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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (9 page)

BOOK: Saber perder
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Creyó durante un tiempo que las despedidas eran más difíciles que las llegadas, pero se equivocaba. Ahora se veía a sí mismo, solo, acompañado por la línea de la autopista, sin preocuparse de la dirección, la botella de orujo entre los muslos y la misma canción una y otra vez, «delante cuatro caminos, los cuatro llevan a nada». Tenía miedo de fracasar en este país a ratos acogedor, a ratos hostil. Su primer partido, en un torneo amistoso, le devolvió al vestuario con una sensación de estafa. Ahora entrarán y me dirán fue todo una broma, sabemos que es usted un mediocre absoluto, ya puede volver a Buenos Aires. Quizá todo fuera un terrible malentendido. Pero entonces Charlie aún estaba cerca, le enseñaba los detalles que funcionaban, las buenas vibraciones, lo tranquilizaba. Llamaban por teléfono a casa y Charlie les contaba el partido a sus hijos como si hubiera presenciado otro distinto en el que a Ariel le salían los regates, y decía es el wing que todos estaban esperando.

Ha tomado una salida de la autopista y sigue las direcciones de vuelta a la ciudad. Desde allá podrá orientarse. En realidad, sólo conoce el camino a casa desde el estadio y se ve obligado a regresar a él. Es su punto cero en la ciudad. Su centro del mundo. El estadio se esconde hasta que de pronto aparece rotundo. Toma por una avenida grande y desierta, pero los semáforos parecen cerrarse para él. Cuando sale de uno, el siguiente cambia a rojo de nuevo. Como si enjaularan el coche.

Por fin se abre y acelera a tope para alcanzar el siguiente antes de que se cierre, pero de la oscuridad cercana surge una sombra, aunque tuerce el volante no puede esquivarla, cae la botella de entre sus piernas y frena a fondo. Oye un golpe fuerte sobre el capó y el coche se detiene. Ariel permanece inmóvil en un instante de pánico. Ha atropellado a alguien. La canción sigue sonando, pero ahora desajustada al momento. Tiene miedo de salir, de abrir la puerta, de enfrentarse a la realidad. Siente que la borrachera se ha esfumado, queda el terror. El calcetín se le ha empapado de orujo. Toma fuerzas. Todo ello no dura más de tres segundos.

9

A Sylvia le vuelve un recuerdo de la abuela Aurora. Cuando era niña pasaba mucho tiempo en su casa, jugaban juntas sobre la cama de matrimonio. Le inventaban vacaciones a la muñeca favorita de Sylvia.

Primero escalaban con ella por las almohadas como si fueran montañas nevadas. Luego bajaban a la colcha y fingían que estaba en el mar. Los pliegues eran las olas sobre las que nadaba la muñeca manejada por Sylvia. Las olas crecían en el juego, el mar se agitaba, y al final, animadas, siempre creaban una gran ola que cubría a la abuela, a la muñeca y a Sylvia, que reía a carcajadas. Alguna vez, cuando salían de debajo para recuperar el resuello, el abuelo Leandro las miraba desde la puerta, asombrado de la escandalera. Sonreía, pero no decía nada. Entonces la abuela Aurora siempre se volvía hacia Sylvia y le decía ahora me vas a tener que ayudar a hacer la cama otra vez.

Su padre acaba de salir de la habitación y al reparar en las cortinas venecianas, en el televisor colgado en la esquina del cuarto, en los apliques nuevos de las paredes, ha relacionado esos detalles con el hospital de su abuela, donde todo es viejo, usado, las paredes gastadas y no se transmite la sensación, como en esta clínica, de que eres el primer enfermo que ocupa la habitación. Menuda diferencia, aquí estás como una reina, le ha dicho Lorenzo a Sylvia, la abuela tiene que compartir la habitación con otra enferma que ronca como una descosida.

Esta mañana se despertó con la boca seca, su padre leía un periódico deportivo sentado en el sofá. Sylvia tenía la pierna escayolada después de la operación, levantada en el aire. Mai le pintó su firma con un rotulador. Su amiga no se había quedado mucho rato, lo suficiente para que Lorenzo saliera a comer. ¿Duele? Un poco. Mai le habló de su fin de semana. Sylvia no le dijo nada de su encuentro con Dani. De su absurda fiesta de cumpleaños. Cuando su nombre salió en la conversación Sylvia se inquietó. Me preguntó por ti esta mañana, le dijo Mai. Le conté lo que te había pasado, pero pensé que mejor que no viniera, ¿no?

Sí, mejor.

Estaba sentada a los pies de la cama cuando la puerta se abrió y entró Pilar. La madre de Sylvia y Mai se saludaron y luego Pilar abrazó a su hija. ¿Cómo fue? Mai se despidió, yo me largo, mañana vengo a verte, ¿vale?

Sylvia sintió en la cara las lágrimas de su madre. Estoy bien, no es grave. Pilar se incorporó y posó la mano sobre la escayola. Me ha operado el médico de la selección, le explicó Sylvia. Dice que en dos meses puedo estar compitiendo, claro que antes me tiene que convocar el entrenador. Pilar sonreía, te vas a venir a casa, hasta que puedas moverte. Ya veremos, contestó Sylvia. ¿Tu padre? Ha salido a comer. Ahora no puede ocuparse de ti, dijo Pilar, tiene sus cosas. Mamá, yo me valgo sola, tendré unas muletas, no soy una inválida. Sylvia sacó el brazo de debajo de la sábana y Pilar vio las contusiones. El hijo de puta me pegó una buena hostia. Sylvia, no hables así. Bueno, pues ese señor tan majo me embistió de modo brusco.

Sylvia no persigue herir a su madre, pero le falta paciencia para hablar con ella. En la ironía encuentra muchas veces la manera de reducir la distancia entre lo que su madre desea escuchar y lo que ella tiene ganas de contar. Cuando vivían juntas, Sylvia ignoraba la soledad que eso generaba en su madre, la frustración por el negado acceso a las preocupaciones de su hija. ¿Qué te apetece cenar? Me da igual. ¿Sales ahora? Sí.

¿Adonde? Por ahí. ¿Con quién? Con Mai. ¿Solas? No, con una pareja de la Guardia Civil. Pilar sufría ante la pereza de las explicaciones de Sylvia. Es el nacimiento de su vida privada, se decía.

Si vas a ver a la abuela no le cuentes nada, bastante tiene ella..., le dijo Sylvia. La puerta se abrió y entró Lorenzo. Pilar y él se miraron y después de un instante de duda ella se acercó y se dieron dos besos en las mejillas. Más que un beso fue un gesto mecánico, las mejillas se rozaron con extrañeza después de veinte años de besos en los labios.

Le digo que se venga conmigo estos días, hasta que pueda andar bien.

No sé, lo que ella quiera. Un rato más tarde volvieron a discutir sin discutir, ambos se ofrecían a quedarse durante la noche. Sylvia les insistió para que se fueran. No le gustaba presenciar esas competiciones entre padres, los cien metros lisos a la caza del amor filial. Gracias a la separación había ganado la independencia, puede que por deserción de las partes, pero se sentía a gusto, menos protegida, menos vigilada. Vivir con su padre era lo más cercano a vivir sola. Con la ausencia de su madre Sylvia había madurado a velocidad espectacular. Se había dado cuenta de lo que significaba no tener a alguien encima para resolver todas las necesidades cotidianas.

El doctor Carretero la visitó a última hora de la tarde. Saludó a Pilar y le explicó, con la misma paciencia que había empleado con Lorenzo esa mañana, el proceso de recuperación de Sylvia. Pasaría cinco semanas con la escayola y luego vendría una rehabilitación muy ligera. Era un hombre en la cincuentena, de pelo gris peinado con raya y manos finas.

En dos meses estará otra vez saltando a la comba. Sylvia frunció el gesto. He preferido que pase hoy la noche aquí y mañana le daremos el alta, ¿de acuerdo? Tiene varias contusiones y prefiero que no se corra ningún riesgo. Salió de la habitación y Lorenzo aprovechó para explicarle a Pilar que de todos los gastos se hacía cargo el conductor del coche. El la trajo aquí y había pedido que le mantuviera informado. Hemos tenido suerte, porque la ha atropellado un tipo encantador, ahora la mayoría se dan a la fuga.

Una suerte de la hostia.

No hables así, corrigió Pilar a su hija. Luego Sylvia dijo yo no me enteré de nada. Esta mañana entró el señor para hablar con papá y es que ni me acordaba de su cara. Creo que iban dos en el coche y yo vi al otro. ¿Te desmayaste?, preguntó Pilar. No sé, puede... Fue todo raro. Después del golpe intenté levantarme y noté como si la pierna fuera de goma, entonces me asusté. Fue cuando me metió en la parte de atrás del coche.

Bastante suerte tuvo. Cruzó sin mirar, en plena noche, por un paso prohibido, intervino Lorenzo.

Paz. Eso sintió cuando la dejaron sola. Primero se fue su madre. Luego te llamo, dijo. ¿Quieres que te traiga algo de ropa? Pero la pregunta se extinguió por sí sola. Bastó la mirada orgullosa de Lorenzo para recordar que la ropa estaba en su casa y no al alcance de Pilar. Lorenzo dejó pasar un rato, como si no quisiera salir junto a ella. Con el mando a distancia Sylvia explora los canales de la televisión. A esa hora hay noticias. Encuentra una emisión de vídeos musicales. Lo deja de fondo, sin prestarle mucha atención. Un cantante se debate entre una decena de mujeres que lo acarician, suplican, desean. Lorenzo ha dejado los periódicos amontonados en el sofá, pero a ella no le tienta mirarlos. Una enfermera le trae la cena. Sylvia come con apetito. Por el móvil recibe un mensaje de Dani. «Cuida esa pierna.» Sylvia le devuelve la escueta frialdad. «Lo intentaré.»

Un rato después le retiran la bandeja de la cena. La enfermera le desea buenas noches, le señala el timbre de llamada. En la televisión una mujer canta en bañador, se restriega por el suelo alrededor de una piscina como una serpiente en celo. Al oír el breve golpeteo de unos nudillos en la puerta Sylvia posa el mando a distancia en la mesita. ¿Mamá? La puerta se abre muy despacio y asoma una cara cobriza, rodeada por una media melena revuelta. Un cuerpo pequeño pero robusto. Trae una caja de bombones en la mano.

Tú no eres mi madre, creo.

No, creo que no, contesta el chico. Sos Sylvia, ¿verdad?

Es el acento, la dulce cadencia al hablar, lo que llama la atención de Sylvia. Le observa mientras se vuelve para cerrar la puerta a su espalda. Le tiende los bombones. Traje esto, es lo mínimo. Gracias. Sylvia agarra la caja, y sube la sábana para cubrir sus senos. No lleva sujetador bajo la camiseta. No quiere que la mirada de él, los ojos color miel guardados por pestañas larguísimas, se distraigan. Tiene cejas afiladas, la derecha interrumpida por una leve cicatriz. El tabique nasal algo desviado le acaba de dotar de un aspecto duro que desmiente un delicado lunar a mitad de camino entre la comisura del labio y el ojo izquierdo. Duro y dulce.

Eres el que me atropelló, ¿verdad?, pregunta Sylvia.

10

El martes repite.

A Leandro lo recibe la misma encargada. Lo conduce a un salón diferente, más pequeño, estrecho. Se organiza para que los clientes nunca se encuentren, comprende Leandro. Llámeme Mari Luz, por favor, puede tutearme, le dice la mujer. Leandro prefiere el trato frío, profesional, del primer día, le turba tanta cercanía, le hace sentirse peor. Cuando un momento antes estaba en la calle, a la hora de la salida de los colegios, había considerado dar media vuelta. La agitación de la calle era amenazante. Cruzó un autobús escolar, más coches. Era imposible que los vecinos de una calle aletargada como aquélla no conocieran la dedicación del chalet del número cuarenta siempre con las persianas bajadas. Los clientes, como él, serían escrutados con indignación. Ahí va otro.

Leandro prefiere no beber nada. Me gustaría la misma chica, dice. Valentina, ¿verdad?, pregunta Mari Luz sin esperar respuesta. Déjeme ver, va a tener que esperar algo, nada, diez minutos, si prefiere ver a las demás. No, no, la corta Leandro, prefiero esperar.

Leandro se sienta. Frente a él queda una ventana por la que ve caer hojas de un plátano con la ráfaga de aire. Algún ruido de pasos. Una voz femenina. Pero nada que delate la ocupación de las habitaciones.

Supone que Osembe estará con otro cliente. Ha dejado en el hospital a Aurora, adormecida. Esther ha venido a pasar un rato de la tarde. Iré a estirar las piernas, les ha dicho Leandro.

El lunes lo pasó angustiado por la culpa. Más que por lo ocurrido la tarde anterior, por el deseo irrefrenable de volver a hacerlo. Llegó temprano al hospital para permitir a Esther marcharse a su casa. No tardó en enterarse del accidente de Sylvia. AI principio se asustó. Atropellada anoche, oyó en la boca de su hijo, y relacionó el suceso con su encuentro con Osembe. Era el castigo. Su nieta atropellada a la misma hora en que él... Se encuentra bien, no hay nada que temer, le dijo Lorenzo. Acordaron no contarle nada a Aurora.

Durmió pésimo en el sofá cama. Excitación y vergüenza. Oía la respiración de Aurora, muy cerca, como tantas noches. Pensó en las contadas ocasiones en que había buscado sexo lejos de ella. En su cuarto guardaba un tomo de fotografía con desnudos femeninos. Eran desnudos artísticos, la mayoría en blanco y negro. Masturbarse le devolvía con ironía cruel a la adolescencia. Nunca se imaginó a solas sentado en la salita de un chalet como aquél.

Algunas noches Aurora y él aún mantenían algo parecido a un encuentro erótico. Ocurría en noches extrañas en las que ella notaba que a él le costaba dormir. Le palpaba entre las piernas y lo encontraba excitado. Ella le calmaba con la mano. A veces Leandro se incorporaba sobre ella y hacían el amor sin penetración, a ella le causaba dolor, así que se limitaban a rozar sus sexos, a acariciarse el uno al otro. Nunca hablan de ello, cuando terminan se dan la vuelta para dormir. Nadie nos enseña a ser viejos, ¿no?, le dijo ella una noche. Se suponía que el deseo debía de haber muerto mucho antes y reposaba enterrado sin ceremonia bajo los muelles de la cama de matrimonio.

La mañana del martes el doctor pasó por la habitación con algo más de calma, aunque con la misma mancha de chorizo en la bata. Llevó a Leandro a una habitación cercana y le mostró unas radiografías. Las mujeres de la limpieza acababan de dejar el cuarto y olía a desinfectante. El doctor abrió las ventanas de par en par. Hablaba mientras movía el bolígrafo entre dos dedos. Vamos a ver, la rotura de cadera no reviste mayor importancia, como ya le dije. Es una cosa habitual, nosotros lo consideramos una epidemia de la vejez. Piense que cada año en España atendemos cuarenta mil roturas de cadera en ancianos, en especial de mujeres. Así que esto es anecdótico.

Leandro sintió temor. Sintió temor al momento en que empezara a hablarle de lo que no era anecdótico. El problema es que este tipo de roturas a veces son la primera pista de un debilitamiento general. Vamos a mandar a su mujer a casa, pero le vamos a hacer pruebas serias, más allá de que ella sufre una osteoporosis grave de la que ya se trataba... Leandro se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Tenía frío. No sabía nada, dijo. El médico sonrió, abrió la carpeta con los datos de Aurora. Ya sabe cómo son las mujeres, se callan sus problemas.

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