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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (37 page)

BOOK: Saber perder
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Entonces disfrutaba de la pelota, de los compañeros, de los ejercicios, del juego. El partido era un trámite que se hacía trabajoso, difícil, donde sólo a ráfagas encontraba la plenitud de otros tiempos, de cuando jugar era un placer y sólo un placer. El estadio se transformaba muchas veces en una burbuja de presión, donde se hacía difícil respirar, volar. En los recuerdos de placer aparecía siempre la mano en la nuca de Sylvia, perdida entre sus rizos, sus ojos dibujados de una manera original, de un verde inteligente e intrigante, atrayentes entre esa mata de pelo, el gesto de la comisura de los labios justo después de decir algo divertido o retador.

A miles de kilómetros le excitaba el recuerdo del cuerpo de manzana de Sylvia, recorrerlo con el pensamiento para disfrutarlo de nuevo.

Dio un largo paseo con su padre hasta el parque Chacabuco, hablaron de la endeble salud de la madre. Si no, nos escaparíamos a verte, en serio té lo digo, pero ella no puede meterse en un avión ahora con la tensión como la tiene. La vi más gorda, le confió Ariel, son las medicinas y que no se mueve, no hay quien la saque de casa.

Devoró la prensa local. Se veía de pronto extraño, recién llegado en aquella ciudad que le daba la impresión de no conocer. Era parecida a su sensación en Madrid, había logrado no ser de ningún sitio, extraño en todos. Condujo por la avenida Nazca hasta Bajo Flores, lo detuvo el paso del tren, y bordeó el Nuevo Gasómetro para enfilar la entrada por avenida Varela. La barriada de Soldati, más desoladora que nunca, en los muros la misma pintada de siempre, Basta de Bajos Salarios. La familia del lavaautos El Golazo preparaba el asado en la acera. Le abrió el portón el guardia de seguridad, ¿te volvés al pago? Sólo la Navidad. Aparcó la pick up de Charlie junto a los dormitorios de concentración, recordó los asados del sábado bajo la cubierta, con el equipo concentrado, eso sí lo echaba de menos. Cruzó bajo el retrato del Huevo Zubeldía, que exactos treinta años atrás ganó el campeonato nacional para San Lorenzo. Las paredes recordaban a los protagonistas de la hazaña: Anhielo, Piris, Villar, Glaria, la oveja Telch, Olguín, Scotta, Chazarreta, Beltrán, Cocco, Ortiz. A Ariel le sorprendió encontrar una foto suya enmarcada junto a los gloriosos matadores. ¿Ya te viste en la foto?, le dijo el Cholo, el encargado de las instalaciones. Se saludaron con un abrazo. Entró en el vestuario con él, está todo el mundo de vacaciones. Era modesto, con las imágenes religiosas, los termos de mate, los armaritos de madera lacada, las botas amontonadas. Allá tendrá más lujo, ¿no? Es otra cosa, Cholo, es otra cosa.

Telefoneó a Agustina. Era una obligación. La había llamado a veces desde España, en momentos de desesperación, tras la marcha de su hermano. En una ocasión estuvo a punto de ofrecerle un billete e invitarla, pero le frenó darse cuenta de la egoísta manera de disponer de la gente a su antojo. Peor fue la tercera vez, una noche que regresó borracho, después de salir con Ronco y sintió de pronto la necesidad de hablar con ella, de reemprender el camino, y estuvo soez y desagradable y acabó por masturbarse mientras le rogaba a ella que le dijera cosas excitantes al teléfono. Desde entonces no había tenido valor para volver a llamarla, salvo el turno de disculpa frío y escueto, pero sentía que estaba en la ciudad y era descortés no verla.

Salieron de tarde, Ariel había quedado a cenar con amigos y no quería que la noche se convirtiera en una tentación. Sólo le haría daño prolongar algo que ya no existe. Se citaron cerca de plaza Lavalle y ella le dijo parecés un turista. Ahora soy un turista, se excusó él. Quería pasear un rato antes de la cita. Hablaron de cosas superficiales. Agustina había elegido sus pendientes de marfil, su forma de recogerse la cola de caballo y el lápiz de labios con extremo cuidado, pero rápido comprendió que aquella cita no iba a terminar uniéndolos de nuevo. Ariel marcó una distancia clínica durante las dos horas. Agustina logró que le hablara de Sylvia. No sé, no creo que sea una relación que vaya a ninguna parte, pero me sirve para sentirme relajado, a gusto, poder hablar íntimo con alguien. Ella asentía mientras le escuchaba. Las palabras la herían, pero disimulaba. Ariel decía, sabés cuando querés tanto a alguien que tratás de protegerlo del daño que vos mismo podés hacerle, del miedo que te da porque vos te conocés, pero la otra persona sólo ve el lado maravilloso. Y Agustina tenía ganas de decirle lo sé muy bien, conozco esa sensación, pero sólo dijo que lo mejor era disfrutar, que no se ofuscara en pensar demasiado lejos.

Supongo que debería vacunarla contra mí, dijo él, con una sonrisa.

A lo mejor ella no quiere la vacuna.

Y Ariel se dio cuenta de que él hablaba de Sylvia, pero Agustina hablaba de ella misma. Se despidieron un rato después, ella le puso la mano en la mejilla y le dijo cuidala y consiguió que Ariel se sintiera culpable por no haber hecho lo mismo con ella.

Los amigos le llevaron a cenar y Ariel estuvo expansivo. Les contó las anécdotas del volante mexicano que había quemado el coche al llevarlo en primera durante cuarenta kilómetros convencido de que era automático; la del interior derecha de Mendoza que jugaba en segunda división en las Canarias y había engordado tanto que la afición le cantaba ponte a dieta con la música de «Guantanamera»; la del arquero suplente de su equipo que comía pipas con los guantes puestos a una velocidad de vértigo; la del compañero al que le olían tanto los pies que le escondían las zapatillas en la basura; la del polaco Wlasavsky, al que todos llamaban Blas, y su colección de Rolex de oro; la de la mujer del entrenador de porteros que se emborrachaba en el bar del palco; la del árbitro homosexual que llamaba a ciertos jugadores antes de pitarles un partido para decirles que era muy admirador de ellos e invitarlos a cenar; la del defensa central paraguayo de un equipo extremeño que cuando le preguntaron por un personaje público admirable contestó Bin Laden y lo tuvieron sancionado tres partidos hasta que pidió perdón; la del entrenador de un equipo, un brasileño, que se había empeñado en hacer jugar al capitán de su equipo con radiotransmisor en la oreja y a mitad se le había colado la interferencia de la retransmisión de un locutor y el pobre tipo se volvía loco.

La diversión se detuvo porque en el televisor del local comenzaban a dar la noticia del incendio en una discoteca de la capital en el que había fallecido un número de chavales que se fue precisando con los días, un lugar de conciertos saturado y sin medidas de seguridad donde los váteres se usaban de guardería para que los padres casi adolescentes pudieran divertirse con la música. Había ardido por culpa de las bengalas prendidas en el interior mientras las puertas de emergencia estaban cerradas con candado para evitar que alguien se colara sin entrada.

Esa noche telefoneó a Sylvia. Ella le hablaba a gritos desde un garito. Él trataba de susurrar en su cuarto, contiguo al de sus padres. Te echo de menos, le dijo Ariel, pero apenas se oían.

Al día siguiente fue a pasar la mañana con el Dragón. El país estaba conmocionado por el incendio de la noche anterior. La mujer les preparó un mate y se sentaron en el sofá, ante el televisor. No sabes lo bien que hacés largándote lejos de acá. Está todo corrupto. Si empiezan a investigar lo del boliche no encuentran nadie desde el primero al último que hiciera algo correcto y limpio. Da bronca.

Después de un rato apagaron el televisor. ¿Hasta cuándo estos mal nacidos van a seguir exprimiendo el dolor de la gente para hacer su show? Le preguntó por España, pero Ariel confesó que seguía poco la actualidad de allá. ¿Después de las bombas en los trenes odian a los moros?, preguntó el entrenador. No, no creo, le respondió Ariel. No parece.

El Dragón le dijo que jugueteaba con la idea de dejar el trabajo, ya me queda poco hilo en el carretel. Tenía un hijo apenas dos años mayor que Ariel que había pasado un mal año. Luego dio a entender un problema con drogas. Dudaba si salir de la ciudad, cambiar de ambiente, en la casa del campo se encontraba a gusto. En el jardín descuidado, una vieja portería de fútbol hecha con palos de madera cuadrada se levantaba entre matojos. El Dragón la había rescatado de un colegio abandonado de la zona. Toda la vida tratando de formar chicos y resulta que con el que peor lo hice fue con el mío, le dijo con amargura.

El Dragón le contó que veía algún partido por el cable. Te veo tenso, como si tuvieras un ojo en la grada. Vos jugá, no te cargues de responsabilidad. No hay que olvidar el placer del juego, nunca. El tuyo es un oficio absurdo, si no lo hacés disfrutando no tiene sentido. No te podés poner a pensar, te paralizás. En esto lo inteligente es saber gestionar la propia angustia.

Mirá lo que pasa en el mundo, si te parás a pensar, te pegás un tiro, como para ponerte a gambetear y acordarte de esos chabones del boliche Cromañón.

Quiso invitarle a comer, pero Ariel había quedado con Charlie. Se despidieron con humor. Marca goles, los gallegos sólo quieren goles. En la ventanilla del coche el Dragón se inclinó para hablarle. Los negocios más importantes se dedican a las cosas que no se pueden tocar, que son intangibles. Mirá, la empresa más rentable del mundo es la Iglesia y luego está el equipo de fútbol. Los dos viven de la gente con fe, nada más. ¿No es de locos?

Charlie le llevó a comer a un sitio elegante de Puerto Madero y le presentó a una mujer hermosa que se había convertido en su amante estable. Trabajaba en el canal Once, en producción, y querían entrevistar a Ariel antes de que se volviera a Madrid. Esa misma tarde le grabaron una entrevista estúpida e insípida paseando por el puerto. En el coche, de vuelta a casa, Charlie le dijo a su hermano no me juzgues, noto que me estás juzgando y vos no sos quien para juzgarme. Cuando llegues a donde yo estoy a lo mejor sos peor, mucho peor que yo, así que ahórrate las lecciones de moral. Ariel levantó el dedo corazón y ambos rieron.

Fue una Navidad triste. A la hora que prendieras el televisor sólo aparecían los familiares de los muertos en el boliche del Once arracimados durante tres días sin información a la puerta de la morgue. El hermano de un jugador al que Ariel conocía estaba entre los desaparecidos. Y el día después una ola gigante en el sudeste asiático dejó más de cuatrocientas mil personas muertas a su paso. Historias dramáticas que las televisiones presentaban con fragmentos de las cintas de vídeo grabadas por turistas, imágenes que se interrumpían cuando el tsunami los alcanzaba con una bofetada mortal.

La última tarde en Buenos Aires, Ariel acortó su paseo porque los alrededores de la Casa Rosada estaban tomados por los antidisturbios. Esperaban una manifestación. Walter lo invitó al décimo asado en seis días. Allá coincidió con un viejo compañero de San Lorenzo, un mediocampista que jugaba en el Corinthians. Del cuello llevaba colgado un collar de oro que terminaba en un baloncito de fútbol. Es bonito. Lo mandé hacer a un joyero de Rosario, un tipo único.

En el aeropuerto lo había despedido Charlie con su hijo mayor. La madre le había comprado a última hora dos bolsones de yerba mate y cargaba con ellos en el equipaje de mano. En el avión no duerme. Le da vueltas a la posibilidad de romper con Sylvia, de apagar ese fuego extraño. Ha decidido concentrarse en el trabajo, no distraerse con otra cosa que no sea el juego.

Al bajar del avión se despide de Humberto. Se ha despertado con la boca seca y los ojos neblinosos. ¿Cuándo nos enfrentamos?, pero ninguno de los dos recuerda con tanta precisión el calendario de la competición. Bueno, nos veremos seguro en el cumpleaños del Tigre Lavalle, eso no te lo podés perder.

En el control de pasaportes un chico con una pequeña mochila al hombro le pide ayuda. La policía lo retiene, le falta dinero en metálico y no tiene una dirección precisa adonde ir. Está muy nervioso, excitado. No traje suficiente plata, sólo por eso me quieren joder. Ariel habla con el policía de la ventanilla. No hay nada que hacer. Ariel quiere ayudar, se dirige a otro policía que lo reconoce al instante. No sé, ¿se puede hacer algo? El policía le sonríe, no te metas en líos, es mi consejo. Ariel se lo piensa dos veces, le da el poco dinero que lleva en la cartera al chico y cruza el control.

Al salir con las maletas aún se siente raro, dolido por la situación. Es obligado a detenerse para firmar un par de autógrafos a dos niños.

Levanta la vista y detrás de la línea de gente que espera a los recién llegados ve a Sylvia. Ella le sonríe sin aproximarse. Camina a su encuentro, pero Sylvia le esquiva. Marcha detrás de él cuando enfila hacia el aparcamiento y mantienen la distancia todo el largo trayecto compuesto de cintas deslizantes. Él se vuelve a cada poco y se sonríen. No se dicen nada, pero es como si se abrazaran en la distancia. Como si se hicieran el amor cada uno desde su cinta deslizante, ella tres metros por detrás.

El aparcamiento está gélido. Ha helado durante la noche. Ariel localiza su coche. Se besan en el interior. Sólo se separan cuando ella trata de poner la calefacción girando al máximo los mandos del salpicadero. Me voy a congelar. Se estira las mangas del jersey.

Él desliza sus dedos bajo los rizos de Sylvia y le acaricia la nuca. Feliz Año Nuevo, dice ella.

Tercera parte
«¿Éste soy yo?»
1

Sylvia lleva dos vidas. En una se sienta al fondo de un aula, en un pupitre verde con los bordes mellados que se toca con el de su compañera Alba. Durante la mañana diferentes profesores tratan de dejar sobre ella y los que la rodean una pequeña huella. A veces son notas en un cuaderno de apuntes, otras un detalle que durará en su memoria hasta el día después del examen, en las menos un conocimiento que les acompañará toda la vida. El profesor de matemáticas desarrolla en la pizarra un problema de vectores. Tuvo un inicio de curso magnífico, con la pasión intacta tras años de clase. Todo son matemáticas, les dijo. Matemáticas es cuando compran, cuando venden, cuando crecen, cuando se hacen viejos, cuando se van de casa, cuando encuentran un trabajo, cuando se enamoran, cuando escuchan una canción desconocida. Todo son matemáticas. La vida son matemáticas, sumas y restas, división, multiplicación, si entienden las matemáticas entenderán un poco mejor la vida. Y al verlos reír, añadió díganme algo que no sean matemáticas, venga. Mi culo, murmuró el Tanque Palazón, y todos rieron más fuerte. Dios, dijo luego Nico Verón. ¿Dios es matemáticas? Don Octavio se detuvo un instante, pero no parecía sorprendido. Dios es la solución a una ecuación que no tiene solución. Pero hoy la clase no atendía a don Octavio.

BOOK: Saber perder
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