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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (33 page)

BOOK: Saber perder
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Me parece que aquí no vamos a poder besarnos, le dice a Ariel.

Se han relajado de pronto. Sus rodillas se están rozando bajo la mesa. Sylvia alarga la mano sobre el cristal para que él pose la suya encima. Ariel duda. Cuando el camarero se acerca eluden el contacto. Trae la cuenta y le pide a Ariel un autógrafo. Para mi hijo, a mí no me gusta el fútbol. ¿Cómo se llama?, pregunta Ariel. Pedro Luis, pero ponga Pololo, en casa lo llamamos así.

Ariel firma tratando de aguantar la risa con lágrimas en los ojos. Sylvia se tapa la cara cuando ve que a él le tiembla la mano con el bolígrafo. Salen a la calle y se doblan sobre la cintura para estallar en carcajadas. En el coche aún bromean con la terrible vida de un niño que crece llamándose Pololo. Con ese nombre no me extrañaría que acabara por tirarse desde el viaducto o por irrumpir en un McDonald’s y matar a treinta personas, en venganza, decía Sylvia.

En el aparcamiento subterráneo de la plaza de Santa Ana se besan. Ariel vigila con la mirada cuando oye algún ruido. Aquí vienen los jefes a follar con sus secretarias en los coches, dice Sylvia. El temía en secreto que alguien los filmara con el móvil. Le ha pasado a un compañero semanas atrás. Se besan tanto rato, hundidos en el asiento, que a Ariel le expira el ticket de salida y tiene que renovarlo en la ventanilla del encargado, que está de mal humor porque alguien ha cagado en el váter cercano y el olor es insoportable. Pero ¿qué tendrá ese tío en las tripas?, joder, está podrido. Cuando le entrega el ticket a Ariel le reconoce y le dice a ver si esta vez te da tiempo a salir, porque como seas tan lento en el campo, aviados vamos.

Llegan a casa de él cuando anochece. Hacen el amor sin prisa, con larguísimos prolegómenos donde se conocen la piel, se estudian como si sus cuerpos fueran contenido de un examen próximo. Permanecen abrazados, se acarician. Ariel no recuerda haber estado mejor nunca, pero le dice estoy cagado de miedo, eres menor, no sé qué hago.

Sylvia se coloca sobre él. Querría tranquilizarle. Los pechos quedan entrecubiertos por su pelo, él le retira el cabello. Son hermosos, y ella tensa los hombros. Me he enamorado de ti, le dice a Ariel, no creo que eso sea nada malo. Sólo tienes cuatro años más que yo, no eres mi abuelo.

Llévame a casa pronto, le pide ella poco después. No quiero que mi padre me pegue otra charla. ¿Mañana te veo?, pregunta Ariel. Claro, pero si no te importa me traigo los apuntes y les echo un ojo. Yo no te puedo ayudar, fui un estudiante pésimo.

Sus bocas en el coche aparcado al comienzo de la calle de Sylvia no parecen querer separarse. Se desean aún cuando ella baja. Lleva escondidas las manos en las mangas del jersey, a la japonesa. Cuando Ariel vuelve a casa tiene grabado en su oído el gemido roto de Sylvia.

El gemido roto de alguien que pierde su virginidad.

13

Dos semanas pasan como un latido, Sylvia se despide de Ariel. Es casi la una. Han comenzado las vacaciones de Navidad en el instituto y eso le concede un margen para llegar algo más tarde. Están en el coche, en el espacio libre de la entrada a un taller mecánico. ¿Cuánto voy a estar sin verte?, le había preguntado ella un segundo antes. Ocho días. El dos tenemos entreno. Sylvia quería acompañarlo al aeropuerto al día siguiente. Sí, bromeó él, así podemos salir en las tapas de las revistas del corazón con el extra de Navidad.

A Sylvia le incomodan esas referencias constantes a lo imposible de su relación. Para Ariel había algo insalvable. Tenés dieciséis años, repetía como si fuera una condena, un obstáculo definitivo. La edad se corrige con el tiempo, le decía ella.

Fueron al cine dos días. En la oscuridad se cogían de la mano y compartían las palomitas, pero luego a la salida él se distanciaba. A veces ella, molesta, bromeaba y se acercaba a él y le preguntaba en voz alta ¿no eres el futbolista ese argentino? Sólo en el trayecto hasta el aparcamiento firmaba varios autógrafos o escuchaba cómo alguien le daba una recomendación táctica para el partido siguiente. Sylvia le decía qué paciencia tenéis.

La casa de él era un refugio. Entraban por el garaje para descubrir ese orden impuesto por Emilia en su paso diario. Tiene la mosca detrás de la oreja, le confesó Ariel a Sylvia, esta mañana me ha dicho que las noches son para descansar, que yo soy aún muy joven. Pues anda que si me conociera a mí, bromeó Sylvia.

Ella ya no se sentía tan cohibida en la casa. La noche en que hicieron el amor por primera vez quiso salir de allí al instante. Todo le resultaba amenazante. Temía haber manchado de sangre las sábanas y cuando Ariel se quitó con discreción el preservativo, ella lo escuchó posarse en la madera con un ruido cómico y ridículo. El amor no era un sentimiento entonces sino fluidos pegajosos, olores, saliva.

Sylvia advirtió a Mai que su padre podría llamarle algún día para preguntarle si estaban juntas. Sólo entonces Mai entendió que llevaba demasiado tiempo sin preguntar a Sylvia por su vida íntima. He conocido a un chico, le había dicho, ya te contaré. Mai, que llevaba unas rastas resecas y deshilachadas como algas, daba alaridos en el patio durante el recreo, tía, tía, tía. Pero Sylvia ya había desvelado su secreto a otra persona antes que a ella.

Fue casi accidental. Dani la encontró por los pasillos. Este fin de semana tengo entradas para un concierto bastante guapo. Sylvia torció el gesto, no creo que salga, tengo que empollar. No será para tanto, venga... Dani insistió. Estoy saliendo con un chico, Dani. Al decirlo Sylvia sintió alivio, seguridad. Su espejismo podía ser real. Lo dijo bien bajo para que no lo oyera nadie más. Daniel había asentido y sonreído. Me alegro por ti, llegó a susurrar. Bueno, me alegro más por él, la verdad. Bajaron juntos hasta el patio, pero allí se separaron.

Decírselo a Mai no tuvo la mágica elocuencia de la primera vez. Había dudado si confesárselo a su padre un día que entró eufórico en su cuarto y hablaron un rato de música. Tampoco lo hizo con su madre en alguna de las llamadas de teléfono en las que hablaban de exámenes y planes para la Navidad. Ni con su abuela en la visita del domingo, justo antes de irse al fútbol. Al fútbol porque Ariel la había invitado al estadio.

El partido se le hizo largo. Tenía los pies fríos y combatía la congelación zapateando contra el suelo de cemento. Era extraño mirar a Ariel en el campo. Parecía otro. Una figura lejana, más mayor y distinta. No lo sentía suyo cuando todo el estadio le silbaba o aplaudía en función del caprichoso destino final de una jugada. Cerca de su asiento había jugadores no convocados para el partido y alguna esposa o novia de futbolista que prefería el frío del campo a ver el partido desde casa o desde la televisión del bar de jugadores. Todas eran de una belleza idéntica, entre buena familia y trabajo diario en el gimnasio. Como sus maridos, aparentaban más edad de la que tenían, ellas por su pretenciosa forma cara de vestir y el abuso de maquillaje.

El equipo de Ariel ganó sin dificultades. A Sylvia la atraía más el ambiente alrededor. Echaba de menos las repeticiones de la televisión y los primeros planos para poder seguir el juego. Incluso el tercer gol que marcó Ariel no llegó a saber muy bien cómo se había producido. Sí vio a Ariel, después del abrazo de sus compañeros, correr hacia el círculo central con un mechón de pelo entre los dientes en un guiño hacia Sylvia que sólo ella podía comprender. Se ruborizó sentada en la tribuna y miró alrededor. La alivió pensar que nadie de los ochenta mil espectadores podía sospechar que ella era la destinataria del gesto.

Los aficionados protestaban las decisiones del árbitro y aplaudían las jugadas de ataque. Comían y bebían sin tregua, algunos traían de casa bocadillos envueltos en papel de plata. Había los que se fumaban un puro y también la zona donde se concentraban los aficionados más jóvenes que no paraban de cantar y animar al equipo. Su ruidosa presencia les otorgaba la autoridad en el estadio.

Después del partido apenas estuvieron juntos una hora. Detenidos en el coche en una calle oscura. El tenía una cena con los compañeros y no podía faltar. Es la cena de Navidad. ¿Son divertidas?, le preguntó Sylvia. Bueno, el presidente nos suelta un pequeño discurso y nos regala un reloj caro, luego la mayoría se emborracha y acaban lanzando las croquetas a los ventiladores. ¿Has visto alguna vez lo que pasa si lanzás una croqueta al ventilador? ¿Divertido? Y sí, lo pringa todo.

Sylvia moqueaba de frío y él le prestó dinero para un taxi. Cuando salió del coche él le dijo no me felicitaste por mi gol, pero ella caminó unos pasos sin contestar y luego se volvió con un mechón de pelo en la boca. Por la noche la temperatura bajó de los cero grados.

Se vieron el lunes y el jueves de madrugada se despedían junto al portal de Sylvia. A la mañana siguiente Ariel volaba hacia Buenos Aires. Odio la Navidad, este año más que nunca, le dice Sylvia. El coche que hace casi cuatro meses la había embestido era ahora el coche del que no quería bajar, que cuando veía entre el tráfico de la Cibeles celebraba con un acusado aumento de sus pulsaciones.

Ariel la despide con una ráfaga de los faros y espera hasta verla entrar en el portal.

Sylvia se echa a dormir en silencio. Tiene un mal presentimiento. El viaje los separará. Tiene pavor a que las dudas de Ariel crezcan sin estar ella cerca. Todo se confabulará para que él la olvide. Son una pareja que sólo ellos dos saben que existe. Es una relación privada bien fácil de hacer desaparecer. Las vidas tan distintas terminarán por separarlos. Eso lo sabe Sylvia. Quiere pensar que no será así, pero no lo logra.

No hay futuro para nosotros, se dice. Apenas compartimos nada, la cama y largas conversaciones sobre una canción, una película, un asunto menor. Es el fin.

La Navidad es la muerte.

14

A Leandro no le tiembla el pulso. Y eso le alarma. Debería temblarme.

¿En qué me he convertido si no? Se mira las venas de las manos para comprobar que aún corre sangre por ellas.

Firma.

Su firma es un trazo rápido, como el vuelo de una libélula. Son las dos iniciales de su nombre, Leandro, y su apellido, Roque. Le agradaba de joven, cuando lo imaginaba un nombre destinado a ser conocido. Cuando ensayaba su firma en casa de Joaquín, mojando la plumilla en el tintero del despacho del padre.

Por entonces el viejo militar ya estaba retirado y fantaseaba desde por la mañana con la posibilidad de escribir sus memorias. En cuanto el sol templaba la calle salía a pasear, exhibir su educación, su herida de guerra, su saludo cordial, su pródiga generosidad para con todos. A Leandro le pagaba los estudios de piano, a Pedro el del tercero le ayudó a montar una serrería con algunos miles de pesetas, al hijo de la lotera ciega del mercado lo sacó de las milicias, a la niña del churrero le pagó los estudios de corte y confección y la máquina Singer, a Agustín, un joven que lo visitaba de tarde en tarde y a quien protegía desde el tiempo de la guerra, lo había tutelado en los estudios hasta convertirlo en profesor de griego en un instituto.

Alguna vez Leandro pensó si aquel mecenazgo de barrio nacía de una determinación innata o era el fruto de alguna pulsión culpable, de un mecanismo de compensación por los daños causados. Porque de la guerra, de su oculta peripecia, jamás habló. En aquellos años pocos se referían a la guerra, salvo para nombrarla en abstracto como ese mal que todo lo había oscurecido o contar por enésima vez con alguna anécdota cómica o grotesca casi siempre relacionada con el frío y el hambre, dos enemigos sin ideología de esa guerra cercana e incómoda.

Ahora estampaba esa firma sesenta años después. Una firma que nació para cerrar partituras o autógrafos para admiradores y que había frecuentado tan sólo facturas, documentos sin relevancia y olvidables gestiones administrativas.

En la firma le rodeaban el director de la sucursal del banco, la empleada que había llevado el asunto y un notario de mirada huidiza que llegó veinte minutos tarde. Para llegar hasta allí, Leandro había atravesado diferentes estados de ánimo. Subidas y bajadas, depresiones y euforias. La mañana del cumpleaños de Osembe había acudido al banco para poner en marcha el proceso del crédito. Necesitamos varios papeles, escrituras de la casa, la firma de su esposa, certificados médicos. La empleada le había anotado una lista completa de todo lo requerido con letra de universitaria aplicada.

Mañana puedo traer todos los papeles, había dicho Leandro al director, y éste le había respondido con una expresión que a Leandro le había desagradado. Miel sobre hojuelas. ¿Qué quería decir aquello? El director añadió que luego todo quedaría en manos del departamento de riesgo para que diera el visto bueno a la operación.

El departamento de riesgo era una denominación sarcástica para Leandro. Estuvo a punto de echarse a reír. No era un riesgo demasiado audaz ceder dinero a cambio de la propiedad del piso donde vivían Leandro y Aurora. Ellos lo llamaban hipoteca inversa, con esa capacidad de las palabras para ocultar lo que nombran. Lo inverso señalaba a la muerte. El día en que murieran perderían el piso, nada grave, ese mismo día lo habrían perdido todo.

Conocía aquella sucursal de la calle Bravo Murillo desde los tiempos en que vino a vivir al barrio, recién casado con Aurora. La había visto reformarse, crecer y cambiar de nombre según la evolución de las fusiones bancarias. Había visto jubilarse y trasladarse al personal, llegar a jóvenes que envejecían prematuramente en un trabajo oscuro, lleno de sonrisas vacuas y una forzada cordialidad. El director de la sucursal, con aspecto de insecto, le daba explicaciones. Todo era postizo en él. Uno podría pensar con la misma autoridad que era un pervertido, un padre de familia ejemplar o un aficionado al tiro al plato. El mundo parecía acabar en su corbata rayada. En cuanto usted me traiga los papeles yo pongo la maquinaria en marcha. El anterior director, Ve-larde, al menos flanqueaba su mesa con fotos de la familia que le daban un aire real. Era campechano y vulgar, bien charlatán. Recuerda la primera vez que reparó en su profesión de músico y comentó eso debe de ser muy inestable, ¿verdad? Y luego, con los años, cuando la cuenta permanecía con la nómina siempre puntual de la academia, no se ahorraba nunca la frase, usted siempre rodeado de música, qué suerte, y yo sólo números, nada más que números. Leandro debió de haber escuchado cerca de setecientas veces aquel comentario repetido.

Esa misma tarde Osembe invitó a las chicas a su cuarto, abrieron champagne y brindaron en vasos de plástico en lo que parecía una pausa del trabajo. Cuando salió del cuarto la encargada, Mari Luz, dos de ellas tumbaron a Leandro en la cama y le hicieron cosquillas como si fuera un juego entre adolescentes. Cuatro o cinco tuvieron que salir a ocupar habitaciones, pero de las doce quedaron cuatro que prolongaron la fiesta durante la hora completa. A ver, tienes que elegir a la más guapa, le decían a Leandro. O, estás muy serio, que es una fiesta. Cuando acabaron la botella, Osembe preguntó a Leandro si las invitaba a otra y una de las españolas bajó por más champagne.

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