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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (29 page)

BOOK: Saber perder
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Tumbado sobre la cama, a Leandro empezó a resultarle antipática la voz de la chica. Tenía un timbre demasiado elevado, poco íntimo. Se rompía en cacareos absurdos, casi ridículos, cualquier frase sonaba al alarido de una gallina clueca. La muchacha estaba demasiado delgada y se marcaban sus huesos. Le pasó su cabello rubio por el pecho, le mordisqueó los pezones y acarició la piel fláccida en torno a su viejo vientre.

Tras los días de abstinencia en que se prohibió las escapadas al chalet, sus visitas se habían convertido en casi diarias. Como si fuera una recaída. El domingo se quedó en casa por un insuperable pudor y atendió un par de visitas de Aurora que le permitieron encerrarse en su cuarto. El reencuentro con Osembe después de tres semanas fue agradable. Ella estuvo cariñosa, preguntó por la razón de su ausencia. El le explicó que su mujer estaba enferma y ella evitó que se sintiera ridículo allí, hablando desnudo en la cama de un burdel de la enfermedad de su mujer. Osembe se dedicó con concentración a hacerle gozar. Aquella tarde volvió a casa con la culpa atemperada por la sensación de haberlo pasado bien. Además, se dijo, no volveré en bastante tiempo. Pero regresó a la tarde siguiente. Y a la otra. Y Osembe recuperó su rutinaria manera de satisfacerlo. La última mitad de cada encuentro se convertía en una breve charla en la que ambos concedían al otro algunos detalles de su intimidad. El lunes volvieron a utilizar el jacuzzi, aunque a Leandro le incomodaba la higiene del lugar y que el color de la bañera no fuera blanco. Disfrutó de la cercanía de Osembe. El jugueteo de márgenes entre su piel y la espuma del agua ofrecía detalles estimulantes. En la calle, se sintió calado por el frío de la tarde. Creyó enfermar.

Se imaginó en la cama, febril. Luego pensó que no habría nadie para atenderlo. No podría ahora repetir aquellas jornadas de gripe o gastroenteritis que pasaba en la cama, con Aurora preocupada por ofrecerle algo de comer, las medicinas a su hora justa, más calor cuando lo necesitaba. Ahora sería un enfermo abandonado. Y el castigo le parecía justo.

Pero no enfermó. Y a la siguiente sobremesa dejó adormilada a Aurora con el rumor de un programa amable de tarde en la radio. Antes de entrar en el chalet, desde la acera opuesta, vio cómo un hombre introducía unas cajas del supermercado y luego unas bolsas de la tintorería. Quizá fueran las sábanas, se dijo. No entró hasta quince minutos después cuando vio al hombre salir y alejarse de allí en un todoterreno oscuro. El chalet enseñaba sus habituales persianas bajadas como pestañas cerradas, el mismo aire de discreción, silencio, casi abandono. Pero esa tarde se indignó con Osembe.

Ella le recibió soñolienta pero solícita. Estaba casi desnuda, quizá saliera de cumplir con otro cliente. Lo lavó entre risas y torpezas y Leandro pensó que había tomado drogas o estaba bebida. Se echaron en la cama y ella estuvo excesiva. A ratos dejaba escapar carcajadas estúpidas o decía frases cariñosas que entre risas sonaban a burla. Con dos dedos agitó un rato el pene de Leandro como si fuera era un muñequito parlante. En la flaccidez parecía un teatro de guiñoles perverso e insultante.

Leandro se sintió expuesto y ridículo. Trató de reprimirse, de transmitirle su disgusto. Pero ella se aplicó a una felación trabajosa. Mordisqueaba el pene de Leandro y varias veces él sintió la frontera del dolor y el placer rozarse. Se llenaba la boca de saliva y enjuagaba y humedecía el miembro a media erección. Los ruidos eran desagradables y echaban a perder la esforzada concentración. ¿Qué pasa hoy?, decía ella. ¿No te gusto ya, mi amor?, preguntaba. Entonces se limitó a menear el pene de Leandro con mano agresiva, como si fuera un trabajo cansado y absurdo, agitar una vejiga muerta.

Leandro la cogió con fuerza de la muñeca. Cálmate, le dijo. Basta. Ella se resistió, pero él la obligó a tumbarse a su lado. Esperaron un instante a que sus respiraciones se calmaran tras el esfuerzo.

Quiero verte fuera de aquí, le dijo Leandro. Eso está prohibido. Dame un teléfono. Ganarás más dinero. Todo será para ti. No hables, le dijo Osembe, y movió la cabeza como si quisiera indicarle precaución. ¿No ves que ganarás el doble o el triple? ¿Cuánto te quitan aquí?

Leandro recorrió el cuerpo de Osembe. En sus delicados mordiscos ella reía o soltaba gritos sofocados. Leandro se deslizó hasta el sexo de ella y trató de domesticar su falta de concentración. Sintió fracasar sus intentos de darle placer, no notó humedecerse sus pliegues rosados. Parecía de piedra. Qué estúpido soy, pensó.

Se incorporó, se vistió sin la ducha habitual y salió de la habitación sin dejar propina. Osembe no le dijo nada y Leandro sospechó que se quedaba adormilada sobre la cama.

Abajo pagó con dinero en metálico. Contestó con un escueto sí al ¿todo ha ido bien? de la encargada. Había tenido ganas de pegar a Osembe, de abofetearla, de lograr enfadarla o crisparla, para llegar a ver, quizá, un atisbo real de la persona. Pero se alegró de no haberlo hecho. Cualquier conflicto en estos lugares acaba siempre de un modo desagradable.

Por la calle le costaba contener la furia. La gente con que se cruzaba le parecía vilmente fea, desagradable, torpe. La calle amplia y con seto de flores le parecía cursi y sin personalidad, la acera mal dibujada. Prefería las calles grises del viejo Madrid. La forma de los coches le parecía ridícula, el clima, inhóspito, los troncos descascarillados de los árboles, deprimentes. La ciudad le transmitía vida, pero una vida obscena, grotesca. Los comercios eran poco atrayentes, con rótulos raquíticos o neones baratos, la publicidad de las paradas de autobús invadida de la misma belleza frígida, y la gente era en su gran mayoría de una vulgaridad desmoralizante con sus caras de frío.

No volveré, se dijo. Desde el primer día le atrajo el desprecio altivo de Osembe, la crueldad de su mirada vacía e indiferente. Pero la tersura de la piel era adictiva. Sabía que nunca la tendría, que ella nunca pensaría en él ni se preocuparía lo más mínimo por su viejo cliente pervertido, sabía que nunca la fidelidad de sus visitas ablandaría el corazón ausente de ese chalet. El placer sexual que ella le concedía era fruto de una automática profesionalidad, las manos que recorrían su cuerpo sólo acariciaban el dinero que eso le proporcionaba. Dinero que gastaría en manicura, peluquería, cosmética, ropa, joyas, porque todo lo que atisbaba dentro de Osembe le devolvía a una chica ajena a la gravedad de su destino, superviviente complacida de un naufragio que no le angustiaba.

Si algún día dejaba que aquel vicio estúpido arruinara su vida le quedaría el consuelo de saber que lo había hecho consciente, que no acudía engañado a ese chalet ni a esos brazos, que era un descenso elegido, caída voluntaria y obsesiva que no merecía ninguna piedad, que no se sostenía con justificaciones románticas.

Al llegar a casa esa noche la ira se transformó en paz y entrega. Leyó para Aurora junto a la cama, le cocinó un caldo y le besó la mejilla para darle las buenas noches. Pensó si habría hecho todo aquello con la misma disposición de no venir de verle el rostro a su miseria moral, a su bajeza. Se preguntó si los sucesos de la vida necesitaban de un contraste imprescindible. Que lo bueno lo era por la presencia cercana de lo malo, lo hermoso de lo feo, lo correcto de lo incorrecto.

Me voy a poner bien, no tengas miedo, le dijo Aurora cuando notó el ánimo alicaído de Leandro. Apagó la luz. A oscuras él se sintió sucio y asqueado. Ella cometía un error enorme al interpretar la razón de su tristeza. No sufro por ti, sino por mí, pensó él, herido.

Leandro se fue a dormir con la saliva de Osembe reseca sobre la piel. Hubiera preferido amanecer muerto, liberado. Pero despertó sano y saludable, animado incluso. Y esa misma tarde estaba bajo el cuerpo de una ucraniana huesuda y plana, que decía llamarse Tania y a la que Leandro había elegido para vengarse de Osembe, por más que sospechara que a ella esos gestos suyos no la perturbarían lo más mínimo. ¿Qué esperaba? ¿Celos? Se arrepintió rápido al verse fingir para aparentar ser algo cercano a un cliente satisfecho. Con Osembe al menos no se sentía condicionado.

Leandro tiene que concentrarse para correrse al fin. Puedo vestirme solo, le dice cuando ella se ofrece a ayudarle con su horrible voz de grajo. Leandro observa su cuerpo blando, la pálida vejez, las pecas en torno al pecho. ¿Por qué hago esto? ¿Por qué me destruyo así? No había trabajado toda la vida, leído, estudiado, convivido con una mujer vitalista y hermosa, no se había esforzado por llevar una vida recta y libre para acabar hecho una piltrafa despreciable en un prostíbulo de barrio alto. ¿Voy a arruinar mi vida?, se pregunta a sí mismo. Coloca la cabeza entre las manos apoyadas en las rodillas, como un boxeador noqueado minutos después de perderlo todo.

Nota la advertencia interior que le impide llorar. La voz que le recuerda que aquellos lamentos culpables tampoco son sinceros. Conoce el resorte de la culpa demasiado bien. El remordimiento y él eran viejos amigos que se traicionaban con la coartada que da el saber que nada es definitivo.

Afuera canta un pájaro y del pasillo llega el rumor del sexo pagado en alguna habitación cercana. Tania ha salido del baño contiguo y le espera de pie para dejar el cuarto juntos. Nadie debía andar a solas, todo se coreografiaba para evitar encuentros indeseados. ¿Sabría Osembe que estaba allí? ¿Y eso qué le provocaría? Indiferencia, claro. A lo mejor una punzada de fastidio por perder dinero fácil. Pero todos los clientes eran iguales, le había dicho un día. Aunque él aportaba un componente desusado. La vejez, la decrepitud, el vicio a destiempo, la persistencia en el error, su culpa infinitamente más acusada que la de cualquier otro esclavo de la apetencia sexual incontrolada. Le sería difícil encontrar a alguien peor que él.

Se atusa el pelo frente al espejo. De nuevo la sensación de habitación de escolar. Nadie sospechará por su aspecto la inmensa desolación que esconde. Ve un hombre muerto al fondo de sus ojos. Leandro se dedica a sí mismo una mirada inteligente que le sirve para controlar cualquier emoción. Frío.

En el pasillo entre habitaciones Leandro escucha una puerta que se abre, algo inhabitual. Osembe asoma la cabeza. Lleva un vestido de una pieza color crema que termina a mitad de los muslos, se ajusta en las caderas y se abre en dos tirantes anchos en los hombros que dejan ver el escote. La ropa tiene algo desagradable por artificial, pero resalta el esplendor de su cuerpo. Sus ojos están enramados de rojas venillas.

Hoy me has engañado con otra, ¿eh? Leandro no tiene ganas de contestar, comienza a bajar la escalera. Ella le posa las uñas largas pintadas de color frambuesa sobre el hombro. Mañana es mi cumpleaños.

Si vienes haremos una fiesta especial. ¿Quieres?

Leandro entiende la escena como un patético triunfo. Se encoge de hombros. ¿Es una provocación? ¿O acaso una pequeña victoria?

La encargada toma el relevo de Tania al final de las escaleras. Guía a Leandro hacia la puerta. Espero que no haya problemas con el cheque, ¿verdad? Leandro le asegura que no habrá problemas, lo hace con firmeza. Pero ella muestra su sonrisa terminada en un diente gastado y torcido.

No me falles, viejito, no me falles.

La frase contiene una dosis de desprecio y amenaza. Leandro se siente agredido y abandona el chalet con fortaleza, sin dejarse vencer. Es el final. Nunca volverá a ese lugar. Lanza incluso una mirada a la puerta metálica para fijarla en el recuerdo. También al ventanal velado. Todo será pronto una sombra. Siente la mirada de alguien tras una persiana, percibe la presencia tras los listones. Nunca más. Nadie es tan estúpido de dejarse vencer cuando el enemigo te ha mostrado sus armas y su evidente superioridad. Sería suicida. Se aleja con paso vivo, renacido.

Está huyendo.

Y lo sabe.

11

El domingo Lorenzo come en casa de sus padres. Ha preparado un arroz pasado que se apelmaza en la cuchara de servir. Los tres se han dispuesto alrededor de la cama de Aurora y cuando ella elogia el sabor tras llevarse apenas unos granos de arroz a la boca, Lorenzo se autocastiga, bueno, también puede servir de engrudo y te empapelamos la habitación. Sylvia ha quedado a comer con su madre, que está de paso en la ciudad. Y, como siempre, Lorenzo ha sentido una punzada de celos.

Le incomoda no poder llevar a su hija a restaurantes más allá del local de abajo de casa y su menú de nueve euros. Sabe que acudirá Santiago e intentará ganarse a Sylvia con la misma estela de poder y seguridad con que conquistó a Pilar. Sus aires de importancia, su cháchara, sus libros de regalo que ella ahora lee pese a que nunca había mostrado interés por la lectura.

Cuando Pilar le anunció que lo abandonaba y que había otro hombre en su vida, a Lorenzo no le sorprendió que ese hombre fuera Santiago. No es tan raro, dijo entonces con esmero por herirla lo más posible, que una secretaria se líe con su jefe. Fue una frase que no consiguió ofender a Pilar. Y quizá eso enervó más a Lorenzo. En los días posteriores hizo algo de lo que aún se avergüenza. Ni tan siquiera sabe si Pilar conoce la historia. Puede que Santiago nunca se la haya contado.

Lorenzo apenas conocía a Santiago del par de ocasiones en que había pasado por la oficina de Pilar cerca de la plaza de la Independencia.

Cuando Santiago aún no era su jefe, Pilar bromeaba en las cenas con los amigos, creo que tengo el trabajo más aburrido del mundo. Pero Marta, la mujer de Óscar, que trabajaba en el Ministerio de Justicia, le rebatía, yo soy secretaria de un subsecretario, ¿dónde me deja eso a mí? ¿De subsub— subsecretaria? Y todos reían, como si así desterraran la eterna frustración laboral de Pilar.

Lorenzo aguardó aquel día en los alrededores de la oficina y cuando vio surgir del portal a Santiago se encaró con él. ¿Quieres hablar? Tomamos un café tranquilamente. El aire civilizado de Santiago en lugar de aplacarlo le ofendía más. Lorenzo le propinó un empellón que el otro recibió sin contestar, se sujetó contra la pared. Dijo algo más. Algo conciliador. Lorenzo le gritó ¿por qué me haces esto?, ¿eh?, ¿por qué me haces esto? Santiago, en un gesto reflejo, se había protegido con las manos. ¿Qué crees, que voy a pegarte?, le recriminó Lorenzo. Y le palmeó con rabia en los brazos como si sólo quisiera hacerle sentirse inferior. Le tiró las gafas de pasta marrón al suelo, fue casi por accidente. No se rompieron. Alguien que pasaba por la calle se detuvo a mirar. Santiago recogió las gafas, se las puso y echó a andar, con paso firme, sin correr. Lorenzo no lo siguió. Sólo repitió no te voy a pegar. Pero Santiago ya no se volvió para mirarlo, caminaba lejos.

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