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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (25 page)

BOOK: Saber perder
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Leandro salía a dar un paseo por el barrio para aprovechar las horas de ese sol limpio de invierno. Compraba sin orden en el Mercado Maravillas, entre los puestos que conoce de siempre y en los que elude la familiaridad. En la calle asistía al espectáculo de las gitanas que vendían ropa, lápices de labios, pañuelos. A veces se perdía por las calles interiores y sus pasos le conducían a la fachada de la Academia Diapasón y en horas de clase escuchaba a algún alumno de solfeo o de piano que tocaba con dedos jóvenes y tentativos. Durante treinta y tres años había dado clases en aquel lugar.

La preocupación por el estado de sus cuentas le ha mantenido lejos del chalet. Se ha esmerado en los cuidados a Aurora como si esa tarea le apartara de la tentación. Alguna tarde se ha encerrado en el cuarto a escuchar un disco y ha fantaseado con la posibilidad de que su infamia haya terminado. Su hijo Lorenzo se deja caer a diario por la casa y le pregunta ¿está todo bien?, ¿puedes con todo, papá?, pide ayuda si la necesitas, por favor.

Un domingo encontró a su nieta sentada al piano y se colocó a su lado. La ayudó a sacar las notas de la melodía que canturreaba con algunas frases en inglés, como si compusiera en el aire una canción.

Aurora le pide que espere afuera, me harán pruebas y cosas raras, mejor no entres, y le fuerza a permanecer al otro lado de una puerta con la advertencia adherida sobre el nivel radiactivo del lugar. Leandro se entretiene en el pasillo, repasa cada uno de sus dedos con la otra mano, camina arriba y abajo para no volverse a encerrar en la sala de espera llena de conversaciones accidentales.

En qué lugar, dónde, Leandro no comprende cómo ha podido alzarse la barrera entre ellos, esa área de protección donde el uno no involucra al otro en su sufrir, en lo que sienten. Aurora, tan abierta, vital, sincera, siempre disponible, alegre, entusiasta, pero reservada con cualquier asunto que a él le pudiera afectar, importunar. Ella había respetado su espacio, su silencio, su falta de implicación y se había esmerado por que nada lo perturbara. Ahora Leandro se avergüenza de una relación así. Su mujer no va a compartir con él su miedo, su dolor, y es posible que necesite hacerlo, pero se lo callará, se mostrará fuerte, auto-suficiente, porque es lo que ha aprendido a hacer al lado de él.

Cuando se conocieron se impuso ya quizá esa forma de ser. Leandro tenía veintitrés años y acudió a la oficina de unas dependencias del antiguo Ministerio de Educación para tratar de conseguir ayuda económica con la que prorrogar sus estudios y viajar a París. Fue de ventanilla en ventanilla, con una recomendación escrita que mostraba a quien quisiera leerla. Aurora martilleaba una máquina de escribir y fue ella quien se fijó en él y se ofreció a ayudarle, aunque no era más que una secretaria temporal. Puede que ya entonces intuyera que Leandro era incapaz de enfrentarse a las dificultades, que necesitaba de alguien que le resolviera las catástrofes domésticas, los diminutos miedos. Aurora se interesó por su caso cuando Leandro ya sólo esperaba recibir la última negativa sentado en un banco de madera, mientras se frotaba las manos heladas. Él le dijo que buscaba una beca para una escuela en París y ella le preguntó por su rama de estudios. El dijo piano clásico. Los ojos de Aurora, en aquel día tantos años atrás, se abrieron enormes, como si Leandro tuviera la única llave capaz de abrirlos así.

Piano clásico.

Leandro siempre pensó que aquellas dos palabras le abrieron el corazón de Aurora. Las dijo con intención petulante. Madrid, 1953, piano clásico. Era como hablar de vida en otros planetas. Aurora leyó la recomendación escrita por algún notable y le pidió que esperara un momento.

Desapareció por un pasillo trasero y tardó en volver. Tanto que cuando lo hizo, Leandro respondió a su sonrisa con un ¿seguro que no le estoy haciendo perder demasiado tiempo? Pero Aurora negó con la cabeza, odio mi trabajo, cualquier interrupción es una suerte.

A pesar de las buenas intenciones de Aurora, Leandro sólo obtuvo un saco de palabras amables y promesas que nunca se materializaron. En la calle, aquel primer día, despidió a Aurora con un correcto apretón de manos, y se alejó mientras se alzaba el cuello del abrigo. No volvió los ojos para verla a ella en el oscuro portalón. No quiso esforzarse por ser amable ni agradecerle el desvelo. Ahí presentaba su candidatura romántica, cargada de silencios, un aura de misterio y un muy oculto calor. Cuando se alejó de aquellas oficinas de la calle Trafalgar sabía que volvería a verla, que iría a buscarla tras aquella ventanilla para ofrecer la nada que tenía que ofrecer, lo poco por decir. Creo que no te agradecí del todo lo que hiciste por mí, le fue a decir dos días después. Entonces ella se ruborizó como una colegiala.

Paseaban a la tarde por las aceras del centro. Leandro dejó extinguirse la inconstante pasión por una bailarina a la que había conocido en las audiciones del ballet donde trabajaba de pianista por horas. Aurora cortó todas las esperanzas a un joven compañero de trabajo de su padre al que éste insistía en invitar a comer a casa para que mostrara sus ojos de marido solícito por encima de la sopa. Tras seis meses de leer Primer Plano para elegir alguna película que ver, de esquivar los charcos de la calle o el hedor de los mendigos en la acera, de escuchar la radio juntos, Aurora le entregó sus ahorros y le dijo vete a París y prueba. Entonces se sabían enamorados sin futuro. En las cartas de Joaquín se le prometía un destino compartido.

Tras la guerra el padre de Joaquín reapareció como si de un muerto viviente se tratara, pero victorioso y heroico. Nada que ver con los que regresaban del frente o los campos de interna-miento como lánguidas sombras. Las malas lenguas decían que había llevado también una doble vida sentimental y ahora purgaba sus faltas convertido en un devoto padre de familia que arrastraba a todo el que se encontrara en el camino a su misa diaria. Ayudaba magnánimo a los más desfavorecidos del barrio y desde el primer día insistió para que Leandro compartiera con su hijo Joaquín las clases de piano.

Tres tardes a la semana venía un viejo profesor que había perdido el puesto en el conservatorio por sus simpatías socialistas. Demasiado viejo para ser fusilado, demasiado testarudo para cambiar ahora de ideas, se había descrito él mismo en algún rarísimo guiño de intimidad con sus alumnos. Don Alonso trataba de disciplinar a los dos muchachos frente al teclado. Aprendieron tanto de sus lecciones como de su callada tristeza, del amargo agradecimiento con el que recibía, como propinas, el pago del padre de Joaquín al terminar la clase, de la cuidadosa manera de guardar las partituras envejecidas en su cartera de cuero descosida. Leandro siempre conservó un recuerdo afectuoso de don Alonso y sus ejercicios para la mano izquierda o de aquella tarde en que les habló de las escuelas de música en Rusia, de la disciplina de sus conservatorios, de la selección natural de talentos por todo el territorio, y lo hacía en voz tan callada y culpable que pareciera que les contaba una orgía en prostíbulos prohibidos. También recordaba los silencios como pozos profundos. Por más que Leandro y Joaquín con once o doce años tuvieran dedicación casi exclusiva a la alegría de vivir, advertían la vapuleada honestidad de su profesor.

Esa vida paralela con Joaquín, los dos sentados frente al piano, había quizá creado una falsa expectativa en Leandro. Sus familias eran bien diferentes, su circunstancia económica más aún. Cuando Joaquín comenzaba a dilapidar los primeros dineros en diversiones, Leandro trataba de ayudar a su madre viuda. Pero los miles de horas compartidas en la calle y luego en los cafés, las conversaciones, las confidencias, quedaron atrás con la partida de Joaquín a París.

Desde París Leandro escribió dos largas cartas a Aurora. Fueron pocas para lo que ella esperaba, pero eran bien expresivas en su amargura. Leandro no logró plaza en el conservatorio ni alcanzó a establecerse en la ciudad. Joaquín tenía una maestra entonces célebre, una austríaca emigrada que hablaba un francés de plomo, para la que Leandro pasó una audición. Se atrevió con el concierto para piano «Jeunehomme» de Mozart y ella le preguntó por qué tocaba aquello. Leandro le contestó lo mismo que aún hoy piensa, es quizá la pieza más bella para piano nunca compuesta. La frase de la mujer al terminar la audición fue demoledora, no elegimos esta profesión para hacer sonar lo hermoso como convencional. Leandro volvió a Madrid a los tres meses. Su madre había empeorado de salud y él echaba de menos a Aurora. Joaquín le dijo algo que ya entonces sonaba a piadosa mentira, en Madrid puedes lograr lo mismo que yo aquí.

Aurora y Leandro iniciaron un noviazgo oficial, feliz e íntimo, aislado del mundo y sus limitaciones. Esperaron a que Leandro terminara la carrera para casarse y vivir juntos. Podía sumar dos o tres trabajos y conseguir un sueldo que les permitiera pagar el alquiler de manera holgada. Ella mantuvo su empleo de secretaria hasta que se quedó embarazada. Al morir la madre de Leandro, con la venta del piso compraron otro en la plaza Condesa de Gavia. Para entonces Aurora ya se había acostumbrado a la reserva de Leandro. A Aurora le bastaba con saber que él sentía por ella mucho más de lo que nunca alcanzaría a expresar. Luego se nutrió de la energía de su bebé, de la vitalidad del recién llegado.

Para entonces Joaquín volaba solo. Había conseguido un representante y se había trasladado a Viena para recibir alguna lección magistral y asistir a la Bruno Seidhofer y completar sus primeras actuaciones. Sus cartas eran cada vez más cortas y más infrecuentes. Allí coincidió con pianistas como Friedrich Gulda, Alfred Brendel, Ingrid Haebler, Walter Klein, Jorg Demus, Paul Badura-Skoda. Ayer vi tocar a Glenn Gould, le escribió a Leandro, en un concierto donde destrozaba, como es habitual en él, a Bach. O asistía al Staatsoper para ver dirigir a Clemens Krauss o Fürtwangler y a pianistas como Fischer, Schnabel o Alfred Cortot, el mismo que habían escuchado infinidad de veces en una grabación de los años treinta de los veinticuatro preludios de Chopin que don Alonso les enseñó a reverenciar. Poco después Joaquín firmaría un contrato con la discográfica Westminster y Leandro se convertiría en el viejo amigo de la infancia en un Madrid que visitó lo menos posible, en especial a partir de que sus declaraciones publicas contra el régimen se hicieron habituales y bien celebradas en su París de acogida.

Al volver a casa esa mañana, Leandro se limita a guiar a los enfermeros por las escaleras. En cada escalón mil veces recorrido ve la sombra de lo que fueron y piensa que las piernas de Aurora ya nunca volverán a subir erguidas por aquel lugar, cargada con el niño en brazos, las cestas de la compra. Leandro la ayuda a desvestirse y a acomodarse en la cama.

Algo después colocará la bandeja de la comida en el regazo de ella y se instalará en el sillón cercano. Escucharán la radio que a esa hora repasará las noticias destacadas del día. Aurora no compartirá con él los detalles que le ha dado el médico. Tampoco Leandro le confesará la urgencia por salir, por volver al chalet donde trabaja Osembe. Tras dos semanas de abstinencia esa tarde volverá a verla.

7

A mediodía del sábado Lorenzo prepara la mesa para la comida. Sylvia se extraña. Es pronto. ¿Vas al fútbol? No, pero he quedado, responde de manera enigmática. Ella cocina algo de pasta y dos filetes y comen frente a las noticias del corazón y el comienzo de un telediario. Sylvia anuncia que pasará la tarde en casa de la abuela.

¿Has hablado con tu madre estos días? Sylvia asiente. ¿Tienes exámenes pronto? En dos semanas. ¿Estás estudiando? Lo que puedo. Dos horas después Lorenzo aguarda a Daniela frente a su portal. Cuando la ve advierte que se ha maquillado, un poco de sombra violeta en los ojos y en el contorno de los labios. Lleva unos pantalones elásticos ajustados y una camiseta fucsia bajo la cazadora vaquera. El pelo húmedo cae sobre la espalda. Un bolso grande de lona cuelga de su hombro. Estás muy guapa.

El lunes Lorenzo esperó a que llegara esa hora incierta de la mañana en que todo el mundo está inmerso en sus tareas y los desocupados se delatan con el lento caminar por las aceras o la mirada demasiado persistente a un escaparate. Subió las escaleras hasta el piso superior y llamó al timbre. Abrió la puerta Daniela. Detrás se oía el sonido del televisor y los balbuceos del niño frente a los dibujos. Ella mostró otra vez ese gesto retador algo incomodado, pero agradable. Se adelantó un paso para franquear el umbral de la puerta como si así se asegurara de no cometer ninguna transgresión en el hogar que le habían confiado. Perdona que te moleste, pero creo que tengo algo para tu amigo. ¿Wilson? Lorenzo asintió, dile que me llame. Es un trabajillo que puede interesarle. Yo le digo, gracias.

El diálogo se vació bien pronto, pero ella se quedó con media sonrisa dibujada. Por ahí embistió Lorenzo. Y otra cosa, ¿te gustaría ir a El Escorial este sábado? Me encantaría llevarte, ¿te acuerdas que te lo prometí?, insistió Lorenzo. No sé, este sábado... Daniela dejó correr sus pensamientos. No tienes que... Puedes traerte a tu amiga, si quieres. No sé si podrá. Le preguntas, a mí me encantaría. Bueno, ya te aviso. Lorenzo volvió a disculparse por haber subido y luego desapareció escaleras abajo. Media hora después le sonó el móvil. Era Wilson. No había pasado aún de trabajos esporádicos en la construcción, nada fijo, cada mañana aguardaba temprano en una plaza de Usera la llegada de furgonetas para la contratación diaria a dedo. Allí me pongo a la cola, saco pecho para enseñar el músculo y bajo la cara para ocultar el ojo loco, le contó entre risas. Lorenzo le explicó que esa tarde comenzaría a vaciar una casa y que el dinero dependería del tiempo que les llevara la tarea.

La oportunidad del trabajo se presentó durante una cena con amigos en casa de Óscar. Lalo habló de un piso que acababa de comprar la inmobiliaria para la que trabajaba. Pertenecía a un anciano de esos que perturban al vecindario con su manía de acumular basura. ¿Por qué lo harán?, preguntó alguien. Me acuerdo de una vieja de mi barrio que vivía rodeada de gatos, era igual. Síndrome de Diógenes, dijo Ana. Es un trastorno psicológico llamado síndrome de Diógenes. Cada vez abunda más. Óscar dijo que a buen seguro era un rechazo social, algo que se hacía por odio al entorno. Locura. El miedo al vacío, dijo Ana. Son gente mayor que vive sola. Lo tenemos que vaciar esta semana y no veas el miedo que da lo que nos podemos encontrar allí, por lo menos debe haber seis toneladas de basura, les contó Lalo. Yo me ocupo, dijo entonces Lorenzo para sorpresa de todos.

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