengo interés en hablarte de una cosa, llámame. Jacqueline le tiende una tarjeta de visita con un número escrito en el dorso. Tengo las mañanas libres, es lo último que le dice Joaquín. Antes de que Leandro salga del camerino, ya se ha dado la vuelta para fundirse efusivo con el codo de otro conocido.
Le gustaba tocar los codos, eludir las manos que tocaban sus manos, las protegía de cualquier contacto, las utilizaba sólo para expresarse con ellas, levantándolas a la altura de los ojos, como si les concediera la misma relevancia que a su viva e inteligente mirada clara.
En el taxi de vuelta a casa, a Leandro le intriga la razón concreta por la que había dicho que quería verle. Quizá sólo fuera una cortesía más. Aurora parece cansada pero feliz. Está como siempre, se había limitado a decirle sobre Joaquín. Y era cierto. Joaquín conservaba incluso las camisas con las iniciales cosidas sobre el bolsillo. Leandro siempre había considerado ese detalle algo impropio de una persona elegante, por más que se hiciera necesario entre aquellos que viajan por hoteles y desconfían de las lavanderías. El sabía que a Joaquín, ya desde joven, le gustaba presumir de la coincidencia de las iniciales de su nombre completo, Joaquín Satrústegui Bausán, J.S.B., con las de Johann Sebastian Bach. Es el único con el que no me importaría intercambiar las camisas, le había dicho años atrás a Leandro, la primera vez que éste le había comentado algo de las camisas marcadas. Era el tiempo en que aún viajaba a España con su primera mujer, una periodista alemana a la que abandonó al conocer a Jacqueline. Sin entender muy bien por qué, Leandro pensó de pronto en unas iniciales distintas con las que Bach cerraba todas sus composiciones. S.D.G. El significado no era una rúbrica personal, más bien un arrebato de modestia cristiana. Joaquín no compartía, en cambio, esa virtud. Era una expresión latina, Soli Deo Gloria, algo así como la Gloria Sólo para Dios. Frente a tantos que sueñan con la gloria toda para ellos. Leandro borra ese pensamiento cruel antes de bajar del taxi y avisar a su hijo Lorenzo por el portero automático, ya estamos de vuelta.
Lorenzo observa a sus amigos, que se sienten observados. Lo hace de manera descarada, buscándoles los ojos. De modo retador. Ninguno de los cuatro se atreve a apoyarse en la mirada de otro con complicidad. Lorenzo lo pensó nada más llegar. Si yo los estudio a ellos, ellos no se atreverán a estudiar a Daniela. Son seis en el comedor de casa de Óscar. La mesa extensible cubierta con un mantel blanco de franjas de colores. En la pared tres grabados con marcos de madera. Antes vivían en un piso minúsculo cerca del Retiro. Aprovechando la subida de precios consiguieron venderlo bien y marcharse a uno recién construido en Ventas. Tiene zonas comunitarias de piscina y jardín. Hace quince años compramos el piso por doce millones y lo hemos vendido por sesenta. ¿Cómo es posible?, pregunta Daniela. Ana se detiene para aclararle que hablan de pesetas y luego informarle sobre los factores que causan la subida de precios casi constante. Aquí nadie alquila, los bancos quieren a la gente endeudada, aclara Lalo, más cínico. Es la forma de tenernos controlados.
A mitad de semana, Óscar llamó a Lorenzo para invitarle a cenar en casa. Así ves el piso nuevo ya terminado. Lorenzo no pensó demasiado antes de decir, ¿puedo ir acompañado? Bromearon un rato sobre mujeres, pero Lorenzo no le dio ningún detalle sobre Daniela. Sólo le dijo estoy enamorado como un adolescente. En cambio, Daniela se resistió a acompañarlo. Son tus amigos, ya vas a ver, les parecerá extraño que estés con alguien como yo. Eh, vamos, no inventes historias estúpidas, son gente estupenda, ya verás. Camino de casa de Óscar, Lorenzo le contó que se conocieron muchos años atrás, en la universidad, y que no tenía hijos pese a llevar años con Ana. De Lalo le dijo es mi amigo más antiguo, íbamos juntos al colegio, conoce a mis padres. Ya verás que no nos parecemos en nada. Marta, su mujer, es psicóloga infantil y tienen un niño de nueve años.
Cuando Ana abrió la puerta y vio a Lorenzo con Daniela mostró una sonrisa radiante. Él las presentó. Bienvenida, dijo Ana y luego pareció avergonzarse cuando Lorenzo explicó que Daniela ya llevaba casi tres años en España. Lorenzo quiso así dejar claro que no iba a tolerar un trato especial hacia Daniela. Cuando Marta preguntó a Daniela de forma vaga durante la cena, cómo te van las cosas, él se vio forzado a interrumpir, no esperéis una historia trágica de esas del telediario, Daniela comparte piso con unas amigas y tiene un trabajo estupendo. No me quejo, añadió ella. ¿De qué trabajas?, le preguntó Lalo. Cuido un niño de ocho meses, y antes de que Marta o Lalo pudieran añadir algo, Lorenzo ya explicaba que Daniela trabajaba en el piso encima del suyo.
Los amigos de Lorenzo esmeraron su tacto. No acosaron a Daniela con preguntas y menos aún al comprobar que Lorenzo prefería mostrarse agresivo por anticipado. Bromearon con la comida y con un par de noticias perfectas para una conversación inane. En espaciadas preguntas, alguien interrogaba a Da-niela sobre su familia, su ciudad de origen o si echaba de menos su país. Para satisfacción de Lorenzo, eran sus amigos los que se mostraban más tensos ante Daniela. Y fue al preguntar Lalo si pensaba viajar pronto a su país cuando Lorenzo se vio urgido a aclarar, no puede, aún no tiene papeles.
Es una sensación extraña, explicó Daniela, como si estuvieras en una jaula con las puertas abiertas, pero de la que no te atreves a salir. Me encantaría viajar para ver a mi mamá, pero sé que no podría volver a entrar.
Bueno, parece que ahora va a haber una legalización, dijo Óscar. ¿Tú crees?, le corrigió Ana, yo creo que a la gente le interesa que sigan trabajando sin papeles, salen más baratos.
Pero Lorenzo mantiene la vista clavada en sus amigos. Daniela no se muestra cohibida. Después de un inicio algo tímido, se atreve a preguntar a Marta por el trabajo de psicóloga infantil. Se había vestido con unos vaqueros elásticos que se ajustaban a sus muslos poderosos. Lorenzo le posa la mano con delicadeza sobre el derecho. Ella baja la mano y acaricia la de él, pero no se demora demasiado, vuelve a colocaría sobre la mesa y él la retira. Lleva una camiseta naranja pegada al cuerpo que destaca eléctrica entre la decoración más bien discreta. Daniela no prueba el vino por más que Lalo insiste, es un Priorato maravilloso. No, no, no tomo alcohol. Lorenzo en cambio se rellena la copa.
Óscar y Ana se muestran encantados con el cambio de casa. Tienen más espacio. Lorenzo les cuenta que Sylvia tiene un novio, el otro día lo trajo a casa a comer. Parece un chaval muy majo. Pero, claro, imagínate el trago. Es increíble, les explica Marta con tono profesoral, ahora se han acelerado todos los comportamientos sexuales, los chavales soportan una presión tremenda, tenemos casos de chicos y chicas que con doce años tienen, por ejemplo, una dependencia de la pornografía, y luego están los medios de comunicación, que les fuerzan a sentirse activos sexualmente. Se les ha acelerado la vida. Es una cosa social.
Qué lástima, comenta en voz muy baja Daniela. Nadie la contradice.
Llamé a Pilar para contárselo, informa Lorenzo. Le fastidió enterarse por mí de algo tan cercano a Sylvia. Pues que no os hubiera abandonado, interrumpe Daniela. Ha disparado la frase con una calmada agresividad que sorprende a todos. Le sigue un espeso silencio. Lorenzo les habla de Pilar. Está bien, bueno, ya sabéis, encantada con lo de Zaragoza.
¿Tienes más familia aquí?, pregunta Óscar para tratar de reorientar la conversación hacia Daniela. Sí, una hermana, vino antes que yo, pero no nos vemos casi, vive cerca de Castellón. Ella tiene una vida que a mí no me gusta demasiado.
Nadie indaga más, todos se retraen al percibir la dureza de los juicios de Daniela. Un rato después la conversación gira ajena a ella y Lorenzo anuncia que se marcharán temprano. Hace un instante ha ido al baño.
Está algo bebido y le molestan las hemorroides desde hace días. No aguanta sentado tanto tiempo. Ha percibido la incomodidad de la situación, como si Daniela tuviera que pasar un examen. Enfadado, mea fuera de la taza, manchando todo alrededor. Luego se avergüenza y trata de recogerlo formando bolas de papel higiénico que frota por el suelo antes de dejarlo pringoso y sucio.
Un rato después se ponen en pie y comienzan las despedidas, los encantados de conocerte, a ver cuándo nos vemos de nuevo, nos llamamos. En el ascensor, que aún desprende olor a nuevo, Lorenzo y Daniela callan hasta que ella dice no les he gustado.
Tampoco a ti te gusta gustar, le responde con una sonrisa Lorenzo. Ella se queda pensativa.
Lorenzo se resiste a llevarla a casa cuando suben a la furgoneta. Aún es pronto, seguro que conoces algún sitio para tomar algo. Daniela cede, le dice que hay salsa todas las noches de sábado en un local que frecuentan sus amigas. Lorenzo arranca y se dirige hacia la zona. Es un lugar en la calle Fundadores. El tráfico es denso a esa hora, el atasco de los sábados por la noche. Le cuesta dar varias vueltas a la zona antes de encontrar un hueco sobre la acera.
El local se llama Seseribó. En Quito hay una salsoteca que se llama igual, le explica Daniela. Seseribó era un dios hermoso que nadie podía tocar y el que lo tocaba moría, al parecer un indio se enamoró de él y se atrevió a tocarlo. Murió en ese mismo instante. Con la piel del indio hicieron un tambor y de él dicen que nació la música. Lorenzo asiente mientras camina, qué leyenda tan bonita.
En la puerta hay dos mulatos musculados que observan la calle como si fuera territorio enemigo. Hay algunos hombres cerca que rondan la entrada no se sabe si porque acaban de salir del local o porque no les permiten el acceso. Lorenzo y Daniela llegan hasta la entrada y les abren paso. El tiene que pagar, ella entra gratis. Casi en el umbral uno de los tipos cachea a Lorenzo con rapidez, desde las axilas hasta los tobillos.
No sé si te va a gustar, pero es donde me traen alguna vez, le dice Daniela mientras bajan hacia el magma de música, humo y cuerpos en movimiento.
Apenas hay espacio, pero Lorenzo y Daniela consiguen avanzar hacia la barra lateral. La música es atronadora. Voz sobre caja de ritmos, un lloro sobre amores traicionados. El estribillo es repetitivo. Las parejas bailan, a veces sin rozarse con las manos, pero en contacto sus muslos, las rodillas, los pliegues de su cuerpo. Los hombres posan una mano en el final de la espalda de ellas para acercarlas más a sus cuerpos. ¿Es así en Ecuador?, y ella asiente por encima del ruido.
Daniela toma un zumo de bote con un hielo en vaso largo. Lorenzo pide una cerveza. ¿Nacional?, le pregunta el camarero. Lorenzo se encoge de hombros. Club Verde, Club Café o Brahma. Club Verde, dice por fin. No es el único español en el local como ha pensado al entrar. Se consuela al ver algún otro que baila y un par de mujeres cerca de la barra central. Lorenzo trata de hablar con Daniela y para lograr hacerse entender acerca tanto la boca al oído de ella que roza los aros de los pendientes.