No nos quieren, pero no nos vamos a ir, le dijo Daniela en la calle. Pero ahora se ha abierto un periodo de legalización, tienes que sacar los papeles, le insistió Lorenzo. Sí, pero está tenaz, aún falta convencer a la pareja.
Lorenzo entró con ella en el portal, hasta el pie de las escaleras. Allí la abrazó. Buscó su boca y Daniela le concedió un beso. Lorenzo posó su mano en la espalda de ella y la mantuvo muy cerca. Daniela escondió la cabeza en el hombro de él. Lorenzo notaba la cinta del sujetador de ella bajo la ropa.
Las paredes eran de un gotelé mugriento y los buzones estaban torcidos y, varios, rotos. La escalera estaba sucia y descascarillada y la luz emitía una chicharra molesta que terminó al apagarse. En la penumbra, Lorenzo besó de nuevo a Daniela, pero esta vez fueron besos largos. Sumergió sus dedos en el pelo de ella. La despeinaba y le acariciaba la nuca.
Están todas arriba, mejor no subas, dijo ella. Lorenzo asintió, quiso besarla, pero ella prefería retirarse. Lorenzo la acompañó hasta el rellano y en silencio se besaron una última vez. Se quedó al otro lado de la puerta cuando ella entró en el piso. Daniela le había sonreído.
Lorenzo quería presentar a Daniela a sus padres. Los notaba tensos cuando le preguntaban por su trabajo, por cómo se encontraba, no quería que ellos lo imaginaran solitario y hundido, como esas estampas recurrentes de los parados, cabizbajos, las manos en los bolsillos, desempleados como víctimas grises. Estoy saliendo con una chica, les dijo de pronto, ya os la presentaré. La sorpresa de su padre y también de su madre, inmóvil en la cama, le hizo pensar que abrigaban el temor de verle para siempre solo.
No les dijo que Daniela era ecuatoriana o que trabajaba en el piso de arriba de su casa. Tampoco que la acompañaba a las misas de los domingos donde el pastor les hablaba con cercanía del sacrificio de vivir, de la renuncia, de la felicidad, de conceptos bien abstractos aproximados con metáforas cotidianas. Al principio Lorenzo pensó que aquella ceremonia era algo que ella y otros como ella necesitaban por alguna especie de carencia. Luego, cuando los observaba cantar, responder o reír si el pastor descargaba la tensión del sermón con una gracia, se dio cuenta de que era más que eso. Daniela hablaba de Dios, lo que pensaba Dios, lo que haría Dios. Dios era un compañero, pero también un vigilante.
Los padres de Lorenzo nunca habían sido creyentes, ni tan siquiera cuando serlo era lo común, lo que se daba por sentado en una sociedad sumisa. Después de hacer la comunión parapetado entre el resto de sus compañeros, Lorenzo no recordaba haber vuelto a la iglesia con ellos y alguna vez que había preguntado a su padre por Dios o por la fe él siempre le había dado la misma respuesta, es algo que sólo tú podrás encontrar a su debido tiempo. En ese asunto sus padres habían practicado una libertad absoluta, como en tantas otras cosas, a la espera de que Lorenzo resolviera por sí mismo. Por eso sentía que lo que Daniela entregaba a Dios era la vara de medir, la doctrina de comportamiento. Y se preguntó con extrañeza si no le habría llegado a él, por fin, ese momento en la vida al que se refería su padre, la hora de descubrir la verdad, no como una imposición social, sino como una voz interior.
En la iglesia, aquel último domingo, Lorenzo se había preguntado también si la ausencia de sexo en su relación tenía que ver con aquello. ¿Era Daniela de esas mujeres que colocan el sexo en un departamento oscuro, sucio? Quizá tengamos que casamos, sonrió Lorenzo al pensarlo. No parecía que el resto de parejas mostraran una renuncia o una castidad impuesta. Al contrario, las chicas vestían ropa ajustada y mostraban sonrisas abiertas. Lorenzo pensó que sus posibilidades sexuales quizá se fueran a resolver entre aquellas banquetas desordenadas, los cantos eufóricos, los niños revoltosos y los padres de gesto serio y profundo vestidos de domingo.
Aurora abre los ojos y asiste al movimiento de Lorenzo a su alrededor. Hola, mamá, mira, te presento a Daniela. La madre levanta los ojos y Daniela se inclina para besarle en la mejilla. Lo primero que aprecia Aurora de Daniela son los ojos rasgados. Con la mano, la chica sujeta su pelo liso para que no caiga sobre Aurora al inclinarse.
¿Lleváis mucho rato aquí? No, un ratito. Duermo casi todo el día, explica hacia Daniela, tengo sueños muy extraños, muy vivos, muy reales. Aurora se cansa al hablar. Lorenzo se sienta en el colchón y toma la mano de su madre entre las suyas. No te fatigues. ¿De dónde eres, Daniela? Ella responde. Los ojos de Aurora viajan de ella hasta su hijo. Asoma un leve estremecimiento, como una punzada de dolor. Con un balanceo de cabeza Aurora quiso transmitirles que no era nada.
El masajista había pasado esa mañana para ejercitar sus músculos y Aurora estaba más fatigada que de costumbre. Es un lujo que no nos podemos permitir, decía ella, pero Leandro rectificaba, claro que nos lo podemos permitir, para eso me he pasado la vida trabajando. El médico había descartado cualquier tratamiento agresivo, así que todo se limitaba a esperar.
Lorenzo trataba de mantenerse en contacto diario con su padre. Sospechaba que carecía de fortaleza para afrontar sólo la embestida de la enfermedad. Si hay alguien que es incapaz de vivir solo es mi padre, pensaba Lorenzo. Pertenecía a esa especie de hombres en apariencia independientes, pero sin habilidad para resolver las tareas más nimias. A Lorenzo le agradaba ver que Sylvia era capaz de sacar algunos ratos para visitar a su abuela, leerle, charlar con ella.
La semana anterior, Lorenzo había regresado a la residencia de ancianos y se había sentado junto al hombre cuya casa había vaciado. ¿Qué, don Jaime, se acuerda de mí? Le traje sus cosas en la maleta, ¿se acuerda? No intercambiaron demasiadas frases. Nada le unía a aquel hombre, más allá del azar por el que lo había conocido. Pero ese mismo azar le impedía ignorarlo. Wilson se echó a reír cuando Lorenzo le contó que lo había visitado en dos ocasiones. ¿Al loco aquel?, ¿para qué? Ojalá yo tuviera como tú tiempo para perder, le había dicho.
Lorenzo sabía que era importante conservar el vínculo con el exterior. Como aquella nota colgada de la nevera con el número de teléfono de una desconocida.
Hace frío. Bastante. Aquí se está bien. No se está mal. Ese podía ser un intercambio normal entre ellos. Casi a lo que se limitaba su conversación en cuarenta y cinco minutos. ¿No tiene nadie conocido, algún familiar? Pero el hombre no solía contestar a preguntas concretas. Permanecían sentados, a veces uno de los dos bajaba la persiana si molestaba el sol. Una religiosa entraba y tomaba del brazo al hombre para bajarle al comedor.
Wilson organizaba las jornadas de trabajo. Sacaba del bolsillo su pequeña libreta con el programa preciso de las tareas del día. Viajes al aeropuerto, algún traslado. Wilson le liquidaba el dinero después de mostrarle en la libreta el estado de cuentas, los préstamos, los alquileres. Con la llegada del frío, Wilson aprovechó para hacerse con una nave vacía. Era un antiguo local comercial y apiló unos cuantos colchones para convertirlo en un refugio de alquiler. Esperaba a sus clientes hacia las diez y media de la noche y a las ocho en punto estaba en la puerta para desalojarlos. Unos conocidos suyos trabajaban de albañiles en la reforma y compartía con ellos los ingresos de esa especie de hotel de urgencia. Si a veces alguno de los inquilinos se excedía con el alcohol o el ruido, él tenía que aparecer por allí y calmar el ambiente. Un muchacho que ayudaba en las mudanzas ejercía de guardaespaldas amenazante. Era en esos ratos cuando se ganaba el sueldo, cuando no todo parecía tan sencillo como proponer a Lorenzo las mil maneras de ganar algunos euros.
En realidad todo se lo debo a este ojo bizco, le explicaba Wilson, la gente me toma por loco. Y todo el mundo tiene más miedo a los locos que a los fuertes. Nadie quiere fregarse con un loco. Como una navaja suiza, Wilson parecía mostrarse dueño del recurso necesario para cada ocasión. Los gramos exactos de encanto y cháchara, la dosis indicada de violencia contenida y amenaza latente, la habilidad precisa en toda ocasión. Manejaba un fajo de billetes enroscado en una goma que a la hora de los pagos era su pulsera. Se volvía hacia Lorenzo para explicar, el dinero es un imán para el dinero.
A Lorenzo lo citaron en la comisaría para devolverle sus pertenencias, algo de ropa, unos zapatos, pero aunque preguntó por el inspector, ese día no se vieron. Ya apenas en alguna rara ocasión se volvía para comprobar si lo seguían o detenía de pronto la furgoneta en un vado para ver pasar a los coches que circulaban tras él. Llegar a final de mes le obsesionaba más. Y eso era algo que su sociedad con Wilson garantizaba sin excesivos problemas.
Lorenzo y Daniela están en el cuarto de Aurora cuando regresa Leandro. Se saludan. A Leandro le agrada Daniela. Aurora acaricia la mano de la chica, tienes una piel preciosa. En el pasillo, antes de irse, Lorenzo le pregunta a su padre si necesita algo. Leandro niega con la cabeza.
En la calle, Daniela le dice a Lorenzo, tu madre ha debido ser alguien muy especial. Lorenzo asiente con la cabeza. Recuerda lo que le ha dicho su madre al oído en un instante en que Daniela se ausentó de la habitación para hablar por el móvil. Lo importante es que seas feliz.
No hay un crujido ni una corriente eléctrica que recorre su pierna, sólo la sensación de que el pie se separa del cuerpo. El jugador contrario cae sobre él, con el roce de su aliento y su transpiración y un manotazo brusco para atenuar el golpe contra el césped. Apenas han pasado catorce minutos del partido, el tiempo que se emplea en tentar al rival. El choque fue en una jugada bien simple. Recibió de espaldas el balón y lo devolvió para buscar el desmarque. El defensa le pisó e impidió el giro del pie de Ariel, que se ha quedado tumbado sobre la hierba esperando a que alguien lance la pelota fuera. El público silba, como hace siempre. Se burla del herido. El tobillo, el tobillo, le indica Ariel al doctor cuando se arrodilla a su lado.
A ras de césped el estadio de Barcelona es hermoso. El graderío no se eleva con desmesura como en otros estadios. Sylvia está en la esquina opuesta del campo, con una perspectiva lejana del juego. De hecho, un minuto antes había pensado que hasta la segunda parte no tendría a Ariel cerca. Entonces se puso a comer pipas. Ahora lo ve salir en un ridículo carrito a motor con camilla incorporada conducida por una chica rubia con chaleco reflectante. El entrenador de Ariel ha mandado calentar a un jugador del banquillo. Apoyado en el doctor, Ariel se pierde hacia el túnel de los vestuarios.
Sylvia se queda sola en mitad de la gente. Mira alrededor como si esperara que Ariel apareciera un momento después junto a ella o que enviara a alguien a buscarla. Pero no sucede nada. El partido atrae la atención de todos, pero no de ella.
Después del viaje a Múnich su cercanía es absoluta. Al día siguiente Ariel fue a buscarla a un callejón cercano al instituto. Si algún compañero de clase me ve subir a tu Porsche ya puedo irme buscando otro instituto.
¿Por qué no te cambias de coche? Fueron a comer a una parrilla en la carretera de La Coruña. Ella pidió una coca-cola, él un vino blanco. El médico del equipo nos ha prohibido la coca-cola, dice que es lo peor, explicó Ariel. Cualquiera de los pocos comensales podría pensar por su actitud que eran hermanos. Ariel se lo había dicho un día, no te espantes, pero la mayoría de la gente que nos ve piensa que saqué a mi hermanita a pasear por Madrid. Pidieron chuletitas pero Sylvia comió de primero gambas, para espanto de él, nunca pudo comer esos bichos. Al separar la cabeza de una de las gambas el líquido turbio salió disparado a la cara de Ariel y ambos rieron.
Luego fueron hasta casa de Ariel. Echaron una siesta caliente y revuelta, con los cuerpos que ardían como estufas. Mantuvieron el abrazo incómodo, que ninguno de los dos quería romper. Al anochecer, Ariel devolvió a Sylvia a su casa.
Al día siguiente, Ariel salió hacia Barcelona con el equipo. Sylvia tomó un vuelo por la mañana. Ariel le había reservado una habitación en el mismo hotel de la concentración. Después de la comida temprana, Ariel dejó a los que jugaban a las cartas entre gritos, a los que tomaban café y se fugó hasta la octava planta, donde le aguardaba Sylvia tumbada en la cama, rodeada de apuntes. Los tiró al suelo cuando le oyó llegar.
Es absurdo. No puedo estudiar, pienso en ti todo el rato. No me culpes de tus suspensos, por favor. ¿Te puedo ayudar?, preguntó él. ¿Cuánto tiempo tenemos? Estamos citados abajo para salir hacia el campo dentro de dos horas. Sylvia torció el gesto. Tengo una mala noticia. Estoy con el periodo. No pasa nada, así aprovechamos para estudiar, Ariel trató de leer alguna hoja de apuntes. Tenía mi regla programada con tus partidos de liga, era un calendario perfecto, pero hoy se jodió, claro. Déjalo, no te traje aquí para follar. ¿Qué estudiás?
Dos horas después los compañeros del equipo recorrían el hall hasta el autobús aparcado en la boca de entrada al hotel. El lugar estaba lleno de mirones y seguidores. La policía vigilaba con discreción los alrededores. Había chavales que pedían autógrafos. Hasta la violencia se convertía en una rutina y siempre esperaban los insultos de algún grupo, alguna pedrada a destiempo en las inmediaciones del estadio. Madrid se quema, se quema Madrid, cantaban otros, casi niños. Si algunos no quisieran matarnos, no habría otros que morirían por nosotros, solía decirle un jugador en Buenos Aires, cuando a veces la salida de algún estadio se ponía fea. Allá se retenía a los aficionados locales treinta minutos para dar tiempo a los visitantes de volver a sus barrios. Pero era agradable el recorrido escoltados por la policía, el autobús que ignora los semáforos, como privilegiados en un mundo que se paraba a cederles la prioridad.
La mirada de Sylvia se encontró con la de Ariel cuando salía entre sus compañeros. Él le guiñó un ojo, ella sonrió. Aún estaba en el autobús cuando Sylvia le llamó por teléfono. Estoy en las Ramblas, esto está lleno de turistas, le contó. ¿Es bonito?, preguntó Ariel. Hay estatuas humanas con disfraces, me recuerdan a los mimos, no sé por qué me ponen triste.
¿Te ponen triste los mimos? A mí me dan ganas de asesinarlos, le dijo Ariel. Cada dos pasos hay un puesto de venta de camisetas de equipos de fútbol, pero no veo la tuya. Bueno, yo soy rival. Ya. Sylvia le siguió describiendo lo que veía. Un tipo que ofrecía latas de bebidas que llevaba en una mochila, bares abiertos a la calle, mascotas enjauladas, palomas que venían a comerse el alpiste del puesto de periquitos, una manada de japoneses con maletas de ruedas, retratistas que consumían carboncillos para reproducir las caras imposibles de los clientes ocasionales o exhibían caricaturas lamentables de personajes famosos. Una vez cuando era pequeña mi padre se empeñó en que me hicieran un retrato en la calle, tuve que pedirle a mi madre que lo escondiera, era horrible. Sylvia, te tengo que dejar, estamos llegando al campo. Suerte.