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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder

BOOK: Saber perder
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Sylvia cumple dieciséis años el día en que comienza esta novela. Para celebrarlo organiza una falsa fiesta que sólo tiene un invitado. Horas después sufrirá un accidente que significará su entrada en la vida adulta. Su padre, Lorenzo, es un hombre separado que trata de superar el abandono de su mujer y el fracaso laboral. Ariel Burano es un joven jugador de fútbol que deja Buenos Aires para fichar por un equipo español. Con su superdotada pierna izquierda, será cuestión de tiempo que el estadio coree su nombre. Y tiempo es lo que no tiene el anciano Leandro, que vive en esa época donde casi todo se derrumba. Éstos son los cuatro personajes principales de Saber perder. Con las relaciones entre ellos se trenza un relato de supervivientes, de poderosa pegada narrativa y rico en matices. Una mirada capaz de extraer humor y emoción en cada curva del camino, pero que reivindica, por encimade todo, la maravillosa aventura de vivir.

David Trueba

Saber perder

ePUB v1.0

Zalmi90
13.05.12

Diseño de la colección:Julio Vivas

Ilustración: «SMS: posar-li memoria al temps», Josep Santilari, 2005, (detalle), cortesía de la Galería Artur Ramón, Barcelona

Primera edición: febrero 2008

© David Trueba, 2008

© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2008

ISBN: 978-84-339-7167-8

Depósito Legal: B. 943-2008

Editor original: Zalmi90 (v1.0)

Para Cristina Huete, productora de películas

Primera parte
«¿Es esto deseo?»
1

El deseo trabaja como el viento. Sin esfuerzo aparente. Si encuentra las velas extendidas nos arrastrará a velocidad de vértigo. Si las puertas y contraventanas están cerradas, golpeará durante un rato en busca de las grietas o ranuras que le permitan filtrarse. El deseo asociado a un objeto de deseo nos condena a él. Pero hay otra forma de deseo, abstracta, desconcertante, que nos envuelve como un estado de ánimo. Anuncia que estamos listos para el deseo y sólo nos queda esperar, desplegadas las velas, que sople su viento. Es el deseo de desear.

Sylvia está sentada al final de la clase, fila de la ventana, penúltimo lugar. Tras ella sólo tiene a Colorines, un colombiano vestido con el chándal de la selección española que dormita a través de las clases del día. Sylvia cumple dieciséis años el domingo. Parece mayor, su actitud algo distanciada la eleva sobre los compañeros. Esos mismos compañeros que ahora estudia.

No es ninguno. Ninguna de estas bocas es la boca que quiero que roce mi boca. Ninguna de esas lenguas la quiero enredada en mi lengua.

Nadie tiene los dientes que morderán mi labio inferior, mi lóbulo de la oreja, un rincón del cuello, el pliegue de mi vientre. No es ninguno. Ninguno.

Sylvia está rodeada en clase por cuerpos a medio hacer, caras inconexas, brazos y piernas de equivocadas proporciones, como si todos crecieran a impulsos desordenados. Carlos Valencia tiene antebrazos atrayentes y bronceados que asoman poderosos bajo la camiseta, pero es un presuntuoso sin gracia. El Soso Sepúlveda tiene manos delicadas de dibujante, pero es pánfilo, le falta nervio. Raúl Zapata es fofo, definitivamente no es el cuerpo que Sylvia quisiera recibir sobre el suyo como una ola de carne deseada. Nando Solares tiene la cara tomada por los granos y a veces se confunde con la pared de gotelé.

Manu Recio, Óscar Panero y Nico Verón son simpáticos, pero niños; el primero tiene bigote de pelusa, el segundo sólo habla a trompicones y el tercero ahora se introduce dos lápices en los orificios nasales y se vuelve para causar risa entre cómplices.

El Tanque Palazón sale con Sonia y le rodea la cintura con su brazo y le palmotea el culo con su mano de dedos como salchichas en un gesto posesivo que Sylvia aborrece. Huesitos Ocaña está desnutrido, ha crecido sin freno y cecea; Samuel Torán sólo piensa en fútbol y habría que transformarse en balón para atraer su boba mirada marrón. Curro Santiso es ya, a los quince, un vocacional registrador de la propiedad, un gris contable o un asesor de finanzas prematuro sin ningún interés. El Tolai Sanz está fuera de competición por su, más que inclinación, derrame homosexual; bastante tiene con torear la mofa cruel de los machitos que exageran su pluma, lo acosan o lo empujan con el hombro cada vez que se cruzan con él. Quelo Zuazo habita un planeta aún inexplorado y el Chulo Ochoa asiste al instituto con la misma pasión con la que un ingeniero nuclear aceptaría estudiar primaria. Pedro Suanzes y Edu Velázquez son dos góticos, solitarios, pelo largo, ropa negra, respetados en su automarginación por la sospecha de que planean asesinar al resto del grupo mediante algún método doloroso. El Erizo Sousa es un ecuatoriano con el pelo de pincho y risa de lagartija. Y luego está Colorines, apodado así por la variedad de colores con que viste, casi un arco iris.

El reflejo de sol que entra por el cristal y se posa en las mesas a veces ofrece más interés que la clase. Sylvia desearía saltar con pértiga sobre su edad. Tener diez años más. Ya mismo. Levantarse sin permiso, avanzar entre las filas de pupitres, ganar la puerta y dejar atrás lo que ahora vive. Pese a todo, Sylvia aún no ha caído en la ausencia perfecta de Colorines, que a veces juega con la capucha del bolígrafo entre la espesa selva de rizos de Sylvia, como si soñara con encontrar un tucán o alguna otra ave exótica bajo la mata de pelo negro. A Sylvia no le gusta su pelo. Preferiría la melena rubia de Nadia, la bielorrusa adoptada, o el pelo liso de Alba, dos de sus mejores amigas en clase. Lo bueno del pelo es que al menos no tienes que verlo a todas horas. No ocurre igual con los pechos. Dos años atrás Sylvia suplicaba en secreto para que le crecieran; ahora sospecha que sus deseos se hicieron realidad, demasiado realidad. Como si las plegarias por la lluvia trajeran inundaciones. No se atreve a dar un paso sin su cien de sujetador. Esa prenda que siempre le pareció ortopédica. Por la calle convive con las miradas rijosas que se clavan en ellos, en gimnasia escucha bromear a Santiso y Ochoa con el bamboleo incontrolable, en cualquier conversación hay un instante en el que sus tetas se apropian de la atención, del espacio y del tiempo.

Cuando elige una camiseta o un jersey lo hace en competencia con sus tetas, si ellas destacan, el resto de su persona es ignorado. A veces ella misma bromea, no es agradable llegar a todas partes un minuto después que tus tetas. Su amiga Mai le echa en cara que en lugar de camisas compre camisones, ¿preferirías estar plana como yo, que lo mismo da mirarme de espaldas que de frente?, pero Sylvia sospecha que finge envidia para rebajarle el complejo.

En ese mismo pupitre se habrán sentado otros antes que ella, envueltos también por ese sabor agridulce, por ese deseo de desear. El Instituto Félix Paravicino se fundó en 1932, se amplió en 1967 con un impersonal edificio de hormigón que insulta a su original belleza de ladrillo, y en 1985 pasó de femenino a mixto. En el edificio antiguo las escaleras son amplias con suelo de dibujos trenzados bien elaborados y barandilla de madera con un doblez adictivo que miles de manos jóvenes acarician cada día. En el edificio nuevo las escaleras son estrechas y de terrazo de váter, con reposamanos de pino barato barnizado en brillo. En el edificio viejo las ventanas son amplias, con dos hojas de madera y un cierre de hierro que gira con un roce agradable. En el edificio nuevo las ventanas son de aluminio, con un mango que cruje al accionarse. Los pasillos del viejo edificio son anchos, luminosos, de azulejo modernista. En el nuevo son pasillos angostos, oscuros, jalonados de puertas menudas de madera hueca. Cuando alguien pasa de un edificio a otro sufre un bofetón estético; si sirviera de juicio concluyente, el progreso sería considerado aborrecible.

El viernes le resulta más insoportable la sucesión de asignaturas. Doña Pilar, de historia, a primera hora. Apodada «Yo estuve allí» porque por lejano que sea el episodio que explique aparenta edad suficiente para haberlo vivido. Dicen que ha logrado falsificar el certificado de defunción para simular que sigue viva. En el panteón familiar le han dado un ultimátum: le guardan el sitio un par de meses más. A Dionisio, de inglés, le brillan los ojos más que a los alumnos cuando llega el final de clase, aunque no parece esperarle nada más excitante que la prensa deportiva o quizá alguna conexión a Internet de esas donde salen tías haciéndoselo con un caballo. Carmen, de lengua, tiene un problema nervioso en la mandíbula y se marca de límite hablar diez minutos; el resto lo dedica a ejercicios sintácticos. Durante la clase se lleva la mano a la quijada como si fuera a desprendérsele, y aunque transmite un sufrimiento perpetuo, los alumnos aseguran que todo se debe a sus salvajes prácticas de sexo oral. Don Emilio, de física, recorre incansable los pasillos entre pupitres, como si aspirara a batir una marca olímpica. Sus estudiantes se lo imaginan al llegar a casa orgulloso, cariño, hoy siete kilómetros en cuatro clases. Octavio, de matemáticas, tiene un bigote poblado y parálisis de cuello, se escora hacia la derecha tieso e inestable, como si soplara un viento intenso del lado opuesto. Es el único que a veces les depara la alegría de interrumpir la clase para hablar de la realidad, les comenta un programa de tele, una noticia curiosa o los ayuda a calcular lo que significa una subida de precios aplicada a sus intereses juveniles. Cualquier posibilidad de apearse de la clase durante un instante es recibida como una fiesta. El año pasado al Bombillo le dejaban el periódico sobre la mesa para provocar que lo comentara y hacer pasar la hora. Para Sylvia los profesores tienen aspecto de haber interrumpido su existencia real para ser sólo profesores. Si los encuentra por la calle le resultan irreconocibles, como un médico fuera de la consulta. Algo parecido a lo que le contó su madre en una ocasión en que fue al teatro y desde la fila de delante alguien la saludó con familiaridad. Sólo al llegar al tercer acto cayó en la cuenta de que era su dentista.

Pero Sylvia no tiene mejor opinión de sus compañeros. La clase es un coro de bostezos. En los descansos corren a agruparse, como si temieran quedarse un segundo a solas. En la cafetería o en el patio se congregan ante una revista o la pantalla del móvil e intercambian entre risotadas desafinadas mensajes breves. Luego están los deportistas, para quienes la clase es un tiempo intolerable de banquillo antes de continuar el partido eterno. En el patio se disputan seis partidos simultáneos de fútbol, uno de ellos con una pelotita de tenis en versión reducida del juego no apta para miopes. Sylvia y sus amigas no pueden descuidarse, porque siempre hay alguien que practica puntería con balonazos contra sus culos o sus vientres y toca disimular el dolor mientras los demás celebran la broma. Los ausentes son aquellos que no han logrado infiltrarse en ningún grupo mayoritario y vagan por las instalaciones como camaleones que ocultan su soledad. Y están los que se toman en serio los estudios, que intercambian material en la biblioteca y a menudo durante los recreos no salen del aula.

A veces, cuando algún profesor termina la explicación y pregunta si ha quedado alguna duda, Sylvia tiene ganas de levantar la mano y decir sí, ¿podría volver a empezar desde el principio?, pero desde el principio del principio, desde que nacemos, porque aún no he comprendido nada en estos casi dieciséis años de vida.

El verano ha terminado. Un par de semanas atrás, el primer sábado de curso, Sylvia salió con su amiga Mai. Conoció a un chico y se emborracharon de cerveza. Sólo hacía tres meses que había comenzado a beber alcohol. Bailaron juntos sudando en el calor del local abarrotado, y Sylvia acabó con la espalda contra la pared del baño, la vista fija en un quebrado azulejo color canela, la saliva cercana de él, su aliento, y su mano nerviosa que después de fracasar con el cierre del sostén forcejeaba para lograr entremeter los dedos bajo las bragas. El baño estaba sucio, el chico se llamaba Pablo y era imposible entender lo que decía entre susurros húmedos contra su oreja por culpa de la música atronadora. Le costó separarse y salir corriendo entre los charcos de pis del baño para buscar aire en la calle. Cuando levantó la vista él la miraba inmóvil desde la acera de enfrente.

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