Wilson apareció cargado con un montón de paquetes mal envueltos. Era fornido, la cara picada de viruelas, el pelo de alambre negro y un ojo estrábico que vigilaba los alrededores. No llegaba a los treinta años, pero abrazó a su prima con autoridad paternal, con un solo brazo robusto, mientras con el otro, desconfiado, sujetaba el carro de los bultos. Lorenzo percibió que con Daniela el saludo fue algo más distante luego de que ella diera un paso hacia él para intercambiar dos besos. Es un conocido que nos trae en su carro, presentaron a Lorenzo.
Lorenzo los acompañó hasta el piso. Tenía un pequeño saloncito que comunicaba con la entrada y un largo pasillo en el que se alineaban habitaciones. Era antiguo, con la pintura de las paredes a medio descascarillar, puertas enormes de madera combada. Dos ventanas en el salón daban a la espalda de la estación de Atocha, el resto se orientaba hacia un oscuro patio interior. Cuando el atentado, estallaron los cristales. Fue espantoso, explicó Nancy. Estuvimos buscando a una amiga, por muchas horas creímos que estaba muerta, pero luego apareció en un hospital, con una pierna destrozada. Tuvo suerte, le van a dar papeles. Daniela y Nancy se empeñaron en que Lorenzo se quedara a comer y prepararon un guiso de arroz con carne de chivo llamado seco que acompañaron con una botella de dos litros de coca-cola. Pese a los grandes radiadores de hierro distribuidos por las paredes, en el salón había una pequeña estufa de butano. Mientras las chicas trajinaban en la cocina, Lorenzo habló con Wilson en el sofá, que esa noche se transformaría en su cama. Llegaba sin trabajo, con un visado de turista, pero convencido de que al día siguiente algo encontraría. Al notar el interés de Lorenzo por su situación le preguntó ¿y tú en qué trabajas? Lorenzo se turbó antes de contestar. Ahora de nada, estoy desempleado. Pero Wilson lo tomó como una gran noticia, ¿y por qué no ponemos algo juntos? Un flete, cualquier cosa. En Ecuador, Wilson trabajaba de chófer. Lo mismo camiones que coches de protocolo, un tiempito también trabajé de guardia para un tipo que tenía una hacienda enorme en San Borondón. Pero aquí no te valdrá el carnet de allá, le dijo Lorenzo. Total, contestó Wilson, y añadió con una sonrisa franca, puedo usar tu licencia, nos parecemos un poco, ¿no? Salvo por el ojo loco. Lorenzo rió.
Wilson se desvaneció poco después de comer, rendido por el cambio horario. Para entonces Lorenzo ya estaba cautivado por su disposición.
Le había escuchado las propuestas. Si tú tuvieras una furgoneta mañana mismo funcionábamos como una empresita, acuérdate de mí para lo que necesites, ya ves qué hago si no encerrado en casa con estas cinco mujerotas, y Wilson sonrió con complicidad. Lorenzo se escudó en que buscaba otro tipo de trabajos, pero lo pensaré. Luego bajó con Nancy y Daniela y otras dos compañeras de piso a un bar cercano, de ambiente ecuatoriano. Era el único extranjero en el local anexo a un locutorio de dominicanos que se llamaba Caribephone. El bar se presentaba con un letrero de letras adhesivas naranjas pegadas a la cristalera de entrada como Bar Pichincha. Su viejo nombre español, Los Amigos, permanecía en el exterior, sobre la puerta, inalcanzable al parecer excepto para una pedrada que lo había desmembrado. Era un espacio amplio con una barra alta y cristalera alrededor, con suelo de terrazo y mesas metálicas en las que gran parte de la concurrencia aún terminaba de comer.
Nadie miró a Lorenzo cuando se acercó a la barra y las chicas le rodeaban, pero él se sentía incómodo, extranjero en aquel lugar que pertenecía a otro clima. La música de fondo lo trasladaba de país, también los rostros. Daniela llevaba una camiseta ceñida, de color negro, con unas letras bordadas en plata que decían «Miami» que a veces recibían un mechón de su pelo lacio. Había gente de pie que se acercaba a hablar con Nancy o Daniela y poco después Lorenzo se encontró aislado con su café con hielo. Daniela se percató y volvió con él. Aquí venimos mucho. Claro, claro, dijo él. Entablaron una conversación privada, al margen del entorno. Él le preguntaba por su trabajo, ella hablaba del resto de vecinos del edificio. Del hombre del segundo B que una vez, con descaro, se pegó a ella en el ascensor. Fue superfeo, a veces los españoles se creen que todas somos putas o algo así. Lorenzo sonrió.
¿El del segundo B? Si es un militar retirado. ¿Retirado? Será del ejército, porque de lo otro. Ella dijo lotro, uniendo las palabras. Ambos rieron, pero ella se cubrió la boca, como si recibiera una descarga de vergüenza tras decir la frase.
Daniela le explicó que casi todos los domingos por la mañana acudía a la iglesia, pero que aquel día había hecho una excepción para acompañar a su amiga. ¿Tú eres creyente?, le preguntó de pronto. Lorenzo se encogió de hombros. Sí, bueno, creo en Dios, pero no practico... Mucha gente en España es igual, le dijo ella. Es como que ya no necesitaran a Dios. Pero si no se cree en Dios no se cree en nada. Lorenzo no supo muy bien qué decir. Miró alrededor. No parecía lugar adecuado para una conversación mística. Ella prosiguió, y pensar que fueron los españoles quienes llevaron la religión a América. Sí, entre otras cosas, dijo Lorenzo. Resonaba la música bailable.
Un tipo corpulento se acercó a la barra por el lado de Lorenzo. Al acodarse le empujó de manera evidente. Lorenzo se volvió para mirarlo, pero no dijo nada. El tipo le clavó unos ojos negrísimos, desafiantes. Era grueso, no demasiado alto, con la rotundidad física de un frigorífico. Me voy a tener que marchar, dijo Lorenzo. No le hagas caso, toman demasiado y se ponen violentos. No, no, no es por eso, dijo Lorenzo tras acercarse a ella y distanciarse del tipo de la barra. Tengo a mi hija en casa y sigue con la pierna escayolada.
Se despidió de Nancy, que hablaba animada con sus amigas, y Daniela sintió la necesidad de acompañarlo hasta la puerta, como si lo protegiera. Gracias de nuevo. Lorenzo le quitó importancia. Dile a Wilson que cualquier cosa que necesite me llame. Daniela pareció sorprenderse, ah, bueno, aunque no tengo tu teléfono. Lorenzo rebuscó en su cazadora sin encontrar algo para escribir. Es igual, dijo ella, sé dónde vives. Se despidieron con dos besos en las mejillas. En el segundo Lorenzo rozó con su nariz el pelo de ella. Olía a camomila.
Lorenzo se reunió con Sylvia, que había comido en casa de los abuelos.
El había telefoneado antes, no me esperéis, me quedo con unos amigos. Se sintió un poco avergonzado de mentir a su padre, pero le resultaba difícil explicar que se quedaba a comer en casa de la chica que cuidaba al niño de la pareja del piso de arriba. Sylvia estaba con la abuela, en el dormitorio. Jugaban a las damas sobre la cama con el tablero que se inclinaba deslizando las fichas. Leandro caminaba por el pasillo, inquieto. Lorenzo habló con él del estado de Aurora, está más animada. Le gusta ver a su nieta, dijo Leandro, con ella finge que se encuentra bien. Creo que me voy a comprar una furgoneta, le dijo a su padre, quiero buscar algo por mi cuenta, estoy harto de trabajar para otros. Lorenzo no arrancó de Leandro el entusiasmo que esperaba. Su padre le ofreció dinero, aunque ahora no andamos muy bien. No, no, se negó Lorenzo, tengo, he ganado algo con unas cosillas, pero prefirió ocultar que se refería a la indemnización por el atropello de Sylvia.
El primer día que Sylvia montó en la furgoneta fue camino del fútbol. Estaba harto del coche, con esto por lo menos puedo buscar trabajillos. Era caótico acercarse al estadio, pero quería dejar a Sylvia en un bar cercano para que no tuviera que andar demasiado. Los amigos de Lorenzo, Óscar y Lalo, se encontraron con ellos. Era el lugar de cita habitual. Cuando faltaba aún una hora para el partido se llenaba de gente. Siete cañitas, se oía de pronto, otra ronda por aquí. Al comprobar las entradas de Sylvia uno de ellos soltó un silbido. Qué buen asiento, si estiras la mano puedes agarrar a los jugadores.
Y casi era así. Aunque pocas veces Ariel se acercó a esa zona. En la segunda parte, para alcanzar a verlo desde el asiento de Sylvia había que forzar la vista. El partido no está siendo brillante. Lorenzo quiso explicarle a Sylvia algunas jugadas, pero ella no prestaba atención. Al diez lo están friendo a patadas. El diez era Ariel Burano. Es precisamente ese jugador, a poco tiempo para el final, el que aprovecha un barullo en el área para empujar el balón dentro de la portería. Sylvia ha levantado los puños para celebrar el gol. Lorenzo la aprisiona entre sus brazos y los dos liberan una alegría desmesurada. Ha sido el diez, dice ella. Lorenzo siente el cuerpo de su hija pegado al suyo y saborea el momento. Cuando era niña la estrujaba entre sus brazos o le hacía cosquillas y le daba mordiscos cariñosos, pero al quedar atrás la niñez también se perdió el roce cotidiano.
Siempre tuvo envidia de Pilar porque ella compartía los momentos más íntimos con Sylvia a medida que cumplía años. Recuerda la noche en que Pilar le contó que había encontrado a la niña llorando en la cama, cuando fue a comprobar si estaba dormida. ¿Por qué lloraba? Pilar sonrió, pero sus ojos estaban húmedos. Dice que no quiere hacerse mayor, que le da miedo. Que no quiere dejar de ser como es. ¿Y tú qué le has dicho?, preguntó Lorenzo. Pilar se había encogido de hombros. Qué quieres que le diga, si tiene razón. Y a la mañana siguiente Lorenzo había ido a despertarla para llevarla al colegio y trató de hablar del asunto con la niña. Ella no se mostraba demasiado interesada en escuchar, como si el supuesto trauma se hubiera desvanecido durante la noche. Pese a todo, Lorenzo le habló, ya verás que la vida tiene siempre cosas bonitas, a cualquier edad, si yo me hubiera quedado siempre siendo un niño, nunca habría conocido a tu madre y tú nunca habrías nacido. Sylvia reflexionó durante un segundo a la puerta del colegio. Ya, pero tú cuando eras pequeño no sabías todo lo que te iba a pasar después, eso es lo malo. En ese momento Sylvia no debía de tener más de ocho o nueve años.
Ariel, después de liberarse del abrazo de sus compañeros, que lo habían sepultado bajo sus cuerpos junto al banderín de córner, corre hacia el centro del campo y celebra los aplausos del público. El tanto es obra del número diez Ariel Burano Costa, anuncia una voz eufórica por megafonía. Un gol feo, pero que vale igual que uno bonito, dice Lorenzo. A ver si ahora se abren un poco estos cabrones y hay más oportunidades. Pero no va a pasar. El partido se enfría. Los últimos minutos discurren sin apenas oportunidades, los dos equipos parecen asumir el resultado. A cinco minutos del final, Ariel es sustituido. Camina hacia la banda, sin prisa. Es aplaudido, aunque se escuchan algunos silbidos. ¿Por qué silban?, pregunta Sylvia. Encima de que ha marcado el gol. Lorenzo se encoge de hombros. A la gente no le convence. Demasiado artista.
Ariel deja correr el agua caliente sobre su cuerpo. Ni así consigue arrancarse el frío de los huesos. Cuando las cosas salen bien, el vapor condensado en el vestuario, en el área de las duchas, se asemeja al cielo, al paraíso prometido. Llega el silbido de uno, la broma de otro, alguien que finge una voz de mujer, otro que pide el champú. Ni rastro de ese silencio espeso, de las miradas bajas, del gesto torcido de los días de derrota. Al portero checo lo llaman Canelón por el tamaño de su polla y esa noche no se libra de las bromas de Lastra que le grita, ya te traigo el escobón para que alcances a frotarte el capullo. El domingo pasado Ariel había marcado el gol de la victoria en su estadio y este sábado el segundo llegó en una jugada suya. En Valladolid, con un viento que desviaba el balón en el aire, hubo que marcar las rayas de una portería de rojo porque el césped se heló y Ariel tenía la sensación de jugar sobre cuchillas de afeitar. En la misma línea de fondo eludió la entrada de dos defensores y se enfrentó al portero casi sin ángulo. Dio un pase atrás y el delantero que llegaba en carrera sólo tuvo que soplar la pelota a la red. Lo llaman el pase de la muerte, porque marcar gol tiene algo de matar. Cuando se deshizo del abrazo de los compañeros, Matuoko se acercó a Ariel en un aparte y le palmeó la mejilla, el gol es tuyo, tío.
A partir de ese momento, cada vez que el ghanés tocaba la pelota, los aficionados más jóvenes repetían aullidos de mono, uh, uh, oh, oh, para insultar al jugador. Movían las manos como macacos y por megafonía se les rogaba que cesaran en los insultos racistas porque podrían acarrear una sanción para el equipo local. La semana pasada, Ariel también tuvo que escuchar en su propio estadio los silbidos de una parte de la afición, en la zona reservada para un grupo ultra que responde al nombre de Honor Joven. La directiva los mima porque son fieles y entusiastas, acompañan al equipo en los viajes por precios irrisorios y disfrutan de un despacho para su organización en el estadio. En la temporada anterior habían tomado al asalto el autobús del equipo durante el viaje de vuelta de un partido que terminó en derrota. Amenazaron a los jugadores y los insultaron con gritos de mercenarios y vagos. Ariel se cruzó con Ronco a la salida del vestuario la mañana en que había quedado para encontrarse con ellos en su despacho de la primera planta del estadio. ¿Vas a darles una entrevista y hacerte fotos con ésos?, se escandalizó. Ya sé que todos lo hacen, pero ven, mira, y le enseñó en su ordenador portátil en qué consistía la página que tenían en la red. Símbolos nazis, el habitual tono matón y amenazador amparado en los colores del equipo. La mayoría de los jugadores de la plantilla posaban fotografiados con las bufandas e insignias de la peña en un ejercicio de sumisión. Ariel buscó una excusa y se liberó del compromiso por medio de uno de los empleados de prensa. Así que cuando escuchaba los gritos de indio, sudaca, no se sentía demasiado herido. El ambiente que rodea al fútbol es igual en todas partes. Matuoko, por ejemplo, peleaba contra un hecho asumido: nunca un jugador negro había triunfado en ese equipo.
Ariel se viste aprisa y resguarda su melena mojada en un gorro de lana. El vestuario visitante, triste, alicatado de blanco como unos váteres públicos, contrasta con el del equipo local, al que se acerca caminando. Está reformado con todo lujo y a la puerta se arremolinan algunos periodistas con credencial y jugadores que salen duchados. Quiere saludar al que llaman el Pitón Tancredi, un santafesino que heredó el apodo del mítico Ardiles, aunque éste era un mediocentro tan lento que en La Nación alguien escribió de él que «se necesitarían más de noventa minutos y dos prórrogas para que Tancredi alcanzara un balón suelto». Los periodistas a veces demuestran el ingenio de esa manera cruel. Cuentan que el Pitón le envió de regalo a la redacción del periódico una deposición suya dentro de un frasco de cristal. Tancredi lleva seis años en España y saluda a Ariel con un abrazo y dos besos en las mejillas. ¿Te aclimatás? Loco, acá ya ves qué frío.