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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (19 page)

BOOK: Saber perder
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A Ariel no le agradaba demasiado el humo, la nocturnidad, el alcohol y las chicas que sólo se sentían atraídas por famosos. En esos locales había una especie de cruce de intereses, una falta de autenticidad bastante crispante y la amenaza del cotilleo, que tu nombre ocupara los miles de horas de radio y televisión dedicadas a hablar de quién sale con quién, quién se acuesta con quién. No era demasiado diferente de Argentina, él también había sido presa de las portadas de Paparazzi, Premium o Mtinlov, donde alguna chica que posaba desnuda citaba su nombre como una de sus múltiples conquistas. En torno a él sentía la presencia de conseguidores, gente que se desvivía por presentarle a alguien, que quería invitarle a un estreno, a una fiesta privada, a un desfile de moda. Le llegaban ofertas para usar un gimnasio en el centro, una colonia, unas gafas de sol.

Jorge Blai le decía hay que aprovechar nuestro momento, luego nadie se acordará de nosotros.

El chalet vacío no le ayudaba a sentirse bien. Durante la noche veía películas en el dvd, escuchaba música o se conectaba a internet, donde leía la prensa argentina o intercambiaba saludos con amigos de allí. En algún arrebato de nostalgia se escribía con Agustina. En un momento de debilidad estuvo tentado de invitarla a venir a pasar una semana en Madrid. Empezaba a conocer los sitios donde hacerse con comida argentina, con cedes argentinos, con revistas argentinas, donde tomarse un mate y charlar un rato con un profesor de universidad o un publicista de allá que lo reconocían.

Había intimado con Amílcar, un mediocampista brasileño que estaba en la decadencia de su carrera, pero que parecía entender el circo del fútbol a la perfección. Vivía en un chalet en una zona exclusiva. Había conocido a su mujer, una belleza de Río de Janeiro que fue Miss Pan de Azúcar en 1993, año en el que él jugaba en el Fluminense. Tenían tres hijos. Fernanda levantaba la voz y se malhumoraba de una manera cómica, más italiana que brasileña.

Comieron en el porche acristalado de su casa, un día en que golpeaba el sol. Fernanda estaba tostada, el pelo rubio. Me encanta el clima de Madrid, le decía a Ariel. Cuando llegamos hace seis años ésta era una ciudad sucia, agresiva, fea, pero con mucho encanto. Aquí todo el mundo te habla, es amable, divertido. Pero ahora va a peor, es el mismo caos, pero la gente ya no tiene tiempo de ser encantadora. Todo se ha acelerado. Amílcar negaba con la cabeza. Ni caso, ya sabes cómo son las mujeres, las tratan bien en la peluquería y Madrid es maravilloso; no les ceden el paso en un cruce y Madrid es horrible. Él pronunció horríbel. Fernanda trató con familiaridad a Ariel, como si fuera un hermano pequeño. Acababa de cumplir treinta y tres años y le confesó que estaba deprimida por algo que pasó dos semanas más. Estaba la mujer peruana que cuida de los niños y llegaron unos tipos con un camión del supermercado. En cinco minutos robaron la casa entera. Los aparatos, las joyas de mi familia, hasta la tele de los niños, fue espantoso. Y lo peor es que golpearon a la pobre mujer. ¿Te imaginas? Tiene cincuenta años y la patearon en el suelo. Querían saber dónde estaba el dinero, la caja fuerte, no sé... La pobre lo pasó tan mal. Al parecer eran colombianos, me lo dijo la policía, porque en el cuarto de Gladys había una imagen de Cristo y le habían dado la vuelta, parece que hacen eso para que Dios no los vea, no sé. Qué bestialidad.

Amílcar y ella discutían con encanto, casi como una pose para Ariel. Lo que pasa es que cuando llegamos a Madrid la gente le decía piropos, y ahora se siente vieja porque no le dicen nada. Ella lo negaba, qué va, los latinoamericanos son muy deslenguados. Te silban desde los andamios, te dicen cosas fortísimas, los españoles antes decían cosas más rebuscadas, recuerdo un tipo bajito, cabezón, calvo y con bigote, me lo cruzo por la calle y me susurra: señorita, yo con su menstruación me haría infusiones, pero lo dijo muy respetuoso, como quien te felicita las navidades. Amílcar contaba que en dos años se retiraría para tratar de quedarse en el cuerpo técnico del equipo, pero Fernanda quería volver a vivir en Brasil. Estoy harta de fútbol, ¿es que no hay otra cosa en el mundo? Echo de menos Río, echo de menos estar rodeada de mar y playa.

Ariel acompañó a Amílcar en el cuatro por cuatro a buscar a sus hijos al colegio británico donde estudiaban. El acceso estaba colapsado, coches aparcados en doble fila. Los niños atravesaron la puerta con uniforme verde y un escudo en la chaqueta con relieve dorado. Por un rato Ariel se sintió a gusto como si formara parte de la familia.

Ariel jugó al fútbol en el jardín con el chico mayor y se fue antes de que terminara la tarde. En una de las calles de la urbanización había una plaza llena de comercios. Se detuvo frente a una floristería y envió un mensaje a Sylvia para pedirle su dirección. Encargó un ramo de flores al empleado dominicano que atendía el local. Habían pasado semanas desde el accidente y sólo había contactado con ella por el móvil para interesarse por su estado en una ocasión. Él le mandó ánimos, pero ella no continuó el intercambio de mensajes, le respondió con algo escueto y más bien cortante. Ariel entendió que no debía de tener una imagen demasiado buena de él, alguien que la atropella y deja que sean otros los que carguen con la culpa, los que la lleven al hospital. Tenía todo el derecho a despreciarle. Sylvia respondió el mensaje al instante. Su dirección y al final un irónico: «¿Vas a venir a firmarme la escayola?»

Dictó la dirección al empleado de la floristería y le pidió un sobre para enviar una nota. ¿Qué tipo de sobre?, preguntó el hombre. ¿Amor o amistad? Ariel levantó las cejas con sorpresa. El dominicano le mostró los diferentes tipos, decorados con lacitos, ilustrados con flores y cenefas. Es para una amiga, le explicó Ariel. Le tendió un papel y un bolígrafo. Ariel no acertaba a escribir nada, con la mirada de rana del empleado clavada en su nuca. ¿Qué?, ¿no se te ocurre nada bonito? ¿Tenemos tarje-tones con mensajes ya escritos. ¿Quieres verlos? Ariel se encogió de hombros y fue entonces cuando tuvo una idea.

Al salir de la floristería corrió hacia el coche. Una mujer policía le estaba colocando una multa en el parabrisas. Perdone, lo siento, es que entré a comprarle flores a una amiga que tuvo un accidente. La mujer policía, sin levantar la vista hacia él, le respondió pues que se mejore. Y avanzó para multar a un coche unos metros más adelante. No es usted muy amable, le dijo, retador, Ariel. No me pagan para ser amable Yo creo que sí, que también le pagan para ser amable. La mujer levantó la cabeza hacia él. ¿Qué eres, argentino? Pues no sé si en Argentina le pagan a la policía para ser amable, pero aquí te aseguro que no, y la mujer zanjó la conversación. Ariel se subió al coche después de romper el papel de la multa, pero antes de salir del lugar un policía tocó su ventanilla. ¿Usted es el futbolista? Ariel.asintió, sin entusiasmo. El policía dio la vuelta a su cuaderno de multas y le pidió un autógrafo para su hijo. Para Joserra. Yo también me llamo Joserra, José Ramón. Ariel firmó deprisa, un garabato y un «suerte». Su compañera no es muy simpática. El policía no pareció sorprendido del comentario. ¿Te ha multado? Perdónala, es que a su marido le han detectado un tumor cu el colon hace tres días y lo está pasando fatal. En dos días se ha pulido tres talonarios de multas. Ariel vio que la mujer policía rellenaba otra multa en la misma fila de coches. El policía volvió a hablarle. Total, con la pasta que ganáis no creo que una multa os preocupe mucho, ¿no? Ariel respondió con media sonrisa y se alejó de allí.

Al terminar la reunión con Pujalte y Requero, Ariel recorre las oficinas. A esa hora hay mucha actividad. Despachos con el ambiente cargado, el lejano ruido de un fax, secretarias que teclean en ordenadores, timbres de móviles. Sólo se distingue la dedicación del lugar al fútbol por las fotos de jugadores míticos que adornan el pasillo y algún trofeo diseminado en urnas, detalles que recuerdan que no es una empresa comercial cualquiera. Preparamos un comunicado de prensa donde se anuncia que renuncias voluntariamente para no perjudicar al club, le ha propuesto Pujalte, que ahora tu obsesión es rendir con el equipo. Al aficionado le sonará a gloria, verás. ¿Quieres añadir algo especial? Ariel negó. Y sí, está bien así.

Marca el celular de Charlie en Buenos Aires pero a esa hora está aún desconectado. Calcula que allí deben de ser las siete de la mañana. Sólo conoce a una persona que madrugue tanto, que a esa hora esté ya despierto desde hace rato. Cuando se sienta en su coche marca el número de casa de Simbad Colosio. La voz del Dragón responde al otro lado de la línea. Soy Ariel, el Pluma. ¿Cómo estás, gallego? ¿Qué hora es allá? Ariel consulta su reloj nuevo, enorme, regalo de la marca italiana. Es la una. ¿Pasó algo en el entreno? ¿Estás bien, querido? Ariel guarda silencio, escucha la respiración del viejo al otro lado de la línea. Todo bien, quería hablar con alguien en casa, pero el único que conozco que madruga tanto sos vos. Le explica que el club no le permite viajar con la sub-20. Lo hace despacio, no quiere mostrarse frágil ante él. Podría forzarles, pero acá las cosas no van tan bien y no puedo hacer lo que se me cante.

Bueno, le escucha decir. Aún no vieron brillar tu pierna izquierda, ¿no? A ratos, responde Ariel. A la gente hay que bancársela. Si no... ¿Venís por Navidad? Espero que sí. A ver si nos vemos entonces. Hay una pausa larga, Ariel intuye que no le dirá nada más, pero le calma oír la cadencia del respirar del Dragón.

¿Te acordás de aquel ejercicio que les obligaba a repetir a los delanteros? ¿El del neumático? Ariel lo recordaba. Había que chutar con precisión para que la pelota entrara por el agujero de una rueda de coche colgada de una cuerda al travesaño de la portería. Cada vez desde más lejos y cada vez más rápido. ¿Te acordás que al principio siempre les parecía imposible?, pero después siempre se encontraba el hueco, vos por lo menos siempre lo encontrabas.

El viejo parece que ha terminado de hablar, pero de pronto añade es siempre igual, al principio parece imposible, pero luego... Ya. Ariel quiere decir algo, pero le espantaría que el Dragón lo encontrara afectado. ¿Alguien te dijo que esto era fácil? No espera una respuesta. Vos ya sabés, no es fácil.

No es fácil.

Segunda parte
«¿Es esto amor?»
1

Para evitar las escaleras del instituto, Sylvia utiliza el ascensor de profesores. Esta mañana, al llegar, se ha subido a la carrera don Octavio, el de matemáticas, siempre estirado, le falta la movilidad en el cuello le obliga a volverse de cuerpo entero para mirar hacia los lados. Al ver la escayola le ha preguntado ¿cuánto tiempo tienes que llevarla? Un coñazo, creo que me la quitan en una semana. Ah, lo mío es peor, es para siempre. Y se ha señalado el cuello agarrotado. ¿Fue un accidente?, le preguntó Sylvia. No, es una cosa llamada enfermedad de Bertchew. Supongo que cuando el señor Bertchew fue al médico y le dijeron que sufría la enfermedad de Bertchew se quedaría bastante acojonado, ¿no? Se rió él solo, Sylvia le acompañó con una sonrisa tardía. Se bajó en la planta anterior a ella. Pasa un buen día. Usted también.

Durante el recreo Sylvia permanece en el aula. Mai se ha sentado sobre su mesa y apoya las botas en el filo de la silla de Sylvia. El talón de la escayola reposa en un pupitre cercano. Sylvia ha logrado una soltura notable con las muletas. Se apoya en ellas cuando está de pie, detenida, con el pliegue de la rodilla en el asa, las reúne al sentarse como si fueran ligeras, pesca su mochila del suelo sujetándolas por el extremo inferior y por la calle aparta algún papel o lata abandonada en la acera como si jugara al hockey. La inactividad le ha dado tiempo para estar sola. Sus días, antes del accidente, dependían casi en exclusiva del horario de clase, de los planes de Mai. Volvían juntas del instituto, quedaban por las tardes, iban a su casa, se encerraban en la pocilga a oír música o se sentaban en el portal a charlar.

Las últimas semanas, en cambio, habían tenido algo de retiro. Se tumbaba en la cama con los auriculares y la vista fija en las estrellas adhesivas fosforescentes que había colocado años atrás, cuando el techo de su habitación aspiraba a no tener límites. Había leído por primera vez en su vida por el gusto de seguir una historia, de involucrarse en lo ajeno. Había vencido esa ansiedad que en otros intentos por leer siempre la arrastraba hacia sus propias preocupaciones. Terminó la novela que Santiago le había regalado en seis días de lectura prolongada, a veces hasta que un ojo se le enramaba y la hacía sentir un roce de arenilla al parpadear. Luego buscó en las estanterías del despacho de casa, leyó primeras líneas de otras novelas y en un error fatal le preguntó a su padre ¿qué me puedo leer? Veinte minutos anduvo Lorenzo a tumbos entre los libros, de propuesta en propuesta, con entusiasmo confuso, hasta que le tendió un grueso novelón escrito por una mujer, yo no lo he leído, pero a tu madre le encantó. Pilar siempre llevaba un libro en el bolso para leer camino del trabajo.

Cuando Sylvia habló por teléfono con su madre le dijo que se había terminado la novela que Santiago le había regalado. Ese fin de semana, cuando vino a visitarla, Pilar le trajo otro libro, de parte de Santiago. Te lo ha dedicado, a él le daba vergüenza pero yo insistí. Sylvia lo abrió por la primera página. «A veces un libro es la mejor compañía.» Tiene una letra rara, pero bonita, le dijo a su madre.

El primer día de la vuelta a clase la rodearon los compañeros. Alguna hasta le dio dos besos. Le firmaron la escayola, unos, como Nico Verón, con obscenidades: «¿Qué tal se folla con escayola?»; otras, como Sara Sánchez, con cursilería: «De una amiga que te ha echado de menos»; y alguno con surrealismo sobrevenido, como Colorines, que escribió: «arriva España». Esa primera mañana la escayola terminó como un mural de grafitis, lleno de firmas de quinceañeros. Dani también se acercó a la clase y hablaron un rato en presencia de Mai, hasta que él se atrevió a proponer si quieres voy una tarde a hacerte compañía. Cuando quieras, respondió Sylvia. Dani se fue y Mai soltó su diagnóstico. Este está colgado de ti.

Dos días después, Dani la visitó en casa. Sylvia tardó en abrir, su padre se acababa de marchar. Dani se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra el mueble. Sylvia se tumbó en la cama, reclinada.

Hablaron de las clases, de algún concierto cercano, de alguna película reciente. De la paliza que dos skins le habían dado al Erizo Sousa el viernes pasado. Dani trajo dos cervezas de la nevera y Sylvia le preguntó ¿te gusta el fútbol? Dani se sorprendió por la pregunta. Sólo las finales, dijo luego. I Cuando alguien pierde y lloran por el suelo y ya no parecen todos tan chulos y tan seguros de sí mismos. Sylvia había visto anunciado en televisión que esa tarde el equipo de Ariel jugaba en Turquía. Se quedaron en silencio y Dani dijo de pronto me he comido mucho el coco con lo del día de tu cumpleaños. Perdona, fui una imbécil. No, yo me sentí ridículo, dijo él. ¿Por qué? No sé.

BOOK: Saber perder
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