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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (3 page)

BOOK: Saber perder
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Lorenzo había escapado de allí con los ojos grises de Paco clavados en sus ojos. No es fácil matar a un hombre al que conoces, pelear con él. Es sucio. Tiene algo de suicidio, matas algo de ti mismo, todo lo compartido. Algo de muerte propia. No es fácil tampoco permanecer inmóvil ante un cuerpo que se muere y tratar de adivinar si ya no respira o sólo está desvanecido. Luego repasar cada error cometido, cada movimiento, pensar como lo hará el que llegue después al lugar para averiguar lo sucedido. Aguzar el oído para asegurarse de que nadie escucha, para preparar la cobarde huida. ¿Hay huidas valerosas?

Lorenzo salió por donde había entrado. Por la valla del fondo, después de pasar la mano por el lomo del perro, que le lamió las botas. Había dejado abierto el grifo de la manguera recogida en el garaje para inundar el lugar. Convertirlo en una pecera ayudaría a eliminar las huellas, a complicar el trabajo de reconstrucción. Se elevó sobre el pilar de ladrillo, miró a ambos lados y saltó la valla. Pudo ser visto por algún vecino, grabado por alguna cámara de vigilancia. Caminó hasta su coche sin apresurarse. Alguien podía observarle, anotar su matrícula, recordar su cara. No era un barrio exclusivo, pero en esa zona de Mirasierra con chalets y edificios de pocos apartamentos los extraños llaman la atención. Tampoco era la madrugada. Eran las once y cuarto de un jueves. Una hora cotidiana, normal, en absoluto una hora criminal. Había matado a un hombre en el garaje, a un hombre al que conocía. Todo había sido un accidente, un error alimentado por el rencor que Lorenzo guardaba contra Paco. El rencor es mal consejero para un hombre.

Lorenzo no consideraba su crimen algo frío, calculado. No era el final planeado. Pero cuando se vio sorprendido por los faros del coche, cuando se elevó la puerta del garaje y él se escondió detrás de la barbacoa envuelta en su funda verde, ya sabía lo que iba a ocurrir. No dudó.

Lorenzo llevaba un machete. Cuando lo compró, en previsión de algún incidente, pensaba más en el perro que en Paco. Aunque sabía que era un perro amable, que ladraba pero luego celebraba las visitas, podía ocurrir que hubiera muerto y tuvieran un perro diferente, violento de verdad. Sí, el perro justificaba el machete. Pero cuando Lorenzo alargó la mano y asió la empuñadura al fondo de la bolsa de deportes, supo que el machete siempre había estado destinado para Paco. Se recordó en la tienda de montañismo mientras sostenía la hoja afilada. ¿En qué pensaba entonces?

Lorenzo había seguido después el plan establecido. Tras cambiarse dentro de su coche había rociado con gasolina la ropa y las botas de dos números mayores que su pie. Los dejó arder en el contenedor de una obra solitaria, pero cualquiera podría haber visto el resplandor de las llamas y, aunque fuera en el otro extremo de la ciudad, relacionaría a aquel hombre con el asesinato. A Lorenzo lo describiría como un hombre corpulento, pasados los cuarenta, calvo, sí, diría calvo, que conduce un coche rojo gastado y si entendía de marcas hasta precisaría, un Opel Astra. El tiempo que se tardaría en ordenar las evidencias es el tiempo que Lorenzo dejaba pasar, parapetado entre las sábanas, con el antebrazo dolorido por algún movimiento brusco de la noche anterior. Aún no ha visto el morado intenso que los dedos de su amigo Paco le han dejado como marca del forcejeo en los antebrazos. Verá los cardenales ovalados, del tamaño de una moneda, y conocerá la huella física que deja un hombre al tratar de aferrarse a la vida que se le escapa. El teléfono ha vuelto a sonar. Como una amenaza suspendida en el aire.

4

Ariel es de esas personas que nunca se imaginaron llorando en un aeropuerto. Por más ternura que le provocara espiar las lágrimas de otros en esos lugares de despedidas y reencuentros, estaba convencido de que él siempre conservaría el pudor para evitarlas. Ahora se alegra de llevar las gafas de sol, pues tiene los ojos inundados en lágrimas.

El jefe de seguridad del club, Ormazábal, le dijo que preguntara por Ángel Rubio, es el comisario del aeropuerto. El guardia del control de pasaportes escuchó pronunciar el nombre de su superior y levantó la vista. Reconoció a Ariel bajo las gafas de sol y le dejó pasar con una sonrisa cómplice. Así pudo Ariel acompañar a su hermano hasta la puerta de embarque. A esa hora de la noche, un sábado, el aeropuerto estaba tranquilo. Le había impresionado, en la facturación, ver marchar la maleta de su hermano, metálica, enorme, cubierta de adhesivos, arrastrada por la cinta transportadora. La maleta, la misma maleta que había llegado con ellos mes y medio antes. Se iba. Y Ariel se quedaba solo en esta ciudad aún no domesticada, en una casa enorme donde al regresar sólo encontraría el eco de Charlie, su hermano mayor.

Charlie era el ruido y la euforia, el jaleo, las decisiones, el temperamento, la voz. En Buenos Aires, cuando el runrún sobre el interés de algún equipo español por él pasó de ser un rumor a una realidad firme, Ariel no dudó un instante. Tú vendrás conmigo, Charlie. Su hermano era esquivo, mi vida está hecha acá. La mujer, los dos niños, yo no sirvo de custodio, de niñera, de chaperona. Nunca dijo sí, pero durante la negociación se habló de pasajes de avión para ambos, tres viajes dobles por temporada, la casa donde viviremos, el día en que llegamos, nuestros intereses.

En Ezeiza, cuando los dos hijos de Charlie se abrazaron a su padre, Ariel se sintió egoísta. Necesitaba a su hermano, llegar con él, tenerle cerca, alguien que resolviera los asuntos diarios. Pero también sabía que hacía un favor a Charlie. Se asfixiaba en Buenos Aires, la vida familiar y laboral lo escrachaba, como decía él. Aunque le oyera tranquilizar a los muchachos, no se preocupen, el que se marcha es el tío Ariel, yo regreso ya mismo, sabía que Charlie escapaba con gusto, que anhelaba Madrid. Arrastraba a su hermano mayor porque sabía que él disfrutaba con la aventura. La carrera de Ariel, desde siempre, era una experiencia que Charlie vivía de modo vicario, más aún desde que su hermano se convirtió en profesional del fútbol.

Dejaban atrás a los padres. El con su trabajo de ingeniero municipal y ella fingiéndose la dura, aunque se rompiera el día de la partida y avisara, al aeropuerto no voy, tengo que proteger este corazón. El padre sí vino, se quedó al otro lado del control, sujetando a sus dos nietos por el pecho y con la esposa de Charlie a su espalda. Ella lloraba. Perdía un marido, quizá, pensó entonces Ariel. Pero el viejo no lloraba. Asistía con una mezcla de orgullo y tensión al salto de su hijo Ariel hacia la vida adulta.

De otros jugadores que dejaban la Argentina para probar suerte en Europa se sabía que viajaban con su séquito. Familiares, niñeras y los amigos que pasan a convertirse en profesionales del negocio de integrar el íntimo círculo de confianza. Los amigos del buen tiempo, que diría el Dragón Colosio, los que desaparecen cuando llega la tormenta. Amigos de boliche y cabaret que conseguían hacer menos abismal la hora de cierre. Había que protegerse del vacío, de lo desconocido. Pero su padre le había contestado a Ariel, cuando les propuso acompañarlo a Madrid, no seas como esos tarados que dejan que los de alrededor se fundan su plata y su vida, aprovecha para conocer otro país y bancártela como te corresponde, por ti solo. Cuando supo que Charlie acompañaría a Ariel se limitó a encogerse de hombros.

Con Charlie a su lado Ariel podía cerrar los ojos en el avión camino de España y dormir la mayor parte del vuelo con la cercanía inquieta de su hermano, que miraba todas las películas a la vez en los canales de su pantalla, pedía otra cerveza cuando aún le quedaba la mitad de la anterior, hablaba en tono alto y divertido, tonteaba con la azafata, ¿y en España todas las minas son tan bonitas como vos? Irradiaba la seguridad del hermano mayor, la misma con que llevó a Ariel de la mano a la Escuela Maternal Almirante Curiel en su primer día de clase, con cuatro años, y al pisar el suelo gastado del patio le dijo si alguien te toca o te da bronca, quédate con su nombre y me decís después. Tú no te fajes con nadie, ¿de acuerdo?

Ariel se había sentido el mismo niño del primer día de escuela al aterrizar en el verano caldoso del mes de julio en Barajas y verse acorralado por una tropa de fotógrafos y cámaras de televisión que le disparaban preguntas sobre sus expectativas, su demarcación favorita, su conocimiento de la afición española o la supuesta polémica en torno a su dorsal, Dani Vilar no quería cederle el número siete. A su lado, Charlie, la sonrisa ladeada, le guiaba hacia la salida y repetía, ya habrá oportunidad para las preguntas, señores, ya habrá oportunidad, y se encontraba con el enviado del club, primera vez que veía a Ormazábal, y le decía con autoridad, ¿dónde carajo está el coche? Era el mismo hermano que con diez años cuando Ariel celebraba su quinto cumpleaños le convenció de que él siempre le doblaría la edad, como ocurría en ese momento.

Cuando tu tengas diez, yo tendré veinte y cuando tengas cincuenta yo tendré cien. Y aunque ya entonces las matemáticas negaran ese forzado razonamiento, Ariel nunca había dudado de que su hermano le doblaba en todo.

Pero ahora se iba. Por eso no se había quitado las gafas ni en la sala Vip donde esperaron el embarque. No quería que lo importunara nadie pidiéndole un autógrafo, pero tampoco estaba seguro de dominar las lágrimas, por más que su hermano le quitara dramatismo a la separación, yo tenía que regresarme. Es un poco antes de lo pensado, de acuerdo, pero esto iba a pasar.

Charlie repasó para Ariel todo lo que quedaba en orden, organizado. La casa alquilada por el club, una residencia en las afueras, en una urbanización exclusiva donde había políticos retirados, empresarios de éxito, alguna estrella de la televisión, un lugar donde a nadie le llamara la atención la presencia de un futbolista. Emilia y Luciano eran la pareja que se ocupaba de la t asa. El se cuidaba del jardín y de reparar cualquier avería, ella limpiaba y cocinaba. Ambos desaparecían a las tres de la tarde. Cuando Ariel se excusó una mañana antes de salir hacia el enfrenamiento porque la mesa del salón había amanecido llena de botellas vacías de cerveza, ceniza y colillas abandonadas por Charlie, Emilia le tranquilizó, estos dos años hemos tenido a un ejecutivo inglés y de verdad no he conocido jamás a alguien tan guarro. Con decirte que Luciano tuvo que repintar las paredes y hasta cambiar las tapas de los inodoros está todo dicho. Y eso que era directivo de una multinacional de productos de limpieza, pues en casa del herrero, cuchillo de palo.

Emilia, le decía Charlie, te tratará como una madre. Ya viste cómo guisa. El problema del coche lo tenían resuelto doce horas después de llegar a Madrid. En el club tenían ofertas de todas las marcas y Charlie eligió un Porsche Carrera color platino metalizado después de visitar el concesionario con el ayudante del jefe de prensa. Ante las dudas de Ariel sobre la elección, Charlie fue rotundo, es un coche desafiante, para ir dejando claro que vienes a hacerte ver. En este equipo te tienes que ganar el sitio hasta en el aparcamiento de la cancha. Y si te cansas pues lo cambias, las marcas se mueren por promocionar con futbolistas. En el aeropuerto Charlie le advierte, ahora no vayas a cambiar el coche por un todoterreno, que te conozco. Aquí esos coches sólo los llevan las mamás para sentirse más protegidas en sus tanquetas.

En el club ya no quedan misterios por desvelar. Conoce al personal que le puede ser útil. El presidente era un hombre curtido en los negocios de la construcción, pero que ahora presidía un auténtico imperio de protección privada, con más de cien mil empleados, fabricante de coches blindados, furgonetas de transporte de dinero, alarmas, puertas acorazadas. No se interesaba por el fútbol a menos que le costara insultos de la grada, entonces era irascible, imprevisible y de reacciones infantiles. Sin atractivo, algo chepado, pelo canoso, los jugadores lo apodaban «la madre de Psicosis». En los primeros entrenamientos bajó al césped a saludar a los futbolistas y cuando estrechó la mano del capitán, Amílcar, un veterano jugador brasileño nacionalizado español, le dijo ¿pero sigue usted aquí?, pensé que ya se había jubilado. Aunque hablaba en serio, todos lo rieron como broma. Relacionaba su éxito empresarial con la filosofía de juego, quiero que mi equipo tenga la mejor defensa de la liga, que nadie nos robe la pelota. En la presentación de Ariel, antes del ridículo trámite de mostrarlo a las televisiones peloteando con la camiseta del equipo a solas en el césped, el presidente habló a los periodistas, yo sigo con mi empeño de fichar defensas, de tener un equipo seguro como una fortaleza y me han dicho que los argentinos pegan buenas patadas y se dejan la piel en el campo. Ariel se vio obligado a reír y bromear con los periodistas, siempre me dijeron que la mejor defensa es un buen ataque, sin saber a ciencia cierta si el propietario del club era consciente de que acababa de firmar a un extremo izquierda.

Quien mandaba de veras era el director deportivo, un ex jugador de la casa, defensa central de quien contaban que sobre la chimenea de su salón podía lucir con orgullo varias tibias, no pocos peronés e incluso el fémur de algún contrario cazado en el terreno de juego. Su carrera en los despachos se asentaba sobre lo opuesto, sinuoso y sibilino negociador.

Seguían llamándolo por su nombre de jugador, Pujalte, y cuando Ariel le preguntó por su nombre de pila, él le respondió déjalo, todos me llaman Pujalte, es más fácil.

El entrenador, en cambio, no llegaba de triunfar como jugador, se había hecho un nombre en un equipo modesto al que había ascendido de Segunda. Bajaba la cabeza de un modo casi imperceptible cuando estaba ante Pujalte, que le hablaba con autoridad casi física, le retaba con su pasado de jugador experimentado. Se llamaba José Luis Requero y practicaba un fútbol de laboratorio, prefería la pizarra al césped, su ordenador portátil rebosaba de estadísticas y tenía siempre cerca a un joven delicado y tímido, decían que era familia del presidente, que se dedicaba a grabar y remontar imágenes de partidos para corregir errores propios o preparar enfrentamientos con rivales. Requero decía ejercer psicología de grupo, daba largas charlas tácticas apoyadas en anotaciones de su inseparable cuaderno y si algún periodista sugería que ya se le empezaba a conocer como «el profesor» sonreía con abierto agrado. Era su segunda temporada en el club, tras un año discreto y sin títulos. El primer día de entrenamiento íes presentó a sus colaboradores que incluían preparador físico y dos ayudantes, casi clónicos de él, los masajistas y el utillero jefe con su pequeña tropa, y el entrenador de porteros, un ex guardameta nacido en Eibar y con facciones preneandertales. Luego regaló a cada miembro de la plantilla un ejemplar del libro El triunfo compartido, escrito por dos jóvenes empresarios norteamericanos y que se abría con una máxima: «Cuando celebres tu triunfo, no olvides recordar que nada habrías logrado sin la ayuda de los que te rodean.» A los pocos días de pretemporada, el libro ya era objeto de la mofa generalizada en el vestuario, sobre todo por una frase extraída de la página veintiséis a la que atribuían una soterrada carga homosexual, «un hombre con otro hombre al lado son mucho más que dos hombres». Sí, claro, dos pedazos de maricones, resumía con éxito entre su auditorio el lateral Luis Lastra.

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