No habían vuelto a hablar desde esa noche de lunes. Ariel había pensado en ella a lo largo de la semana, pero le incomodaba arreglar otra cita. Era evidente que habían flirteado como si ella no tuviera dieciséis años, como si la razón de verse fuera algo más que compensarla del atropello. Era una chica atractiva, lista, pero Ariel reconocía su lado juvenil, esa peligrosa inercia que podía empujarla a enamorarse de él, a fantasear con una relación que no iba a ocurrir, no. En el autobús, al prender su móvil, contó con que aparecería un mensaje de ella. Pero no fue así. Tampoco ella daba señales de vida. Y él no debía darlas.
No iba a darlas.
Mira su reloj. Son casi las doce. Aún no se alcanzaban a ver las luces de la ciudad por la ventanilla del autobús. Escribe un mensaje: «¿Te gustaría venir a ver una película mañana a casa? Así me cuentas el final.» Busca en la agenda el nombre de Sylvia y lo envía. Es sábado por la noche. Seguro que ha salido con sus amigos de clase. Ariel siente que a él también le correspondería más aquello, por edad, que compartir el autobús con sus compañeros, bajo el ruido de los golpes de un héroe de acción que, al final de la película, como siempre, resolvería todos sus problemas con una exhibición de poderío físico.
Se ha subido el cuello del jersey hasta taparse la boca. Su respiración arde al contacto con la lana. Es una sensación agradable. El frío de la piedra alcanza sus muslos a través del pantalón. Hubiera sido mejor no sentarse. Pero él la hace esperar. Siempre la hace esperar. Para ser puntual en Madrid hay que usar el metro. Debe de ser difícil ser puntual entre ese magma de coches. ¿Por qué no quiso que la recogiera en casa? No, pensó ella, mejor no. Temía que la viera su padre o algún vecino subir a aquel coche. Por eso está otra vez sentada en las escaleras del edificio de Correos. Es un sitio horrible para quedar, ya lo sé, pero es nuestro sitio, ¿no?
La última vez que salieron juntos ella se subió al coche y Ariel condujo hasta su casa. Parece lejos, pero a esta hora sin tráfico es un segundo, dijo él. Sylvia estaba nerviosa y su pie se movía sobre la alfombrilla. Habían tardado casi una semana en volver a comunicarse tras la primera cena juntos. Estuvo a punto de perder la esperanza. O mejor dicho la perdió varias veces. El martes sonó un anuncio de mensaje, era Mai. Acababa de llegar a Viena con su chico. El miércoles alguien le llamó a deshoras. Era Dani, parecía borracho. Nunca sé cómo tenemos que hablarnos, dijo. Sylvia tampoco lo sabía. No sé, normal, ¿no? El viernes, camino de casa, vio un coche plateado idéntico al de Ariel. Se acercó hasta el borde de la acera. Lo conducía un cuarentón algo fofo, el pelo engominado, gafas de sol, a su lado había una mujer que parecía más bien un complemento de serie ofrecido con el coche. El sábado por la noche creyó que el mensaje entrante de su móvil sería de Alba o Nadia para preguntarle si al final se animaba a salir con la gente de clase, pero era él. La invitaba al cine en su casa. Dijo sí. Claro.
Qué pensar. Qué buscaba. Qué buscaba ella. La perspectiva enfermiza de adolescente podía no ser la correcta. Podía engañarla. El espejismo típico. Intuir lo que no es. El deseo obliga a ver lo que el deseo dibuja. ¿Y la realidad? Me llama. Habla conmigo. Sylvia pensaba, lo normal es que yo no exista, que deje de existir tras el atropello, y sin embargo... Es amable. Sólo es amable.
El está siendo amable, yo me he enamorado.
El pensamiento vagaba a su antojo. No se concentraba. En clase los síntomas eran evidentes. En la televisión aparecían imágenes de la cumbre de presidentes en Viena, la ciudad tomada por los antidisturbios. Escudos y cascos protectores de ciencia ficción. Cargas policiales. Mai no contestó su último mensaje. Pero no se preocupó demasiado. El domingo regresaba.
Aquella primera vez que la llevó a su casa entraron en el chalet por el garaje. En la planta sótano había una habitación transformada en gimnasio. El calentó unas albóndigas para cenar. Estaban ricas, pero era ridículo comerse las albóndigas en aquel salón, con Ariel de pie mientras proponía películas por ver hasta que ella eligió una, ésta. Él apagó las luces, sacó una botella de litro de cerveza y dos vasos, surgieron las imágenes, pero la atención de Sylvia no estaba en la pantalla, sino en Ariel. Tenía apoyado el brazo en el respaldo del sofá, como un proyecto de abrazo, de caricia que nunca llegaba, que nunca iba a llegar. Y Sylvia que pensaba si los calcetines tenían algún agujero antes de quitarse las botas, ponerse cómoda, recogerse en el sofá por ver si él se decidía a abrazarla. Le habían quitado la escayola esa misma mañana. Vaya, así me siento un poco menos culpable, le dijo Ariel al verla. Aún necesitaba la muleta para apoyar el pie con seguridad, pero había recobrado los movimientos.
Vieron la película. Era divertida. Liosa. Dos timadores. Hacia la mitad él le preguntó ¿ya sabes cómo va a acabar? Bueno, uno de los dos no es lo que parece, eso está claro. Ariel sonrió. ¿Tú ya la has visto?, preguntó ella. Sí, pero me es igual. Me gusta. A mí no me importa saber cómo acaban las películas. En el fútbol es igual, si sólo importara el resultado podríamos tirar cinco penaltis cada equipo al empezar y a casa. No, lo que importa es el juego. Sylvia se encogió de hombros, nerviosa. ¿Por qué le hablaba de fútbol? Se llevó un mechón de pelo a la boca, lo mordió una y otra vez. ¿Qué pensaba él de ella? La invitaba como una curiosidad. Una española avispada y graciosa. Como una especie de sobrina pizpireta. Le hablaba de fútbol, pero se le notaba profesoral, me habla como a una niña. A ratos Sylvia perdió el hilo de la película para concentrarse tan sólo en sentirse miserable.
Cuando la película terminó Sylvia repasó las montañas de cedés. Abundancia de grupos argentinos. Nombres que no le eran familiares, Intoxicados, Los Redondos, La Renga, The Libertines, Bersuit, Callejeros, Spineta, Vicentico. Pon algo que te guste, pidió ella. El le puso el último disco de su amigo Marcelo. Me mandó esto que todavía no salió a la venta. Escuchá, es rebueno. Sylvia se sentó, tomó otro sorbo de cerveza. Las letras..., dijo Ariel, el tipo tiene un mundo loco, suyo.
Acababa arriba las frases, como si quedaran campanilleando las últimas sílabas en el aire. No oigo casi música en español, dijo ella. Prefiero no entender las letras. No sé, me parece que todo suena más cursi, más simplón cuando es tu lengua. ¿Estás loca?, dijo él. Y repitió los versos: «Enredado en lianas de tu selva, busco la senda que me devuelva, la cordura de antes de perderla, de perder la visión entre tu niebla, la cuerda donde me cuelgo cada lunes que pierde mi equipo, qué lejos, Ariel, está Madrid.» Ahí se refiere a mí. Ariel la miró, sin sentarse. Bonito, ¿no?
Sylvia se defendía, sí, no sé. Un poco cursi. Me suena todo cursi si lo entiendo. No estar de acuerdo era una forma de significarse. Un poco blando, dijo después de otra banda. Detesto esos grupos que tienen aspecto de duros con las melenas y los tatuajes y toda esa parafernalia, pero luego lo que cantan es pura mermelada, baladitas ñoñas. Ariel lo interpretó como una declaración de sus gustos, buscó un grupo más agresivo. Salieron de una villa miseria, lo más tirado de Buenos Aires, le dijo. Sonaban fuertes, guitarreros. A Sylvia le gustó más. Ya veo, te va el rock chabón, intuyó él. El ruido al menos tapa un poco lo simple que es la letra. Ariel rió. No dirás que Marcelo era simple, lleva veinte años de análisis. Es un tarado. Hay gente que hizo la tesis doctoral sobre una canción suya, me lo contó él. Está empeñado en que visite a un analista amigo suyo que se vino a Madrid.
A Sylvia le resultaba incómodo escuchar la música con la sonrisa de Ariel clavada, los ojos interrogadores. Asentía, decía bien o esto me gusta. La situación tenía algo de examen. Él le preguntó por su música favorita y ella nombró grupos que él desconocía. Todos ingleses o americanos. Ya me los dejarás escuchar, dijo él, casi como una cortesía. Sylvia lo entendió como una invitación a prolongar su relación. Él servía cerveza de vez en cuando, pero siempre desde el otro lado de la mesa ratona como él llamó a la mesita de café, llena en su repisa inferior de periódicos deportivos y revistas. Sylvia ojeó alguna, pero las mujeres de portada eran demasiado bellas, retocadas por ordenador en busca de una perfección ficticia, ni rastro de granos, dobleces, arrugas, piel real. En ésta me dedicaron la tapa. Ariel le tendió una revista con su foto en la portada. Ni si te ocurra leerla, le entrevista es un horror.
Hablaron un rato más, pese a que la música sonaba fuerte y él cambiaba las canciones antes de que terminaran, como si quisiera hacerle un repaso antológico en veinte minutos. Se hizo tarde, demasiado tarde. Sylvia dijo ¿cómo voy a salir de aquí? Faltaban veinte minutos para las once. Pero Ariel se empeñó en llevarla. Sacó el coche del garaje y Sylvia salió por la puerta del jardín, para evitarse escalones. Qué ridículo tener que irse tan pronto. Para él la noche seguro que empezaba ahora. Se subió al coche como una cenicienta infantil. Volvían por la autopista ahora desierta hacia la ciudad. Seguía sonando la misma música de su amigo Marcelo. Me gusta tanto que me lo copié para el coche, explicó él. El camino inverso parecía devorar lo ocurrido durante la noche. Cuando lleguemos a casa, pensaba Sylvia, será de nuevo como si no nos conociéramos. Era una sensación extraña. Una ruta desandada que devolvía al origen. No ha pasado nada, porque nada tenía que pasar. Sylvia miraba la autopista y se volvió a morder un mechón de pelo. En la ciudad, Ariel le preguntó por sus padres. Vivo con mi padre, solos los dos. Mi madre lo dejó hace medio año. Y sin que Ariel dijera nada, Sylvia se vio en la obligación de añadir son buena gente. Se les hundió la pareja.
No sé, a veces creo que siguieron juntos por mí, sin más, y ahora no encontraban nada que los uniera. Sylvia se puso el pelo detrás de las orejas, los ojos tristes. El la miró dos veces, mientras conducía.
Al llegar al portal, Ariel lo rebasó. Que nadie te vea bajar de este auto concheto, bromeó. Se rieron los dos. Gracias por la película. Repetimos cuando te apetezca. Cuando tú quieras. Ariel repasó su calendario. Mañana viajamos, jugamos en Italia el miércoles, pero a la vuelta, no sé, te llamo, nos hablamos. Vale, se limitó a decir Sylvia. Se besaron en las mejillas, ella lo envolvió en su pelo, él se lo apartó con delicadeza. Ariel la ayudó a bajar, la pasé bien, no creas que conozco a tanta gente acá con la que ver una peli y tomar una birra. Sylvia se fue andando hacia el portal con una sonrisa de victoria.
En el ascensor, sola, de subida a casa, apoyada en la muleta, algo mareada por la cerveza, se fundió en un largo beso en los labios con el espejo. Luego pensó soy estúpida.
El jueves, tras volver del partido en Italia, él le escribió un mensaje. «¿Nos vemos otra peli?», proponía. «Programa completo», contestó ella, y luego se arrepintió de haberlo escrito. ¿Completo? Sonaba a descaro. También se arrepentía de haberse repasado los labios de un morado apagado que en ese momento escondía bajo el cuello de lana del jersey, en el frío de las seis de la tarde, sentada en las escaleras gélidas, a la espera de ver aparecer el reflejo plateado del coche de Ariel en lo que ya era su lugar habitual de cita. Sentía que exponía, así, de un modo evidente sus intenciones. Su amor. En el morado, en su fácil disponibilidad, en el entusiasmo. Estaba nerviosa.
El hospital enferma a Leandro. En la sala de espera sólo hay ancianos.
Es como un micromundo en extinción. Le sorprende que aún nadie haya rodado una película de ciencia ficción en la que sólo existan ancianos a la espera de trasplantes o que sobreviven ayudados por algún ingenio médico. A lo mejor lo han hecho, lleva bastante tiempo sin prestar atención a la cartelera. Alguna mujer hablaba en voz alta, expresiva, de su enfermedad. Otra le respondía, lo mismo tuvo mi cuñada. Otra, la esperanza es lo último que se pierde. La enfermera soporta la reprimenda de un hombre que dice esperar desde hace una hora, luego recoge los volantes de los recién llegados, pide paciencia, nombra a los tres siguientes de la lista.
El gesto de Leandro es opuesto al de Aurora. Ella, en la silla de ruedas, conserva una firme dignidad. La cabeza bien erguida, los hombros levantados. Tan sólo las manos inertes, blancas entre la lluvia de manchas de edad, dormidas, delatan que ella es la enferma. Leandro hunde la cabeza, la mirada baja, los hombros caídos. El sábado anterior su alumno de piano, Luis, le ha dicho que no encontraba tiempo para las clases con los exámenes de la universidad y que dejaría de acudir por un tiempo. Claro, claro, le respondió Leandro, pero sintió que ése era el final de su vida laboral. En los mejores años tuvo hasta cinco o seis alumnos particulares que repartía en clases a lo largo de la semana. Desde que se jubiló había reducido el número, pero nunca bajaban de tres. El año pasado se limitó a uno, Luis, un muchacho educado y atento que aparecía todos los sábados a las once. Le habían recomendado a Leandro como profesor en la academia, a él ya le daba pereza anunciarse, buscar alumnos. Al perder su último estudiante se dijo ya está, es el final, otro capítulo cerrado. Se mostró callado durante aquella última clase, tanto que el joven Luis se sintió en la obligación de animarlo, quizá después de los exámenes me reincorpore.
Los últimos días apenas había salido de casa. Velaba la debilidad de Aurora, a la espera de sus ráfagas de ánimo, mientras cumplía con los absurdos empeños de ella: llamar a un conocido por su cumpleaños, pagar a Benita la hora extra del jueves pasado. De pronto salía de su adormecimiento o interrumpía la lectura para organizar la rutina, mira a ver cómo andamos de aceite, quizá haya que comprar o tendrás que ayudar a Benita con los estantes de arriba de la cocina, ella no llega. Leandro presenciaba cómo aquella mujer se alzaba en un taburete para alcanzar a duras penas a eliminar la grasa acumulada fuera de la vista, mientras gritaba, por cinco centímetros, sí señor, por cinco centímetros me quedé sin cobrar la pensión de enanismo. Ya es mala suerte, de algo me habría servido al menos ser tan bajita, pero ni eso. Leandro conocía sus desventuras personales. Un marido muerto por enfisema, cuando aún estaba en la flor de la vida; una pensión ridícula, una hija caída en las drogas que se suicidó con veintidós años arrojándose por la ventana y otro hijo transportista encarcelado en Portugal por un turbio asunto de contrabando. Le metieron algo en la carga, pero él por no denunciar a los jefes. Demasiada fortaleza mostraba aquella minúscula mujer, que alegraba la casa con su vocerío vitalista; a veces cantaba una copla mientras pasaba la aspiradora y Leandro, a quien espantaba el acorde de ambos sonidos, huía a la calle en busca de paz. Cuando terminaba la labor, Benita se asomaba a la cama de Aurora y se despedía con estruendo. Le pellizcaba las mejillas con fuerza, así toma un poco de color, que está usted muy pálida, o repetía lo peor es quedarse quieta, de quieta a muerta no hay más que un soplo.