No quería contarle a los padres las cosas que hacía el niño. Un día me dijo que yo era su esclava y a lo único que había venido a España era a recogerle la caca. Hice mal, pero me fui. Tenía el diablo dentro, ese niño tenía el diablo dentro.
Lorenzo dijo algo para consolarla, no es culpa de los críos, es culpa de los padres. Pero ella le habló de su trabajo actual. Son una pareja joven, buenas personas. Y el niño es encantador. Para mí es como mi niño. Apenas los conozco, de cruzarnos por la escalera, le confesó Lorenzo. El creo que es administrativo en una empresa o algo así.
Daniela se encogió de hombros. En España se vive muy bien, a la gente le gusta salir, estar en la calle. Un día la señora para la que trabajo me lo explicó: no queremos que el niño nos robe nuestra vida social. Por eso me quedo algunas noches hasta que regresan de cenar o del cine. Son lindos. Parecen felices.
Sí, bueno, lo que has contado, dijo Lorenzo, hay de todo. Pero aquí la gente es alegre, yo creo... Excepto en el metro, sonrió Daniela. En el metro van todos serios, no se miran, no se saludan. Todos leen o miran al suelo como si les diera vergüenza. Como cuando tú te encontrabas conmigo en el ascensor, bajabas la cabeza y a mí me daba por pensar, ¿qué zapatos llevo puestos?, ay, espero que estén limpios.
Tras las risas, hubo un silencio. Daniela le preguntó a Lorenzo por su separación, por cómo se organiza la vida y el cuidado de su hija, si echa de menos a su mujer. Lorenzo respondió con sinceridad, sin ahorrarse un leve amago de autocondescendencia.
Cometí un error, admitió. Un día creí que mi vida sería siempre como era entonces. Con mi mujer, mi hija, mi trabajo. No concebía que eso pudiera cambiar. Y quizá no lo cuidé demasiado. Me equivoqué.
El silencio a continuación parecía que zanjaba la conversación. Pronto la carretera desembocó en la autopista. Los coches más veloces adelantaban a la furgoneta de Lorenzo camino de Madrid. Al pasar por delante del desvío de Aravaca y Pozuelo,
Daniela le dijo que tenía muchas amigas que trabajaban por allí. Lorenzo le explicó que en Aravaca conoció al último pastor de ovejas en Madrid. El señor Jorge. Cada Navidad le comprábamos un cordero para la comida de Año Nuevo. Hicieron una mole de adosados detrás de su aprisco y el ayuntamiento le obligó a quitar las ovejas, le contó a Daniela. Cuando yo tenía quince años. Tú aún no habías nacido.
No exageres, sonrió Daniela. Tengo treinta y un años. Ya no soy una jovencita. Pues lo pareces, dijo Lorenzo. Mira, aquí vive el presidente, señaló al pasar junto al palacio de la Moncloa. ¿Te gusta el presidente?, le preguntó Daniela. Bah, los políticos son todos iguales... No, no, le corrigió Daniela, en Ecuador son peor. Allí no hay ninguno honrado... Son cuatro familias, habría que botarlos a todos. Son unos ratas. ¿Ratas? Corruptos.
Al entrar en Madrid Lorenzo propuso ir a cenar. Daniela dijo ya has gastado mucho dinero. Y luego añadió que estaba cansada. ¿No quieres ir a bailar? Seguro que ahora te vas a bailar con tus amigas, bromeó Lorenzo. No, no. De verdad que no, alegó ella. Y le fue imposible torcer su determinación.
Al llegar al portal, Lorenzo detuvo el motor y apagó los faros. Muchas gracias por la excursión, le dijo Daniela.
Era hermosa la conjunción de las dos largas líneas de sus ojos con la línea de su boca. El rasgado se rompía con la caída del pelo. La mano de ella se posó sobre el tirador de la puerta y Lorenzo se inclinó dominado por una fuerza que no controlaba. La tomó de los hombros y buscó besarla en los labios, pero ella sólo le ofreció la mejilla, en tierra de nadie. Pero el beso se prolongó hasta que ella separó el cuello.
Sabía que ibas a hacerlo, Lorenzo. Era la primera vez que Daniela pronunciaba su nombre. No he venido por esto, no quiero que pienses... Era Daniela la que se excusaba, como sí se juzgara por haber provocado el rapto de Lorenzo. El se sintió incómodo, trató de mostrarse cálido. Me gustas, perdona si... pero me gustas y yo... Los hombres sólo quieren una cosa, le dijo Daniela, y hacen mucho daño después...
Daniela hablaba con dulzura y sus rasgos se hacían más hermosos a ojos de Lorenzo. En el momento del beso había rozado su seno con el antebrazo y sintió un estremecimiento. Lorenzo tenía ganas de abrazarla, de tranquilizarla, pero ella manejaba la situación con una autoridad que paralizaba a Lorenzo.
No me ha molestado, sólo quiero que sepas que yo...
Y el silencio de Daniela parecía suficiente para explicarlo todo.
Gracias por la tarde tan bonita, dijo, y bajó de la furgoneta con un salto. Caminó hacia el portal. Lorenzo notó una punzada en el pecho, como un pellizco cruel. Tardó en arrancar y circuló sonámbulo camino de casa. Cuando atravesaban una de las estancias del Monasterio, entre los tapices tejidos en pan de oro con escenas bíblicas, Daniela se había vuelto hacia Lorenzo y le había dicho, muy bajo, como en un susurro, gracias por lo que has hecho por Wilson. Entonces, al sentir el aliento muy cerca de su rostro, Lorenzo había deseado acostarse con ella, desnudarla, hacerle el amor.
Comprendió su error, su precipitación. Intuía heridas en Daniela que desconocía, pero el rechazo le hizo sentirse mal, desolado.
Era sábado por la noche pero Lorenzo volvió temprano a casa. Sintió que conducía en dirección contraria al resto de la humanidad.
Llegó a casa cuando el partido de fútbol ya había acabado. Miró un rato la película americana sentado al lado de su hija Sylvia. A ella también se le torció el sábado, pensó, pero no le preguntó nada.
El domingo lo termina con la misma sensación de vacío con la que había despertado. El lunes tarda en levantarse. Encuentra una nota de Sylvia bajo dos naranjas posadas junto al exprimidor. «No vengo a comer.» Escucha el movimiento de sillas en el piso superior y piensa que es un lenguaje cifrado con el que Daniela le comunica su desprecio.
Wilson le llama mientras desayuna. Ha conseguido un traslado y le pregunta si quería unirse con la furgoneta. Sí, claro, estupendo. Mañana a las ocho, pues. Lorenzo escribe la dirección de la cita sobre la misma nota de Sylvia. Tendrás que madrugar, lo siento, porque ya veo que no te gusta madrugar, le dice la voz de Wilson al otro lado de la línea. Me había despertado hace rato, se justifica Lorenzo. No tienes voz, observa Wilson, suenas como si aún estuvieras metido en la cama. ¿Mi vieja sabes cómo le decía a eso? Tener voz de almohada.
Lorenzo se ducha, se afeita mientras oye la radio. En las noticias no hablan de él. Ante el espejo dice soy un asesino. Es extraño lo poco que le había costado olvidarlo, dejarlo atrás. Sepultado en el día a día. Soy un asesino. Al mirar su cara recién rasurada se pregunta ¿he cambiado tanto? Y se lo repite.
¿He cambiado tanto?
Tenía gases. Había pasado mala noche. Se puso en cuclillas para tratar de expulsar el aire. Se tumbó sobre el suelo y se masajeó el vientre. Alzó las piernas en alto. Luego pensó no soy el que era, ¿verdad? En esa posición absurda, con la espalda sobre la húmeda alfombrilla del baño, oye el timbre de la puerta. Los ruidos en el piso de arriba habían cesado y confía por un instante en que sea Daniela que baja a verle, quizá a disculparse. Estuve seca contigo la otra noche.
Pero cuando mira por la mirilla su corazón se dispara. El inspector Baldasano está acompañado de cuatro agentes. Vienen a detenerme, hoy se acaba todo. Durante un segundo se alegra. Termina la angustia. Luego llega el desconcierto. Perderlo todo. No quiere demorarse en abrir y lo hace de manera brusca. El inspector habla con un aire tranquilizador. Buenos días, perdone la molestia. Lorenzo los invita a pasar mientras comprueba si hay algún vecino que curiosea en la escalera la desagradable escena. Tenemos una orden de registro. Serán unos minutos. ¿Está solo? Lorenzo cierra la puerta tras ellos.
Sí, estoy solo.
Fue él. Lo inició él. Mandó el primer mensaje a la caída de la tarde del domingo. «Hola. ¿Te gustaría quedar mañana?» Habían terminado casi todos los partidos de la jornada en la radio. Los resultados permitían al equipo subir tres puestos en la clasificación. Apagó. «Vale, pero no muy tarde.» Por la noche vería los partidos de la liga argentina retransmitidos de madrugada. Pero le quedaban unas horas muertas sin saber qué hacer. «¿A las cinco? ¿Donde siempre?» Sabía que al final enviaría el mensaje a Sylvia, pero lo retrasó cuanto pudo. Quiero verla. «Ok.» La muchacha le transmitía una extraña serenidad. Era la limpieza de su mirada, las maneras casi infantiles, la ausencia de cálculo, cierta inocencia. En el recuerdo, las caricias temblorosas, algo furtivas, el cuerpo inédito, los besos en los que dejaba caer la cabeza atrás, entre aterrada y excitada, la sonrisa nerviosa, tentativa. Todo se presentaba con tal cercanía que a Ariel le parecía imposible que hubiera dejado pasar tantos días sin verla.
Ella respondió los mensajes al instante. Eran cortos, directos. Claro. Yo impuse la frialdad, admitía Ariel. «Pero no muy tarde», le había escrito ella. Era una manera sutil de decirle, hoy no acabemos en la cama. Y Ariel lo entendía. La noche dicta sus propias condiciones. Será un amor de tarde, como de adolescente, pensó. Con órdenes de volver a casa antes de las once.
El sábado vivió el tedio de antes de los partidos. Tedio expectante.
Paseo por la calle con cientos de chavales que piden autógrafos, la comida con el equipo, la charla táctica, los quince minutos de vídeo sobre el rival, la siesta, las conversaciones salvajes de los hombres cuando están en grupo. Lastra le había sacado un nuevo mote al entrenador. Lolailo. Es como en las canciones, explicaba, que cuando no se sabe qué decir siempre hay un coro que sale con eso del lolailo. Eso les parecía, que, agotados los tres conceptos y los tres detalles que atender en el rival, el entrenador comenzaba a escucharse a sí mismo, a repetir el estribillo. Y en un susurro alguno de los jugadores canturreaba lolailo, para provocar las risas de los que no podían contenerse. Un poco colegial, pero eficaz.
El cuerpo técnico apreciaba el buen ambiente. Cuando se popularizó la broma, Lastra se volvió hacia uno de los jóvenes. Tú de esto ni una palabra, que aquí todos sabemos que eres el chivato. El chico trató de negar la mala fama, pero el grupo imponía su ley.
La siesta fue espesa. Osorio, su compañero de cuarto, llamó a la novia y se pasó dos horas al móvil diciéndole cariños. Al colgar se volvió hacia Ariel, ya me ha sacado un coche, la hija-puta. Luego se enfrascó en el juego de la play. Amílcar vino a buscar a Ariel para un café. Alguien contaba que Matuoko estaba follando en la habitación con una famosa local, emparentada con los duques de no sé dónde. Los españoles parecían conocerla todos de la televisión. Le ha llamado por teléfono a la habitación, así con todo el descaro del mundo, contaba el compañero de cuarto de Matuoko. La tía tendrá cuarenta y tantos pero está estupenda, decía otro.
Cargaron las bolsas en el autobús porque del estadio viajarían directos al aeropuerto. Que nadie se deje nada en el hotel, advertía el delegado. Éste se ha olvidado la muñeca hinchable, gritaba uno. Y tú a tu puta madre, le respondían al fondo del autobús. Cuando subió de los últimos el agitado Matuoko, sus compañeros le recibieron con una salva de aplausos que agradeció mostrando una dentadura enorme de encías rosadas. El entrenador bajó la cabeza, algo sombrío. El jefe de utilleros contó entonces dos o tres chistes muy celebrados. Mi mujer grita muchísimo cuando folla, a veces hasta la oigo desde el bar. Algunos se colocaron cascos de música, otros charlaban.
En el acceso al estadio un grupo de aficionados locales les insultó, les mostró el puño. Lanzaban naranjas que se despanzurraban contra los cristales del autobús. Un gordo beodo se bajó los pantalones y les enseñó un culo feo y peludo. Paco, tú no mires por si te gusta, gritó Lastra entre carcajadas. Prefiero a tu puta madre, respondió el aludido desde su asiento al frente.
La hora y media previa al partido se le hizo eterna. Calentamiento en el césped. El rumor de la gente que comenzaba a llenar las gradas. Cambiarse en el vestuario. El olor de las lociones. Ariel levantó con el pie una bola formada por dos medias. Un, dos, tres, cuatro, la mantuvo en el aire pasándola de un pie al otro. Algunos le miraban sonrientes. Otro gritó, en el campo, tío, en el campo. La espera luego en el pasillo de vestuarios. Ése era el instante en el que Ariel notaba más los nervios. Alguien gritaba venga, venga, venga. Hay que ganar. Vamos, vamos, vamos. Fuerza, fuerza. Nada demasiado complejo. Vamos, vamos, chavales, hay que ganar por cojones, les recordó el entrenador de porteros. Si la cosa se pone fea, zurriagazo para delante, aconsejaba el segundo entrenador.
El partido fue trabado. El juego era interrumpido con faltas constantes. El organizador del equipo en lugar de pasar el balón en largo conducía la pelota pegada al pie. El Dragón ridiculizaba a esa clase de jugadores, son carteros, decía, para darte la pelota llegan a tu lado, te dan la mano, te preguntan por los chicos y no hay manera de que la suelten. La pelota hay que tocarla mucho pero tenerla poco. Ariel se desesperaba por la falta de circulación. Su marcador se iba con el primer amago y cuando recuperaba a destiempo lo derribaba. Le sacaron tarjeta amarilla a mitad del primer tiempo y eso relajó un poco más la marca. Tres o cuatro veces lo superó por la raya de banda hasta lograr centrar. Pero la cabeza de Matuoko parecía mal orientada, como si no acertara a situar la portería. Los remates se iban altos y desviados. En un rebote Ariel se atrevió con un golpe de chilena, tras levantarse en un salto de espaldas a la portería, pero el portero logró desviar por encima del travesaño lo que habría sido un gol bellísimo, de los que se repiten en la tele durante días.
Por fin le cayó una pelota rifada cerca del área por un despeje torpe, avanzó hacia la raya de fondo y buscó a algún compañero que llegara por detrás, de cara a la portería. Vio cómo el defensor se iba al suelo y sólo tuvo que buscar con su pie la pierna del contrario. Ariel cayó en el área y el árbitro pitó el penalti. Lo marcó Amílcar con un disparo rotundo a media altura.
Luego el entrenador decidió contener. Lo sustituyó por un defensa. No le molestó. Se sentó en el banquillo. El entrenador le dijo algo que Ariel no entendió. El portero suplente, que iba por la quinta bolsa de pipas, le susurró al oído, lolailo lailo, y ambos rieron.
En el aeropuerto dos pasajeros protestaban airados por la espera. Es indignante, aquí nos han tenido una hora para esperar a éstos. Uno de los defensas centrales le lanzó una mirada llena de sorna, relájese, no le dé un infarto. El hombre le miró con furia y desprecio y el delegado fue recolectando a los jugadores para que ninguno se despistara. Durante el viaje, alguno de los periodistas que compartía avión se acercó para felicitar a Ariel. Ronco se dejó caer en el brazo de su asiento, contento, ¿no? Ariel asintió con vaguedad. ¿Tomamos algo al llegar? Ariel miró el reloj. Aterrizarían en Madrid cerca de la una. Es sábado por la noche, habéis ganado, el árbitro se ha tragado tu piscinazo, le dijo Ronco, ¿qué más quieres?