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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (4 page)

BOOK: Saber perder
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Ariel había tenido distintos entrenadores a partir de su fichaje, con diecisiete años, por San Lorenzo. Hasta entonces, había sido jugador con un solo maestro, el viejo Simbad Colosio, que dirigía una escuela de fútbol cerca del viejo Gasómetro donde se habían formado cientos de jugadores para un equipo pequeño que jugaba en la Quinta. A Ariel lo había invitado a unirse a ellos con doce años, tras verlo jugar en un campeonato de la ciudad. A Charlie le decía siempre, la única manera de sacar algo de la pierna izquierda de tu hermano es mantenerle alejado por un tiempo de los equipos profesionales. Ahorrarle la enfermiza obsesión nacional por dar con un nuevo Maradona. Cinco años lo tuvo Ariel como director técnico, con él se hizo futbolista. En Buenos Aires hay que llegar al fútbol grande como un submarino, porque aquí las expectativas matan como puñales, le oyó decir en una ocasión.

Simbad Colosio había sido un segundo padre para Ariel. El desinterés del suyo por el fútbol, algo a lo que calificaba de «opio autóctono» o «desgracia nacional» según el grado de irritación que le provocaba su presencia en todos los ámbitos, había entregado al joven Ariel a las manos del viejo preparador. Colosio era un hombre de aspecto triste, gastado chándal, pelo canoso y que hablaba despacio tomando por el hombro a su interlocutor. El padre de Ariel no quiso repetir con su hijo menor los errores que creía haber cometido con Charlie. Su empeño por alejarlo del deporte y de la calle no habían evitado que su hijo mayor se convirtiera en un empleado sin cualificación en la empresa de unos amigos que le debían favores. Se casó temprano y a los veintidós años ya tenía dos hijos. Durante la adolescencia de Charlie, padre e hijo se habían relacionado como perros rabiosos, así que cuando llegó el turno de Ariel su padre optó por la calma, la relajación, lo que permitía a Ariel dedicarle al fútbol sus mejores horas mientras las calificaciones escolares no fueran demasiado preocupantes.

A Colosio lo llamaban Dragón. Le había quedado el apodo de su época de jugador. Ahora a veces le decían Dragón Dormido, porque su carácter parecía apaciguado hasta que estallaba en lo que parecía el coletazo fiero del dragón irascible que debió de haber sido cuando contaban de él que hacía perder el balón a los delanteros con sólo escucharle respirar.

Venía a recoger a Ariel a la esquina de su casa en Floresta tres veces por semana en su Torino blanco del 80. Para entonces ya había recogido en la parada del colectivo a Macero y Alameda, que vivían en Quilmes y Villa Esmeralda. Los tres se sentaban en la trasera del coche, Ariel les regalaba sus cromos repetidos de la colección del campeonato y esperaban a que el Dragón se cansara de su propio silencio y los obsequiara con alguna anécdota de fútbol. Del fútbol de los cincuenta y sesenta, de cuando los jugadores jóvenes tenían que lustrar las botas a los veteranos, de cuando los balones se cosían, de cuando la única droga en los vestuarios era un termo de café bien negro y las primeras anfetaminas, de cuando al portero le pedías la pelota tratándolo de usted, de cuando no había televisión y las jugadas magistrales tenías que archivarlas en tu memoria y saberlas contar como Lioravanti, de cuando vivir del fútbol sólo era un lujo al alcance de los más grandes. Hablaba sin nostalgia, sin mitificar el pasado, siempre rezongaba para terminar, qué mierda de años, hijos, qué mierda de años.

Dragón Colosio le había enseñado a jugar enfadado, a no ir al campo a ganar amigos, a decirle malas palabras a los defensas, a ejercitarse durante quince minutos al terminar los partidos porque quien no piensa en el partido siguiente no es futbolista, a pisar la cal de la raya de banda cuando se te olvida que juegas de extremo, a no llorar las derrotas porque llorar es para los tangos. Ya cuando con quince años a Ariel lo quisieron fichar de un club profesional y Charlie insistía en aceptar, Colosio le dijo algo que quizá hoy, en el aeropuerto de Madrid, aún tuviera validez: Ariel, tu hermano es tu hermano y vos sos vos. Entonces Ariel se quedó, por más que Charlie le tratara de convencer, el Dragón es un perdedor y no puedes dejar que te dirija la carrera un perdedor. Ahora también se queda solo y piensa Charlie es Charlie y yo soy yo. Pero ¿quién soy yo?

La rutina te mantendrá ocupado, le decía Charlie, no tendrás tiempo para sentirte solo. Charlie es el último en embarcar, casi desafiante ante los empleados de la compañía aérea que le urgen a hacerlo. Abraza a Ariel y al oído, en voz muy baja, se refiere por fin a la razón de su precipitada partida, la cagué, Ariel, por eso no me merezco quedarme a tu lado. No quiero mancharte. Ahora tienes que volar solo, espero que nos hagas sentir orgullosos. ¿Hecho?

Hecho.

Aprieta bien fuerte la espalda de Ariel para atraerlo hacia sí. No llores, boludo, alguien que gana dos millones y medio de dólares al año no puede llorar. Y se pierde por la manga hacia el avión.

Ariel desanda el camino hasta llegar al coche aparcado frente a la terminal. Regresa al hotel donde el equipo pasa la noche antes del partido del día siguiente. Pujalte le había concedido el permiso para abandonar la concentración y acompañar a su hermano al aeropuerto, por supuesto, la familia es lo primero.

Al entrar en el hotel ve a algunos de sus compañeros que charlan en grupitos antes de subir a las habitaciones. Amílcar le hace un gesto de saludo. Es el veterano de más autoridad. A su lado está Poggio, el portero suplente que calienta banquillo desde hace cinco años de manera ininterrumpida, lo que me convierte en el culo mejor pagado del mundo junto al de Jennifer López, asegura de sí mismo. También Luis Lastra, un santanderino que llegó al equipo la temporada anterior y que tiene una risa contagiosa con la que celebra a carcajadas los chistes propios. De pie, apoyada la zapatilla inmaculada sobre una silla, está el joven Jorge Blai, que se retoca el flequillo lacio una y otra vez. En la barra, el ghanés Matuoko, un compacto armario humano, que bebe con disimulo un gin tonic apartándolo tras cada trago como si quisiera hacer creer que la copa no es suya. Cerca dos o tres jugadores más, el grupo de brasileños, y el entrenador de porteros que come aceitunas de seis en seis y lanza los huesos como una metralla hacia la papelera lejana.

Ariel les devuelve el saludo, pero no se incorpora al grupo. Camina hacia los ascensores y alguien le habla junto a la recepción. ¿Ya se ha ido tu hermano? Me hubiera gustado despedirme de él. Ariel se vuelve. Reconoce el rostro sudado bajo los rizos pelirrojos y las gafas de gruesa pasta negra. Es un periodista. Se llama Raúl, pero todos le llaman Ronco porque en lugar de cuerdas vocales parece tener zarzas. Habitual de los entrenamientos y las ruedas de prensa, en sus comentarios escritos en un periódico siempre se ha mostrado positivo hacia Ariel. Se han tratado en diferentes ocasiones, pero Ariel evita que se fabrique una intimidad falsa, recela de los periodistas. Escriben de la pesca, solía decir de ellos el Dragón, cuando el único pescado que han visto en su vida es el que les dan de comer en los restaurantes. Ronco le ha apuntado su número de teléfono en una tarjeta del hotel y se lo tiende con dos dedos, llámame si necesitas cualquier cosa.

Ariel le devuelve un gesto de aprecio. En el espejo del ascensor comprobará si sus ojos aún están enrojecidos, si delatan que viene de llorar. Antes de alejarse escucha al periodista que le dice, con su voz raspada y afónica, suerte mañana.

5

Sylvia escucha salir a su padre, que ha quedado con amigos para ir al fútbol. Le ha visto envolver un bocadillo de lomo en papel de plata y descolgar la bufanda del equipo del perchero de la entrada. Como un crío, ha pensado. Antes han comido en la cafetería del hospital, con el abuelo. Leandro parecía fatigado después de dos noches en vela. Han logrado convencerle para que deje que sea la tía Esther quien se quede esa noche a dormir en la habitación de la abuela. No puede haber dos mujeres más distintas a juicio de Sylvia. La abuela Aurora es ligera, los ojos claros, suave en las formas, a menudo repite el gesto de posarse la mano sobre los labios, como si riera en secreto o bostezara o se callara algo. Su tía Esther es convencional, expansiva. Habla a voces y al reír enseña las encías rosadas, más grandes que los enormes dientes de su boca de excavadora. Se casó y tiene cinco hijos y siete nietos, cuyas fotos muestra orgullosa cuando tiene ocasión y también cuando no la tiene. Sylvia apenas ve a sus primos y la tía Esther le vuelve a mostrar los retratos en cada ocasión como quien enseña un catálogo de productos en venta. A uno de ellos, Miguel, de su misma edad, lo recuerda bien. Le partió a Sylvia un diente de leche años atrás de un raquetazo. Al parecer fue por amor.

El reloj de la cocina marca las cuatro y media. Su padre ha dejado la radio encendida, que inunda la tarde de domingo con la previa de los partidos, la publicidad de tabaco y alcohol. Sylvia tiembla de nervios. En su cuarto pone música y sube el volumen. El pie derecho oscila como si tuviera un motor propio. Sylvia canta por encima de la música y trata de no pensar. El frío enfría el deseo; encendamos el fuego. Preferiría no oír el timbre del portero automático que suena con una pulsación corta, pero lo oye. Sin prisa, va hasta la puerta para abrir a Dani.

A lo largo del fin de semana Sylvia ha estado tentada de anular la cita varias veces. Esa misma mañana escribió desde el pasillo del hospital un mensaje en el móvil: «Al final no habrá fiesta de cumple, ya hablaremos», pero no llegó a enviárselo a Dani. Desde que lo invitó a su falsa fiesta se había sentido ridícula. El mismo nerviosismo infantil, casi histérico, de los días en la playa durante el verano pasado cuando rondaba la barra del chiringuito o jugaba a la máquina para deshojar la duda de si uno de los camareros la miraba con interés o, por el contrario, los veintitantos años de él suponían un desfase insalvable.

El desfase entre lo que se desea y lo que se puede conseguir, entre lo que se es y lo que se quiere ser. De la misma manera había invitado a Dani a su fiesta de cumpleaños aunque no hubiera fiesta de cumpleaños. El mismo viernes caminó hasta casa mientras deshebraba la esquina de cartón de su carpeta. Llegó convencida de que lo mejor era llamarle y anular la invitación de unos minutos antes. Pero encontró una nota de su padre junto a las migas de una tostada. La abuela Aurora estaba ingresada. Se fue al hospital y así evitó la tentación de arrepentirse.

No te asustes, fue lo primero que le dijo su abuela cuando la vio entrar. En dos horas iban a instalarle una prótesis correctora, una solución de plástico frente al envejecimiento de los huesos, pero ella parecía calmada y de buen humor. Unas se ponen pechos o labios de plástico, pues yo la cadera.

Es un trámite, la operación es un trámite, repetía el abuelo. ¿Verdad, Lorenzo? ¿A que nos lo ha dicho el doctor? Pero el padre de Sylvia no contestaba, daba vueltas alrededor de la habitación, como si estuviera enjaulado. Lorenzo sudaba y se quejaba del calor. Me he enterado a última hora de la mañana, porque he estado de entrevistas de trabajo y no tenía conectado el móvil, se justificaba.

El médico era alto y con la cara surcada de venas rojas. Hablaba para sí mismo, como si más que informar a la familia repasara una lista de cosas por hacer. Sylvia reparó en una mancha rojiza en su bata, pero no era de sangre, más bien parecía de chorizo. Cuando después de la operación volvieron a subirla al cuarto, la abuela estaba débil como un pájaro herido. El abuelo les insistió en que se fueran, volved a casa. Ahora está bajo los efectos de la anestesia, aquí no hacéis nada, les dijo.

Sylvia y su padre volvieron a casa. Ella preparó algo de cenar, Lorenzo rastreaba las noticias canal tras canal. Llama a tu madre y se lo cuentas, le dijo a Sylvia. Ella la llamó más tarde, al móvil. De fondo se oía ruido de conversaciones, estaba en un restaurante. Pilar le pidió el número de habitación del hospital y luego hablaron de pasar pronto un fin de semana juntas. Se despidieron con calidez. ¿Estás bien?, le preguntó su madre. Sylvia afirmó, sin pensar la respuesta.

Su madre había abandonado a su padre cinco meses atrás. Sylvia nunca imaginó que aquello ocurriría. Sus padres para ella eran un bloque, dos piezas ensambladas para siempre. Cuando todo se quebró, entendió que compartían los restos, sólo los restos, de una vida en pareja, que hablaban de nadas cotidianas, que apenas tenían intimidad pese a la convivencia. La madre de Sylvia, Pilar, tomó la decisión un día de marzo, llovía a ráfagas y, antes que a su marido, confió a su hija lo que planeaba. Voy a dejar a tu padre, Sylvia. Se abrazaron y hablaron largo rato. El amor se extingue sin que te des cuenta, le decía Pilar. Le explicó que había sido capaz de soportar la lenta demolición, de acostumbrarse a sobrevivir entre los escombros de lo que antes fue amor, pero eso se transforma en una losa insoportable el día en que vuelves a descubrir la pasión por otra persona. La vida se te hace invivible y la mentira empieza a herirte. Tengo cuarenta y dos años, ¿tú no crees que merezco otra oportunidad?

Sylvia no tuvo que esforzarse para comprender a su madre, pese a lo inesperado de la situación. Pero en lugar de transmitirle esa comprensión, sin saber muy bien por qué, lo primero que dijo fue pobre papá. Su madre se echó a llorar, muy despacio, con los labios apretados. Se había enamorado del director de su oficina en Madrid, Santiago. Pronunció el nombre de la manera como sólo se pronuncian los nombres de alguien a quien se quiere. Su madre trabajaba en una empresa dedicada a la organización de ferias y actos sociales y culturales. En el último par de meses habían aumentado, ahora entendía por qué, los viajes de Pilar, las obligaciones laborales a deshoras. Pilar y Santiago habían tenido una aventura prudente hasta apostar por la nueva relación. Luego a él le habían ofrecido dirigir la sucursal en su ciudad, Zaragoza. Mucho antes de que esto ocurriera, entre tu padre y yo ya sólo quedaba la cómoda costumbre de vivir juntos, de educar una hija juntos, de reunimos con amigos y poco más; dejar pasar el tiempo, le explicó a Sylvia. Las madres no abandonan a los padres y aún menos a las hijas, pensó Sylvia. En esta ocasión, traumática pero esclarecedora, Sylvia miró a su madre como a una mujer, no sólo como a una madre, esa especie de electrodoméstico sentimental, y le dijo tú tienes que ser feliz.

El padre de Sylvia se había agarrado al televisor, a la música, al fútbol de los domingos, a tratar de recomponer su vida laboral, a equilibrar sus cuentas, a recuperar algún amigo medio olvidado, a salir más a menudo. Intentaba llevar la casa, mostrarse a disposición de su hija, no dejar transparentar la derrota. Sylvia le observaba. Trató de estar más tiempo en casa, de cocinarle cuando le veía sin ganas de nada, acompañarle los domingos al mediodía a casa de los abuelos. Él decía «tu madre» y ya nunca «Pilar». Poco a poco se esfumaron las fotos y los recuerdos, los detalles acumulados en veinte años de vida en pareja. En dos rápidas visitas ella había terminado por llevarse la ropa y su material de trabajo, que ocupaba las repisas más vivas del pequeño despachito. Sus cosas de baño y otros diversos detalles se fueron borrando como la luz de la tarde. En presencia de Sylvia sus padres no habían discutido ni se mostraron violentos más allá de un silencio espeso cuando tenían lugar esas escenas de separación. Mai siempre le contaba a Sylvia que la peor época de su vida fue el divorcio de sus padres, cuando una puta psicóloga les dijo que por mi bien, por el bien de la niña, y yo tenía entonces siete años, en vez de separarse de golpe lo hicieran poco a poco; se pasaron ocho meses dándose de hostias e insultándose, así que para evitarme el trauma de la separación me tragué el horror de su convivencia forzada.

BOOK: Saber perder
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