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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (51 page)

BOOK: Saber perder
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Amor y reloj, pensaba Leandro. Porque Osembe podía pasar de lamerle el vientre a alzar el despertador para mirar la hora sin cambiar de gesto. Cuando se cumplía el tiempo ella recuperaba las formas gatunas y le decía quédate otra hora más y si Leandro entregaba el dinero, otros ciento cincuenta euros, entonces ella volvía a matar el rato con indolencia y charlaba un poco o se levantaba para hablar o mandar mensajes por el móvil. Leandro era consciente de que alargaba el tiempo para obtener más beneficio. No quería pasar un segundo con él si no era a cambio de su dinero. En eso no se engañaba. Pero no hacía nada para evitarlo. Ella, por ejemplo, le lamía y humedecía el oído, algo que a él le importunaba y le hacía padecer por sus otitis de otra época, pero no encontraba el carácter para decirle, párate, me molesta. Se dejaba hacer, como un títere con su dueño. Había pasado semanas sin verla y ahora se concentra de nuevo en su piel, en sus manos, en los gemelos de sus piernas cuando se inclina sobre él.

Suena un ruido en el piso. Una compañera que vuelve. ¿Trabajan en lo mismo que tú?, pregunta Leandro. No, no. Y ellas ni se imaginan que yo hago esto, pero Leandro sabe que miente. Sólo con clientes especiales como tú, le ha dicho un rato antes, y luego le ha sonreído. Ha guardado el dinero en el cajón de la mesilla. El mismo lugar donde esconde los preservativos. Sobre la mesa hay alguna revista de moda y ropa desperdigada. También perfumes y cremas. Y un bote de tamaño grande de aceite corporal del que se unta el cuerpo y que Leandro sospecha que utiliza para interponer entre sus cuerpos una película de distancia. En el espejo de la pared hay sujetas entre la luna y el marco fotos de ella con amigas y de quizá su novio, un chico joven que sonríe sentado con ella en la terraza de un bar. Pese a la persiana bajada, llega el ruido insoportable de la calle. Hay una obra cercana que provoca una percusión molesta. Cuando la actividad sexual se reduce, Leandro tiene frío pero ella no le invita a meterse entre las sábanas. Hay una manta espesa y gastada puesta por encima de la ropa de cama. El lugar está sucio y desagrada a Leandro.

Días atrás su amigo Manolo Almendros se presentó en casa con su mujer. Era casi mediodía. Entre todos convencieron a Leandro para que saliera con él a comer. Fueron paseando hasta un restaurante en Raimundo Fernández Villaverde. Desde allí se veía el esqueleto negro de la torre Windsor que se había quemado la noche del 19 de febrero con lenguas de llamas inmensas. Las especulaciones aún duraban. Alguien había grabado sombras en el interior durante el fuego, se habló de fantasmas, luego de bomberos que desvalijaban las cajas de seguridad de las muchas empresas instaladas en el rascacielos. Los obreros desmontaban los restos en una zona acotada de vallas.

Durante la comida, Leandro estuvo a punto de confesarle a su amigo Manolo las citas con Osembe. Se conocían desde mucho tiempo atrás. Al contrario que él, Almendros mantenía una vitalidad envidiable, era capaz de entusiasmarse con un libro o un nuevo descubrimiento. Es curioso, le hablaba ese día por encima de los platos, nosotros, que hemos vivido la época de los cafés, cuando éramos jóvenes y el único sitio para enterarnos de verdad de las cosas era poner el oído en las barras. ¿Te acuerdas? Ahora todo eso ha desaparecido y hay un café virtual y gigantesco que es la internet. Lo decía así, en femenino, la internet. Ahora los jóvenes se asoman allí, ya no es eso de a ver qué dice Ortega o Ramón, no, ahora todo es disparatado y anárquico, pero es lo que hay. Ya sabes que en este país nadie quiere pertenecer a una asociación o a un grupo, pero todos quieren tener razón. Eso es el café antiguo. Y luego puedes encontrar mucha información, pero también es caótico. Ya te conté que estoy escribiendo el elogio y refutación de Unamuno, ¿no?

Pues entro a buscar nuevos datos y cuando escribes Unamuno la primera página que se te abre es una de Unamuno, pero de chistes con su nombre, chistes soeces, algunos divertidos, todo coñas sobre el nombre. Imagínate. Leandro conocía la pasión de Manolo por Unamuno. Solía citar párrafos completos de aquel sentimiento trágico de la vida, compartir su pasión por la papiroflexia, pero también bromear a su costa y especular con la operación de fimosis que se practicó cuando ya era casi anciano, ¿alguien se ha preguntado si hay un antes y un después en su visión dolorosa de la vida? Le dolía España y a lo mejor lo que le dolía era otra cosa.

Luego la conversación sobre la red derivó hacia la pornografía. A Almendros lo habían dejado anonadado las cosas que podían llegar a verse con apenas un clic del ratón. Es como un gran bazar erótico dedicado a la masturbación universal. Hay chicas espiadas, parejas que se exhiben, perversiones, humillaciones, desviaciones. A veces pienso que es mejor librarnos de vivir lo que se nos viene encima. La gente habitara en cubículos sin pisar la calle, seremos un planeta de onanistas y mirones.

Puede ser, le respondió Leandro, pero la prostitución en la calle no ha desaparecido, más bien ha aumentado. La gente sigue necesitando tocarse. Bueno, ya lo veremos. Yo creo que cada vez los humanos iremos tocándonos menos, hasta no tocarnos en absoluto. Esas mujeres que se ponen tetas de plástico o labios de plástico. Dime tú, ésas no pretenderán que las besen o las toquen, sólo quieren que las miren.

¿Y tú, nunca?

Almendros se alzó de hombros. A mí ese mundo me deprime. ¿Quién puede ser tan estúpido para pagar por algo fingido? Y dar dinero a las mafias de tráfico de mujeres. No, me asquea. Cualquiera que contribuya a ese mercado me parece un malnacido. Entonces, durante ese segundo, mientras una camarera polaca se llevaba el primer plato, Leandro estuvo a punto de confesarse a su amigo. No lo hizo por pudor o vergüenza, por temor a no saber explicarse o a no tener siquiera una justificación razonable. ¿La tenía? No había ni siquiera amor, eso que sirve para justificarlo todo. Me he enamorado como un tonto de una muchacha, pero no era cierto. No era eso.

No le explicó que había dedicado tres mañanas a caminar sin rumbo en torno al parque Coimbra en Móstoles. Miraba con curiosidad a la gente que se cruzaba, a los que salían al balcón en los edificios, a cualquiera que pasara en un coche. Se detenía a observar con detalle a las mujeres africanas que caminaban con bolsas de la compra. En alguna ocasión, cuando alguna de ellas estaba sola y pese al gesto de temor que les provocaba al aproximarse, se atrevía a preguntarles por Osembe. ¿Conoces a una muchacha nigeriana que se llama Osembe?, y ellas se encogían de hombros y negaban desconfiadas.

No le contó a su amigo Almendros que la tercera mañana, sentado cerca del parque, mientras leía el periódico vio bajar de un autobús a una muchacha negra. Tenía el pelo cambiado, más corto, pero era ella, sin duda. Caminaba con otras dos mujeres, llevaba una cazadora de cuero rojo muy llamativa y zapatos de tacón al final de los pantalones vaqueros. Las siguió durante un rato, hasta ver si se separaban en algún momento, no alcanzaba a oír su conversación salvo cuando prorrumpían en una carcajada o una frase más exagerada, y al final, armado de valor, se atrevió a levantar la voz para llamarla, Osembe, Osembe y sólo la segunda vez ella se dio vuelta y le vio. Mostró una sonrisa irónica, pero resplandeciente.

Osembe se separó del grupo y caminó hacia él, pero, bueno, mi viejito. Leandro le explicó que la había buscado por el barrio durante varios días. Ah, pero yo ya no trabajo en eso, no, no. Se acabó. Leandro la miró con interés. ¿Puedo invitarte a un café?, ¿charlar contigo un momento? No, estoy con mis amigas, ahora imposible, de verdad. Debió de percibir la desolación de Leandro porque le dijo llámame, llámame al móvil mejor. Y le dictó un número de teléfono que Leandro no necesitó anotar. Lo memorizó. Estaba lleno de números pares y eso lo hacía aún más sencillo para él. Los números pares siempre le habían resultado amables, era algo que le sucedía desde niño; los números impares, en cambio, le eran antipáticos, incómodos. Aquel número flotaba en su cabeza cuando Osembe se alejó de él para volver con sus amigas, que la recibieron entre risas. ¿Qué les diría? ¿Este es el viejo vicioso que ya os conté?

Dejó pasar unos días antes de llamarla por teléfono. La ausencia de Osembe le había reconfortado. Perderla de vista era terminar con la pesadilla. Una tarde marcó el número desde su casa. Aurora estaba acompañada de su hermana y Leandro habló en voz baja. Ella reía, como si el reencuentro la pusiera de buen humor, le demostrara su poder. Y entonces le dijo pero, cariño, ¿por qué no vienes a verme?

Osembe exhibe sus músculos para él, le divierte tensar y destensar zonas de su cuerpo. Se ríe como una adolescente. Se gusta. Esa tarde no accede a quitarse el sujetador. Lo único que no le gusta de su cuerpo, le ha dicho muchas veces, son las marcas de sus pechos. Estrías, le dice Leandro. Parecen de vieja, dice ella. Leandro bracea con ella para quitarle el sujetador, pero ella no se lo permite, se ríe, disputan. Tiene los pezones pequeños y líneas blancas que recorren el nacimiento de los senos. Él trata de besarlos, pero ella dice que le hace cosquillas y le aparta de sí una y otra vez, como si quisiera ser la única dominadora del juego.

A Leandro esa especie de indolencia le gusta. Tampoco le molesta la mirada que se fuga constantemente hacia el despertador. Los ratos que hablan se cuentan cosas sencillas. Él le pregunta en qué gastas todo el dinero, ella le dice eso son cosas mías, me gusta estar guapa para ti y otras mentiras tan evidentes que resulta grotesco el intercambio.

No quiero volver a verte aquí, le dice Leandro. No me gusta venir aquí. Está muy lejos, está sucio. No quiero encontrarme con tus compañeras de piso. Nadie te va a decir nada, aquí estamos cómodos, nadie nos da órdenes, le dice ella. La próxima vez yo buscaré otro sitio, zanja Leandro la conversación. No se ducha en la casa. Le repelen las tapas de plástico sobre el inodoro, la bañerita oxidada, la alfombrilla gastada y los azulejos color pistacho.

La calle está abarrotada de gente. Hay niños que juegan a pelotazos.

Casi todos hijos de emigrantes. A Leandro el recorrido hasta volver a casa le lleva cerca de una hora. Junto a la cama de Aurora sigue su hermana Esther. Bromean y tratan con empeño absurdo de recordar el nombre de la chocolatería donde su padre las llevaba a tomar churros después de misa cuando eran niñas. Dicen nombres al azar y Esther ríe con su sonrisa caballuna y vitalista.

En el pasillo, antes de irse, ya oscuro afuera, la hermana de Aurora se echa a llorar ante Leandro. Se muere, Leandro, se está muriendo.

Leandro trata de calmarla. Vamos, vamos, ahora hay que estar enteros para ella. Esther habla en un susurro doliente, pero es tan buena, mi hermana ha sido siempre tan buena. Ya no hay gente así.

Leandro espera a que Aurora duerma y marca el número de Joaquín. Le ha respondido Jacqueline. Han hablado apenas un segundo. Él no puede ponerse en este instante, pero llámale en veinte minutos. Cuando por fin hablan, Leandro le informa de que ya ha quedado con el biógrafo para la semana que viene. Ah, perfecto, es un chico encantador, ¿no te pareció?

Y Leandro deja caer la razón de su llamada. Te quería comentar lo de tu apartamento. No sé si podría usarlo una de estas noches. El silencio de Joaquín se hace espeso y tenso. Sólo si te viene bien, claro. Pues claro, ¿cuándo lo necesitas? No sé, me es igual, el viernes quizá. Claro, claro, mañana mismo hablo con Casiano y puedes pasar a recoger las llaves, antes de las ocho, eh, cierra la portería a las ocho. Perfecto. ¿Quieres impresionar a alguien?, le pregunta Joaquín con una risa. Bueno... A estas alturas, qué le vamos a hacer. Eso sí, deja las sábanas dentro de la lavadora. Hay una mujer que pasa a limpiar los lunes. Sí, claro. Será sólo esta vez, eh. Mejor, porque si se entera Jacqueline...

He encontrado las cartas, las cartas que me mandaste desde París y Viena, quizá puedan interesar para el trabajo. Leandro sabía que Aurora las guardaba, seguro que las encontraría. La voz de Joaquín recupera el entusiasmo, fantástico, sería fantástico, aunque deben de ser tan infantiles, bueno, pero eso tendrá gracia. Claro que sí.

Leandro vuelve a sentir una punzada de cobardía. ¿Por qué hago todo esto? ¿Por qué ensucio todo a mi alrededor? Se hace preguntas que no puede contestar. Conoce las debilidades de los demás casi tan bien como las propias. Y sin embargo ni le sirve de consuelo ni de freno.

15

Se había levantado tan pronto que a las nueve de la mañana estaba agotado. Le rugía el estómago y propuso hacer una parada. Estaban a mitad de un traslado y habían llenado la furgoneta de cajas y muebles. Wilson había traído a dos amigos habituales para echar una mano. Chincho, que era un joven con un diámetro de cuello que podía sostener cuatro cabezas, y Júnior, un hombre fibroso de ojos achinados. Lorenzo se acoda en la barra. Pide los cafés y un pincho de tortilla recién hecha. Los demás se asoman a un periódico deportivo. Parecen conocer el fútbol nacional y habían elegido equipos rivales, por lo cual se tomaban el pelo entre ellos y discutían. Júnior era de Guayaquil y había cambiado el Barcelona de allá por el Barcelona de aquí. Me gustan los colores, el azul representa el ideal y el rojo la lucha. Tienes que demostrar tu cariño a Madrid, es la ciudad donde vives, le dice Wilson. El se había hecho del mismo equipo que Lorenzo. Aunque es un año malo, le dice éste. Hablan de los jugadores. Cuando llegan a Ariel, Wilson dice, mucha guaragua pero se queda ahí. Mucho regatear, aclara, aunque es el mejor. En Ecuador era del Deportivo Cuenca, este año ganamos el título nacional, los entrena el turco Asad, un argentino, y es la primera vez que lo ganamos. Al equipo allá lo llamamos El expreso austral. Tienes que conocer Cuenca, es hermosa, la catedral es increíble, y la universidad.

Los dos amigos le toman el pelo, la catedral y la universidad Wilson las conoce muy bien, pero por fuera, eh, por fuerita. Entre ellos también comentan sobre un conocido que ganó la semana pasada el concurso de mejor cortador de jabugo de España, es increíble, y no había visto una pierna de jamón hasta hace quince meses.

Lorenzo ha abierto un periódico local y pasa las páginas sin demasiada concentración. Ve la foto de Paco en un recuadro pequeño junto a la imagen de un chalet. Hay una información bastante imprecisa sobre una banda de atracadores detenida por la policía. Al parecer actuaban con extrema violencia, lo describe así, y la policía los creía autores de la muerte del empresario madrileño Francisco Garrido, ocurrida algunos meses atrás.

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