¿Tiempo? Amílcar soltó una risotada burlona. ¿Tiempo? Estamos hablando de fútbol. Aquí salen periódicos deportivos cada mañana. ¿Quieres tiempo? De aquí al siguiente partido es más o menos la eternidad. Ariel se quedó callado. Sabía que Amílcar tenía razón.
Conducía un coche enorme.
¿Por qué tan serio?, preguntó Fernanda, la mujer de Amílcar, durante la comida. Problemas con el club, no cuentan con él para el año que viene. Poseía una belleza serena con la que intentó arropar a Ariel. Bueno, están pensándolo, dijo él. ¿Y no tenías un contrato por tres años? Por cinco. ¿Y? Amílcar intervino. Vamos, cariño, si un jugador quiere irse se va, si un club quiere echarte, te echa, el contrato es sólo un papel. Un papel que significa mucho dinero, dijo ella. El dinero es lo de menos. Le pagarán, lo venderán, lo cederán. El contrato se rompe igual que se firma. Para Amílcar era fácil hablar así, pensó Ariel. ¿Tú cuántos años llevas aquí, Amílcar? Yo no vine como una estrella.
La dureza del tono de Amílcar hiere durante un instante a Ariel. Se concentra en su plato. La mujer de Amílcar niega con la cabeza, incrédula por el tono que su marido ha utilizado, lo que le afea con un gesto. Es la puta verdad. A mí ni me pagaron millonadas ni me dedicaron portadas ni me sacaban al campo para que resolviera el partido. ¿Te cambiarías por mí? Amílcar, por favor, estás hablando con un chico de veinte años, no adoptes esa actitud cínica, insistió Fernanda. No, no, le entiendo perfectamente, musitó Ariel. Supongo que ha venido a ti para buscar ayuda, no para que le cuentes toda la mierda que esconde este negocio bajo la alfombra... Amílcar torció el gesto. De verdad, cariño, déjalo. Estamos hablando en serio, esto no es una conversación de café, ¿vale? Cuando alguien cobra lo que cobra él, puede soportar que lo traten como una mercancía. ¿Ah, sí? Pues yo no lo creo. Que te paguen una fortuna no les concede el derecho a tratarte como una mierda, dijo ella.
Bueno, bueno, no vayáis ahora a poneros a discutir por mi culpa.
No, no te asustes. Si nos encanta discutir, dijo Fernanda. A ella más que a mí. La mujer de Amílcar sonrió y luego rozó la mano de su marido. Meu anjo daspemas tortas, susurró para él, que meneó la cabeza vencido por la dulzura de ella.
Comieron sin prisa. Volvieron sólo de pasada al asunto y no se zambulleron de nuevo en la discusión. Al llegar la hora de ir a buscar a los niños al colegio, Amílcar se puso en pie. Tú quédate tranquilo, vuelvo en media hora, le dijo a Ariel. Desapareció agitando las llaves del coche, con las piernas arqueadas como dos paréntesis.
Ariel se quedó a solas con la mujer de su compañero. Ella le sirvió el café. ¿Duermes la siesta? En España me he acostumbrado a las siestas, le explicó ella. Duermo apenas tres minutos pero me relajan para toda la tarde. Un mechón rubio cayó sobre su ojo y Fernanda lo apartó con un soplido, gesto aniñado que hizo sonreír a Ariel. Era muy bella. Cuando te termines el café sube si te apetece. Sonrió con calidez. Se puso de pie.
Mi cuarto es la primera puerta a la derecha, al final de la escalera.
Se dio media vuelta y subió los peldaños. Al llegar al último le miró con los ojos azules limpios. Ariel tosió. Estuvo a punto de tirar las tazas. La mujer de servicio, una marroquí bajita y oronda, apareció para retirar la bandeja. Ariel se quedó allí sentado a solas. Tuvo ganas de huir. Pero también de abrazar a la mujer de Amílcar y disfrutar de su belleza, que contenía la promesa de un iceberg. Hielo en la superficie, fuego sumergido.
La subida de las escaleras fue una tortura para Ariel. Aquello le parecía perverso. Apenas la conocía pero ya desde el primer día había sentido una atracción mutua flotar en el ambiente. ¿Iba a ser capaz de tomar a aquella mujer y saciar un deseo de sobremesa? ¿Sin tener en cuenta nada más? A lo mejor todo era un juego perverso del que también participaba Amílcar. Estuvo a punto de echar a correr escaleras abajo. El veterano jugador que lleva a su mujer las nuevas adquisiciones del equipo. Demasiado rebuscado.
Llamó a la puerta con los nudillos. No haré nada. Todo lo que pase será culpa de ella. No moveré un dedo, se decía Ariel cuando abría la puerta después de que ella le invitara a pasar. Notó su erección bajo los pantalones.
La electricidad del instante parecía nacer de la melena lisa de ella, perfecta, escalonada en torno a su cara. Fernanda estaba tumbada sobre la cama aún vestida, tan sólo se había descalzado. Posó la mano sobre el colchón invitándole a acercarse. Luego se reclinó. Desde el primer instante en que te vi, sentí una corriente positiva, sé que tienes cosas dentro que aún no has encontrado la forma de sacar. Ariel pensó que era el momento de besarla y no pudo apartar los ojos de sus labios. Pero ella se inclinó para alcanzar el cajón de la mesilla y aferrar el tirador. Va a sacar los condones, pensó Ariel. Del cajón extrajo un grueso libro. Escudriñó entre sus páginas, muy concentrada. Cuando encontró lo que buscaba le tendió el libro a Ariel. Lee, lee en voz alta, le pidió.
Ariel leyó: «En la pena, sólo Dios es consuelo. Nada aplaca la sed, el cansancio, la duda, el dolor, para siempre. Sólo la voz de Dios. Él es la respuesta a todas las preguntas, la medicina para todas las enfermedades...» Ariel detuvo la lectura.
Ella le arrebató el libro de entre las manos con delicadeza. Leía despacio. Con meloso acento brasileño. La energía que ponía en entonar las frases revelaba la importancia que concedía a cada palabra. Ariel se sintió arder las mejillas, pero no se movió. Escuchaba palabras sueltas que carecían de sentido. Convivencia, verdad, entrega. Entendió su ridículo. Se alegraba a fin de cuentas de no haberse lanzado a abrazarla o de no haberse sacado la polla nada más franquear la puerta. Se rió de su propia idea. Imaginó a Fernanda defendiéndose a golpes con esa especie de Biblia de pastas duras del acoso de su miembro erecto. Ella dejó de leer un instante. El carácter grotesco de la situación que se desarrollaba en la cabeza de Ariel no parecía afectar a la intensidad emotiva de ella.
Llévate el libro. Ya me lo devolverás. Tómalo. Pero quiero que sepas que nos encantaría poder ayudarte.
¿Era una secta? ¿Un delirio? ¿Amílcar participaba de esto? Era obvio que sí. Le había dejado a solas con ella para la ceremonia de captación.
Se puso de pie con el libro bajo el brazo. Podría llorar o reír en ese momento. Ella habló de nuevo, su rostro era precioso, en absoluto crispado. No te avergüences de ti mismo, todos hemos llegado desde sitios que te asustarían, tú no eres peor que yo. El que subió las escaleras hace un momento era un sólo un hombre normal, a lo mejor el que las baja ahora es un hombre mejor.
Ariel asintió con la cabeza y reculó hasta abandonar el cuarto. Antes de cerrar ella plegó las piernas y Ariel pudo apreciar la cara interna de un muslo tostado y atractivo entre la abertura del vestido.
Cuando llegó Amílcar él estaba sentado en el sofá hojeando el libro.
Había pedido dos cafés más a la criada y estaba a punto de trepar por la pared a causa de los nervios. No hablaron del asunto. ¿Sería Amílcar una rara especie de atleta de Dios o como aquel central chileno en San Lorenzo que recomendaba a los compañeros un psicomago que te leía el destino en el agujero del ano? ¿El mismo que a otro jugador que perdía el pelo al parecer incapaz de soportar el estrés de la competición le recomendó untarse la cabeza con sus propias heces sin ningún resultado? Amílcar y él se sonrieron. Cada uno por distinta razón. Bromearon un instante con los niños y luego Ariel pidió un taxi.
Había quedado con Sylvia en la cafetería. Aprovecha el rato de espera para mirar las películas en dvd que se alquilan en la planta baja. Sabe que no romperá con ella pese a los esfuerzos por distanciarse. Afuera todo es extraño. Está tan solo sin ella. ¿Por qué siempre es igual?
Sylvia le ha notado las ganas de hablar y le deja explayarse. Ariel rompe así su hermetismo habitual. Bajo la melena y tras los ojos claros, sus pensamientos parecen guardados en caja fuerte. ¿Irías a Buenos Aires conmigo? ¿Te vendrías conmigo?
¿Y qué pinto yo allí? Ariel le ha prestado unos gruesos calcetines de pelo de llama. Ella tiene apoyados los pies sobre el sofá.
El viernes ella trajo una mochila con algo de ropa. Tres bragas. El resto son prendas de deporte que coge prestadas de Ariel. Recibe cada semana enormes bolsas de la marca con la que tiene firmado un contrato de patrocinio. Pasarían el fin de semana atrincherados en el chalet. Otro falso viaje con Mai, pero su padre no ponía pegas. Se le veía feliz. Para Sylvia era un placer dejar morir la tarde juntos, despertarse el uno al lado del otro. Cuando Ariel salió a comprar los periódicos, Sylvia se temió algo malo. Un poco antes había recibido una llamada de su amigo Ronco.
En uno de los periódicos deportivos le dedicaban un artículo duro, sin concesiones. Enunciaban su fracaso, su falta de adaptación, su ausencia de compromiso y la inoportuna lesión que le dejaba, para colmo, fuera de los tres partidos decisivos de la temporada. La dureza era desacostumbrada. Demasiado joven para liderar un equipo necesitado de triunfos. El final era esclarecedor: «El presidente haría bien en encontrarle un equipo donde terminara de curtirse, buscarle un sustituto que no sea un proyecto sino una realidad. Siempre será mejor que la promesa siga siendo una promesa un par de años más, a que pase a engrosar la numerosa lista de jugadores fracasados.» Parecía dictado. Ariel lanzó el periódico lejos de sí.
Apenas un minuto después Sylvia escuchaba el rumor de Ronco al otro lado del teléfono tratando de calmarle. Vamos, ese tipo cobra del club, es un empleado más. Eso se llama periodismo pero es una sucursal. Ariel informaba a Ronco de la conversación con el director deportivo. Sylvia oía por primera vez la historia, aunque fuera contada a una tercera persona.
Al ver el interés de ella por la conversación, Ariel puso el teléfono en altavoz y ella escuchó a Ronco decir te han mostrado su modo sofisticado de trabajar, pero también pueden sacar la otra cara y tirarte al río con los pies metidos en cemento.
Mira, el año pasado el presidente forzó a un periódico deportivo a que cambiara a los dos tipos que cubrían al equipo. A cambio cuidaría de filtrarles los fichajes, las noticias importantes antes que a ningún otro medio, ¿tú qué te crees, que los periodistas no juegan?, Ronco soltó una risa sardónica. Aquí todos tienen que vender lo suyo. Se necesitan los unos a los otros, joder, parece mentira que tenga yo que explicarte a ti en qué consiste este negocio.
Ariel se revolvía en el sillón. Sylvia trató de calmarle después de que colgara. El le confesaba todas sus frustraciones con respecto al equipo.
Por la tarde Sylvia le oyó hablar con su hermano en Buenos Aires y notó que éste tenía la virtud de tranquilizarlo. En esa conversación le volvía toda la pureza de su acento original, las viejas expresiones que poco a poco había ido arrinconando por inusuales entre españoles. Le leyó párrafos del artículo y Ariel parecía recrearse en las frases contra él, como si fuera un ejercicio masoquista.
El día anterior había vuelto a cruzarse en el borde del campo con el director deportivo y habían hablado del interés de un equipo en Francia. Monaco es un lugar ideal, ¿no te parece?, le dijo Pujalte. Ariel había mostrado entonces su lado desafiante. Yo quiero quedarme y voy a luchar por quedarme. Parecía evidente que el artículo era una respuesta contundente a Ariel. La lucha va a ser desigual, prepárate. Un mensaje directo a la yugular.
Sylvia no acababa de entender ni las razones deportivas ni las dificultades contractuales. Sólo pensaba en una cosa. Si Ariel dejaba la ciudad, era sin duda el final de su relación. Sin embargo él negaba esa posibilidad. Cuando le oía hablar, reflexionar en voz alta sobre el problema, Sylvia tenía ganas de preguntarle, ¿y yo?, ¿qué va a pasar conmigo?
Sylvia le oyó decir a su hermano en Buenos Aires cosas como el dinero es lo de menos, es una cuestión de dignidad.
Cuando amansó la rabia tras hablar con amigos y con su representante, Ariel se tumbó en el sofá, junto a ella. Parecía otro. Hablar lo apaciguaba, pero no lo hacía en el tono que había usado en las llamadas o durante todo el día, como una fiera enjaulada, lo hacía más roto, más frágil, también más tierno y eso a Sylvia la hacía sentirse más útil, más cercana. Ahora le escucha con un cojín abrazado contra el vientre. Él dice no valgo, no he dado la talla, puedo enojarme todo lo que quiera, pero con eso no voy a encubrir la verdad. Nadie saldrá a defenderme porque no he hecho nada destacable, siempre hay que buscar culpables, todos esperaban algo de mí que no he podido darles. Esto es un juego, si lo haces bien, tú mandas; si no, ellos tienen la sartén por el mango. Pasa todo el rato, futbolistas que prometen, pero las cosas les salen mal, y cinco años después son una sombra penosa en equipos de tercera categoría y tú te preguntas ¿pero ese tío no iba a ser el nuevo Maradona?, y te da pena, o no, te da igual. Pues ahora yo me puedo convertir en alguien así. Sylvia tiene miedo de interrumpirle y decir alguna estupidez bienintencionada, así que se limita a mirarlo con ojos enormes y tratar de comprenderlo.
Por eso le sorprende tanto cuando él cambia de tono y pregunta ¿vendrías a Buenos Aires conmigo? Ella tarda en responderle. Duda de que él se haya parado a pensar ni siquiera un instante en cómo le afecta a ella todo esto. Sylvia se ve como la acompañante de un futbolista, la pareja con las maletas siempre listas. Mira su mochila con las mudas posada a los pies de la mesa ratona, como dice él. Vuelven los dos mundos alejados, ajenos, incompatibles, pero no dice nada, sabe que no es el momento. Es la hora del consuelo para él, es egoísta pensar en ella. Están hablando de su carrera, de su oficio, no de sus sentimientos. Por eso se limita a decir ¿y qué pinto yo allí?
Maldita gente. Yo no me voy a ir de aquí, yo no me voy a separar de ti. Sylvia sabe que no piensa lo que dice. Dentro de un rato comenzará el partido de su equipo en la televisión. Se sentarán a verlo. Sylvia deseará que pierdan por una goleada de escándalo. Que hagan el ridículo, que ese público caprichoso y cruel eche de menos al ausente. No digas eso, tenemos que ganar, le dirá él, este partido es importantísimo. Sylvia piensa ahora que la relación quizá termine con la temporada, que se esfume y ella vuelva a ser la misma estudiante gris de antes de conocerle. Siente un miedo que no logra aplacar.