Conoció al nuevo amor de su madre en una cena gélida en un restaurante de Madrid, luego Sylvia se avergonzaría de su comportamiento tacaño y nada esforzado. Lo había vuelto a ver en las ocasiones en que había viajado a Zaragoza para comprobar cómo su madre se había instalado en otra ciudad, en otro piso, en otra vida. Pero Sylvia sostenía una inquebrantable fidelidad a su padre. Me necesita más, decía.
Un día, de pronto, los objetos de la cocina ya tenían otro orden y los dispersos elementos de la casa parecían posados en otra disposición. El mando del televisor dormía sobre el sofá y ya nadie lo devolvía con orden sobre la mesita. El teléfono inalámbrico nunca amanecía en su cargador, la lavadora no sonaba con el mismo ruido al girar el tambor ni el frutero estaba siempre lleno sobre la encimera. La sombra de su madre no desapareció del todo, pero dejó de notarse su mano en cada detalle de la casa.
Sylvia habló el sábado por la tarde con Mai. Estaba al calor de su chico, lejos. La conversación fue corta. No le dijo nada de la invitación a Dani a su falsa fiesta de cumpleaños. Sylvia se encerró a escuchar música y su padre le preguntó si no salía esa noche. Yo me voy a dar una vuelta, anunció. Sylvia lo imaginó como esos hombres de mediana edad a los que a veces ve en una discoteca o en un bar, que parecen volar bajo, con aires de triste depredador, desnudos al salir por la noche sin pareja. En la cama Sylvia se acarició con manos que no imaginaba propias. Mai le aconsejaba sentarse un buen rato encima de la mano. Hasta que se te duerma, entonces parecen los dedos de otro y da más gustillo tocarte.
Con la decidida intención de anular sus planes del día siguiente se había dormido, culpable y rídicula.
Dani trae dos paquetes envueltos que entrega a Sylvia mientras intercambian un beso en la mejilla. ¿Soy el primero? ¿A ti no te avisé?, finge Sylvia. Al final anulé la fiesta porque Mai se iba a León y a los demás no les venía bien. No jodas, ¿me voy?, pregunta él, algo incómodo. No, no, qué fallo. Dani duda antes de entrar, qué corte, aquí yo solo. Bueno, lo celebramos tú y yo. Tampoco hace falta mucha gente para montar una fiesta, ¿no?
Sylvia le conduce hasta su cuarto, donde la música no ha dejado de sonar. Cierra la puerta tras ella, mi padre se ha ido al fútbol. Sylvia abre el paquete más pequeño. Es un disco de Pulp, en la portada una rubia casi de plástico, desnuda boca abajo sobre un terciopelo rojo como sus labios pintados. Un adhesivo de precio rebajado. No consigue romper el envoltorio de plástico, enfrascada en la labor mientras nota cómo le sube el rubor hasta la cara. Alguien ha calculado que cada persona de media perdemos dos semanas de nuestra vida sólo en quitar el puto precinto de los cedés, dice Dani. Mientras habla, desenvuelve el segundo regalo, una botella de tequila Cuervo. Pensé que seríamos varios, pero nos la vamos a tener que beber nosotros solos, dice.
Sylvia trae dos vasos pequeños y se sienta en la cama. Dani revisa las paredes de la habitación mientras suena el nuevo cedé y mueven la cabeza al ritmo. Sylvia repasa los adornos del cuarto en busca de errores imperdonables, algo de lo que avergonzarse. Hay fotos con Mai, algún cartel y bastante desorden. Beben chupitos de un trago y con el segundo brindan. Sylvia abre una bolsa de patatas fritas y pone pistachos en un tazón. Se emplean en pelarlos y de vez en cuando alguno hace un comentario sobre la música: «¿Por qué tenemos que matarnos para demostrarnos que estamos vivos.» Bueno, ¿no? Sí. Los tragos arden en la garganta de Sylvia y luego se alojan en su estómago como una burbuja de fuego.
¿Se puede mezclar con coca-cola o es un pecado? Al revés, buena idea, dice Dani. Y luego fija la vista en la foto de un cantante sobre la pared. ¿Te parece guapo ese tío? Depende de con quién lo compares. Ya, claro, si lo comparas con el Lelo, dice Dani refiriéndose a don Emilio, el profesor de física. ¿A ti también te dio clase? Dar clase es decir demasiado. Se pasó un curso dando caminatas entre los pupitres mientras dejábamos la punta de los bolis en el borde para que se le llenara la bata de rayajos. El tipo iba hecho un cristo.
Más tarde traduce para Sylvia mientras el cantante se arrastra sílaba a sílaba: «Éste es el ojo de la tormenta. Es por lo que pagan dinero hombres con gabardinas desteñidas, pero aquí es puro.» Joder, es rara, ¿no?, dice Sylvia. Y luego se siente ridícula por el comentario. Ella se adelanta un paso y Dani lleva su mano hasta la nuca, bajo los rizos. Sylvia siente que él tarda una eternidad en acercar su boca y besarla con delicadeza. Lo primero que nota es la montura fina de las gafas de Dani rozar su mejilla. La boca sabe a tequila y cuando separan los labios los dos vuelven a beber.
Pierden la noción del tiempo, pero emplean tres cuartos de hora en besarse, en acariciarse la espalda, en atraerse el uno hacia el otro.
Cuando Dani lleva su mano hasta el culo de ella, sobre el pantalón, y luego escarba entre la cintura para sumergirse hacia la piel, Sylvia encoge la tripa porque se siente gorda y luego se apoya contra la pared. Desabotona la camisa a cuadros de él, despacio, y le acaricia con la punta del dedo la línea de las costillas. Estoy muy borracha, anuncia ella, y él rellena los vasos por toda respuesta. Se besan con la boca inundada de tequila. Les cae por la barbilla y ríen. Él le suelta el botón de la cintura, ella palpa la excitación de Dani colocando su mano sobre el pantalón. Impide que le suelte el elástico del sujetador. Teme que sus pechos se desparramen, se adueñen de todo. ¿No me vas a dejar desnudarte?, pregunta Dani. No, es mi cumpleaños, dice Sylvia.
Es consciente de que su miedo arruinará el momento. No va a llegar a nada y tiembla. Va a echarlo todo a perder. Se apodera de la iniciativa como única vía de escape. Suelta la cintura del pantalón de Dani. Están de pie, juntos. Le aparta las manos cuando él las lleva hasta sus pechos. Palpa su sexo bajo el calzoncillo y se evade un instante al pensar que es la primera vez en toda su vida que toca una polla. Le baja el elástico hasta desnudarlo, pero no mira hacia abajo. Continúan en un beso que parece llenarlo todo, en el que se concentran para no reparar en lo demás. Sylvia pasea la yema de sus dedos sobre el contorno desnudo de él. De la mesa alcanza el papel de regalo que escondía la botella y, divertida, envuelve con él el sexo de Dani. Este es otro regalo, ¿no? Dani ríe. Ella comienza a masturbarlo con la mano sobre el papel. ¿Le divertirá o sabrá que es sólo una huida, una muestra de pánico?
Dani se corre con un espasmo y el papel de regalo se humedece y dos gotas se deslizan hasta el suelo. Sylvia se detiene y el instante se llena de una fría inmovilidad. Se separan con prevención después de un beso en el que ella se entrega más que él. Las salivas, de pronto, comienzan a saber diferente. Sylvia deja caer el envoltorio en la papelera metálica. Dani se sube los pantalones.
Beben un par de chupitos sin saber qué decirse. La esencia sexual del momento parece extinguida. Sylvia se siente pequeña, aunque sonríe. No quiere que Dani se acerque ni que la toque, entendería que se marchara en ese instante. Le he envuelto la polla en papel de regalo y le he hecho una paja, se dice como si necesitara enunciar su acción para darse cuenta del bochornoso espectáculo que ha puesto en escena. Si el suelo se hundiera sobre el piso de abajo le haría un favor.
Se adormece la conversación, aunque ella cambia la música y va a sentarse en la cama. El se acomoda a horcajadas sobre la silla giratoria de Sylvia. Eluden mirarse. Quizá me voy ya, ¿no?, dice Dani pasado el tiempo que considera prudente. Sylvia consulta el despertador y para hacerlo se lo acerca a los ojos como si fuera miope, mi padre no creo que tarde en volver. Se despiden en la puerta de casa con dos besos en las mejillas que ignoran sus labios irritados por el rato de roce. Sylvia le ve bajar las escaleras sin esperar el ascensor. Se tumba en su cama agarrada a un cojín, la espalda contra la pared. Tiene ganas de llorar o de gritar, pero se limita a escribir en el móvil un mensaje a Mai donde le pregunta la hora a la que llega su autobús a la estación sur. «23.45», le responde.
Sylvia necesita hablar con ella, contarle todo, averiguar si lo que ha hecho puede considerarse la más baja expresión de la niñería estúpida o si tiene redención posible. Necesita decirle cómo de pronto supo que no quería hacer el amor con Dani, que se sintió incapaz de desnudarse para él. Sospecha que si él hubiera insistido o se hubiera hecho con el dominio de la situación ella no habría podido negarse a nada. El pavor al ridículo habría vencido al pudor. Quiere reírse con Mai, que ella le diga ha sido un momento patéticosexi como dice a veces, que le repita su frase de lo penoso y lo glorioso están a un dedo de distancia. Quiere oírla desdramatizar el suceso con idéntica desinhibición que cuando le grita ¡nunca vas a quitarle las telarañas a tu coño! o déjate de miedos, ¿tú qué te crees, que las pollas son las tuneladoras del metro? Quiere compartir con Mai el pánico a que Dani lo cuente por el instituto o que a partir de ahora se consideren pareja o por el contrario no vuelvan a hablarse nunca más. Está perdida y necesita el consejo de su amiga.
Pero Mai baja del autobús con gesto cansado. Las putas películas de tiros no me han dejado pegar ojo, le dice. No ha dormido tampoco las noches anteriores. Le cuenta que se ha pasado las más de cuatro horas del trayecto enviándole mensajes de móvil a su chico porque le echaba de menos desde el momento en que se subió al autobús. Sylvia decide no tomar el metro con ella y la ve bajar por las escaleras. Mai se vuelve antes de desaparecer. Feliz cumpleaños, tía, te debo un regalo, le dice.
Sylvia, a solas por la calle, camina deprisa para descargar su rabia. La felicidad de Mai es una traición, su cansancio un agravio. Baja a la calzada porque así evita los encuentros desagradables de la acera, que algún chorizo o pervertido la empuje contra un portal. Es noche de domingo y la ciudad se vacía mientras ella camina. La gente se recoge en sus casas para protegerse del final del fin de semana. El suelo está seco y la luz de las farolas apenas reverbera sobre el asfalto. Se ha desatado el cordón de una de sus botas de suela de goma negra, pero Sylvia no quiere detenerse para atarlo. Da zancadas agresivas, como si le propinara patadas al aire. Ignora que al cruzar la calle que ahora recorre la espera la embestida de un coche. Y si en este instante nota el dolor de sus dieciséis años recién cumplidos, pronto notará un dolor diferente, en cierta manera más asequible, el de su pierna derecha al romperse por tres sitios.
Leandro camina a esa hora difusa entre el día y la noche, en domingo, cuando alguna gente vuelve de misa o del teatro, cuando las parejas regresan del paseo, cuando las lámparas de las farolas empiezan a calentarse y ganan poco a poco intensidad, cuando algunos jóvenes se dan los últimos besos del fin de semana con sabor a despedida, hastío o pasión. Cuando los familiares desertan de los hospitales o las residencias de ancianos y en las radios lejanas de los coches o de algún piso con las ventanas abiertas se escuchan los monótonos signos definitivos de una quiniela que no ha traído suerte para casi nadie.
Leandro avanza por una calle residencial, entre árboles que amarillean, una calle sin apenas tráfico, sin nadie que cruce salvo algún vecino que es paseado por su perro. En pocas horas será lunes y se extiende una previa neblina gris.
Leandro busca el número cuarenta, pero lo hace desde la acera de los impares, para guardar cierta distancia. Las casas son bajas, con pequeños jardines a la espalda y una entrada estrecha. Hay edificios de cuatro o cinco plantas de apartamentos que desafían a las viejas construcciones con sus ladrillos nuevos, sus miradores de aluminio y su uniforme fealdad. El número cuarenta es un chalet de dos plantas, la valla elevada no deja ver más que la copa de los árboles y las paredes del piso superior de un color crema tan gastado que parece gris. El tejado es de láminas de pizarra y la fachada es víctima de una reforma que robó el poco encanto del chalet. Todas las persianas están bajadas. junto a la placa con el número hay una luz que señala el timbre.
Leandro pasa de largo, sin detenerse.
Se aleja unos pasos y acecha desde la acera de enfrente. No se atreve a mirar de manera continuada al chalet, como si éste fuera humano y no quisiera que sus ojos coincidieran. Baja la mirada. La levanta otra vez. No hay nada amenazante. ¿Por qué tanta prudencia si nadie sospecha de un viejo de setenta y tres años? Todo el mundo sabe que sus pasos ya sólo pueden llevar a ninguna parte.
Prefiere no prolongar el merodeo. Decide cruzar la calle y camina hacia la puerta. Nota un frío que lo destempla, que le invita a abandonar. Se cerciora de que nadie lo mira desde la acera o alguna ventana cercana, espera a que un coche recorra veloz la calle y esconde la cara para no ser reconocido. Llama al timbre y por toda respuesta escucha una prolongada chicharra eléctrica que le urge a empujar la puerta. Hay un camino marcado en la hierba con piedras planas que termina en un pequeño porche y una puerta blanca bajo una lámpara de metacrilato amarillo. Apenas son quince pasos, pero a Leandro le agotan.
Las dos noches anteriores ha dormido de modo intermitente. La cama supletoria que se monta en la habitación del hospital con los cojines del sillón es dura, corta e incómoda. Le provoca un pinchazo en los ríñones.
A medianoche entró una enfermera para cambiar la sonda a Aurora y antes de las siete comenzó la agitación de la limpieza. Leandro está fatigado por los días anteriores. El viernes el ingreso de urgencia, la operación de Aurora, la angustia de recuperarla del quirófano adormecida y frágil. Al día siguiente las visitas, la agotadora hermana de Aurora con su euforia sin motivo, dos parejas de amigos enterados del accidente. Manolo Almendros y su mujer que pasaron la tarde del sábado en el hospital. Con él Leandro charló animado, pero le superaba la energía de su amigo. Caminaba por el pasillo con tal intensidad que podía dejar surcos en el terrazo. Almendros piensa en voz alta, es ingenioso, inagotable. Desde que se jubiló de su trabajo de visitador farmacéutico lee mamotretos de teoría filosófica que luego se siente en la obligación de compartir con Leandro y con el mundo, escribe cartas a los periódicos y de vez en cuando rastrea hasta dar con viejos compañeros de universidad.
Pero, Manolo, ¿has venido a ver a mi mujer o a darme una conferencia?, le trató de acallar Leandro.