Hablan de los planes para Navidad. El Pitón tiene cuatro hijos y le dice que ni loco los mete en el avión a todos. Traigo a mis papás acá y a mis suegros, que viajen ellos. En Buenos Aires necesitás protección, un tipo de seguridad, es un asco. No te podés fiar ni de la cana. Levanta las manos con el gesto italiano de unir las yemas de los cinco dedos, ¿sabes que hay ciento cuarenta y tres delitos denunciados por hora? El país está hecho pelota. La última vez que estuve paré en una estación de servicio con mi viejo y se nos pintaron dos chorros morochazos con un fierro así de grande, no, no, yo me quedo acá. Ariel dice que irá, su madre está demasiado delicada para soportar un vuelo tan largo. ¿Conociste ya al Tigre Lavalle?, le pregunta el Pitón. Ariel niega con la cabeza. Es tradición que a los porteros en Argentina se les diga Loco, Mono, Gato o Tigre. El Tigre Lavalle es un arquero veterano de Carcarañá que recaló en España después de años en la Liga mexicana. Anárquico y genial, tira los penaltis y es querido y odiado a partes iguales. La prensa lo adora porque entre respuestas previsibles él siempre regala perlas desinhibidas, hallazgos felices. Ariel no lo conoce en persona. Aún no hemos jugado contra su equipo, le dice al Pitón. Es el que más hace por juntarnos a todos los argentinos de acá, le explica a Ariel, siempre nos reúne con alguna excusa, es lindo.
El delegado le hace a Ariel una seña con la cabeza desde el fondo del pasillo cuando el equipo sale hacia el autobús. Ariel se despide del Pitón. Cruza con los demás hacia la calle. Desde las vallas la chavalería pide autógrafos, tira fotos, pero hace demasiado frío y apenas se detienen. En el autobús eligen una película de artes marciales, con luchas de katana y saltos imposibles a cámara lenta. Ariel conecta su móvil. Se ha traído un libro, No Logo, que le envió Marcelo Polti con una dedicatoria tan desmesurada que llenaba las tres primeras planas del volumen y que entre otras cosas decía: «Para que seas consciente de que esas zapatillas de marca que vos publicitás y contribuís a meterle en el marote a los pibes son el marco donde se asienta la desigualdad mundial». Pero a Ariel le marea leer en la carretera. No es aficionado a la lectura, su padre a veces decía, lo tuve que hacer bien mal para que mis hijos crean que los libros muerden.
Vuelven en autobús hacia Madrid, con el par de bocadillos y una pieza de fruta, el botellín de agua y la cerveza que alguno ha podido colar. A Jorge Blai, que suele pasarse veinte minutos ante el espejo antes de salir a enfrentarse a la prensa, le vaciaron el bote de gomina dentro del zapato para que esa noche no les hiciera esperar. A Ariel le recuerda al Turco Majluf, que consumía un bote completo de Lordchesseny por cada partido de San Lorenzo. Es Poggio, el portero suplente, el que idea esas bromas crueles. A veces Amílcar lo justifica, algo tiene que hacer, le pagan un millón de euros por comer pipas en el banquillo, es el tío más afortunado del mundo. Y hay algo de cierto en ello, porque el primer día que Ariel coincidió con él en la caseta de suplentes admiró su destreza para pelarlas y engullirlas y hacerlo con los guantes de portero puestos.
El asiento junto a Ariel está vado, al otro lado del pasillo viaja Dani Vilar, al que a veces devolver el saludo parece que le costara más esfuerzo que arrancarse una muela. Se miran pero no se dicen nada. Su padre sufre Alzheimer y está pasando una temporada mala, así lo justifican los otros compañeros. Falta a los entrenamientos a menudo como muestra de jerarquía que nadie osa discutirle. Afuera está oscuro. Uno de los defensas centrales, Carreras, se levanta y abre su bolsa de deportes, les muestra las prendas de vestir a los compañeros. Son de la tienda de sus padres y les promete buenos precios. Hay camisetas, sudaderas, jerseys, muchos de marca. Alguien grita, con lo que ganas y vendiendo ropa, pero él dice que es por ayudar a los padres. En el equipo todos saben que es tacaño y le bromean con eso. Para driblar a Carreras, dicen, sólo tienes que lanzarle un euro a la derecha y salir por la izquierda. Ríen a su costa un rato, él grita por encima de las risas, estamos hablando de que os hacen un treinta por ciento, eh, un treinta por ciento.
El domingo pasado al conectar el móvil después del partido Ariel recibió un mensaje de Sylvia. «Enhorabuena por el gol. Lo pasé muy bien. Gracias por las entradas.» Él respondió: «Me diste suerte.» Luego recordó que no le había dedicado el gol. Ella le escribió: «No sé si me dedicaste el gol porque todo el mundo se puso de pie y no vi nada.» «Se me olvidó, te la debo», escribió él. La continuación tardó en llegar: «La próxima vez preferiría que me invitaras a tomar algo, el fútbol me gusta pero no tanto.» «Eso está hecho, cuando quieras», respondió Ariel. «Mi vida social es tan agitada como la de una monja de clausura. Elige tú el día que te vaya bien.» «¿Mañana?», le escribió él. Quedaron a cenar al día siguiente. «Te llevo al mejor restaurante argentino de Madrid», propuso él.
Cuando Ariel escribió el último mensaje recordaba el pelo rizado de Sylvia, su cara blanca de ojos vivos, pero poco más. Notó un leve asomo de arrepentimiento, como si aquélla fuera una cita incómoda. Sin embargo encontraba justo compensar el daño que le había causado. Esa noche cenó con Osorio y Blai y dos de los brasileños del equipo. A última hora lo querían arrastrar a una discoteca de las afueras, si está al lado de tu casa, pero Ariel tenía ganas de llamar a Buenos Aires. Hay que celebrar tu primer gol, insistían ellos. Tampoco quiero celebrar el primer gol como si fuera el último, ¿vale?, se despidió Ariel. Ah, nunca se sabe si habrá más, le dijo Blai, ¿tú sabes cuántos goles he marcado yo en seis años de competición: tres. Como para no celebrarlos. Y dos fueron en propia meta, alcanzó a decir Osorio antes de recibir un manotazo en el estómago.
Ariel se citó con Sylvia en la escalinata del edificio de Correos. A ambos les pareció natural quedar cerca del lugar donde había sucedido el atropello. Podía entenderse como volver al punto de partida. Llegaba tarde, el tráfico era exasperante y al tratar de zigzaguear entre los coches se ganó el pitido rabioso de un taxista. Para acercarse al pie del edificio, que desde su posición semejaba un paragüero enorme, tuvo que maniobrar de forma ilegal. Vio a Sylvia sentada en el tercer escalón, la escayola posada sobre la piedra. Hizo sonar la bocina. Había policías ordenando el tráfico junto a la Cibeles y era imposible detenerse por mucho tiempo. Al voltear la cara, el pelo de Sylvia flotó en el aire. Se puso en pie con agilidad. Llevaba una sola muleta y a Ariel le pareció grosero verla caminar hacia el coche sin bajar a ayudarla. Le abrió la puerta desde dentro. Creo que no era un buen sitio para quedar, dijo ella. No cabe un solo auto más, está todo embotellado, dijo él. La gente ha empezado las compras de Navidad, están locos. Y sí, asintió Ariel. Sylvia sujetó la muleta como un bastón. Ariel conducía hacia la Puerta de Alcalá, incorporado de nuevo al atasco.
Sylvia ladeó la cabeza, se me hace raro estar sentada en este coche. Aunque lo prefiero a estar estampada en el cristal. Ariel le preguntó por la pierna, por el dolor, por la incomodidad de la escayola. Lo peor es cuando pica adentro y empiezas a rascarte el yeso como si eso te calmara. Ariel había bajado la música y sólo se oían los acordes atenuados. Había reservado en un restaurante cojonudo, pero luego he pensado que lo mejor es que vayamos a casa, dijo él. ¿Te gustan las empanadas argentinas? Podemos comprarlas de paso... En realidad a Ariel le incomodaba imaginarse en el restaurante observado por todos, que alguien pensara que se trataba de una cita amorosa. Ella en cambio reaccionó con un largo silencio. ¿A tu casa?, preguntó por fin. No sé. Ariel comprendió su torpeza. Lo decía porque los restaurantes son un quilombo, la gente, todo eso, pero tenés razón, vamos... Claro, que a ti te reconocen en todas partes. La conversación se aceleraba y Ariel daba más explicaciones de las precisas. No, no, vamos a tu casa, tienes razón, dijo ella para acabar. ¿Seguro? Si no te sentís... No, no, vamos, no quiero que te pases la noche firmando autógrafos.
Pero en el comercio donde se detuvo para encargar las empanadas, Ariel vio que había dos mesas al fondo, junto a un estante de pastas italianas. Fue a buscar a Sylvia al coche. Comamos acá, no hay nadie, se está bien. Las dueñas del local eran dos argentinas simpáticas que al acomodarlos les explicaron que no tenían licencia de restaurante, tan sólo como punto de venta, pero que servían a la gente durante la espera y así se saltaban la normativa. Sylvia pidió una cerveza y Ariel un vaso de vino de Mendoza. Se instalaron al fondo, rodeados de productos en exposición. De tanto en tanto alguien entraba para comprar y la mirada de Ariel buscaba la puerta. Tardó en relajarse. Sylvia parecía más cómoda.
Le hacía preguntas. Sobre el partido. Sobre su carrera de futbolista.
Cómo empezó. Cómo llegó a España. Ariel habló durante largo rato, los ojos de ella clavados en los suyos. Se retiraba la melena hacia atrás y a veces ella le imitaba el gesto apartando un ramo de rizos detrás de su oreja. Luego Sylvia apoyó los codos sobre la mesa y posó sus manos en las mejillas. Estaba preciosa en ese gesto de observación relajado. Y Ariel cayó en la cuenta de que en todo ese rato no había dejado de hablar de sí mismo. Hablo demasiado, dijo él.
El gran pecado argentino. No, es interesante, dijo ella. Antes de conocerte pensaba que a los futbolistas los fabricaban en serie, no sé, en plantas industriales, así todos cortados por el mismo patrón. Y que siempre se olvidaban de ponerles el cerebro, claro, añadió él.
Una de las dueñas del local bajó la persiana metálica. No, no, tranquilos, seguid, nosotras cerramos pero aún tenemos que recoger y hacer caja, no molestáis, les advirtió. Esa especie de aislamiento los hizo sentirse más a gusto. Así que choclo es maíz, dijo Sylvia tras morder una empanada. Sí, la comida es un lío. ¿Echas de menos a tu familia?, preguntó ella. Y sí, obvio, dijo él. Quizá los traiga, si me estabilizo aquí. Una de las dueñas trajo la botella de vino abierta y se sentó con ellos. Había llegado a España tres años antes. El corralito me mató, y aquí no encontré laburo de actriz, así que estuve dando clases de interpretación. Pero le fue mal y se asoció con la amiga para importar productos de allá. Ariel dudaba si ambas mujeres eran pareja, pero no se atrevió a preguntar. Durante el resto de la velada, ella monopolizó la charla. Hablaba de su país, recordaba gente, se mofaba de un cantante, maldecía a un político, se reía con la última operación de estética de una presentadora de televisión, va a tener que operar a sus hijos para que parezca que no son adoptados.
El local se llamaba Buenos Aires-Madrid y aún estaba a medio reformar.
El alquiler les salía tan caro que no podían permitirse más obras. Una de las mujeres, la más callada, terminaba de ordenar el género. La otra hablaba en cascada. Maldijo la reelección del presidente norteamericano y luego aseguraba que hacía falta más que nunca un nuevo Che. No sé, decía, el subcomandante Marcos me deja un poco fría, tanta máscara y todo eso. En algunos momentos la mirada de Ariel buscaba a Sylvia y le lanzaba un gesto sutil de ironía sobre la anfitriona y su torrencial palabrería o el evidente bigote que lucía bajo la nariz. Ariel se llevaba el dedo a su cara para con disimulo señalar el mostacho y hacer reír a Sylvia. Pero ambos agradecían la irrupción, les permitía estudiarse el uno al otro sin exponerse, mirarse sin hablar, ser cómplices.
Al salir, Ariel le dijo te advertí que los argentinos mueren por la boca.
Sylvia estaba admirada, qué manera de hablar. ¿Y viste? A esta mujer se le quedó pequeño el diccionario, que le inventen otro ya. Caminaron hasta el coche. En un cuarto de hora serían las once. Es mi hora de vuelta, no me puedo pasar mucho. Te acerco a tu casa, se ofreció Ariel. Sylvia guió a Ariel por las calles de Madrid. En un semáforo se atrevió a preguntar. ¿Vives solo? Ahora sí, dijo él. Hubo un silencio. Sigue, sigue todo recto, indicó ella. Estaba mi hermano, pero se tuvo que volver. Vivo en las afueras, en Las Rozas. ¿En un chalet? Ariel asintió. ¿Te gusta el cine? Tengo una pantalla gigante y allí me veo un montón de películas, si te apetece, un día... No me gusta mucho el cine, dijo ella. A todo el mundo le gusta el cine, se sorprendió él. No sé, a los cinco minutos ya me sé cómo va a ir la historia, me aburre, se repite siempre. Ariel sonrió. Nunca había escuchado un razonamiento así. Todo se repite, ¿no?, acertó a decir, luego se arrepintió de haberlo dicho, no tenía mucho sentido. No, tú en la vida no sabes nunca lo que va a pasar dentro de un minuto, en cambio en las películas te lo ves venir. Si es que sólo por el reparto ya sabes si se van a enrollar o no, quién es el malo. Ah, bueno, te referís al cine americano, respiró Ariel. A la gente le gusta tanto porque siempre se repite, ya sabe lo que va a ver. Es como los que van a la playa de vacaciones: lo que quieren es que haya sol y olas. Y si les dan otra cosa se enfadan. Si un día venís a casa te pongo una película diferente, ya vas a ver. Bueno, dijo ella. Tengo un amigo, Marcelo, músico, tiene mucho éxito allá, siempre dice que si se guiara por el público tendría que componer la misma canción siempre.
Llegaron a la calle de Sylvia, pero ella dejó que sobrepasara su portal antes de hacerle parar. En realidad vivo ahí atrás, pero no quería que nadie me viera bajar de un coche así. ¿No te gusta? Muy cantoso. ¿Cantoso? Un poco hortera, típico de futbolista. Supongo que impresiona a las chicas, pero a mí me da corte, dijo ella. Lo eligió mi hermano, es reconcheto, se excusó Ariel. Te ayudo a bajar, espera. Ariel salió del coche y abrió la puerta de Sylvia, le sostuvo la muleta mientras ella bajaba.
Se intercambiaron dos besos. Lo he pasado muy bien, dijo ella. No te gusta mi coche, no te gusta el cine, eres una chica difícil. Ariel sonrió. Sylvia tomó fuerzas para preguntar, ¿eso crees? Es una broma, justificó él. Bueno, gracias por la invitación, inició ella la despedida. Ha sido un placer. Supongo que para ti es un coñazo tener que pasear a una paralítica por ahí. La escayola te sienta muy bien, dijo Ariel, y luego sonrió. Pues me la quitan la semana que viene, así que si quieres me vuelves a atropellar, ¿no?
Ninguno de los dos acertaba a despedirse del todo. Llámame cuando quieras, dijo Ariel. Llámame tú a mí, no quiero ser coñazo. Sylvia se alejó, trató de mostrarse ágil pese a la muleta. Ariel volvió a entrar en el coche y al mirar el retrovisor borró su sonrisa, que le resultó estúpida, inocente, cautivada. No arrancó hasta verla desaparecer dentro del portal, un instante después de que ella le enviara un gesto de su mano como despedida.