Lorenzo les explicó que tenía planeado montar una pequeña empresa de mudanzas y transportes y que si estaba bien pagado ése podía ser un encargo perfecto para comenzar. Al notar la mirada de sus amigos se sintió ofendido. ¿No es un trabajo digno? Sí, hombre, sí, es que es un poco sorprendente. ¿Sorprendente? De algo tengo que vivir. No sé si sois conscientes de que estoy en las últimas.
Ya, claro. Y se esquivaron las miradas unos a otros, como si fuera un concurso de aguantar sin decir nada. Lorenzo no quiso que la conversación muriera allí. Insistió. Yo me encargo de limpiártelo y vaciarlo y dependiendo de las horas que lleve pactamos un precio. ¿Pero lo vas a hacer tú?, preguntó Lalo. El sitio debe de estar infectado.
Fue entonces cuando Lorenzo se acordó de Wilson y lo transformó en un conozco a unos ecuatorianos que pueden echar una mano. Sintió que sus amigos respiraban más tranquilos, como si esa delegación del esfuerzo lo elevara a la jerarquía empresarial, les evitara la degradante imagen de su amigo encorvado para recoger la mierda acumulada en años de desequilibrio mental por un anciano. Lorenzo improvisaba en voz alta. Estoy pensando en montar una flotilla de furgonetas, algo pequeño, pero hay mercado de sobra.
No me parece tan mala idea, dijo Óscar. Ay, hijo, yo ya te veía con una lumbalgia, destrozado dentro de una semana, reconoció Ana. Pues el lunes hablamos, dijo Lalo con fingido entusiasmo.
Wilson esperó en la furgoneta mientras Lorenzo subió al despacho de Lalo en la inmobiliaria. Su amigo le entregó las llaves del piso. Le escribió la dirección en un papel. No acababa de estar cómodo. Necesitaré una factura y esas cosas. Claro, claro. Seguro que ya no está el dueño dentro... No, hombre, no, está todo pasado por notarías. El piso es nuestro. En cuanto al dinero tú me dirás... ¿Necesitas algo para los primeros gastos?
Lorenzo y Wilson subieron por las escaleras hasta el piso. La mirilla estaba arrancada y sellada con cinta aislante negra. Antes de que lograran abrir la puerta, mientras probaban con cada una de las llaves que Lalo les había entregado, una vecina salió del piso de enfrente. Somos de la inmobiliaria, le tranquilizó Lorenzo. No me puedo creer que se vayan a llevar toda esa mierda. El olor es insoportable.
No era nada comparado con el hedor que surgió tras la apertura de la puerta. Necesitaremos mascarillas, dijo Wilson. La cantidad de objetos amontonados en el piso hacían casi imposible avanzar. Al sofá y al televisor, al mobiliario habitual de cualquier casa, se le había añadido una capa de desperdicios, basura acumulada, objetos apilados hasta convertirlo en una vivienda sumergida. Muebles de distinto tamaño, sillas, periódicos viejos, bolsas de plástico llenas de no se sabía qué.
¿Habrá ratas?, se preguntó Wilson. O cosas peores. Y la casa no está nada mal. Ya verás la pasta que piden cuando esté nueva, le respondió Lorenzo. Para entonces ya se había transformado en un profesional. Habrá que comprar mascarillas, bolsas de basura, guantes, palas, monos de trabajo, añadir un par de empleados más. Y tras levantar unas maderas y ver corretear un ejército de cucarachas en estampida añadió una bomba para insecticida.
Tardaron dos jornadas completas en vaciar el piso. El olor a cloaca era intenso y desagradable. Cargaban la furgoneta aparcada sobre la acera de bolsas de basura enormes. Conducían hasta un vertedero cercano y allí vaciaban la furgoneta para volver a empezar. Los desperdicios parecían no acabarse nunca. Periódicos y revistas que se remontaban hasta el año 1985 como si así dataran el comienzo de la demencia. La vecina, en algún rato en que amenizó las pausas de Lorenzo y Wilson y los dos compatriotas de éste que se sumaron a la labor, les contaba lo poco que sabía del hombre. Primero había comenzado a descuidar su aspecto físico y luego fue poco a poco degradando la vivienda. ¿Mujeres? No, no lo recordaba. Estaba segura de que trabajaba en Correos, pero en los últimos años no tenía horario. Lo mismo salía de madrugada que no se movía en días. Ni ruidos ni escándalos. Eso sí, cuando los vecinos comenzaron a afearle la conducta, el olor y la peligrosa acumulación de desperdicios, arrancó la mirilla y la tapó. Otro día amenazó al presidente de la comunidad con un cuchillo. Y la policía ya se hartó de venir con asistentes sociales, hasta que al final cursó el expediente de desahucio. Entonces había llegado la inmobiliaria y, nadie sabía muy bien cómo, había logrado comprar el piso.
Debajo de uno de los armarios había un cajón inmenso de madera lleno de fotos de mujeres recortadas por el contorno, como el pasatiempo de un niño. La tarea debía de haberle llevado años porque la cantidad era ingente. No eran mujeres desnudas ni llamativas por bellas, no parecían elegidas de un modo determinado. Eso sí, eran sólo mujeres. El contorneado era detallista, sin atajos, trabajo de alta precisión inútil. Parecían recortables antiguos de muñequitas por vestir. Había otra colección acumulada de billetes de metro, sujetos en tacos por gomas que se rompían con sólo rozarlas. Había chapas en cajones, botellas vacías e impresos de publicidad. En la cocina tan sólo la cubertería imprescindible para una persona. Un vaso, un plato y un juego de tenedor, cuchillo y cuchara. Radical declaración de soledad. Cientos de trapos y bolsas de plástico arrugadas en forma de bola. La manía de guardar parecía sólo crecer a base de cosas inútiles, sin sentido. Colecciones enteras de nada. No había demasiada basura orgánica y el olor más insoportable provenía del vater estropeado cuya cisterna goteaba incansable. La bañera era una piscina de óxido, el inodoro carecía de tapa y sin embargo se acumulaban los botes gastados de gel y jabón. En la cocina, pegado a la puerta de la nevera, llamaba la atención un papel con un número de teléfono y el nombre de Gloria.
Lorenzo se guardó el papel y en el descanso del segundo día marcó el número. ¿Gloria?, preguntó a la voz que le respondió. Sí, soy yo, dijo una mujer. Tendría en torno a los cuarenta años. Mire, perdone, se excusó Lorenzo. Le llamo de la calle Altos de Pereda número 43, del primero A.
De la casa de don Jaime Castilla Prieto. Lorenzo había memorizado el nombre del antiguo inquilino. ¿Qué quiere?, preguntó la mujer.
Lorenzo dio rodeos tratando de extraer información. Le dijo que estaban vaciando la casa y había encontrado su número anotado en un papel. Había cosas que quizá fueran de valor y quisieran conservar. ¿Por qué me llama a mí?, no he estado jamás en esa casa. No conozco a nadie con ese nombre. Pero su número estaba en un papel, en la puerta de la nevera... No sé por qué...
Lorenzo insistió en lo extraño de que no conociera ni el lugar ni al hombre que guardaba la anotación de su teléfono como un único contacto a la vista. Era, en apariencia, el único dato que lo enlazaba con el mundo real. Pero la mujer, la tal Gloria, negaba cualquier relación. La negación resultaba sincera, sorprendida, algo turbada. Lorenzo se dio cuenta de que empezaba a importunar a la mujer y se despidió con disculpas. Era raro.
A su manera, el dueño de la casa era un tipo ordenado, le hizo ver Wilson en un instante de pausa. Llamaban la atención los objetos cotidianos, fósiles de una vida convencional, que aparecían al retirar las capas de acumulados desperdicios. Una bicicleta estática empujada bajo la cama, perchas, zapatos en buen estado. ¿Por qué vivir así? ¿Por qué terminar así? Lorenzo sentía vértigo, miedo, se hacía estas preguntas camino del vertedero. Al final se consoló con la respuesta de Wilson. El tipo se abandonó. ¿Y por qué no?
¿Y por qué no?
La última carga de la furgoneta correspondió a aquellas cosas a las que Wilson o Lorenzo concedieron algún valor. Muebles coquetos de pequeño tamaño, un aparador, tres relojes de pulsera, algunos frascos de cristal.
En ese reemplazo final Lorenzo cargó una maleta de cartón con algunos discos de vinilo en pequeño formato y dos o tres libros y la enorme colección de fotos recortadas por la silueta.
A última hora llamó a su amigo Lalo. Ya está, tienes el piso vacío. Mañana te paso la factura, ¿vale?
Lorenzo devolvió a los compañeros de Wilson a las cercanías de Tetuán. Luego ambos se acercaron hasta el puesto de un anticuario en la barriada del Rastro que se había comprometido a echar un ojo a los muebles sobrantes. No es negocio, pensó Lorenzo cuando le ofreció una cantidad por las piezas. Wilson, más hábil, regateó con cierto descaro hasta aumentar unos cuantos euros la oferta final. Wilson se empeñó en acompañar a Lorenzo a lavar la furgoneta a una gasolinera, para tratar de desprenderle el olor desagradable. El ecuatoriano frotaba la parte trasera como si la furgoneta fuera suya. Lorenzo sintió un extraño agrado. Le caía bien el tipo. De vez en cuando decía alguna gracia con intención y se reía entre dientes. Cuando lo devolvió a su casa le pidió un favor. ¿Puedes decirle a Daniela que baje un momento? Tengo que preguntarle algo, se justificó ante la sonrisa intencionada de Wilson.
Lorenzo esperó en la oscuridad, aparcado sobre el vado de una entrada de garaje cercana. Daniela salió del portal y se acercó a la furgoneta esquivando el haz de luz de los faros. ¿Qué tal les fue?, preguntó. Agotador, dijo Lorenzo. Ya te contará Wilson.
Fuera del trabajo Daniela parecía más relajada. El pelo suelto, húmedo, le caía al borde de los ojos. Sí, bueno, está bien, dijo ella de pronto.
Lorenzo tardó en comprender que eso era una respuesta a la invitación para el sábado. ¿Te recojo entonces después de comer? Está bien. Lorenzo arrancó el motor y ella se volvió con la media sonrisa sin deshacer. Lorenzo la miró regresar al portal, caminaba sin contoneo, más bien a pequeños impulsos desafiantes. Sabe que la estoy mirando, pensó Lorenzo.
Luego pasó por casa de sus padres. Leandro y Aurora cenaban en el cuarto. Una tortilla. Lorenzo apreció su apagada intimidad. Estaba alegre, agotado por el trabajo. Me quedo sólo un segundo que tengo que ir a casa a ducharme, se explicó. ¿Seguro que no quieres cenar? No, no. Preguntó cómo se encontraban. Se enfadó por que no le hubieran pedido que los acompañara al hospital y luego les dio evasivas eufóricas en cuanto al trabajo. Cuando lo tenga más consolidado os lo cuento, se limitó a decir, convencido de que sonaba bien. ¿Qué ha dicho el médico?, le preguntó a su padre, luego, camino de la puerta.
Nada, una revisión normal.
En casa le aguardaba una nota de Sylvia. «Estoy estudiando en casa de Mai, vendré tarde.» Estudiando. Lorenzo esbozó una sonrisa irónica. Después de ducharse se metió en la cama. Dio vueltas. Cansado, pero presa de la excitación. Tardaba en dormirse. Se incorporó para sacar del vestidor cercano la muñeca Barbie enterrada al fondo del armario. Volvió a la cama con ella. Bajo las sábanas acarició sus formas plásticas.
Estaba demasiado cansado para hacerle el amor y se quedó dormido con la muñeca apoyada sobre el vientre.
De madrugada le despertó el ruido de la puerta al abrirse. Los pasos ligeros de Sylvia. Lorenzo espió la hora en el despertador de la mesilla. Cerca de las tres. ¿Saldrá con algún chico? Esperemos que sepa lo que hace. Tendría que hablar con Pilar. Le preguntaré. Con las madres se confiesan. Se desveló. Concedió el tiempo suficiente a Sylvia para meterse en la cama, luego se aventuró hasta su cuarto. ¿Qué horas son éstas de volver, Sylvia? Se me hizo tarde. No hace falta que lo digas. Me lié en casa de Mai. No quiero que vuelvas tan tarde, me preocupo. Vale, déjame dormir. Lorenzo observó su cuerpo de mujer bajo las sábanas. Se pregunta si algún chico disfruta de sus formas y luego borra del pensamiento el asunto, le perturba. Lo relaciona con su propia sexualidad. La preocupación por su hija no evitó que de vuelta en su dormitorio se masturbara con la muñeca y luego la devolviera, avergonzado, al fondo del armario.
Cuando el sábado, a primera hora de la tarde, Daniela sale de su portal y se sube de un salto a la furgoneta de Lorenzo, éste refrena el impulso de saludarla de una forma demasiado festiva. Se limita a sonreír en respuesta a la sonrisa de ella. ¿Está muy lejos El Escorial? No, una hora, como mucho. Ah, pensé que estaba más lejos.
No, no, está muy cerca.
Ha bajado al garaje a toda prisa. No quiere llegar tarde al entrenamiento. Ha sacado la ropa de cama de la lavadora. No sabe muy bien qué hacer con ella. Aún está húmeda. La extiende sobre el tendal interior. Fuera hace frío.
En el entrenamiento se le hielan las manos. Nota pesadas las piernas. Tiene falta de sueño. Le vuelven ráfagas de la noche anterior.
¿Qué estoy haciendo? Es una menor. Tiene dieciséis años. Sin embargo
los labios de Ariel no se separaban de los labios de Sylvia. Ella rompió su inmovilidad y atrajo la mano de Ariel hacia su nuca, la sumergió bajo la espesura de su pelo. Ariel alcanzó a acariciar la nuca y el cuello. ¿Qué va a ocurrir? Fue Sylvia quien se separó un instante, buscó los ojos de Ariel y sonrió.
Estoy loca, ¿no?
Ariel le pasó los dedos por la mejilla. Era suave, sin marcas. El gesto tenía algo de caricia infantil. No vamos a hacer nada, dijo él.
Sylvia bajó la cabeza, avergonzada. Ariel quería pasar los dedos por los labios de ella, pero no se atrevió a hacerlo. Sylvia atrapó un mechón de su pelo y lo mordió en la comisura de los labios. Ariel le acarició las manos y le apartó el pelo de la boca. ¿Por qué hacés eso? Lo hago cuando estoy nerviosa. ¿Y ahora estás nerviosa? No sé. No tenés que estar nerviosa. ¿Estás cómoda? ¿Querés algo más? No sé, otra cerveza...
El viaje de Ariel hasta la cocina concedió unos segundos a ambos. Sylvia se retrepó en el sofá. Ariel sabe que cuando los besos son demasiado apasionados delatan el miedo a lo que espera detrás, el pavor. Una vez se besó durante horas con una chica que había conocido en un concierto, eran besos de un fogoso increíble, pero huyó despavorida cuando él trató de desnudarla. Aquel recuerdo, unido a los besos espontáneos y entregados de Sylvia, le alarmó. No, no iba a hacerlo. El frío de la nevera le devolvió la cordura. Al sentarse de nuevo en el sofá lo hizo unos centímetros más lejos de Sylvia. Apenas nada, pero para ella debían de resultar kilómetros.
Lo mejor será que te lleve a casa, dijo él, y ella asintió. Son las doce y media.
Mi padre me mata. ¿Entrenas pronto?
A las diez. Cuando le explicó que terminaban a la una del mediodía y luego tenían la tarde libre, Sylvia dejó escapar un silbido y algo parecido a vaya una vida. Claro que soy fanático de la siesta, ya en Buenos Aires lo era. Necesito dormir, al menos una horita. Luego hablaron del partido del sábado. En Sevilla. Viajarán el viernes. Lo televisan si querés verlo. No soy tan aficionada, creo. Pensé que te gustaría verme... La conversación discurrió como una pantalla de lluvia entre el uno y el otro. Ariel se tocó la nariz con el dedo y Sylvia se mordió la uña del pulgar.