Sylvia se apoderaba de la casa, de esa casa vacía sin alma que Ariel quería abandonar cuanto antes. Tengo un contrato por cinco años, a lo mejor los años más hermosos de mi vida, y no los voy a pasar en esta casa impersonal, empujando estas puertas feas en marcos feos con tiradores feos, con estas angostas escaleras que dan a un dormitorio feo donde nunca me he sentido como en casa.
Los rincones sin personalidad ahora escondían una sonrisa de Sylvia, un gesto de sus manos y los cojines amontonados en un extremo del sofá guardaban su presencia mucho después de haberse ido ella.
Ariel decidió comprarse un piso en el mundo real, el mundo al que él no tenía derecho. Al menos lo miraría desde su terraza. Cómo había envidiado aquella azotea en Belgrano que ahora disfrutaba Walter. Igual que amaba los ratos con Sylvia en que desde un bar o desde el coche miraban a la gente. Una pausa en esa obsesiva mirada de los demás sobre él.
Si pudieras ver a la gente en el estadio, le dijo Sylvia un día, cuando recibes la pelota levantan un poco el culo del asiento, como si levitaran.
Da la impresión de que se trasladaran contigo por el césped, ya sea un viejo con tos o un tipo que fuma puros o un adolescente que come pipas.
Y todos se dejan caer en el asiento cuando pierdes la pelota, como si fuera un gesto ensayado, les has fastidiado la fantasía. Tienen razón cuando se cagan en tus muertos, claro...
Sylvia lo miraba todo por primera vez. Preguntaba, quería saber, se fijaba en detalles extravagantes que pasaban por cotidianos. Le comentaba una respuesta en una entrevista de televisión, su gesto continuo de pasarse la mano por la media como si se le cayera, la forma en que apretaba el labio superior cuando le disgustaba el juego, su mirada al cielo para evitar el grade-río. A ratos Ariel no participaba de su curiosidad y respondía con monosílabos, entonces ella se sentía despreciada al instante. La exigencia sobre Ariel era permanente. Me consumirá y cuando no quede nada de mí que le sorprenda me dejará para siempre atrás, pensaba algún día Ariel.
Reconocía sus estados de ánimo al instante. A veces Ariel se sentía abrumado. Apreciaba la intensidad juvenil de Sylvia, pero necesitaba pausas. Ella entonces definía como el puto fútbol la ausencia de él. A ratos le decía, si te quitaran el fútbol, te quedarías vacío.
Sylvia conservaba el pudor de los primeros días. Eso atraía a Ariel. Nada era fácil y lo ocurrido el día anterior no era algo ganado para el encuentro siguiente. Una tarde, porque aquél era un amor de tardes, podía permitir a Ariel acariciar con su lengua todo su cuerpo cuan largo era, pero al día siguiente le pedía que apagara la luz para quitarse el sostén y las bombachas, como le gustaba decir a la manera argentina. Un día sus manos eran una barrera y otro exigentes, curiosas. Luego, de pronto, decía esas cosas que a Ariel le provocaban la carcajada imprevista: la polla es una cosa bastante absurda; los genitales de los tíos son como el buche de un pavo, ¿no te parece?; ¿te has dado cuenta de que nuestros pies hacen el amor entre ellos a su bola, sin coordinarse con el resto del cuerpo?
Sylvia era capaz de detenerse en mitad de las caricias de él, le decía, de pronto, sé que ahora querrías que te la chupara, pero no me apetece, ¿vale? O si él se lanzaba sobre ella le frenaba, ya me atropellaste una vez, eh. También en alguna ocasión interrumpía el largo beso previo a subir al cuarto, a veces pienso que no sabemos querernos de otra manera, hoy no me apetece follar.
Eran quizá juegos adolescentes, pero Ariel prefería participar de ellos. No quería mandar. Tenía miedo, a ratos, de convertir a Sylvia en una mujer demasiado sexual, de colocar el listón de su deseo demasiado lejos. Recordaba a un compañero de equipo en Buenos Aires que había roto con su novia de siempre y le confesaba, entre irritado e irónico, no sé de qué me quejo si fui yo quien la convirtió en una puta, cuando la conocí era una chiquilla, y yo la transformé en alguien necesitado de una polla cercana siempre lista, y ahora se fue a buscarla por allá en los ratos que yo no estaba. Al Libélula Arias le ponía los cuernos su mujer, decían los demás, pero Ariel no olvidó la queja del tipo en aquel autobús azul que los llevaba a Ezeiza para un desplazamiento a jugar contra el Once Caldas en eliminatoria de la Libertadores.
Cruzaban cada tarde la garita de control de la urbanización y Sylvia le pedía esas gafas de sol tan horteras que llevas siempre, para protegerse de la mirada del vigilante de seguridad. Son horribles, pero me pagan treinta mil euros al año por llevarlas de vez en cuando, le respondía Ariel al guardarlas de nuevo en la guantera. Sylvia se reía. ¿Y cuándo os van a tatuar alguna marca publicitaria en la frente?, ya puestos...
Emilia, por supuesto, le dejaba caer alguna insinuación para informarle de que le sabía acompañado por las noches. Hoy te he dejado carne para dos en la nevera. Días atrás Sylvia se había quedado dormida en la casa. Se despertaron con el sol. Ella estaba aterrorizada por la reacción de su padre. Se vistieron aprisa, Ariel trataba de calmarla. Le evitó el encuentro con Emilia, que ya había empezado a trajinar por la cocina. Ariel entretuvo a la mujer mientras Sylvia alcanzaba el garaje sin ser vista. Por el camino Sylvia se maldecía. No sé qué decirle a mi padre. El atasco de la carretera lo empeoró todo. Los convirtió en algo que no querían ser. A ella en una adolescente angustiada que hablaba por teléfono con su padre para decirle que se había quedado dormida en casa de una amiga. A él en un huidizo amante incomodado.
Un rato después la dejó en la esquina cercana al instituto y Ariel se sintió de nuevo ridículo. Leyó la prensa en una cafetería, rodeado de obreros de la construcción. Comprobó lo grasientas que eran las porras que tantas veces había visto desayunar en Madrid. Una nota del periódico hablaba de él: «Ariel Burano está gripado y en nada recuerda al joven imparable de San Lorenzo. No hay rastro de aquel jugador de regate frenético que sabía marcar la cadencia del partido. El argentino es hoy un jugador desordenado que se atolondra cuando tiene la pelota en sus pies.» Lo peor era ese extraño convencimiento de que el mundo entero había leído el artículo y compartía el criterio.
Este miércoles ganaréis, ¿no?, le dijo el hombre de dientes amarillos y ojos hundidos que atendía tras la barra. A ver si nos dais alguna alegría, leche. Ariel sonrió y afirmó con la cabeza, para tranquilizarle. En Madrid los hombres mayores tenían ese aire castigado, nunca regalaban un elogio sin una amenaza detrás. Este año hacemos doblete y si no a cavar en la zanja os mandaba yo a todos. No había bar que no tuviera una foto del equipo y la prensa deportiva en la barra poniéndose rancia a la vez que las tapas del día. El fútbol se extendía como una esperanza o una maldición. En realidad la gente le daba una importancia tan desmesurada que Ariel sospechaba que eso servía para no darle ninguna importancia. Pierden el partido. El árbitro pita el final con el cruel silbido triple. Ariel piensa en el hombre del café. No están eliminados, pero se les complica el cruce posterior. Algún equipo italiano o un rival español que te conoce y sabe jugarte donde más duele. No han tenido tiempo más que para mirar Londres desde la ventanilla del autobús, las autopistas de circunvalación, el inmenso aeropuerto. Todas las ciudades se parecen para él. En Heathrow Ariel observa a una familia que duerme en un banco del aeropuerto, retrasado su vuelo. Parecen paquistaníes. Una mujer obesa come chocolatines. El piloto, al saludarlos en el embarque, pregunta habéis perdido, ¿no?, con esas caras, es que no sigo mucho el fútbol, la verdad. Las azafatas parecen cansadas. Vuelven a Madrid de madrugada, castigados a entrenar al día siguiente como colegiales díscolos. El vicepresidente, entre confidencias, invita a varios jugadores a tomar la última copa en un topless cerca de Colón. Ariel no tiene ganas de nada, pero las risas con algún compañero y las bailarinas desnudas le excitan lo suficiente para encerrarse en un privado con una brasileña que tiene el tatuaje de un águila en la espalda. Después de un corto baile le practica una rápida felación. Ariel se deja hacer, todo lo que pueda separarle de Sylvia le resulta bienvenido. Necesita concentrarse en el oficio, sacar lo demás de su cabeza. No quiere verla más, no debe verla más.
Sylvia abre la puerta de casa. El llavero es una A envuelta en un círculo de metal. Regalo de Mai, le explica a Dani. Empuja la puerta y entran los dos. No sé si estará mi padre. Son las tres de la tarde y desde la cocina resuena la cortinilla musical del telediario. Sylvia se asoma a la cocina y encuentra sentado a su padre. Hola, papá, éste es Dani. Pasa, pasa, Lorenzo se levanta y le tiende la mano. Dani se la estrecha algo incómodo. Luego se sienta. Hay comida de sobra, dice Lorenzo. Sylvia saca los platos y los vasos del friegaplatos. Es un acuerdo tácito con su padre, usar el friegaplatos como armario, cuando se vacía del todo, vuelven a introducir los cacharros sucios acumulados en la pila y lo ponen a funcionar.
¿Agua?, pregunta Sylvia mientras llena la jarra bajo el grifo. Vale, dice él. En la televisión los cadáveres carbonizados de los pasajeros de un avión ruso derribado por terroristas chechenos. Joder, qué fuerte. Lorenzo observa a Dani, que ha empezado a comer. ¿Vais juntos a clase? No, soy de un curso superior. Va con Mai, aclara Sylvia.
Dani acepta las miradas curiosas de Lorenzo. Pero no las puede interpretar del todo. Dos días atrás, Lorenzo salía de la ducha y Sylvia le llamó por teléfono. No había dormido en casa. Me quedé frita en casa de Mai, le mintió. Y luego no quise llamarte tan tarde. Cuando regresó del instituto al mediodía, Lorenzo salió a recibirla. La encontró con el pelo revuelto, la sonrisa forzada, el gesto somnoliento. Lorenzo no ejerció su autoridad, evitó enervarse, venga, vamos a comer.
Estabas con un chico y te has quedado dormida con él, claro, avanzó Lorenzo antes de que ella se decidiera a hablar. ¿En su casa?, ¿vive solo? Sus padres no estaban, miente Sylvia. Podré conocerle, ¿no?
Tengo derecho... Papá... No voy a interrogarle ni nada por el estilo, verle la cara, sólo quiero verle la cara.
Pensó que en los días siguientes se olvidaría del asunto.
Ariel jugaba un partido en Londres y Sylvia aprovechó para pasar la tarde en casa, irse pronto a dormir, estudiar. Pero su padre insistió. ¿Cuándo lo vas a traer? Sylvia quiso esquivar la cita, pero Lorenzo se puso serio.
Mira, Sylvia, no voy a dejar que estés por ahí con alguien a quien no conozco. Ya supongo que tomáis vuestras precauciones y que no hacéis ninguna estupidez, pero me quedo más tranquilo si lo conozco. Sylvia imaginó la divertida sorpresa de su padre si le presentara a Ariel. ¿Le pediría un autógrafo? ¿Le diría que tiene que ayudar más en defensa como le grita a veces al televisor? ¿O se indignaría con él?
No me voy a poner a hablarle en plan padre coñazo, joder, Sylvia, sólo quiero conocerlo. ¿Es tan raro? ¿Prefieres que te imponga una hora de llegar y se acabe el asunto? Vamos, es sólo echarle un vistazo, si seguro que es un chico estupendo, conociendo tu buen gusto.
Sylvia sonrió. ¿Preocupado por mi hija? No, no, lo que me preocupa es que no lleguéis a la final de la Champions. Seguía imaginando la escena con su padre. Mi padre quiere conocerte, le diría a Ariel. Tienes suerte, es de tu equipo.
Por eso, cuando en el recreo de esa mañana paseaba con Mai hacia su rincón habitual al fondo del patio, contra el muro de cemento, y se les unió Dani para charlar un rato, Sylvia forzó la situación. ¿Os apetece venir hoy a comer a casa?
Mai volvió la cabeza, yo no puedo, tía. A cambio de lo de Viena le prometí a mi madre ir al dentista, y la cita es esta tarde. Después de seis años, ya toca, ¿no? Si amenaza con ponerme uno de esos aparatos te juro que lo estrangulo. En su clase había tres chicos con la ortodoncia y Mai, de broma, los denominaba los metalúrgicos. Dani les cuenta que su dentista es una mujer y que cuando se inclina sobre él para arreglarle una caries le mira el escote, un día me dio en todo el ojo con un crucifijo de plata que lleva colgado del cuello, casi me deja tuerto. Castigo divino, le dijo Mai.
¿Y tú? ¿Te apuntas?, Sylvia miró a los ojos de Dani. Él dejó pasar unos segundo. Bueno, dijo. Mai abrió los ojos de una manera cómica y desorbitada. El gesto era sólo para Sylvia, que aguantó la risa.
Camino de casa a la salida de clase, Sylvia se sentía cruel con Dani. Él, mientras andaba con gesto alegre, hablaba de corrido sobre música y una página en internet. Llevaba colgada del hombro una mochila medio vacía y las dos manos en los bolsillos. Si mi padre empieza a hacerte preguntas absurdas, Sylvia le sonrió, tú llévale la corriente, ya sabes cómo son. En el fondo le divertía el juego.
Sylvia interrumpe los intentos de su padre por entablar una conversación. Si comenta algo sobre el terrorismo internacional, ella dice un tema bastante divertido para la hora de comer. Si pregunta por el instituto, no querrás que después de pasarnos la mañana en ese infierno nos pongamos a charlar. Si interroga a Dani sobre sus futuros estudios, papá, déjale comer tranquilo. Lorenzo tiene prisa y termina por despedirse. Encantado de conocerte, y estrecha la mano de Dani con sorprendente virilidad. Da dos besos en las mejillas a Sylvia.
Creo que me ha tomado por tu novio, dice Dani cuando se quedan a solas. ¿Has visto la manera de darme la mano? Le ha faltado decir eso de te confío a mi hija, que es lo que más quiero en este mundo.
El hombre del tiempo habla sobre las bajas temperaturas. La información del tiempo me deprime, dice Sylvia entre risas. ¿A ti no? Tal y como está el mundo la duda no es si mañana hará sol o viento, sino sí estaremos vivos, ¿no? Sylvia barre por las demás cadenas. El bebé recién adoptado en Africa por una pareja de famosos actores de Hollywood va a tener su réplica en cera en un museo de Londres. ¿Has estado alguna vez en algún sitio más deprimente que un museo de cera?, le pregunta Dani. Parece un depósito de cadáveres de gente viva. Apaga la tele.
En el cuarto de Sylvia a Dani le cuesta encontrar acomodo. Revisa carátulas de cedes mientras Sylvia pone uno. Te tengo que pasar discos, un amigo fue este verano a Valencia, al campus party, y se pasó la semana bajándose pelis y música. Este año a lo mejor me apunto, aunque me da pereza toda esa fauna de colgados del ordenador. Podíais veniros tú y Mai, ahora que tu padre ya me conoce. Ambos rieron.
En realidad, la culpa es mía, le confiesa Sylvia, le prometí a mi padre que un día le presentaría al tío con el que estoy saliendo y se ha creído que eras tú. Sylvia le acerca la silla de su escritorio para que se siente.