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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (20 page)

BOOK: Saber perder
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Después de una pausa, Sylvia golpeó el colchón a su lado. Ven, sube.

Dani tardó en acomodarse y al sentarse junto a ella rozó su cuerpo. Sylvia le dirigió para que se tumbara sobre ella. Se besaron durante un largo rato, él se sumergía bajo su pelo, al respirar le humedecía el cuello. Sylvia posaba sus manos sobre la espalda de él. Sus cuerpos se movieron acompasados, él con cuidado de no desplazar la escayola ni cargar todo su peso sobre ella. Sus entrepiernas comenzaron a frotarse. Sylvia notó la excitación de él a través de la ropa. Dani le subió la camiseta hasta el cuello y le besó los senos, que sacó del sujetador. Sylvia estaba incómoda con la camiseta enredada en su cuello y el elástico del sujetador bajo las axilas, pero le excitaba la fricción y algún mordisco húmedo de él. Sylvia sumergió su mano bajo el pantalón de Dani y le recorría el culo con las uñas. Hacían el amor vestidos, sin detenerse. La ropa los protegía. Sylvia, con una presión intensa de sus muslos, aferraba a Dani cuando se derramó con un estertor.

Se rieron de la mancha húmeda de él en torno a su bolsillo. Con el abrigo no se notará. ¿Quieres lavarte?, le dijo Sylvia. No, mejor me voy. No tardó en irse. Sylvia se dio cuenta del cambio que experimentaba Dani después de correrse. Pasaba de un ardor irrefrenable a una fría incomodidad. Era como si aterrizara en la realidad con una sacudida brusca. Pasaba de flotar inerte a tener conciencia de dónde estaba, de qué había ocurrido, de quiénes eran, de que la tierra giraba sobre su eje y de que en Canarias era una hora menos. Ella no. Sylvia hubiera querido quedarse un rato entrelazada, que él enredara un dedo en su rizo favorito, que la besara aunque la saliva tuviera un gusto menos cálido tras el orgasmo. Pero se había quedado a solas sin apenas darse cuenta.

Su padre regresó tarde y la encontró leyendo. Reparó en que era un libro diferente al de su laboriosa recomendación. ¿No tienes sueño? Olía a humo y a fútbol entre amigos. ¿Quién ha ganado? Nosotros, dijo Lorenzo. ¿Y el argentino ese que tan mal te cae, qué tal ha jugado? Bah, no ha estado mal. Sylvia terminó un capítulo antes de quedarse dormida.

Al día siguiente Dani no era capaz de sostenerle la mirada, se sentó con Mai y con ella un rato en la clase y desapareció antes de que terminara el descanso. Sylvia tuvo entonces ganas de decirle tranquilo, no estoy enamorada de ti, pero quizá él ya lo sabía. Sylvia se sentía de nuevo estúpida por la escena, pero calmada, sin ganas de profundizar en la relación.

Ahora, Sylvia escuchaba a Mai contarle los últimos percances de la relación con su chico. Mateo quería sumarse a una marcha antiglobalización en Viena y le había pedido que le acompañara. Puede ser romántico, ¿no? Un viajecito juntos, Silvia no dice nada. Está pensando en Ariel.

La tarde anterior, después de semanas, había recibido un mensaje de él.

Le pedía su dirección. Sylvia se la envió y luego volvió a cambiarse de ropa. Creyó que él se presentaría en la casa. Se mantuvo en tensión más de dos horas, se cambió seis veces de camiseta para decidirse al final por un grueso jersey con el sujetador. Decidió que tenía el pelo sucio y se hizo la coleta tantas veces que le dolían las muñecas.

Cuando sonó el timbre estuvo a punto de gritar.

Tras la puerta apareció un peruano que sostenía un ramo de flores. Sylvia le firmó el recibo de entrega con un garabato decepcionado y se quedó a solas con el ramo. Lo dejó sobre la mesa. Había un sobrecito con su nombre y dentro una tarjeta: «Acéptalo, por favor, con un millón de excusas y un beso. Ariel» A su lado, doblado por la mitad, un cheque al por valor de doce mil euros. Sylvia se dejó caer en el sofá. El ramo era enorme, excesivo, impersonal. El roce del jersey sobre la piel la excitaba.

Rompió el cheque en pedazos tan diminutos como el confeti y lo dejó caer en el cenicero con ánimo de fin de fiesta.

Algo después le envió un mensaje: «Las flores son preciosas, el cheque lo he roto. No hacía falta.» Apenas un segundo después sonaba su teléfono.

¿Estás loca? Tenés que aceptarlo, es lo mínimo que puedo ofrecerte.

Sylvia le interrumpió. Deja de sentirte culpable conmigo. Fue un accidente y ya está. Ariel dijo algo del seguro, pero Sylvia no le dejó continuar. Tu amigo se ha ocupado de todo. Eso me ha dicho mi padre. Lo han arreglado entre ellos. Aquel tu amigo sonó feo, duro. Hubo una pausa, que Sylvia rompió. Ni siquiera me has invitado a verte en un partido. Ariel le preguntó si le gustaría. Ella dijo sí. Mejor que un cheque. Capaz que creí...

Ya, ya sé lo que creiste que a lo mejor se me ocurría aprovecharme de que eres famoso y sacarte la pasta. Pues no, ya puedes quedarte tranquilo.

Al otro lado de la línea sólo se escuchó la respiración de Ariel. Este domingo jugamos acá, le dijo. ¿Te dejo dos pases? ¿Dos te va bien? Sí, asintió Sylvia. ¿Y si marcas un gol me lo dedicarás? Ariel se rió. No creo que marque. Pero si marcas cómo sabré que me lo dedicas. No sé, pero ya te digo que no creo que marque. Podrías levantar los cinco dedos en el aire, por las cinco semanas que me voy a pasar con la puta escayola.

Hecho. Las flores son bonitas sí ¿las elegiste tú o en el club también hay un empleado que es el que se dedica a elegir las flores?, preguntó ella.

Al cortar la comunicación Sylvia sintió un extraño poder. Siempre había sido la menor del grupo, habituada a dejarse mandar, organizar, con amigos más mayores que imponían su autoridad. Sobre Ariel llevaba la iniciativa. Se permitía despreciar su cheque, bromear, mirar con ironía el ramo de flores. Un ramo de flores.

Por la tarde, le llevó el ramo de flores a la abuela Aurora. Son preciosas, tu abuelo antes solía traerme flores cada domingo, de una gitana que se ponía junto al kiosco. Pero se fue la gitana y se acabaron las flores, ya ves.

Sylvia volvió con su padre a casa. Mientras él conducía le dijo me han pasado dos entradas para el fútbol este domingo, ¿quieres venir? ¿Contigo?, preguntó él, extrañado. Sí, conmigo. ¿Y quién te las ha dado? ¿Quieres venir o no? Sylvia sonrió sin mover un músculo de la cara. Cuando el tiempo de recreo acaba y el aula se llena de nuevo, Mai se arrastra perezosa lejos de su amiga, rumbo a la clase, que está en el piso superior. Luego te acompaño a casa. Sylvia reacomoda su escayola para dejar paso entre los pupitres. Nadia le ofrece el último mordisco de un bollo. Colorines más que sentarse se derrumba en su asiento con un bufido de sopor anticipado. El profesor de ciencias entra y cierra la puerta tras de sí, aunque aún faltan por llegar dos o tres rezagados. ¿Qué tal?, pregunta desde su mesa. Pero nadie responde.

2

Algunas veces seguía a una mujer hermosa que se cruzaba por la calle. A quince pasos de distancia degustaba su andar, su contoneo, sus formas, su prisa. Especulaba con su edad, su tipo de vida, sus relaciones familiares, su empleo, fija la vista en el pelo ondulado sobre el cuello o al acecho de un perfil. Le bastaba compartir con ellas una misma dirección para conocerlas, acompañarlas varias calles para hacerles el amor. En ocasiones se perdían en un portal, en un coche, descendían a la boca del metro o entraban en un comercio y Leandro aguardaba en la acera de enfrente como un enamorado paciente. A veces había seguido a una mujer por los corredores de El Corte Inglés, incapaz de determinar lo que buscaba, y la estudiaba a través de los estantes, planta tras planta, y saboreaba su rostro dibujado con ese aire ausente de alguien que compra sin saberse mirado. Se conformaba con apreciar la armonía de unos labios, el roce de un jersey sobre la forma del seno o el velo y desvelo de una rodilla en juego con la falda. Terminaba a veces en un barrio extraño donde la mujer se besaba con un hombre o se unía a otro grupo de mujeres, después del trayecto en autobús tras la estela sensual que desaparecía de pronto al socializarse ella, al terminar su estado de soledad.

Mirar era admirar. Mirar era amar. Pero nunca el sexo obsesivo se había adueñado de Leandro como ahora. Nunca se había sentido dominado por el instinto, incapaz de controlar el deseo. Nunca había asistido a su pulsión sexual mañana, tarde y noche. El sexo a todas horas. Bastaba el destello de un objeto para devolverle el brillo de la piel de Osembe o un volumen para traerle sus muslos musculados o el leve balanceo de la materia viva para recordarle sus senos o el rosado intenso pintado en cualquier lugar para sugerir las palmas de sus manos. Cualquier accidente era sexo. Cualquier gesto era sexo. Cualquier oscilación era sexo. El redondeo de una fría cacerola, la forma de una botella posada en la mesa, el envés de una cuchara. Sexo. Sexo al despertar excitado, a solas en su cama. En la ducha de la mañana que le recordaba la ducha rápida del chalet antes y después de hacer el amor. Sexo al mediodía cuando se aproximaba la hora habitual de acudir a su encuentro. Sexo a la noche cuando volvía a su cama arrepentido de todo pero el tacto de las sábanas lo excitaba de nuevo.

El miedo era sexo también. La falta de dominio. La obsesión. La vergüenza era sexo. La caída le excitaba. El precipicio que intuía tras su persecución incomprensible de un placer que no le correspondía y sin embargo gozaba cada tarde. Cada tarde porque después de las dos primeras semanas en que a cada encuentro le seguían al menos cuarenta y ocho horas de angustia, arrepentimiento y ensayo de olvido, las defensas se habían venido abajo. En la última semana sólo faltó un día. Sábado y domingo también acudió. Pese a la lluvia persistente de la última semana de noviembre que arrastró la contaminación y la suciedad de la calle hasta dejarla destellante a la luz de los faros. A las seis de la tarde, puntual como un empleado, llamaba al timbre de la puerta metálica que se le abría con un gruñido.

Osembe le recibía en ropa interior un día, vestida de calle otro. Cambiaba la ceremonia de desnudarse, pero el proceso era el mismo. El viejo cuerpo de Leandro asediando la fortaleza de ella. En Benin trabajaba en un puesto del mercado y los fines de semana solía divertirse en la playa. Allí había empezado a ganar un dinero extra por subir a las habitaciones de turistas o por acompañarlos a las discotecas. Explicó a Leandro que el primer español al que conoció fue un ingeniero que trabajaba para una ONG. Andoni, muy borracho, pero me trataba con amor. Él le habló por primera vez de España. Trabajaba en el Delta, en un proyecto de renovación ecológica y descontaminación, pero cada vez que estaba en Benin se encontraban. Su hermana tenía un negocio de artesanía africana en Vitoria y Osembe le ayudaba a conseguir un buen precio por piezas que cargaba en un enorme contenedor una vez al mes. Al llegar a Madrid lo llamé. Le vi un día, explicó Osembe. Me dio un poco de dinero y luego me pidió que no lo llamara más. Tiene novia aquí. También conoció a turo español del consulado en Lagos, un guardia civil que le regaló una camiseta del Real Madrid para su hermano pequeño y unos pendientes para ella. Follábamos dos días a la semana en el Solitel Ikoyi. Los españoles son muy cariñosos.

En ocasiones Osembe pronuncia un nombre: Festus. Leandro le pregunta, pero ella nunca precisa. Es quien la trajo a Madrid. Pero nada más. Si Leandro pregunta ¿tienes chulo?, ella se ríe, como si fuera una pregunta ridícula. Aquí voy a mitad con la casa. ¿Es tu novio? ¿Te vas a casar con él? Más risa. No, con él, qué horror. No, ya te dije, los africanos no son buenos maridos. Leandro la interroga por las pulseras doradas, por los anillos, el collar que se cierra en torno a su cuello y que a veces se quita con delicadeza y posa en la mesilla. Me gustan las joyas, dice, pero nunca reconoce que sean regalo de alguien. Yo gano mi dinero. También cambia de peinado con frecuencia, cuenta que pasó catorce horas de su día libre para que una amiga le hiciera las trenzas. La ropa interior es elegida, de colores llamativos, a veces a juego con las uñas de fantasía que terminan quebradas y sin brillo.

Entra en el cuarto de Aurora con una infusión de manzanilla que humea en la taza. Le pone azúcar y mermelada a la tostada que ella tomará con minúsculos bocados. Leandro acaricia el mechón blanco con destellos grises que cae hacia un lado de la cara de su mujer. Ayer vino su nieta y lavó el pelo de Aurora en una palangana de agua humeante sobre el colchón, con un masaje relajante de sus manos delicadas, y hoy el pelo brilla al contacto de la luz. Tengo que ir al banco, le dice. Luego subo a leerte. Abandona el cuarto después de sumirlo en la zarabanda alegre de un capricho de Mozart que emite en ese instante la Radio Clásica.

En la calle le recibe un sol intenso que no aplaca el frío. Un barrendero fuma un pitillo junto al cubo, la pala y el cepillo de cerdas. Lee un periódico deportivo arrugado que ha perdido el color y escupe un esputo verde en la calzada. En la avenida ya han colocado los adornos luminosos de Navidad. Cada vez antes, comenta alguien todos los años. Recorre los escaparates de las sucursales bancarias. Alcanza a ver a los empleados atareados en sus despachos entre paneles con anuncios de ofertas económicas presentados con imágenes amables y clientes que esperan como peces en urnas sin agua.

Días atrás se encerró con Osembe y dos chicas más, una recién llegada de Guatemala con un trasero enorme y unos preciosos ojos tristes y una valenciana, a la que ya conoció el primer día, y que le explicó que era la más antigua del chalet. Se acababa de aumentar los pechos y los exhibía firmes, plásticos, y se derramaba champagne por ellos durante la fiesta que organizaron. Leandro se fijó en el crucifijo de ella, dorado, tan fuera de lugar que resultaba cómico en esa nada solemne ceremonia que se alargó casi tres horas. Desnudo entre aquella carne en plenitud, acariciado por manos distintas, voces susurrantes de tres continentes, sonrisas limpias, se creyó por un instante rey del mundo. Vaciaba su copa sobre la piel de las chicas y luego lamía sus cuerpos. Borracho y algo febril, Leandro salió al frío de la calle, convencido de que la espiral que lo engullía era una reacción contra la vida moderada y formal que había llevado. Esa tarde pagó el exceso con la tarjeta de crédito. Tres días después recibió la llamada de su banco. Una voz femenina de heladora amabilidad le dijo que los fondos habían sido cubiertos por la entidad, aunque superaban su saldo, por lo que era urgente que pasara por la oficina para reponer las cantidades. Era casi la hora de cierre y en voz muy baja Leandro respondió, mañana mismo, mañana mismo iré.

Leandro aguarda en la fila frente a la caja mientras una anciana trata de poner al día su cartilla, sin apenas vista, con confianza ciega en la amable señorita que le enuncia el saldo. El director de la sucursal toca el hombro de Leandro y le saluda con cordialidad postiza. Lo invita a su despacho y al ofrecerle una silla dirige una señal a otra de las empleadas. Hablan de la Navidad cercana, del clima, de la sierra al parecer ya cubierta de nieve, mientras Leandro piensa que, de ser un animal, el director sería un mosquito, desconfiado y nervioso. Cuando pregunta a Leandro por su mujer, la conversación se torna grave. Mal, la verdad, no sé si sabe que se partió la cadera hace un mes... Vaya por Dios, no sabía nada, ¿cómo se encuentra? Pues bastante floja, dice Leandro, y deja que la pausa se alargue, la recuperación está siendo tan larga y problemática.

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