Saber perder (52 page)

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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

BOOK: Saber perder
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Lorenzo salta entre líneas buscando información. Albaneses, palizas al servicio, armados, fría crueldad. A la nariz de Lorenzo llega el agrio olor del café con leche recién posado en la barra frente a él. No sabe qué pensar. Ahora lee la noticia completa, deteniéndose en cada frase. Todo suena a indicios, vaguedades. Podría ser un esfuerzo de la policía por endosarles casos sin resolver o nada más que la capacidad fabuladora del periodista.

Alivio y pánico. ¿Pueden entremezclarse ambas sensaciones? La cara de Paco en una foto nada favorecedora. Quizá la del carnet. Él, que siempre decía que uno no debía permitirse jamás una foto mala y rompía aquellas que alguien le enseñaba donde no salía a su gusto. Seguro que no habría aceptado ésta. Qué ironía. No reflejaba para nada su magnética personalidad, más bien le vulgarizaba como una víctima sin relevancia. Lorenzo piensa que las detenciones abrirán una causa judicial y entonces alguien se verá obligado a buscar pruebas concluyen-tes. Nada está cerrado.

Vuelven a la labor. Lorenzo y Chincho hacen el primer viaje de furgoneta al nuevo destino de los muebles. Los otros terminan de empaquetar. La calle está embotellada. En Ecuador no tendréis este tráfico, le comenta Lorenzo. Chincho se encoge de hombros ocultando un centímetro de su inmenso cuello, yo taxeaba en Quito y el centro está tenaz, es superdifícil manejar por ahí, peor que esto. La agotadora tarea no termina hasta cerca de las dos. Es Wilson el que cobra el dinero y el que lo reparte entre los cuatro tras resolver las cuentas en su pequeña libreta. Lorenzo tiene la rara impresión de ser tan sólo su empleado. Se despiden. A medida que se acerca a casa a Lorenzo le invade cierta euforia. Si el crimen lo cometieron otros, entonces él no tiene nada que ver.

Sube en el ascensor a casa, pero antes de entrar corrige su dirección y remonta otro piso por las escaleras. Llama a la puerta de los vecinos del quinto. Daniela le abre. Lorenzo no le da tiempo a decir nada, se cuela en el piso. Ella cierra la puerta y le hace un gesto para que guarde silencio.

El niño duerme. Lorenzo la besa, la abraza. Necesitaba verte. Aquí no puedes estar. Si no vienen hasta la tarde. Pero no está bien. Puedo ayudarte, ¿qué hacías? No seas tonto.

La arrastra eufórico hacia el interior del piso. Es gemelo al suyo, pero ordenado de manera muy distinta, no tiene tiempo para percibir que la mayor diferencia es el calor familiar. Lorenzo la empuja hasta el dormitorio principal. No, no, le va susurrando Daniela entre divertida y azorada. Lorenzo la vence sobre el colchón, se tumba sobre ella para besarla y acariciarla.

Tres días atrás Lorenzo desnudó ese cuerpo por primera vez en la cama de su habitación. La escena tuvo poco que ver con ésta. Fue una labor lenta, entre apasionada y prudente. Daniela se mostraba pasiva. Habían salido de noche, pero hacía un frío intenso. Daniela fue quien propuso ¿podemos ir a tu casa? Claro, dijo él, no pensó en Sylvia, a buen seguro no llegaría hasta más tarde.

Se sentaron en el sofá. Él puso una música suave, trajo algo de beber. La besó y se hablaron muy de cerca. Él le retiraba el pelo de la cara con la punta de sus dedos. Le contó episodios de su vida y le dio a entender que se habían encontrado en un momento en el que su ánimo estaba bajo mínimos. A Daniela parecía gustarle el tono confidente de Lorenzo. Se mordió un labio cuando él le habló de su historia de amor con Pilar, creo que fuimos la pareja más feliz del mundo durante un tiempo. De tanto en tanto interrumpía sus palabras para besarla con levedad en los labios o palpar su cara. Daniela miraba la casa. La estantería del salón, el televisor.

Llévame a tu cuarto, le dijo cuando Lorenzo la besaba con intensidad, como si diera por terminada la conversación de sofá.

Sobre la cama, despojó a Daniela de la ropa. Su piel tenía un matiz gris y era suave. La carne parecía oprimida por la ropa. La cinta del sujetador, los pantalones ajustados. Tenía unos pezones enormes de un rosa eléctrico y unos pechos generosos que al liberarse produjeron una onda expansiva de erotismo. En la espalda, Lorenzo descubrió unas cicatrices rosas que le cruzaban a la altura de los hombros y que ella cubrió al tumbarse sobre el colchón. Cruzó los brazos por encima de sus senos como si se protegiera o como si se entregara, Lorenzo no quiso desvelarlo aún. Retiró sus zapatos y luego bajó los pantalones junto a las bragas que se enroscaban sobre sí mismas. Le costó despojarla de la ropa, como si le retirara una primera capa de piel. El vientre y los muslos oscilaban carnales. Lorenzo descendió para besarle el ombligo hundido. Ella estaba tensa, pero inmóvil. La marca del elástico de la ropa interior permaneció largo rato dibujada sobre la piel temblorosa de ella.

Lorenzo quiso bajar hasta su sexo, pero ella presionó los muslos y dijo no, eso no, eso es sucio. Lorenzo trepó para buscar de nuevo su cara y su cuello. Ella no lo desnudaba, así que se deshizo de su ropa sin olvidarse del cuerpo de ella, al que besaba y acariciaba sin tregua. La luz estaba apagada, pero por la ventana se filtraba el resplandor que le permitía apreciar la carne de Daniela sobre la colcha. Lorenzo se tumbó sobre ella y poco a poco los muslos de Daniela le concedieron el paso. Sus manos encontraron un lugar donde posarse en la espalda de Lorenzo. El entendió llegado el momento de la penetración y ella gimió con intensidad.

Había ocurrido la tarde más inesperada. Quizá el frío de la calle, quizá sencillamente había llegado el momento. Daniela tenía una marca de nacimiento oscura en la piel, por encima de la cadera. Lorenzo se derramó muy cerca de ella, tras salirse de su cuerpo con una acelerada torsión.

Hubo un instante de silencio y luego ella dijo era lo que querías, ¿verdad? ¿Por qué dices eso? ¿Tú no lo querías? No sé...

Las palabras de Daniela sonaban tristes y forzaron a Lorenzo a mostrarse más cariñoso. Le habló al oído de la primera vez que la había visto, en el ascensor. De la impresión que le habían causado sus ojos rasgados, del misterio que emanaban. Ninguna otra mujer excepto Pilar había reposado entre esas sábanas, le dijo. No habló de lo distintos que eran sus cuerpos, las diferentes sensaciones. Él también era ahora un hombre distinto.

¿No piensas nunca en ella? ¿En tu mujer? A veces. Las manos de Daniela ponían buen cuidado en no acercarse al sexo de él. Las tenía entrelazadas sobre su vientre y Lorenzo las acariciaba con parsimonia. Todo es tan extraño, que yo esté aquí, contigo, dijo ella. ¿Por qué? No sé, supongo que tú has conseguido lo que querías, poseerme, y ahora ya puedes sentirte satisfecho, triunfador. ¿Por qué hablas así? ¿No confías en mí? Todo puede ser tan feo o tan lindo. Pero ya está, ya te has acostado conmigo, bueno.

Lorenzo guardó silencio, no acababa de comprender del todo la actitud de Daniela. Su carne, en cambio, le excitaba.

Para los hombres tener nuestro sexo es el fin de la conquista. Para nosotras es el principio. Te vi la cara cuando corriste a derramarte fuera de mí. Tú en cambio no miraste mi cara.

Daniela...

Ni siquiera me preguntaste. A lo mejor yo hubiera querido que terminaras dentro. Que fuera al menos algo que me quedara de ti cuando desaparecieras de mi vida.

Lorenzo la besó como si los besos fueran la mejor refutación de sus dudas. Sus labios estaban secos, pero sabían bien. Ven, entra en la cama, cogerás frío. Lorenzo levantó para ella las sábanas.

Oyeron a Sylvia entrar en la casa y cerrarse en su cuarto. En un tono susurrante hablan de la hija, no hagamos mucho ruido. Lorenzo le contó que ella trajo a su novio la otra noche, yo me fingí dormido. Pero ya tiene novio, tan jovencita, ¿y se acuestan? No, bueno, eso no lo sé, dijo Lorenzo. ¿Cómo puedes no saberlo?, es tu hija.

Luego volvieron a hacer el amor, más bien Lorenzo hizo el amor sobre Daniela. Dejó que el pelo de ella se enredara en su cara. Trató de colocarla encima de él. Le costó vencer su resistencia. Se sintió poseído por la cadencia de su pechos al moverse ante él. Daniela apoyó sus manos sobre la cara de Lorenzo. No soy una diosa del sexo, ¿sabes? Lorenzo se rió y acarició sus pechos. Le dijo que eran muy bonitos. Ella dijo gracias. Daniela apenas se movía sobre él, gimió, pero no disfrutaba del momento. Lorenzo se obligó a no apartar la mirada de los ojos de ella. Daniela insistió en marcharse a casa. No quería pasar la noche allí. Salió de entre las sábanas y comenzó a vestirse. El la observaba, la oscilación de su carne le excitaba. Rogó a Lorenzo que se quedara en la cama, pero él se vistió de un salto y la llevó en la furgoneta hasta su portal, por más que supiera que de vuelta sería un infierno encontrar dónde aparcar. Se despidieron con un beso corto en los labios. La sonrisa de ella parecía franca y alegre por primera vez. Lorenzo sintió que aún se abría un abismo entre ambos, pero se dijo la quiero, es hermosa y frágil, quizá no estoy a su altura, pero podría estarlo.

La quiere tomar allí sobre la cama ordenada de sus vecinos, con los peluches posados entre los dos almohadones, sobre la colcha de dibujos de flores naranjas y blancas, entre las mesillas donde se acumulaban los libros de lectura de cada uno, pero ella se lo impide con rotundidad. No, no, eso no. El día anterior habían salido juntos, pero Daniela no quiso ir a su casa ni le invitó a subir a la suya. Ven, dice Daniela, y le obliga a ponerse en pie. Lorenzo se queda tumbado un segundo en la cama y se señala con las manos el bulto entre las piernas. Mira esto, yo no tengo la culpa, ¿qué quieres que haga con esto? Descarado, sonríe ella.

Toma la mano de Lorenzo y lo lleva hasta el cuarto de aseo que hay en el pasillo. Junto al lavabo, le baja los pantalones hasta mitad de muslos y lo masturba con movimientos rotundos del brazo. Mira la cara de él y sonríe desafiante mientras lo hace. Lorenzo le acaricia los senos sobre la ropa y la abraza en el momento de correrse salpicando los grifos. Se recompone deprisa. Ella sólo dice ahora vete, no puedes estar aquí.

Él sale de la casa, se asoma primero por la mirilla para no cruzarse con ningún vecino. Desciende las escaleras hasta el rellano de su piso. Te quiero mucho, le había dicho a Daniela un segundo antes de salir. Mucho. Pero sólo consiguió arrancarle un márchate ya. Nada iba a ser fácil. Entendía que Daniela no quisiera formalizar la relación ante sus amigas, pasearse por el barrio con su español. Puede que alguien rumoreara cuando los viera juntos. A Daniela le gustaba sentirse respetada. Como le había dicho un día atrás, no soy de esas chicas que creen que un hombre llega para solucionarte la vida, yo soy de las que piensan que la mayoría de las veces sólo vienen para hacértela más complicada.

Volverían a verse a la tarde, cuando ella acabara la jomada de trabajo. Podían cenar juntos, aunque ella nunca tenía hambre. Quizá podría llevarla a casa. Había llegado la hora de presentarle a Sylvia. No quería que pasara más tiempo sin que se conocieran. No tenía ganas de ser un furtivo en su propia casa, en su propia vida. No le diría a Sylvia esas imbecilidades de tengo derecho a rehacer mi vida yo también. Se limitaría a decirle ésta es Daniela.

16

Les gusta esa cafetería porque pueden mirar la calle a través del ventanal rectangular. Fue Sylvia la que se lo hizo notar una tarde. Mira, parece un cine. A través del cristal la vida real era como un espectáculo proyectado para ellos. A menudo es Ariel el que llega más tarde de los dos y ella lo saluda desde dentro con una sonrisa. Pero hoy es él quien aguarda, preparado para verla caminar por la acera en su dirección. Ariel apoya la espalda en el respaldo de la silla, dispuesto para el placer de mirarla caminar.

Suerte y cabezonería, le ha dicho el masajista esa mañana. Si tuviera que definir lo que se necesita para triunfar aquí lo resumiría en eso, suerte y cabezonería. Si uno no está resuelto a subir la cuesta arriba cuando llega, lo mejor es irse, porque ahí es cuando toca apretar los dientes. Lo ha dicho como si no hablara con Ariel, como si se dirigiera al tobillo lastimado y éste pudiera escucharle y seguir sus consejos. La mitad de las lesiones están aquí, y se ha señalado la frente con un dedo húmedo. Ariel agradeció las manos poderosas sobre el cuerpo. Aquí hace muchos años jugó un defensa italiano que siempre tenía una frase para estas cosas. Non piangere, coglioni, ridi e vai... Pues eso, no vale quejarse, le dijo para terminar la sesión de masaje.

El bronceado de Pujalte era intrigante por su perfección. Se aplicaba sobre todo su rostro de una manera milimétrica. Se unía a su pelo engominado y practicaba un juego de contrastes con la dentadura inmaculada. Demasiado perfecto para ser un ex futbolista, pensó Ariel al verlo. Llevaba zapatos caros sobre la hierba húmeda. Se habían mojado los bajos de sus pantalones de traje al pie del campo de entrenamiento. Ariel salía de la sala de pesas. Caminó hacia él, aún llevaba una muleta. Pujalte no dio un paso, le esperaba.

En el despacho estaremos más tranquilos, le dijo Pujalte, y le tomó del codo como si con eso le ayudara a dirigirse hacia allí. Estamos en el mes de marzo, abrió la neverita y sacó dos botellitas de agua helada. Ariel no bebió de la suya. Por eso quería hablarte con el tiempo suficiente, mí intención es que sepas que al día de hoy no contamos contigo para la temporada próxima. De entre todas las cosas que Ariel hubiera previsto escuchar esa semana de labios de sus superiores ésa fue la más inesperada. Y se sintió mal por su incapacidad para anticiparlo. No le gustaba sorprenderse jamás por nada, le parecía un rasgo de estupidez, de imprevisión. Era importante adelantarse a las decisiones de los demás para que no te asaltaran de improviso. En realidad tenía mucho que ver con la actitud en el campo, anticiparse a las opciones del contrario.

Pero Ariel no mostró la sorpresa. Los ojos del director deportivo viajaban por la habitación o se posaban en su pecho. Jamás buscaban sus ojos, a veces se iban hasta la puerta o la pared, nunca a los ojos de Ariel. Ni el cuerpo técnico ni los aficionados creen ver en este equipo la apuesta de futuro que esperábamos. Palabras. Las palabras eran siempre cortinas de humo.

Ariel no las escuchó. Prefería buscar los ojos que no encontraba. Con todo esto sólo quiero decirte que vamos a escuchar ofertas, que puedes moverte por tu cuenta, pero con discreción, lo peor que podríamos hacer es dejar que la prensa comience a enfangado todo.

Pero yo tengo un contrato. Ariel habría deseado no tener que escucharse decir esa frase.

La ilusión de la gente es nuestro único contrato. La frase del director deportivo debía de haber sido extraída de algún manual, de alguna antología de frases brillantes y vacías. No podía ser suya. Ilusión era una palabra demasiado compleja. Cuando las ilusiones no se ven cumplidas, por qué cumplir los contratos.

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