Espero haberle gustado. Yo creo que sí. Imagina que ahora te monta un pollo, en plan te prohíbo que vuelvas a ver a ese tipejo... No creo, dice Sylvia. A lo mejor el otro no le habría gustado tanto... ¿Tan malo es...? No es eso. Es algo mayor. ¿Mayor que él? ¿Que mi padre? No, no jodas. ¿Entonces? No, pero tiene veinte años... Hijodeputa, aprovechado de mierda..., es broma, sonríe Dani.
Poco después cambian de conversación ¿Y qué tal te va el curso?, le pregunta Dani. No sé, estoy fuera de onda. Espero no cagarla demasiado. Hay que sacarlo como sea, Dani hace girar la silla, la mayor gilipollez del mundo es repetir curso..., pasar un año de más ahí...
A Sylvia le suena el móvil. Es Ariel. Te llamo en un ratillo, ¿vale?, le dice después de los saludos. Me pillas liada. Cuelga y durante un rato no se dicen nada.
Supongo que ése es el ideal de cualquier tía, dice Dani, salir con alguien que no le guste a su padre.
Sylvia se ríe. Durante un instante está a punto de contarle todo a Dani, decirle la verdad sobre Ariel. Pero luego le parece una tortura innecesaria. Sylvia le mira y siente la extrañeza del gesto de Dani, sabe que se ha enamorado de ella. Y eso hace que Sylvia se sienta bien y mal al mismo tiempo. Poderosa y frágil.
Yo debo de tener mala suerte, confiesa Dani, le caigo bien a los padres. Excepto al mío, claro. El año pasado por mi cumpleaños, el tío me regaló con toda su ilusión unas entradas para la fórmula 1, según él un plan cojonudo, un fin de semana en Barcelona. Bah, me rayé, y le dije que por mí se las podía meter por el culo, que no iba a perder un fin de semana en esa gilipollez. Menudo rebote se agarró... Un día te tienes que venir a casa, tengo música guapa... No sé si le gustaré a tu padre, responde Sylvia. Seguro, se pondrá a tirarte los tejos. Ve unas tetas...
Y no acaba la frase. Sylvia ha encogido bajo la camiseta. Sostiene la sonrisa. De pronto, Dani da un paso hacia ella y le posa la mano en el hombro. La mano de él tiembla. La piel de ella resplandece a la altura del hueso de la clavícula.
Sylvia le ofrece una cerveza a Dani. Va a buscarla a la cocina. Llama a Ariel. Le explica que está con su padre y que no puede hablar. Dani escucha desde el cuarto el lejano rumor de Sylvia hablando por teléfono. Se cita con Ariel para una hora después, en la esquina de su calle.
Cuando vuelve de la cocina, Sylvia está a años luz de la conversación de Dani. Ella le roba un trago de la cerveza y él bebe deprisa. Como si quisiera esfumarse después de su acercamiento fallido. Sylvia piensa, podría enamorarme de él, quizá en otra vida.
Ariel le ha traído un regalo a Sylvia. Es una camiseta con las letras de London dentro del círculo de una diana. Creo que me has idealizado, bromea ella. No me entra ni loca, estoy gorda. No estás gorda, no digas pavadas. Pruébatela.
Él conduce. Ella se quita la sudadera y la camiseta, se queda un instante con el sujetador al aire y luego se coloca la camiseta que Ariel compró en la tienda del aeropuerto. Se ciñe al cuerpo de Sylvia como un guante. Te queda perfecta, dice él. Si alguien consigue hablar cinco minutos conmigo con esta camiseta puesta sin mirarme las tetas se ha ganado un viaje para dos personas a una isla del Caribe.
Qué idiota sos...
A espaldas de la Gran Vía hay un café pequeño donde a él le preparan un mate. Ella prueba de nuevo y se quema por enésima vez la lengua. Está recaliente, a ratos ella le bromea con expresiones pseudoargentinas. La verdad es que la remerita es un poco escandalosa. Te lo dije, dice ella. Te ajusta demasiado las lolas. A Sylvia le gusta esa palabra para nombrar las tetas.
Durante ese rato, Sylvia no sabe cómo colocar los brazos. Los cruza, se agarra el cuello, se abraza con las manos a los hombros, sin acabar de encontrar la postura en que se sienta cómoda. El sonríe. Sylvia le cuenta que su padre está empeñado en que le presente a su novio. Hoy tomó a un amigo que comió en casa por mi novio, no sabes qué ridículo. ¿Y qué amigo es ése? ¿Estás celoso?, pregunta ella, divertida. No sé, ¿tengo que estarlo?
Sylvia se ríe. El parece de verdad celoso. ¿Qué voy a hacer?, dice ella, mi padre está deseando conocer al chico por culpa del que llego tarde todas las noches. He pensado sentarle delante de la tele el próximo partido y decirle es ése, el número diez.
¿Y qué crees que diría tu padre?, pregunta Ariel.
Se pondría a dar saltos de alegría, se colocaría la bufanda del equipo y haría la ola. No sé, supongo que te llevaría a la comisaría más cercana. Ariel deja un instante que se haga el silencio. Luego acerca el rostro de Sylvia al suyo y la besa junto a la oreja, tras apartar el pelo con delicadeza. No tengas miedo, le susurra. No puedo evitarlo, dice ella, y se distancia un poco. Cada vez que nos separamos un par de días pienso qué ya nunca volveré a verte, que no volverás a llamarme. Ya, dice Ariel, pero no añade nada.
Conmigo no tienes ningún compromiso, ya lo sabes, cuando te canses, me lo dices y en paz, entrelaza Sylvia sus frases. Vuelvo al mundo real y punto. Y dejo de abrasarme la lengua cada puta vez que me haces sorber la cosa esta, dice tras separarse de la bombilla del mate con gesto cómico.
Así que esto no es el mundo real, para ti, pregunta él.
Estar contigo, pues, la verdad, no sé. El mundo normal seguro que no es. Pero me gusta, eh. Es un sueño, más bien.
¿Te dije que mañana firmo la compra del piso? Me darán las llaves.
¿En serio? ¿Tan rápido? ¿Ya has conseguido reunir toda la pasta?
Te vas a reír. La semana pasada el presidente me pagó las primas atrasadas. Abrió un cajón y me dijo toma, me largó un sobre lleno de billetes de quinientos. Yo tengo las primas fuera de contrato. Todo en negro. Y luego se quedó un rato hablando conmigo. Me preguntó ¿cómo está la cosa en la Argentina? Tengo un socio que quiere que nos metamos a comprar tierras en la Patagonia, ahí en tierra de pingüinos, que está baratísimo.
Sylvia balancea la cabeza. Lo llenarán todo de chalets adosados, como aquí.
Esa noche ella quiere volver pronto a casa. A las diez están aparcados junto al portal. Se han besado. Suena el móvil de Sylvia. Es su madre. Sylvia responde. Ariel guarda silencio. Luego mira por la ventanilla.
Cuando cuelga, Sylvia le dice era mi madre, le ha llamado mi padre para contarle que ha conocido a mi novio y que es un chico muy majo.
Me está empezando a joder ese pibe, bromea Ariel. Capaz tengo que ir a esperarlo a la puerta del instituto y cagarlo a trompadas.
Sylvia piensa en su padre, que presume por una vez de información privilegiada ante Pilar. Dios mío, le dice a Ariel, mis padres están locos, ahora están felices de que tenga un novio.
Un pibe estupendo, por cierto, dice él con ironía. Guapo, educado, ojos bonitos. Lleva gafas, le corrige Sylvia. Ah, además es un intelectual. El franeloso...
Se intercambian un rápido beso. De pronto parece que Ariel tuviera prisa, le incomoda estar parado tanto tiempo en el coche. Un minuto atrás una pandilla de chavales miraron el modelo y lo comentaron a voces. Ella se da cuenta al instante de la incomodidad de él y dice ya me voy, ya me voy. ¿Nos vemos mañana? ¿Celebramos lo de tu casa nueva? Ariel asiente con vaguedad.
Sylvia sube en el ascensor hasta casa. Abre la puerta. Aunque espera encontrar a su padre, éste aún no ha vuelto. El piso está oscuro y Sylvia no enciende la luz para guiarse hasta el cuarto. Se quita la sudadera y se mira con la camiseta de London al espejo. Escandaloso, recuerda.
Suspira y deja caer todo el pelo delante de su cara. Le resulta absurdo meterse en la cama y poner en hora el despertador para llegar a clase. Le resulta ridícula la cama de adolescente y la mesita con ordenador de colegiala. La lata de cerveza de Dani permanece posada en el escritorio. De pronto le invade cierto pavor a la casa solitaria, como si se hundiera en ella.
Abre el libro y lee un rato tumbada en la cama. Contesta a un mensaje de Mai que ha recibido hace horas. Decía así: «ke tal kon Dani?, le gustas un huevo, se komería tus mokos sin problemas». Sylvia lo recibió cuando tenía a Ariel sentado enfrente. No le dijo nada, sólo una amiga que está loca.
Para Sylvia, Dani y Ariel son dos personas imposibles de relacionar, no hay competencia entre ambos, aunque en los dos haya percibido el pellizco de los celos por la difusa presencia del otro. Puede que cuando Ariel me deje me líe con Dani, piensa de pronto Sylvia, sin saber cómo se generan esas reflexiones frías, calculadoras. Le sorprende su idea. Sería por despecho, claro.
Eres muy fría, tía, tienes que soltarte, le dice a veces Mai. Pero ella, en su relación con Ariel, prefiere no dejarse llevar del todo. Prefiere nadar con el borde de la piscina al alcance de la mano, como el niño que acaba de aprender a dar brazadas.
Le viene a la cabeza una frase que dijo esa tarde Dani, cuando parodiaba a su padre. Es un tipo totalmente previsible, la única frase inteligente que le he oído en mi vida es cada año los inviernos son más cortos. Vaya gilipollez. Y sin embargo esa frase regresa ahora a la cabeza de Sylvia. Cada año los inviernos son más cortos.
Su padre entra en casa, ruidoso. Al ver la línea de luz bajo la puerta de Sylvia toca con los nudillos. La encuentra echada en la cama, con el libro entre las manos. Sylvia se retrepa. Se ha metido en la cama con la camiseta de London. Muy majo el chaval, dice él después de saludar. Venga, papá, que tengo sueño. Hablan un rato más. Lorenzo se fija en la camiseta, cuando las sábanas se deslizan hacia el regazo de Sylvia. ¿No vas muy ceñida? Me la he puesto para estar en casa, responde ella.
Su padre sale. Sylvia se posa la mano en el vientre, se acaricia alrededor del ombligo. Cuando Ariel la desnuda, le gusta sentir la fortaleza de su abrazo, es uno de los escasos momentos en que se siente hermosa.
El taxi llega puntual. Suena el timbrazo del portero automático y Leandro corre a responder. Termina de anudarse la corbata granate. Ya está aquí, grita. Del dormitorio de Aurora surge la silla de ruedas, ella se ha puesto un vestido y unos zapatos planos. Encima lleva un chal recogido en las rodillas. Lorenzo empuja la silla de su madre, que se ha peinado frente al espejo la cabellera cenicienta. La sonrisa de Aurora mientras avanza por el pasillo conmueve a Leandro. Sólo la esforzada peripecia de bajar la silla a pulso por los dos pisos de escaleras emborrona la delicadeza del momento. Yo le cojo de las ruedas delanteras, tú agarra fuerte por atrás, organiza Lorenzo. Joder, me cago en la hostia, espera un poco.
El taxi, equipado para sillas de inválidos, tiene dispuesta, su plataforma a la altura de la acera. Leandro coloca la silla de su mujer y el mecanismo la eleva y la asegura en la parte trasera del monovolumen. Me siento una caja de fruta, comenta Aurora mientras es levantada. Lorenzo se despide de sus padres por la ventanilla, mientras el taxista cierra la puerta deslizante y corretea hasta el volante. Pasadlo bien. ¿Seguro que no te molesta esperarnos?, le pregunta su padre. Que no, que no, que me quedo a ver la tele. Lorenzo señala hacia arriba. Esperará a su vuelta para ayudarlos con la silla. Esa mañana le había llamado su padre, qué incordio, no sé cómo organizado, tu madre quiere salir. Lorenzo le tranquilizó, ningún problema, al contrario, le hará bien airearse un poco. Estás preciosa, mamá, le ha dicho Lorenzo al llegar a casa para ayudarles. Su madre había sonreído por toda respuesta. Leandro está tenso. La silla lo dificulta todo y, como siempre, se siente atenazado por su inutilidad, su falta de habilidad ante los problemas. La expresión de Aurora se torna placentera al mirar la actividad de la calle. ¿Al Auditorio? ¿Van a un concierto?, pregunta el taxista, amable, que por detrás sólo presenta una calva franciscana. En los cristales se marca una fina lluvia. Encima llueve, piensa Leandro.
¿Cuándo es el concierto de Joaquín?, le había preguntado esa mañana Aurora en mitad de la lectura de una noticia sobre la huelga de los empleados de seguridad privada. ¿Eh? Teníamos entradas, ¿no? Sí, sí, pero es igual. ¿Ha pasado ya?, por un momento se nubla la expresión de su rostro casi transparente. Aurora se esforzaba por no perder el curso de las fechas pese a que para ella todos los días eran el mismo día.
Es hoy, esta tarde, dijo él.
Ella estaba decidida. Claro que sí, iremos. Y a partir de ahí el agobio de Leandro por organizarlo todo. Llamar a su hijo, localizar un taxi adaptado, prever los movimientos y el horario. Sabía que Aurora no iba a permitir que él no asistiera, pero le sorprendió su decisión de ir. Estoy deseando salir a la calle.
Eligió su vestido, la ropa de él, hasta la corbata. Después de la siesta parecía que en la casa, de habitual adormecida, se desplegaba una actividad rabiosa. Lorenzo llegaría a las seis y media para ayudarles con todo. ¿Has llamado al taxi? Sí, sí, estará aquí a las siete.
En la explanada del Auditorio ya se acumula gente media hora antes del concierto. Leandro retira las entradas. Cuando abren las puertas, Leandro empuja la silla hasta dar con una acomodadora. Lo siento, pero cuando compré las entradas mi mujer aún no estaba imposibilitada. No se preocupe, ahora tratamos de arreglarlo. La empleada retiene las entradas que Leandro le entrega, consulta a una compañera y vuelve para acomodarlos en un lateral. ¿Aquí estarán bien? Leandro levanta la vista hacia el escenario. ¿Al otro lado no sería posible? Claro que sí. Por las manos del pianista, ¿sabe? La acomodadora asiente y cruzan por delante de la primera fila hasta el extremo opuesto. Cuando Leandro se sienta, vuelve la cabeza hacia Aurora y pregunta ¿bien? Ella le reafirma con un gesto.
En los últimos años, desde que Leandro se jubiló, acudían a más conciertos. Habían visto poblarse el patio de butacas de presencias más eclécticas que años atrás. Hay tanta gente joven que ahora estudia música, se alegraba ella. Leandro se reservaba la opinión. La música se había convertido en un pasatiempo estudiantil casi generalizado. Pero de ahí a estudiar música de una manera disciplinada y con algo de valor futuro había un abismo. A veces bromeaba en conversaciones con amigos, somos como la gimnasia o el judo, nada más, pero cuando un niño muestra aptitudes de verdad se le disuade no vaya a ser que se tuerza su futuro de ingeniero o empresario.
Saluda con la cabeza a alguna cara conocida, luego se prepara con concentración para el recital. Aurora de tanto en tanto se vuelve hacia atrás, feliz de encontrarse en un lugar público después de tantas semanas de inmovilidad. Leandro estaba preocupado. ¿Se sentiría bien? En la última semana, ella misma le había pedido algún analgésico, pero no había sabido explicar en qué consistían los dolores. Había sentido miedo a dejarla sola por primera vez. Por la noche su sueño era más ligero, por si ella lo llamaba desde el cuarto. El médico la había visitado y se había limitado a dibujar un gesto de paciencia y recomendar que mantuvieran los masajes, siempre es agradable, ¿verdad?