Saber perder (39 page)

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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

BOOK: Saber perder
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En Año Nuevo Aurora sintió dolores casi permanentes y el médico de urgencias les envió una ambulancia. Pasó dos días en el hospital y la reenviaron a casa con una dosis diaria de tranquilizantes que la hacía dormitar buena parte de la jornada. Aurora, siempre que se sentía mejor, evitaba tomarlos. Leandro insistía, no tienes que aguantar el dolor, no sirve de nada. Hoy estoy mejor, me los salto, decía ella. Su hijo Lorenzo se asustó una tarde de visita ante el estado sedado de la madre. Su padre lo llevó a la cocina. Hablé con el médico, le quedan meses de vida. Lorenzo dejó caer la cabeza entre sus manos. A Sylvia es mejor no decirle nada, prosiguió Leandro.

Benita cambiaba las sábanas todos los días, hablaba con Aurora con voz elevada y animosa. Estoy inválida, no sorda, le recordaba Aurora cuando Benita le repetía tres veces lo mismo o subía el tono. Le habla como se habla a los enfermos y a los extranjeros, pensaba Leandro. Dos veces a la semana viene un masajista colombiano que ayuda a Aurora a desentumecer los músculos. Le da una palmada en el muslo para terminar y siempre repite la misma frase, bueno, ya ha hecho usted su paseo de tres o cuatro kilómetros, pues calcula en eso la equivalencia en metros a su gimnasia pasiva.

Leandro dedica las mañanas a pasear, a comprar los encargos de Benita y leerle la prensa a Aurora. A veces salta los párrafos delicados. Cada semana una precaria lancha cargada de inmigrantes se precipita contra las rocas de la costa y el mar escupe una veintena de cadáveres a las playas del sur. Casi cada día un motorista o un grupo de amigos o una familia al completo pierden la vida en sus automóviles. Un preso une con pegamento industrial su mano a la de su pareja durante el vis a vis para reclamar el paso al tercer grado. Hay muertos en Oriente Próximo, reuniones de dirigentes internacionales, discusiones políticas constantes, premios culturales, información detallada sobre el campeonato de fútbol, la programación de las televisiones e incomprensibles noticias económicas. La lectura del periódico es una rutina que Leandro no se atreve a interrumpir. Sentiría que el mundo acaba. En ocasiones él lee una entrevista y ella le dice eso está muy bien, y ese mero comentario da ánimos a Leandro para continuar.

Han mirado juntos las noticias navideñas sobre la ola gigante que se ha comido las playas vírgenes de Tailandia e Indonesia. Han atendido sin decirse nada a las imágenes frías, casi de ficción, y se han sentido también superados por la naturaleza.

Un día a la semana vienen de visita dos vecinas del barrio. Esa tarde Leandro desaparece. A veces al chalet. Desde Año Nuevo nunca ha ido más de una vez a la semana, se ha establecido ese tope y cuando se siente urgido y al borde de incumplir su compromiso se encierra en el cuarto y pone música a un volumen atronador en el tocadiscos hasta que ve vencida la hora. En ocasiones se masturba con las viejas fotos de un libro de desnudos.

En la noche de Fin de Año tomaron las uvas en el dormitorio de Aurora, estuvieron Lorenzo y Sylvia, aunque ambos se marcharon poco después. Leandro se quedó con Aurora para ver el concierto de Año Nuevo en la televisión. Dos días después le preguntó a Osembe si no se iba de vacaciones. Estos días se trabaja mucho, le contestó ella. Se incorporaron al chalet algunas chicas más de origen ruso y búlgaro que reían con risotadas estridentes en las habitaciones contiguas. Putas rusas, le oyó murmurar Leandro un día. ¿Qué has dicho? Nada, nada, pero Leandro quiso entender que le importunaba la algarabía de las recién llegadas.

Una tarde a mitad de enero, Aurora recibió en casa a sus amigas. Estaba tan débil que le había costado esfuerzo saludar al verlas entrar. Leandro las dejó a solas. Un rato después estaba tumbado en la cama del prostíbulo con Osembe. Mi mujer se está muriendo, le dijo de pronto. Osembe se dejó caer a su lado y le acarició la cara con la yema de los dedos. Se está muriendo y me hace sentirme tan mal pasar las tardes aquí. ¿Por qué?, preguntó ella. Tienes que olvidar.

Pero no olvido, fue lo único que acertó a responder Leandro. ¿Yo no te hago olvidar? ¿Algún rato?, preguntó ella como si se fingiera herida en un amor propio a buen seguro inexistente.

Leandro no le respondió. Ella quiso saber más. Los huesos, respondió él.

Tienes que frotarle cabezas de ajo por todo el cuerpo, por las piernas y por los brazos. Cabezas de ajo crudas y despiezadas, frótale con ellas bien fuerte. Leandro sonrió al oírla. No te rías, es muy bueno hacerlo.

A Leandro esas conversaciones terminaban por excitarle. Más aún si notaba a Osembe relajarse, dejar de ser una puta durante esos breves fragmentos de charla insustancial. Eso le excitaba más que todo el acaramelado preámbulo erótico. Se echaba entonces sobre ella, como si el sexo se apoderara de pronto de él. Y ella tardaba en comprender su arrebato.

Aquella tarde volvió a casa a tiempo para despedir a las amigas de Aurora y agradecerles la visita. Ella dormitaba inmóvil en el cuarto y Leandro se acercó para besarla. Aurora abrió los ojos. ¿Ya estás aquí? El no respondió y se sentó sobre el colchón.

¿Usas otro gel?, le preguntó ella de pronto. Hueles diferente.

Leandro se turbó, pero fue capaz de elaborar una mentira. He usado una muestra que daban con el periódico. Se acordaba de los días en que ella despegaba los sobres de publicidad de cosméticos que regalaba el suplemento dominical. Es un poco fuerte, concluyó Aurora, pero Leandro sintió que no había sido capaz de aplacar las sospechas de su esposa y mintió más. Me he duchado al volver de la calle, estaba sudado del paseo.

Ese día se había duchado después de hacer el amor con Osembe, se notaba invadido por su olor corporal. No volvería a hacerlo. La mayoría de los días se limitaba a enjabonarse la entrepierna, le repelía la idea de compartir el baño con toda clase de clientes. Para combatir el olor a mujer y colonia extraña impregnado en su piel, caminaba deprisa por la calle, se provocaba el sudor en una carrera extravagante.

El inesperado buen tiempo de los días de febrero invitó a Leandro a prolongar sus paseos. En las horas de la mañana de máximo incordio por la faena de Benita, bajaba a recorrer el barrio. Nunca se detenía la frenética actividad. Camionetas de reparto, gente de compras, las empleadas de hogar que paseaban niños en cochecitos con los manillares cargados de bolsas de plástico. Hasta un portal de la calle Teruel, Leandro había seguido una mañana a una joven diminuta de aspecto latino, el pelo suelto sobre la espalda y una faldita corta vaquera. Empujaba el coche de un bebé que no podía ser suyo, ella no tendría más de veinte años, proporcionada de modo prodigioso. Se detenía sin prisa en los escaparates de las zapaterías y tiendas de ropa, con el niño adormecido. Leandro guardaba una prudente distancia pero la acompañaba en el paseo. Al ladearse observaba sus rasgos bellísimos. Era raro toparse con esa delicadeza en un barrio poblado de cortes de cara toscos, pieles curtidas, dominante vulgaridad. Aquella muchacha le pareció a Leandro una extraña perla, caída por allá gracias al generoso capricho del reparto de la belleza. La persecución de aquella chica le llevó casi una hora y cuando llegó al que parecía su portal se detuvo y esperó un rato y Leandro, temeroso de perturbarla, pasó junto a ella sin que la muchacha reparara en él. Tenía unos ojos negros muy vivos para los que

Leandro fue invisible. Abrió la puerta acristalada y se perdió dentro del portal.

Los jubilados descansaban en bancos de la calle, hablaban de fútbol y política con ideas tópicas y casi siempre equivocadas en apreciación de Leandro. Sus opiniones eran esclavas de lo escuchado a comentaristas. Alguno volvía a casa con las bolsas de la compra levantadas en vilo como si practicara ejercicio y otros paseaban de la mano con un nieto que aún no iba a la escuela o se ayudaba en un bastón para no renunciar a su caminata diaria, con la vista perdida, a veces hablando solos bajo la visera, otros algo idos. Leandro se esforzaba por distanciarse de ese grupo de aves moribundas de ciudad.

Leandro prefería caminar a buen paso. Lo obstaculizaban los vendedores o los ancianos impedidos que caminaban del brazo de un cuidador latino. A veces llegaba hasta las amplias aceras de Santa Engracia donde el barrio ascendía de nivel y se convertía en más aburrido. Allí los porteros controlaban sus dominios, seguían con la mirada a las muchachas del colegio de monjas cercano o ponían en fuga con una mirada hostil a algún marroquí que pasaba por allí. Jóvenes centroamericanos repartían publicidad en pasquines a la entrada del metro y regaban los alrededores con el desinterés de los peatones por sus ofertas de cursos o restaurantes del barrio. El ruido del tráfico era permanente, pero Leandro distinguía con angustia el martillo neumático, el taller de soldadura o la sierra de terrazo que sonaban por los alrededores. El parque más cercano en la calle Tenerife estaba lejos y sucio de cacas de perro y basura y Leandro se sentía más acogido en el bullicio de los que caminaban con algún rumbo que entre los que se sentaban a ver pasar la mañana.

Leandro camina hacia el chalet, relaja sus pasos porque no quiere llegar temprano. La puerta se abre para él después de llamar al timbre. Mari Luz sale a recibirlo, ah, es usted, pase, pase. Le introduce en el saloncito que conoció la primera vez. Disculpe un segundo. Desaparece y Leandro se queda solo durante algunos minutos, sentado en el sofá como quien espera en el dentista. Cuando Mari Luz regresa le dice bueno, le hago pasar a las chicas, ¿de acuerdo?

No, no, ¿está libre Valentina? Leandro reserva para sí el nombre real de Osembe. Si no, espero, dice él con evidente dominio de la situación. Pero no está preparado para la respuesta de la encargada, que ladea su máscara de maquillaje antes de responder. Ah, ¿no se lo he dicho? Lo siento, pero Valentina ya no trabaja aquí. ¿Cómo?

Lo que oye, la negra ya no trabaja aquí.

3

Si alguien me observa en la distancia a estas alturas debe de estar del todo confuso. Cuando para uno mismo nada de lo que hace tiene sentido, es lógico pensar que aún será más inescrutable para quien lo mire de lejos.

Eso es lo que piensa Lorenzo mientras asiste a la procesión de la Santa Marianita de Jesús por las calles cercanas a la plaza de la Remonta. Apenas sabe nada del mito que la sustenta.

Sus lágrimas de sangre derramadas den años atrás, su vida de flagelo y martirio para lograr por medio del dolor la santidad de Dios. Desde hace semanas, después de verse con el inspector Baldasano en aquella especie de desafío entre ambos y cuando superó el pánico a ser detenido en cualquier momento, vive convencido de que alguien sigue sus pasos, espía sus llamadas, vigila sus movimientos. Esta percepción, que en un principio le produjo pánico, pasados los días sólo le intriga. Le fuerza a veces a hacer un ejercicio de identificación con su perseguidor y tratar de compartir su perspectiva. A ratos también un Lorenzo se aparta del otro Lorenzo, como si tuviera que redactar un informe completo de sus actividades y el resultado sólo fuera un confuso amasijo de acciones sin conexión determinada. ¿Qué hace? ¿Adonde quiere llegar? ¿Qué busca? El juego se convierte en divertido cuando, como ahora, ni él mismo sabe qué sentido tiene su presencia en aquel lugar. Daniela le ha dicho, vamos a ver la procesión, a mi madre le gustará que le envíe fotos. No están por allí los miembros de la iglesia de Daniela. Tampoco el pastor de voz dulce y nariz tan ganchuda que parecía el candado de su cara. Daniela ha comprado una cámara de fotos de usar y tirar, envuelta en un cartón amarillo. Lorenzo dispara la foto y gira la ruedecilla que hace avanzar el negativo con un ruido de carraca. Así, Daniela aparece en primer plano y detrás la imagen elevada por los vecinos. Sonríe un poco, le dice, y ella sonríe fabricando esa hoja de dos filos con su boca. Lorenzo mira un instante a su alrededor. Sí, definitivamente es difícil explicar lo que hace allí. Hay pocos españoles. Un par de hombres discretos, uno con el pelo canoso y otro grueso, que acompañan a sus parejas ecuatorianas. Antes, cuando veía una de esas parejas, miraba con cierta desconfianza a los españoles, incluso con cierta displicencia. ¿Seré yo ahora así?, se pregunta.

Lorenzo pasa largos ratos en casa de sus padres, junto a su madre. Sabe que le quedan pocos meses de vida y lo que al principio fue angustia y dolor ahora es casi rutina. Semana a semana, las horas de conciencia de Aurora se reducen. Está marcada de muerte a la altura de los pómulos y la boca consumida. Como si el esqueleto ganara palmo a palmo su autoridad final. Comprende que ella quisiera ocultarles a todos la gravedad de su estado, nunca ha querido ser protagonista. Siempre aceptó un papel secundario al lado de su marido. Importaba la carrera de él, la tranquilidad de él, su espacio. Niños, no hagáis ruido, papá escucha música o prepara su clase, les decía a Lorenzo y sus amigos cuando pasaban la tarde jugando en casa. Vámonos a dar un paseo para que tu padre esté un rato a solas, le decía otras veces. Deja que papá lea tranquilo, tu padre no se encuentra bien estos días, eran frases que Lorenzo recordaba. Luego también asumió un papel secundario con respecto a él, como hijo. Sus estudios, su vida, sus diversiones eran cosas que le importaban pero sobre las que nunca fue posesiva ni intrigante. Ahora se esforzaba por que la enfermedad fuera un problema personal que no afectara a los demás. Parecía querer decir tranquilos, no os preocupéis que yo me moriré poco a poco, sin hacer ruido, seguid con vuestras cosas sin alteraros por nada.

A Lorenzo le gustaba quedarse de pie junto a la cama de su madre, ordenarle la mesilla donde tropezaban las gafas y algún libro con las cajas de medicinas y el vaso de agua. ¿Qué diría esa voz exterior? Ahí vemos a un hijo asistir a la muerte de su madre sin grandes demostraciones de dolor, un hijo que presencia con pesadumbre el rito de despedida de quien le dio la vida sin poder hacer nada para compensarla.

Sería interesante saber lo que pensaban esos ojos cuando le veían hacer una compra ridícula en un supermercado del barrio. Algunas latas de sardinas, huevos, cervezas, conservas, los yogures que le gustan a Sylvia. Qué pensaría de un hombre que duerme solo desde hace meses, abandonado por su mujer, y que en la cama no deshace el lado de ella, que se limita a plegar el cobertor por su extremo y se introduce en la cama sin tocar la almohada que era de ella, como si hubiera una barrera de cristal que le impidiera apoderarse por completo del que todavía era un lecho conyugal pese a la ausencia definitiva de una de las partes. Esa casa inhóspita como una cueva cuando Sylvia no está. Y cada vez está menos. Había días en que salía de casa resplandeciente, como si se hubiera convertido para siempre en una mujer madura, bella, autónoma. Otros días era la misma niña perezosa, enroscada como un gato a su almohada en el calor infantil del cuarto y con algún grano rojizo y encendido en la frente o la barbilla.

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