Tampoco iba a ser él. Él tampoco.
Por suerte Mai se la llevó a casa y logró borrar el rastro de humo, cerveza y deseo confuso. No te obsesiones. La virginidad se pierde con el pensamiento, decía Mai. Con el pensamiento y con las pajas, rica. Tú no eres virgen, Sy, lo único que te pasa es que aún no has estado con ningún hombre.
Mai vivía a seis calles de Sylvia, aunque se habían empezado a tratar en el instituto. Ella era un año mayor, pero compartían rincón en la cafetería, una especie de fortín donde Mai ejercía el derecho de admisión con latigazos de su lengua viperina. Sólo unos pocos tenían acceso a compartir el mundo de sus gustos. Sylvia había modelado los suyos propios con el criterio firme de Mai. Gracias a ella se había puesto la primera falda corta, las primeras medias negras, las botas de suela gruesa y, aunque aún no se había atrevido con las camisetas sin hombreras por temor al escándalo de su busto, el anillo de plata que compraron juntas en un mercadillo de artesanía Mai se lo colocó a Sylvia en el pulgar. Empezó a escribir su nombre con «y» como ella le sugirió y a escuchar música decente. Para Mai la música se dividía en decente y el resto. Mai se había taladrado la nariz con un arete plateado, meaba de pie y fumaba desde los trece años.
El verano pasado Mai se había liado con un chico que conoció en Irlanda, mientras estudiaba inglés. Se pasó todo el mes de julio follando, según le anunciaba a Sylvia en lacónicos correos. «Sy, soy otra. ¡Sí, soy otra!», le escribió un día. Cuando las amigas se reencontraron en el aeropuerto, Sylvia sintió que Mai era otra. Los granos de la barbilla le habían desaparecido, había salteado su pelo negro con mechas rojas y el corte dejaba que el flequillo le tapara un ojo, mi ojo feo. Se había tatuado una enredadera con hojas en forma de cuchillas de afeitar alrededor del tobillo izquierdo y ahora se duchaba casi a diario. A Sylvia le parecía que la boca de Mai era más carnosa, los labios más voluptuosos. Pero donde se había dado la mutación absoluta era en la risa de Mai. Ya no se reía con el desprecio algo torcido con que acostumbraba. No. Ahora le brotaban carcajadas libres que nacían muy adentro de ella, una auténtica risa franca que a Sylvia le olía a sexo y satisfacción.
Es como si el coño hubiera empezado a formar parte de mi cuerpo con todos sus derechos y no como antes, que parecía el realquilado del bajo derecha. Luego le hablaba de Mateo. Es de León, así que inglés no he practicado mucho.
Sylvia escuchaba a Mai hablar de su relación y sentía algo extraño. Aún no lo identificaba como el deseo que silba junto a su oreja.
En su pocilga, como Mai llamaba al cuarto de su casa repleto de cedés y ropa de mercadillo, no entraba el romanticismo. Pero ahora cada viernes se montaba en un autobús para pasar el fin de semana con su chico en una vieja casona del Bierzo. Te convertirás en una aldeana de mejillas sonrosadas, le decía Sylvia, y la broma encubría el temor a la pérdida de complicidad.
En la mesa de la cafetería se les unía Dani. Iba a clase con Mai y su amistad había nacido de una manera espontánea. Un día en que Mai tarareaba incansable una canción, apoyada en un inglés de pega, Dani le tocó el hombro y le tendió una hoja usada de papel. En los márgenes había escrito la letra de la canción. Hasta entonces no había hablado más de dos monosílabos con ese chico de gafas finas plateadas y mirada huidiza. La canción era de un grupo de Denver que lideraba un tipo oscuro que daba los conciertos rodeado de sus músicos pero sentado en un butacón de orejas. Se titulaba «Let’s Pretend the World Is Made for Us Only» y precisamente a ese mundo acotado por uno mismo en el que Mai decía vivir se sumó Dani.
Ese viernes Mai se fuma las dos últimas clases para llegar al autobús de la Alsa con destino León que sale a las tres y media. Sylvia la ve alejarse del instituto con los auriculares bajo la melena, los andares de hombre y las botazas negras a juego con la exagerada sombra de ojos.
A la hora de la salida, Sylvia tropieza con Dani. En realidad le ha esperado para tropezar con él, tras dar vueltas inquieta frente al tablón de anuncios de la recepción. Satur, el bedel, lee un periódico de fútbol y despide con una inclinación de cabeza a cada profesor que sale; a los alumnos sólo les dedica un masticado desprecio. Al fondo del distribuidor hay un cuadro enorme del fraile que da nombre al instituto, una reproducción del retrato pintado por El Greco, con un lema grabado en letras estilizadas: «Ni tan soberbio que presuma agradar a todos, ni tan humilde que ceda al descontento de algunos». Mil veces los ojos de los estudiantes repasan la frase sin acabar de entenderla ni prestarle atención.
Sylvia finge encontrarse con Dani por azar y él levanta los ojos de la revista gratuita que lee, una de esas biblias del gusto juvenil.
Oye, Dani, el domingo celebro mi cumpleaños en casa. ¿Ah, sí? Felicidades. Hago una fiestecita... Vendrá Mai. Y algunos más. ¿Te apuntas? Dani tarda un instante en contestar. ¿El domingo? Sí, por la tarde, pronto. A eso de las cuatro y media, cinco. Ah, pues no sé cómo lo tengo.
Caminan por la calle. Coches en doble fila y ruido de bocinas. Los viernes se atasca la salida norte. El cruce de avenidas está presidido por un Corte Inglés triunfante como una catedral moderna. Una actriz americana y rubia con nariz sospechosa de puro perfecta invita a consumir el otoño. El pantalón vaquero de Dani cae de su cintura, con los bajos deshilachados a la altura de los talones. Sylvia está convencida de que sus labios son demasiado finos y los potencia con un gesto ensayado dos mil veces ante el espejo, la boca entreabierta.
¿Habrá patatas fritas, coca-cola, medias noches?, pregunta él. Sí, claro, y un payaso que infle globitos con formas de polla, Sylvia se recoloca la mochila en el hombro. ¿Cuento contigo? Dani asiente. Dieciséis años, ¿no?, dice luego. Ya ves, dieciséis. Una vieja.
Al caminar el pelo de Sylvia flota sobre sus hombros. Lo lleva suelto y al descender el bordillo se eleva ingrávido y vuelve a posarse. Dani va hacia el metro. Al despedirse, ella está a punto de decirle la verdad. No hay ninguna fiesta. Es todo una estúpida maniobra para forzar una cita a solas. Pero se limita a contestar a su chao con otro idéntico.
Sylvia camina hasta casa. Hay una ligera brisa que llega de su espalda y que empuja un rizo hacia su mejilla. Como hace siempre que está nerviosa, Sylvia muerde el mechón de pelo y camina con él en la boca.
Aurora se rompió la cadera de una forma nada aparatosa. Al salir de la bañera, levantó la pierna para salvar el borde y de pronto notó un crujido leve. Sintió un ligero estremecimiento y sus piernas perdieron la solidez.
Se cayó despacio, con tiempo de rozar con la yema de los dedos los azulejos de la pared y acomodarse para el impacto. Su codo golpeó contra la grifería causándole un dolor frío y un instante después estaba tumbada, desnuda y vencida, sobre el aún húmedo fondo de la bañera. Papá, quiso gritar, pero la voz le salía débil. Trató de levantar el tono, pero lo más que pudo hacer fue espaciar un lamento repetitivo.
Papá..., papá..., papá.
El rumor llega hasta la salita del fondo, donde Leandro lee el periódico.
Su primera reacción es pensar que su mujer le llama para cualquier sandez, que le alcance un tarro de especias demasiado elevado, preguntarle alguna simpleza. Así que contesta un desganado ¿qué pasa? que no encuentra respuesta. Sin prisa, cierra el periódico y se pone de pie. Luego se avergonzará de la irritación que le provoca tener que renunciar a la lectura. Siempre es igual, sentarse a leer y ella que le habla por encima de la radio o el teléfono que suena, el timbre de la puerta y la pregunta de ella, ¿abres tú?, cuando ya tiene el telefonillo en la mano. Recorre el pasillo hasta identificar el lugar del que proviene la monótona llamada. No hay urgencia en la voz de Aurora. Si acaso fatalismo. Al abrir la puerta del baño y encontrar a su mujer caída piensa que está enferma, mareada, busca sangre, un vómito, pero sólo ve el blanco de la bañera y su piel desnuda como una veladura.
Sin hablarse, en un silencio extraño, Leandro se dispone a levantarla. Toma su cuerpo blanquecino, anciano, entre las manos. La carne fláccida, los senos derretidos, los brazos y los muslos inertes, las venas que se transparentan en líneas violeta.
No me muevas, no. Creo que me he roto algo. ¿Te has resbalado? No, de pronto... ¿Dónde te duele? No lo sé. Tranquila. En un gesto que no alcanza a explicarse, Leandro, que lleva casado con Aurora cuarenta y siete años, agarra una toalla cercana y tapa el cuerpo de su mujer con pudor.
Leandro repara en el fondo de la bañera. Vieja, lijada por el roce del agua, repintada en algún tramo con esmalte blanco que no casa con el resto. Leandro tiene setenta y tres años. Su mujer, Aurora, dos menos. La bañera pronto cumplirá cuarenta y uno de servicio y Leandro recuerda ahora que hace dos o tres años Aurora le habló de sustituirla por una nueva. Mira algo que te guste y si no es mucho lío, le dijo él sin demasiado ánimo. ¿Pero por qué se detenía en ese instante a pensar en la bañera? ¿Qué hago?, pregunta él, perdido, incapaz de reaccionar. Llama a una ambulancia. A Leandro le invade una vergüenza irreprimible. Piensa en el jaleo del vecindario, las explicaciones. ¿En serio? Sí, vamos, llámala. Y vísteme, acércame la bata.
Leandro llama al teléfono de urgencias, le pasan con un médico que recomienda no moverla del sitio y que le solicita información sobre la caída, los síntomas de dolor, la edad, estado de salud. Por un momento piensa que la única atención que van a recibir es telefónica, como otros servicios al cliente, y entonces insiste aterrado, manden a alguien, por favor. No se preocupe, una ambulancia está en camino. La espera se alarga más de veinte minutos. Aurora trata de vestirse, ha metido los brazos en las mangas de la bata, pero cada movimiento le provoca dolor. Ponme un camisón en el bolso y una muda, le pide Aurora.
Los sanitarios traen ruido, actividad, de alguna manera un consuelo para la quietud tensa del rato anterior. Sobre una camilla transportan a Aurora escaleras abajo hasta la ambulancia. Leandro, despistado y fuera de sitio, es invitado a subir. Busca con la mirada en el corro de vecinos una cara conocida. Allí está la viuda del primero derecha con la que se enfrentaron por su negativa a financiar entre todos la instalación de ascensor en el viejo edificio. Le mira con curiosidad desde sus pequeños ojos miserables. A la señora Carmen, de su mismo rellano, le pide que suba a cerrar la puerta de casa que ha dejado abierta. En el trayecto, bajo las ráfagas agudas de la sirena, Aurora toma la mano de Leandro. Estate tranquilo, le dice. El enfermero, con su ridícula chaqueta fosforescente, les mira con una sonrisa, ya verán como no es nada.
Ahora llamas a Lorenzo desde el hospital, vuelve a insistir, es raro que no lleve el móvil. Sylvia estará en clase, pero no les asustes, eh, no les asustes, le advierte Aurora. Lorenzo es su único hijo y Sylvia es su nieta. Leandro asiente, sostiene la mano de Aurora, incómodo. La amo, piensa. Siempre la he amado. No dice nada porque en ese instante tiene miedo. Un miedo paralizante y amenazador. En el interior del cubículo sin ventanas percibe la velocidad con que se desplazan por la ciudad. ¿A qué hospital vamos?, pregunta Aurora. Y Leandro piensa pero, claro, cómo no se me ha ocurrido a mí preguntarlo, yo tendría que ocuparme de estas cosas, pero su cabeza es una interferencia confusa entre mil sensaciones cruzadas.
Lorenzo escuchó llegar la mañana, como si la mañana llegara de puntillas. El ritmo de los coches aumentó. El camión de la basura. Los primeros zumbidos del ascensor. La puerta metálica de un comercio que abre en la calle. El despertador de su hija, con esos tres minutos de pausa que concede antes de volver a sonar. La escuchó ducharse aprisa. Desayunar de pie y salir de casa. El helicóptero de la policía que cruza la ciudad a esa hora. Alguna bocina, un motor de coche que cuesta arrancar. Sus manos estaban aferradas al embozo de las sábanas en un gesto crispado. Al soltarse nota los dedos entumecidos, llevan horas en tensión, agarrados a la colcha como los de un escalador a la cordada. El sol de otoño ha comenzado a golpear la persiana y calentar el cuarto.
Se pasa la mano por la cabeza. Había perdido tanto pelo en los últimos meses... De joven tenía entradas, pero ahora era algo demoledor.
Tomaba Propecia y compraba un champú anticaída, después de fracasar con consejos menos autorizados. Al principio Pilar se reía al verle contar los pelos que se quedaban en el peine o colocarse un mechón con tiralíneas. Luego había sido consciente del drama que representaba para él y eludía el asunto. Joder, me estoy quedando calvo, decía Lorenzo alguna vez, y ella intentaba tranquilizarlo, no seas exagerado. Pero no exageraba.
El pelo fue la primera de una larga lista de cosas perdidas, pensaba ahora Lorenzo. Sus manos se agarraban también a las sábanas en un gesto de protección, de conservación. Como si perderlo todo no fuera un miedo abstracto sino algo que le sucedía aquí y ahora.
Pero ¿qué has hecho, Lorenzo? ¿Qué has hecho?
Son cerca de las diez de la mañana cuando el teléfono suena con insistencia. Había tomado la precaución de desconectar el móvil y guardarlo en el cajón de la mesilla. Pero el teléfono de casa sonaba y sonaba. En el salón y en la cocina. Cada uno con su timbre. El inalámbrico del salón, más agudo, más eléctrico. No iba a cogerlo, no iba a contestar. No estaba en casa. Lo oía sonar durante un rato y luego dejar de sonar. Una corta pausa y sonaba de nuevo. Era evidente que se trataba de la misma persona que llamaba de manera tenaz y repetitiva. ¿No iba a cansarse nunca? Lorenzo tenía miedo.
¿Qué has hecho, Lorenzo? ¿Qué coño has hecho?
La noche anterior Lorenzo había matado a un hombre. A un hombre al que conocía. A un hombre que había sido, durante algunos años, su mejor amigo. Al verlo de nuevo, pese a las circunstancias inusuales en que se produjo el reencuentro, pese a la violencia que se desencadenó, Lorenzo no pudo evitar acordarse de la última vez que se habían visto, hacía casi un año. Paco estaba cambiado, algo más gordo. Conservaba su pelo intacto, con la misma onda clara de siempre, pero parecía más lento, más pesado de movimientos. Los dos hemos cambiado, pensó Lorenzo agazapado en la oscuridad. Paco tenía un rostro plácido. ¿Era feliz? Eso se preguntó Lorenzo, y la mera sospecha de que lo fuera podría actuar como atenuante de lo que luego sucedió. No, no podía ser feliz, sería demasiado injusto.