A medida que no llegaba ninguna señal de Ariel se impuso la versión más negra y fatalista. Sólo soy la niñata que se cuelga del futbolista famoso. Como si tuviera derecho, en contrapartida por el atropello, a algo más que una indemnización del seguro.
El viernes Sylvia no había aguantado más y en un rapto de valentía y desolación le había enviado un mensaje. «Suerte en el partido.» Rebuscado pero neutral. El tardó algo en contestar. «Hablamos a la vuelta. Gracias.» El gracias rebajaba la promesa al grado de trámite casi empresarial. Gracias. Sonaba a apretón de manos más que a beso. A despedida más que a regreso. Sólo hubiera faltado eso la noche en que la trajo a casa, estrecharse la mano y decirse encantado, hasta la próxima. Y si quieres una camiseta dedicada puedo enviártela a casa. Si tenía la tentación de convertir, como lo hacía a ratos, a Ariel en el hombre de su vida, podría empezar desde ya a reconocer el fracaso, se decía. He perdido al hombre que quiero.
Esa noche salió con gente de clase. Es lo que me corresponde, pensó.
Las calles abarrotadas y no los chalets de lujo en las afueras, los restaurantes exquisitos, los dormitorios de adultos. Un banco sobrecargado de chavales, alcoholes mezclados, la música atronadora escupida desde los garitos como si rebosara, marañas de pelo, ojos esquivos, pantalones caídos, risas exageradas, algunas chicas maquilladas en exceso como payasas en celo, chicos con las manos en los bolsillos, grupos que se golpean con manotazos las espaldas, chicas que se cubren las piernas y las caderas, un grupo al lado de otro grupo, en una especié de cadena que se extendía por la calle, y que se apartaba con desgana para dejar pasar un coche.
En la plaza donde querían sentarse había una pareja de policías que pedía los carnets y trataban de espantar a seis rumanos beodos que ocupaban un banco del parque infantil sucio y plagado de botellas y vasos de plástico. En los locales no había casi espacio para llegar a las guapas camareras, que recorrían la barra para atender a clientes a los que apenas premiaban con una mirada. Los compañeros de clase bromeaban entre ellos, hablaban del curso, se reían de algún profesor, de algún alumno. Nico Verón imitaba la rigidez de cuello del profesor de matemáticas. La misma nostalgia de siempre por lo que había pasado ayer. Escuchaban la música y esperaban a que alguien dijera ¿nos movemos? para cambiar de local.
Su padre estuvo nervioso toda la mañana del sábado. Se dedicó a volver a ordenar el salón. Tratar de poner recta la balda de la estantería que había cedido al peso de la enciclopedia. Puso la mesa a una hora inglesa y Sylvia cocinó para ambos. Se había levantado tarde. No tenía hambre ni humor. Preguntó a su padre si iba al fútbol pese a que sabía demasiado bien que su equipo jugaba en Sevilla.
Antes de salir hacia casa de sus abuelos se había estudiado frente al espejo. Después de ducharse aún le olía el pelo a tabaco de la noche anterior. Dicen que perder la virginidad cambia la expresión de la cara. ¿Bastó el dedo de Ariel? ¿Ya estaba? ¿Sucede así? Se toca el final de la mandíbula sin formar aún. Tampoco los pómulos se afinaban. Seguían, según ella, apagados en la infantil forma redondeada que le hacía aparentar ser una gorda perpetua. En los ojos quizá sí aprecia una expresión vaga, fugaz, algo más adulta y madura. Como si conociera mejor alguna verdad. Mai tenía razón cuando aseguraba que los chicos quieren quererte, pero huyen de ti. Ella lo decía así: pueden tener las manos en tus tetas, pero sus pies ya están a punto de echar a correr para alejarse de ti. Huyen. Sylvia no iba a taponar la huida de Ariel. Ni a retrasarla. Cuanto antes se resolviera el absurdo de su relación accidental, mejor. Pero había sido hermoso, ¿no?, se preguntaba a ratos, como si no quisiera perder del todo, al menos, el recuerdo agradable. Cuando le trajo de vuelta a casa ella reparó en la mano de él tensa sobre la palanca del cambio automático del coche. Era un gesto de tensión, ella quiso acariciarle los dedos, invitarle a relajarse, pero no lo hizo.
La sonrisa de la abuela Aurora la ayuda a olvidar. El abuelo Leandro les deja al rato para dar el paseo de todas las tardes. Juegan una partida de damas sobre la colcha y a mitad se descolocan todas las fichas sin que les importe demasiado volver a empezar. ¿Te acuerdas cuando jugábamos a las muñecas en tu cama y la destrozábamos entera?
Estoy pensando cortarme el pelo, anuncia Sylvia. La abuela trata de quitarle la idea. Pero si lo tienes precioso. Ya, pero es un coñazo, dice Sylvia. Me lo ponga como me lo ponga, siempre queda mal. Aurora le acaricia el pelo y se lo recoge hacia atrás. Recién lavado, ha ganado en espesura al secarse en la calle, con la brisa.
Yo tenía el pelo como tú, pero siempre lo llevé recogido. Una vez me lo quise cortar y el abuelo, que era el único que lo conocía suelto, casi el único, me preguntó por qué. Me da mucho trabajo, le expliqué. También conservar los cuadros del Museo del Prado da mucho trabajo y a nadie se le ocurre tirarlos, me dijo.
Sylvia sonrió y levantó los ojos hacia la abuela.
Tu abuelo tenía esas formas nada delicadas de decir las cosas bonitas. Sigue siendo igual. Ahora dice menos cosas, eso sí, y concede un gesto a la melancolía. Ya llegará el día en que te cortes los rizos, pero que no sea por un arrebato de mal humor.
Las fuerzas de la abuela Aurora no tardaban en agotarse. ¿Quieres que te lea algo? No, háblame, le responde ella. Sylvia no sabe qué decir. Le cuenta que estos últimos días, cuando trata de leer, avanza por las páginas pero sin enterarse de nada. A las tres páginas tengo que volver atrás, le dice.
¿Qué tendrás tú en la cabeza?
Sylvia no responde, aunque querría. Hablan de los exámenes cercanos.
La abuela pregunta por Lorenzo. Si sale, si se cuida, si frecuenta a los amigos. Entonces le cuenta que ella y el abuelo siempre han descuidado a los amigos. A él no le importa, disfruta estando solo, pero a veces echo de menos las visitas, la gente alrededor. Tu abuelo adora a Manolo Almendros, pero no lo llama jamás, tiene que ser el otro el que llame, el que venga con su mujer a echar la tarde o a comer de vez en cuando y me llama a mí antes para saber que no molesta y para que le compre unos chocolates que le gustan.
Señala a Sylvia un joyero cercano para que se lo alcance. Revisan las piezas. La abuela le explica la historia de un reloj o un colgante. Hay un brazalete que me regaló Leandro en un rapto de romanticismo, uno de esos escasísimos momentos en que parecíamos una pareja normal. Si te gusta algo, te lo regalo, para ti.
A Sylvia le perturba esa especie de herencia en vida. Se prueba por encima unos pendientes pero vuelve a dejarlos. ¿Adonde podría ir con ellos?
Algún día tendrás que arreglarte... Claro, que ahora lleváis los anillos en la nariz y los pendientes en el ombligo, cómo ha cambiado todo. Y en otras partes, abuela, en otras partes también... Cuenta... ¿Sí? Sí, hay tías que se lo ponen en la lengua, y en el clítoris. ¿El qué? ¿Un pendiente? Sí, o una bolita de plata, le informa Sylvia. ¿Y no duele al...? Creo que no. No, claro, si debe de ser una cosa primitiva, piensa en voz alta Aurora, como saliendo del pasmo.
Un rato después la abuela se ha dormido. Sylvia repasa los apuntes de historia que lleva en la mochila. El abuelo regresa de la calle despeinado por el aire y la cara cortada por el frío. Sylvia cena con ellos y luego vuelve a casa dando un paseo.
Le deprimen los sábados por la noche, parece como si fuera una obligación pasárselo bien. A la puerta de un coche tres chicos terminan de vestirse de tunos. Uno de ellos está calvo y es panzón, tiene cuerpo de bandurria. Más adelante hay un chico que llora sentado en el bordillo, la chica a su lado le sostiene las gafas y trata de consolarlo. Ella cruza una mirada con Sylvia, entiende que acaba de pedirle que lo dejen.
Se ha tumbado en el sofá a ver el partido que dan por televisión. Ariel es agarrado por un defensa que le persigue pegajoso. Cuando lo tira al suelo se queja al árbitro, que le hace un gesto para que se levante sin parar el juego. A Sylvia le resulta ridícula esa figura del árbitro, como si no perteneciera a la misma realidad que los jugadores. Parece un señor, estirado y aristocrático, con esos apellidos imposibles, siempre compuestos y siempre estrafalarios. Los eligen por apellido raro, piensa. Poblano Berrueco se apellida éste.
A Ariel se le ha salido la camiseta tras el agarrón. Asombra lo pequeño que parece frente a su marcador, como si fuera un crío. Al correr, la melena se le levanta, alisada por el sudor.
Los comentarios de los locutores se limitan á señalar el nombre del que lleva el balón y destacar necedades obvias. Uno dice un gol desatascaría el partido. Otro, el empate revela que no hay superioridad de ninguno de los equipos. A falta de siete minutos, Ariel cae en el área y el árbitro señala penalti. Los locutores discuten, al ver la jugada repetida. A Sylvia le parece que es Ariel quien busca la pierna del defensor y se deja caer. Le hace gracia el fingimiento. ¿Será así en todo?, se pregunta.
El gol lo hace otro jugador. Un brasileño, defensa robusto, podría ser el padre del resto del equipo. Ariel es sustituido. Al cruzarse en la raya de banda se intercambia un golpe cariñoso con el jugador suplente. La cámara muestra cómo Ariel camina hacia el banquillo, se baja las medias y recibe una palmada del entrenador en la espalda. Está empapado en sudor cuando se sienta y se cubre con la chaqueta del chándal. El locutor dice a este chaval le falta aclimatarse para terminar de abrir el tarro de las esencias que seguro contiene. Sylvia piensa a lo mejor pronto es una gran estrella. Un compañero le dice algo al oído y Ariel sonríe.
Hay una película americana tras el partido. Sylvia no tiene ganas de moverse. Un hombre pasa diez años de su vida en la cárcel por un crimen que no ha cometido. Cuando sale su única obsesión es encontrar al verdadero culpable. Su padre entra en casa durante la octava pelea. Se sienta un rato junto a Sylvia. Parece cansado, triste.
Ha ganado tu equipo, le dice Sylvia.
Lorenzo asiente con la cabeza. En la película el hombre golpea con los puños a tres individuos malcarados que lo han acorralado en un callejón. Cuando Sylvia se levanta para irse a la cama, él le dice apaga, apaga, yo también me voy a dormir.
Sylvia se ha colocado los cascos y canta encima de la música. Tiene ganas de masturbarse pero no lo hace. Se queda dormida con los auriculares puestos. Se los quitará más tarde con un manotazo. En la mesilla reposa el teléfono móvil en recarga. Silencioso.
Al amanecer se siente sola. Con frío. Da vueltas en la cama. Tarda un rato en romper a llorar, abrazada a la almohada. Se sofoca contra ella.
El domingo llama su madre. Ha acompañado a Santiago a un congreso en Córdoba y de vuelta se detendrá en Madrid para comer juntas. Hablan de los exámenes y del trabajo con Santiago. Pilar se muestra contenta. Bromea con Sylvia sobre los chicos. Yo doy miedo a los chicos, dice ella. Será por la melena.
Santiago llega a los postres para recoger a Pilar. Le ha traído un par de libros a Sylvia, los saca de su cartera. ¿Los tienes? Sylvia los ojea y niega. Ojalá los hubiera leído cuando tenía dieciséis años como tú ahora, pero entonces sólo quería jugar al baloncesto, dice él.
El abrazo de Pilar cuando se despiden es exagerado. Sylvia lo agradece, pero lo rehuye. Su madre le frota la espalda, como si quisiera transmitirle algo que no sabe decirle. Cuídate mucho, eh, por favor. ¿Me ha notado triste?, piensa Sylvia.
Por la tarde comienza a leer el más grueso de los libros. No hay nada que la acerque a Ariel. El argumento le resulta demasiado lejano de su vida.
En la página diecisiete lo cierra. Abre el otro. «Siempre me siento atraído hacia lugares donde he vivido, las casas y los barrios.»
Del salón llega el rumor de la radio que oye su padre con el «Carrusel Deportivo». Goles e incidencias en todos los campos, entrelazados con la publicidad masculina. A Sylvia no le resulta difícil encontrar la razón por la que son tan tristes las tardes de los domingos.
Mai la interrumpirá dentro de poco con una llamada desde el autobús. He cortado con Mateo, no aguanto más. Ha decidido irse a vivir a Barcelona. ¿Crees que voy a perder mi tiempo junto a un tipo que hace planes sin contar conmigo? ¿Y a ti que más te da que viva en Barcelona o en León?, le preguntará Sylvia. No es eso, tía, es el detalle, joder. Si estás en pareja es porque quieres compartirlo todo, ¿no?
Mai hablará durante un rato al otro lado de la línea. Sylvia no le prestará demasiada atención. Al final, casi por obligación, su amiga le preguntará ¿y tú cómo estás?
He estado mejor, responderá Sylvia. La verdad, he estado mejor.
Leandro no camina, huye. Ha doblado la esquina de una calle solitaria y ahora sale al cruce con Arturo Soria. Bajará por la acera amplia hasta llegar a la parada del autobús. Leandro se arrepintió bien pronto de su inesperada decisión. La encargada le recibió con una sonrisa aún más maquillada que de costumbre. Le pasó al saloncito para decirle tenemos un problemilla con el cheque del otro día. Me lo han devuelto.
Leandro se sorprendió, no esperaba esta noticia. Ella le quitó importancia al contratiempo. Leandro no traía metálico y propuso hacerle un cheque de nuevo. Cualquier cosa antes que volver a dejar el rastro de su tarjeta de crédito. Ya le dije que prefiero metálico, le advirtió la mujer. Aquí a dos callecitas tiene un cajero automático. En ese caso mejor vuelvo otro día, amenazó Leandro.
Bueno, bueno, no le vamos a perder la confianza por un accidente, ¿no? La encargada le aceptó el cheque firmado que Leandro extendió con mano temblorosa. Mari Luz salió del cuarto mientras él escribía. Habría dudado al ver su falta de firmeza en el pulso. Le trajo el cheque devuelto por el banco y añadió un mecánico, casi insultante, ahora mismo aviso a Valentina. El dijo hoy prefiero estar con otra. Lo dijo así, sin pensarlo demasiado. Vaya, hoy quiere cambiar. Bueno, le hago pasar a las chicas. Siéntese. ¿Quiere tomar algo?
Leandro negó y se sentó en el sofá después de quitarse el abrigo. Hacía calor.
No se preocupó demasiado en elegir. A la primera que entró en el saloncito le pidió subir a la habitación. Era eslava, rubia con media melena, espigada, con poco pecho. Subieron a un cuarto. Ella se desnudó con presteza y luego lo desnudó a él. El ritual de la ducha esta vez fue distinto y la chica le indicó que se sentara en el bidé. Allí le lavó con gel el pene y el agujero del culo, como si terminara de fregar los platos sucios del día. Hablaba un buen castellano aunque su voz era disonante, como si perdiera fuelle a mitad de frase. Trató de mostrarse simpática. Le sustituyó para sentarse a horcajadas en el bidé y se frotó el pubis rasurado con la mano llena de espuma blanca.