¿Me has invitado porque te gusto? La pregunta de Sylvia devolvió el calor perdido, los ojos de ella se habían abierto como un cielo verde. Te he invitado porque me caes bien..., porque me gustas, sí. Pero no te he traído aquí para acostarme contigo.
Ariel se mantuvo inmóvil en la distancia. Ella sonrió, nerviosa. Al beber de la botella sus labios se plegaron hacia afuera y Ariel volvió a desear besarla. ¿Por qué esa locura? Tan sólo se llevan cuatro años, pero a Ariel se le antojaba una diferencia inalcanzable. Recordó a un compañero que le decía los futbolistas somos como los perros, a los treinta años somos ancianos.
Ariel estableció una distancia física, a modo de barrera de resistencia.
Ella logró romperla y le acarició con el dedo la ceja rota por una pequeña marca. Herida de guerra, dijo él, y explicó que fue en un entrenamiento hace un par de años. Es un ejercicio bastante cabrón, para quitarte el miedo a entrar de cabeza. Se bota un balón contra el suelo entre dos jugadores muy juntos y gana el que consigue cabecearlo antes. Ya sabes, esas cosas de a ver quién le echa más huevos.
¿Puedo ver tu cuarto?
¿Mi cuarto?
Sylvia se puso en pie con agilidad. Se colocó frente a él y le tendió una mano. Ariel dudó un instante, la tomó y se levantó con ella. Dejaron la película en el televisor con su música que resonaba en el salón y enfilaron escaleras arriba. Por aquí, dijo él, y ella pasó delante. Ariel intuyó los huesos de la espalda bajo el jersey de lana. Un papel asomaba la punta en el bolsillo trasero del vaquero de Sylvia. Ariel se mordió el labio inferior. Señaló la segunda puerta. Estaba entornada, Sylvia la empujó para descubrir la cama hecha y el desorden de compactos junto al aparato de música en el suelo. Se sentó sobre la cama y eligió un cedé.
Lo puso. De la farola de la calle llegaba un resplandor anaranjado que iluminaba la habitación. Las paredes estaban desnudas excepto una foto del skyline de Nueva York dentro de un marco fino de madera negra. Ariel se avergonzó de aquel cuadro que era herencia del anterior inquilino.
Vio a Sylvia quitarse el jersey y dejar que el pelo cayera en desorden sobre su cara al sacárselo por el cuello. Más que recolocárselo, tras lanzar el jersey al suelo, se rascó los rizos, en un gesto irónico.
Estaría bien que me abrazaras, la verdad.
Ariel sonrió. Ella actuaba de manera tan cerebral que era imposible sentirse incómodo. Se acercaron y la abrazó por los hombros. Ella buscó sus labios y los encontró.
En la muñeca, Sylvia tenía tres pulseras de hilo gastadas.
No sé lo que vamos a hacer, pero después de esta noche no tienes que volver a verme nunca si no quieres, Sylvia trató de hablar con aplomo. Parecía menos nerviosa que él. Se dejaron caer sobre el colchón y el beso se prolongó en desordenados abrazos. Ella le quitó primero la camiseta a él y le besó los hombros. Ariel le levantó la camiseta y tras sacarla entre los rizos le desprendió el sujetador. Los senos de Sylvia irrumpieron dominando la escena con el blancor vivo y el rosado encendido de sus pezones. Ella pareció retraerse. El proceso fue lento, espaciado. La ropa siempre es un incordio, no está pensada para que sea hermoso el momento de despojarse de ella, pensó Ariel.
Él le desabotonó la cremallera del pantalón y ella le dejó hacer. Le bajó la ropa que se enredaba sobre los muslos. Sylvia le forzó a subir. No quería que el rostro de Ariel quedara frente a su pubis como un vecino en una calle angosta. Le abrazó fuerte, como si quisiera inmovilizarlo, mientras lograba, con los pies, deshacerse de la ropa liada en sus tobillos.
Después él la vio retirar las sábanas y precipitarse dentro de la cama.
Ariel se sentó sobre el colchón para deshacerse de su ropa.
¿Tienes condones?
Ariel asintió y salió del cuarto un instante. Sylvia vio, sin querer mirar, las piernas sobremusculadas de Ariel. Cuando se reencontraron bajo las sábanas, Sylvia se aventuró a repasar el cuerpo atlético de él con las manos. Su piel tostada contrastaba con la blanquecina tonalidad de Sylvia. Ella alcanzó con su mano, tras caricias evasivas, el sexo de Ariel. No llegó a tomarlo en sus dedos, retrocedió y se tumbó, como si quisiera recibirlo sin ser demasiado consciente de lo que iba a suceder.
Pero Ariel no se tumbó sobre Sylvia. No le quiso preguntar ¿eres virgen?, aunque descendió con su mano hasta el sexo de ella. Estaba húmedo y desarmado. La masturbó con delicadeza, utilizando el dedo corazón para penetrar en ella. En un instante, Sylvia cerró los ojos y comenzó a languidecer de gusto. Se aferró al brazo de él y gimió, hasta soltar un grito enlazado a otro y otro más contenido que le obligaron a derrumbarse y abrir los ojos con una sonrisa. Ariel dejó caer la cabeza junto a ella.
Sylvia recuperó la sensación de peso de su propio cuerpo. El rato anterior parecía haber correspondido a una extraña levitación, Ariel trató de acomodarse junto a ella. Colocó su brazo de almohada y Sylvia dejó caer el cuello. Con el brazo se cubrió los senos.
¿Quieres que te haga algo yo a ti?, preguntó Sylvia con timidez. No hace falta. Sylvia adoptó un tono cómico. No, no, si no es molestia, ya que pasaba por aquí. Sonrojada se tapa la cara con la sábana. Debes pensar que soy una estúpida.
Espero que haya sido hermoso.
Le sorprendió el adjetivo. Ningún español lo usaría. Le contó a Ariel que su amiga Mai a veces decía que los argentinos al hablar echaban caramelos por la boca. Es algo en el tono de voz, aquí todo suena más agresivo.
Ariel cambió la música. Era una voz femenina brasileña, que se esparcía por el cuarto como una gasa. Música para follar, se arrepintió de haberla elegido.
Sylvia acarició con su mano el vientre de él, luego comprobó que su sexo estaba excitado y se forzó a masturbarlo, por más que el movimiento le resultara ridículo, grotesco. Ariel colocó su mano alrededor de la mano de ella y la ayudó a terminar.
Pasó un rato larguísimo del que no fueron conscientes.
Ahora sí tengo que irme, anunció Sylvia. Se sentó sobre el colchón y a Ariel le excitó la manera sutil de ocultar sus pechos con el antebrazo y la sábana. Como en las películas antiguas. La observó empezar a vestirse con una velocidad endiablada.
¿Querés ducharte?
No quiero volver muy tarde a casa.
El jersey había quedado del lado de Ariel y al incorporarse se lo tendió a Sylvia. Tu pulóver. ¿Pulóver? Sonrió ella. Se terminó la cerveza en dos tragos mientras Ariel se vestía de pie.
El coche volaba por la autopista casi desierta. Sylvia bajó la ventanilla y asomó la cabeza. Caía una ligerísima lluvia que le mojó la cara, refrescándola. No le dijo a Ariel que tenía la sensación de llevar tres horas ruborizada y le ardía la piel. El pelo se sacudía hacia atrás, como si fuera a desprenderse de su cabeza. Era agradable. Sonaba la música entre ellos, que no hablaron apenas.
Sylvia le guió hasta su barrio. ¿Cómo se llama esta zona?, preguntó Ariel. Un nombre precioso, Nuevos Ministerios. ¿A que nunca habías estado con una chica de Nuevos Ministerios? ¿Y tú? ¿Habías estado antes con un chico de Floresta?
A Ariel le sorprendió que no se inclinara para besarlo. Un corto contacto en la mejilla fue toda la despedida. Sylvia dijo gracias lo he pasado muy bien. Yo también, respondió Ariel. Nadie se atrevió a decir nos llamamos. Ariel la vio alejarse hacia el portal de ladrillo. Parecía alguien frágil en mitad de la calle iluminada. Pensó que quizá no volvería a verla nunca más. Valoró el esfuerzo que Sylvia había realizado para no dejar desbordar sus emociones, para mantener retenidas sus ganas de abrirse, de dejarse ir. Entonces la apreció más.
El rastro al cambiar las sábanas le acercó a ella. Sintió que había sido frío, distante, duro con ella. Como alguien que resolviera un trámite. El futbolista que se folla a la adolescente deslumbrada sin apenas esfuerzo, que ignora todo más allá de una nueva muesca en su currículum. Pero no me la follé, argumentó en su descargo. Quizá fue peor dejar que le hiciera esa paja larga, donde él tuvo que esforzarse para lograr correrse sin que el mal rato se extendiera hasta lo insultante. Echó las sábanas dentro de la lavadora. Esperó a que se pusiera en marcha. No quería que Emilia fisgara o pidiera explicaciones.
El sueño le trajo los cabellos de Sylvia posados sobre sus senos, cubiertos casi por completo. Recordó la inmovilidad de Sylvia tras el orgasmo, sin atreverse a dar el siguiente paso y revelar precipitación, miedo, arrepentimiento. En ese instante deseó volver a verla y mostrarle la calidez de la que había carecido durante casi toda la noche.
En el entrenamiento la pelota corre de uno a otro de los compañeros y Ariel parece incapaz de interceptarla. En un momento determinado el entrenador se acerca al grupo y en tono seco dice ponte las pilas, Ariel. Entendió que no se refería a ese lance en concreto sino en general a su rendimiento. Y se sintió herido. Le avergonzó no estar entregado del todo al juego, concentrado.
Al abandonar el campo firmó los autógrafos que le pedía por entre el trenzado de la valla un grupo de escolares. Una de las niñas le gritó qué guapo eres y Ariel levantó la mirada hacia ella. Tenía la cara algo desencajada de la pubertad, en esa época de transición algo monstruosa, sin acabar de formarse. Le rodeaba la manada de sus amigas, histéricas y chillonas. El grupo le desagradó. Habían perdido esa gracia infantil a la que todo se le perdona. Volvió a recordar a su amigo que relacionaba la vida de los futbolistas con la de los perros. Nosotros también morimos antes que el amo.
Para entonces había decidido no ver más a Sylvia. Alejarse de ella. No, no podía ocurrir de nuevo. No volvería a verla. Era su madurez impensable en alguien de dieciséis años, aunque fuera fingida, lo que le asustaba más, lo que la convertía en aún más peligrosa.
A las seis de la tarde de aquel sábado aún no había brillado el sol. Así que sería uno de esos raros días en que no aparece en toda la jomada. Sylvia había llegado un rato antes a casa de la abuela. La sonrisa de Aurora bajo sus ojos húmedos compensaba la pereza de echar la tarde sin nada mejor que hacer. Mai se había vuelto a ir a León a pasar el fin de semana, empeñada en salvar una relación que decía iba cuesta abajo y sin frenos. Sus tres días en Viena habían sido tan intensos como penosos. A ella le había caído un porrazo perdido de los antidisturbios que le había fisurado la clavícula. Aparte de un morado inmenso, grande como una quemadura, que mostraba orgullosa, se había pasado cuarenta y ocho horas en observación en un hospital en las afueras de la ciudad. Maldecía a Mateo porque apenas se había preocupado de ella. No hemos venido aquí en plan parejita, le había dicho.
El hospital era una especie de cárcel para heridos leves. Un italiano con el brazo roto, un griego intoxicado por un bote de humo, una americana con el tobillo destrozado por una pelota de goma. Era una forma de detención encubierta. A más de cuarenta kilómetros de Viena, quedaban desactivados para volver a la protesta. Y sin el cargador del móvil, se quejaba Mai. No te escribí por eso, para reservar batería por si Mateo me llamaba. Y ese gesto que reconocía egoísta, e inútil porque él ni la llamó, indignaba a Mai consigo misma. Le contó a Sylvia hasta el último detalle de su peripecia.
Me sentía estúpida, abandonada. Suerte que había un anarquista de Logroño, muy gracioso y muy gordo, que me hizo reír sin parar. Le habían dado quince puntos de sutura en la cabeza y no se quejaba. Nos enrollamos muy bien. Me decía todo el rato no te quejes, que anda que ser anarquista en Logroño es como vender peines en Marte. Una vez había saltado al ruedo de la plaza de toros durante las fiestas de San Roque para denunciar la tortura animal y exigir la prohibición de las corridas, fui con tres o cuatro ecologistas más y ahí sí que nos dieron una paliza de padre y señor mío. Encima íbamos en pelotas y de una patada me subieron un testículo, ¿tú sabes lo que duele eso?
En el hospital, tras confesar sus dudas al gordo anarquista de Logroño, había resuelto romper con Mateo, pero el viaje de vuelta los reconcilió. Veinte horas de autobús unen a cualquiera, decía Mai. Pese al cansancio, las manos de Mateo, bajo la manta, habían tenido la habilidad de salvar su relación. O al menos eso insinuaba ella con una sonrisa ladeada. Tía, tengo la impresión de que lo nuestro es sólo físico.
Sylvia hubiera querido contarle su aventura con Ariel, pero no encontraba la ocasión. Tenía miedo a Mai. Hablaba demasiado. Y si alguien en el instituto se enteraba de algo así, podían hacerle la vida imposible. En ese entorno no dar que hablar era una virtud. Cualquiera que despuntara corría peligro, a cualquiera se le fabricaba una leyenda. Como esa pobre chica de segundo de ESO de la que aseguraban que cobraba por chuparla en los baños de chicos y la mitad del instituto decía que había desaparecido porque no soportaba la mentira y la otra mitad porque sus padres habían descubierto que era cierto. No, era mejor callar. Cada vez que vencía sus reticencias y se decidía a hablarle a Mai del asunto, por suerte volvía a encontrarla enfrascada en su propia batalla. ¿Tú qué crees, que ir este fin de semana a verle es una bajada de bragas total o que está bien por mi parte pelear para que la relación no se vaya a tomar por culo?
La respuesta de Sylvia fue lacónica. Vete.
Faltó a la primera clase el día después de su noche con Ariel. Soportó el enfado de su padre, las recriminaciones por las horas de volver a casa. Camino de clase revisó los mensajes de su móvil, pero no había noticias de Ariel. Entonces revivió la frialdad de él. Ella había forzado el desenlace. El se había resistido y ella lo había llevado al cuarto. No hizo nada por retenerla cuando se quiso marchar a toda prisa. Ni siquiera la besó al despedirse en la calle. Apenas hablaron en el viaje de vuelta en coche. Todo era extraño. Gélido.
Se había sentido sucia, estúpida, al vestirse a toda prisa ante la mirada de él, con su semen aún húmedo manchando las sábanas. Le avergonzaban sus pechos enormes bailoteando absurdos mientras se recolocaba el sujetador. Y su olor de mujer. Si Ariel ni tan siquiera quiso hacerle el amor, arrancarle una virginidad que estaba segura de que se le transparentaba, que era voceada a los cuatro vientos por un sistema de megafonía instalado en su rostro, en su forma de comportarse. Aquella paja torpe con la que quiso satisfacerlo debía de sonar al disimulo histérico de cualquier adolescente acobardada. Le volvían de vez en cuando mínimas señales positivas. Recordaba las manos y la piel de él, el gesto de indefensión al derramarse, el calambre de su muslo, los músculos en tensión. El placer de acariciarle los huesos de la espalda, sentir las costillas marcadas. Todo en ella, por contraste, le resultaba fláccido. Cualquier tentación de enviarle un mensaje, de recordarle la noche, se esfumaba cuando valoraba su actitud descarada y mojigata a partes iguales.