Cuando acabe la mañana Sylvia caminará hasta casa. Quizá con Mai, quizá con otros compañeros que se desperdigarán en cada cruce de calles. Preparará la comida para su padre y para ella o comerá algo que él haya cocinado. Se encerrará en su cuarto a escuchar música, preparar un examen, a contestar algún mensaje de móvil o navegar por la red para sacar la letra de alguna canción, chatear o rastrear sin destino fijo.
Contará los segundos hasta la hora de trasladarse a su otra vida.
Su otra vida transcurre en el chalet de Ariel, donde miran alguna película en la pantalla de plasma, charlan frente a una cerveza con música de fondo, compiten en algún juego de habilidad con la consola o cenan el puchero que Emilia ha dejado preparado o recogen unas pizzas finas de un restaurante italiano donde miman a Ariel o reciben algo japonés o argentino de una deli que tiene servicio de motorista hasta la zona. Deshacen la cama para hacer el amor. Nada que ver con la cama estrecha y fría a la que regresa Sylvia más tarde, donde el amor sólo se presenta como evocación y aún dormita sobre el edredón un osito gastado de pelo suavísimo superviviente de la infancia. Las vidas se desarrollan en planetas distintos o teatros distintos, con Sylvia que interpreta dos personajes casi contrapuestos. A veces los planetas se rozan y salta una esquirla. Por ejemplo el día en que ambos compran música y películas en la Fnac de Callao. En la distancia se muestran las carátulas, ella algún grupo trascendente británico, él una banda en castellano. En la fila de la caja se colocan uno detrás del otro y entonces Mai aparece sorprendida de ver a Sylvia, ¿no me dijiste que ibas a casa de tu abuela?, y Sylvia miente, me he escapado un rato, pero ya se ha acostumbrado a mentir y lo hace con naturalidad. Y cuando Mai insiste en tomar algo juntas Sylvia se evade, y cuando Mai le señala a Ariel que paga delante de ellas en la caja le comenta, ¿éste no es el argentino ese futbolista? Ni idea. Pues es monísimo. Psii. Y Sylvia se libera de Mai pese a la sospecha incómoda de su amiga, ya sé que no me dices toda la verdad, te vas a ver a tu chico, a ver cuándo me lo presentas, ¿o es que me lo ocultas por algo, está contrahecho, es pijo, no sé? Y ríen un rato. Hasta que Sylvia logra reunirse con Ariel en el aparcamiento.
Sucede también con Ariel cuando se encuentra por azar con un compañero de equipo en un semáforo en rojo. Se hablan de coche a coche, a través de las ventanillas, bromean hasta que el otro señala con la mirada a Sylvia. Es la hija de un amigo, Ariel no sabe decir otra cosa, y Sylvia pasa la tarde entre bromas a costa del asunto. ¿Y sabe tu amigo lo que haces con su hija? Es en esos accidentes cuando las dos vidas se perciben, más que nunca, como irreconciliables.
En otras ocasiones, la fuga de una vida a otra es para Sylvia un contraste divertido. Hoy ha salido de clase de inglés con prisa, se le hacía interminable la explicación del profesor que se estira de los pelos de las patillas en un tic nervioso. Ha tomado el metro. Tiene una cita con una inmobiliaria para ver un piso cerca de la glorieta de Bilbao. ¿Esperamos a alguien más?, pregunta la vendedora, al encontrarse con una clienta con carpeta escolar. No, mi padre al final no va a poder venir, explica Sylvia mientras el ascensor asciende hasta el ático. Se divierte durante un rato al interpretar el papel de hija de millonario. Mi padre no tiene tiempo para estas cosas, me deja elegir a mí. La vendedora abandona sus reticencias y abre la puerta del piso después de rebuscar en el mazo de llaves de su bolso.
Sylvia recorre el piso, de lejos la vendedora le cuenta las bondades de la reciente reforma. Techos altos, ventanas de madera, una terraza notable con vistas a los tejados. Me encanta, pero mi padre dice que no paga más de un millón de euros, ése es su límite. Lo veo complicado, razona la vendedora, pero, claro, si una parte grande es en negro se puede negociar. Por supuesto, dice Sylvia, la mayoría será en negro.
Hace semanas que Ariel decidió trasladarse a la ciudad. Está harto de vivir aislado en una urbanización donde el encuentro más excitante no pasa de algún vecino que ha decidido correr por las mañanas después de un amago de angina de pecho. Así podremos vernos con facilidad, sin tanto viaje en coche, es absurdo, le dijo Sylvia un día en que Ariel bostezaba agotado mientras la llevaba de vuelta a casa por la autopista que tantas veces recorrían. Ariel encargó a su asesor fiscal que le proporcionara una lista de pisos candidatos. Descartaron varios por las fotos en internet y el que ahora visita Sylvia, el que le permite un corto rato feliz de hija de millonada, es el que más les gustó.
Un rato después Ariel la recoge a la puerta de los cines Roxy. Sylvia sube al coche. Me ha encantado. Tiraría el tabique para agrandar el salón,¿para qué quieres tres dormitorios? Me ha dicho que si les das una parte en negro te lo dejan en un millón de euros. Ariel no tiene problema, cobra una parte sustancial de su contrato en una cuenta en Gibraltar. A Sylvia le sorprende que nunca pague con tarjetas ni saque dinero del cajero, siempre lleva grandes cantidades en metálico. Llama a su asesor fiscal, mi contador dice él, desde el teléfono del coche. Cierra la compra. Esa zona es una buena inversión, le informa el tipo. Sylvia sonríe y apoya el pie sobre el salpicadero.
Esa noche bromean en el gimnasio que Ariel ha instalado en el sótano de la casa. Él levanta peso con las piernas mientras ella camina un rato sobre la cinta rodadora. Se fatiga rápido. El le dice te pondrás culona si no haces un poco de ejercicio y ella le recrimina, no quiero ser una niña pija típica novia de futbolista que se pasa las mañanas en el gimnasio y la tarde de compras y peluquería. No son todas así, la mujer de Amílcar es majísima. La excepción, le dice Sylvia, pero todas las demás... ¿Qué pasa, que los echan del equipo si se lían con alguien diferente? ¿Es que ningún futbolista se puede permitir el desliz de tener una novia fea pero inteligente? Ariel sonríe sin dejar de practicar ejercicio, bueno, yo voy a ser el primero. Sylvia amenaza con dejarle caer una pesa de cinco kilos en la entrepierna.
Los gimnasios me deprimen. Me parecen salas de tortura, dice ella. En mi barrio hay uno que por la tarde se llena de tarados aspirantes a boxeadores que acaban en pandillas de skins, pateando inmigrantes. Un día fui a acompañar a una amiga y había un tío en un rincón, con la mano metida en el bolsillo del chándal y haciéndose una paja, te lo juro, mientras miraba a las tías en la bici estática.
Suena el móvil de Ariel y Sylvia se lo acerca. No puede evitar mirar el nombre que aparece en la pantalla. Ronco. Ariel le afea el rapto de curiosidad y responde. ¿Qué pasa, cómo estás? ¿Ah, sí? No, no lo he leído. ¿Dice eso? Claro, será que él es perfecto, nunca se equivoca. Qué hijodeputa. ¿Y dónde sale la entrevista? No, no, me es igual, no quiero leerla.
Sylvia le escucha hablar un rato más. Sonríe al pensar cómo el fútbol se ha convertido en una prioridad en su vida. Planifica sus salidas con amigos y sus estudios en función del calendario de la liga. Algo que ninguno de sus cercanos podría sospechar.
Y está al día de los comentarios y navajazos que se prodigan en el mundillo. Mi padre sería feliz, piensa.
Por cierto, me he comprado un piso en el centro, dice ahora Ariel. ¿Cómo que un futbolista no puede vivir en el centro? ¿Y dónde tenemos que vivir? ¿En el vestuario? Vete a cagar. Sí, claro, yo estoy loco, y me lo decís vos, el tipo más cuerdo del planeta.
¿Quién es Ronco?, pregunta Sylvia cuando Ariel cuelga el teléfono. Dice que ha salido una entrevista con mi entrenador donde explica que alguno de los nuevos fichajes no rendimos como se esperaba, va por mí, claro. Será cabrón. Este no se equivoca nunca. Si juego bien acertó él al traerme, si juego mal es que no le sirvo. Ya me lo decía el Dragón, nunca te fíes de la gente con cara de tonto.
¿Quién es el Dragón? Un director técnico de allá, que tuve de niño en Buenos Aires. ¿Y el tal Ronco qué te decía del piso? Nada, que en el centro no me van a dejar vivir por la gente, el coñazo de los autógrafos... Se llama Raúl, explica luego, pero todos le llaman Ronco. Es periodista.
¿Y puedes ser amigo de un periodista?, le pregunta Sylvia. ¿Por qué no? ¿Y si un día tiene que hablar de ti? Bueno, pues habla de mí. Sí, insiste Sylvia, pero si tiene que hablar mal de ti... Pues que lo haga, le entiendo... Ah, o sea que aceptas bien las críticas, como el comentario de tu entrenador, y Sylvia sonríe. Eso es diferente, eso es el típico hijodeputa que trata de pasarle la responsabilidad de sus errores a los demás. De ésos hay muchos, la mayoría. No te dicen nada a la cara, pero luego dejan caer una insinuación en la prensa, como quien no quiere la cosa. ¿Acaso he fichado yo a un centrocampista francés lesionado que no ha podido ni entrenar con nosotros en lo que llevamos de año? ¿O dos putos brasileños que se rascan los cojones?
Ariel detiene su ejercicio. Me voy a duchar. Sylvia le ve salir del sótano. Quizá se ha enfadado, piensa. Conoce la tensión con que vive su trabajo. Lo bueno de ganar los domingos es que sabes que esa semana la prensa te dejará en paz, le dijo un día, irán a darle bronca al equipo que perdió. Si fuera celosa, piensa Sylvia, tendría celos de su oficio. Del puto fútbol. Alguna vez utiliza esa expresión. Es su manera de establecer la rivalidad. Están ella y el puto fútbol para disputarse la vida de Ariel. Pero no ignora que para él es fundamental. No sería nadie sin el fútbol, le confesó un día. Eh, ¿qué sería yo sin el fútbol? ¿Un empleado sin estudios, un mediocre? No puedo permitirme el lujo de despreciar lo que me hace especial. Y a veces lo ve sumergirse en el partido que dan por televisión, aislarse del mundo, como si lo jugara él con la mirada.
¿Pedimos algo de cenar?, pregunta ella, y él contesta si juntaran las líneas sería más difícil atacarlos.
En otras ocasiones recibe llamadas al móvil y habla durante largo rato. Siempre de lo mismo. El puto fútbol. De la jugada, del partido de un rival, de lo que le contaron del campeonato argentino, de las declaraciones de alguien, de un artículo crítico con ellos, de un comentario de la mujer del presidente que alguien escuchó. No seas cría, le responde él a veces cuando cuelga y ella le dice si llego a saber que te ibas a pasar la tarde hablando por el móvil me quedo en casa.
Sylvia sabe cuándo Ariel tiene necesidad de desertar de la realidad para dedicarse por entero a su trabajo. Siente entonces vértigo. Como si cayera desde muy alto sin posibilidad de sujetarse a nada. Sola como está en su relación con Ariel, sostenida en el aire, alrededor de su estela. Se siente invitada de lujo en un planeta ingrávido y ajeno del que se esfumará cuando Ariel deje de sostenerla con los dedos entrelazados como hace a veces mientras conduce.
A menudo se descubre invadida por la tristeza en su cuarto, con los ojos húmedos. Sabe que la dependencia es el mayor enemigo del amor. Pero tiene poco que hacer, no puede instalarse en la vida de Ariel, en su otra vida, y dejar de ser lo que de verdad es. Disfruta cuando bajan del coche y pisan una calle con gente. Cuando se sientan en un cine y una pareja que llega tarde se acomoda cerca o cuando se refugian en un café y alguien se aproxima para saludar a Ariel. Se siente entonces como los demás, normal.
El mes de febrero ha llegado con quince días primaverales. Hay gente sentada en las terrazas de Santa Ana. Alguna tarde se han tumbado en el césped del jardín de la casa, segado con mimo cada semana por Luciano, con la vista de las ramas que se recortan contra el cielo. Se han sentido jóvenes como los demás.
Sylvia sale directa del sótano al jardín por la portezuela del garaje. Se sienta al borde de la piscina donde flotan hojas sobre el agua verdosa. Apoya las manos en el césped para dejarse caer hacia atrás. Siente que el pelo cuelga en su espalda y es agitado por la brisa. Permanece en esa posición hasta que él la descubre allí. Ariel camina por el césped, lleva el pelo mojado, se ha puesto las sandalias que ella detesta y se acerca con el palmoteo que produce cada paso. Se sienta a su espalda y la toma por los hombros.
¿Qué pensás?
Sylvia tarda en decirle que le gustaría salir, conocer gente, hacer algo juntos. Ariel mueve de un lado a otro el rostro para que roce contra el pelo de ella. ¿Cocino una pasta y nos vemos una película?, propone él. Sylvia asiente. Tiene algo de frío y él la envuelve entre sus brazos.
Durante la película, Sylvia se queda dormida, vencida por el sueño. Apoya la cabeza en un brazo del sofá. Ariel la sube a su cuarto. La desnuda con delicadeza y ella, aunque sonríe, se finge dormida. Cuando le retira los pantalones y los deja caer en el suelo, Ariel acerca su cara al sexo de ella. Sylvia recoge una rodilla y deja la pierna como una montaña por encima de él.
A ambos parece tranquilizarlos saber que su tiempo está limitado. Que en menos de una hora han de cumplir con el estricto horario de vuelta a casa. Pero con las caricias de Ariel, esa noche, Sylvia se quedará dormida. Se despertará desubicada y sorprendida, con la luz del amanecer soleado de esa primavera adelantada. Ariel estará dormido a su lado, boca abajo, con un brazo enredado en la almohada. Del piso inferior llegarán ruidos ligeros, unos pasos, una silla que araña el suelo en la cocina, un grifo que se abre. Sylvia, alarmada, propinará dos codazos enérgicos en las costillas de Ariel. Tratará de despertarlo.
Ari, Ari, es de día. Se ha hecho de día. Joder. Se ha hecho de día.
Qué extraño toparte de pronto con tu reflejo y que te sea ajeno.
Reconocerte en él, saber que eres tú, pero al tiempo sentirlo otro.
Leandro se ha humedecido apenas el pelo gris para acomodarlo de nuevo, pegado al cráneo. ¿Quién es el que le mira al otro lado del espejo? Se asea antes de salir hacia el chalet donde volverá a encontrarse con Osembe. Impoluto, como un viejo decente que fuera a misa o a una conferencia, con su jersey bajo la chaqueta, porque hoy prescindirá del abrigo, hace tan bueno. A menudo, cuando se peina frente al espejo del chalet tan similar al de su casa, Osembe pasa junto a él y le revuelve el pelo con una travesura infantil que tiene algo de absurda cotidianidad. Como si un momento después fueran a salir del brazo a pasear por la calle, detenerse frente a un escaparate y quizá entrar en el supermercado para comprar algo de pescado para la cena. Mira su reloj, es hora de irse.
En las últimas semanas Aurora apenas puede levantarse. No confía en sus fuerzas y, aunque varias veces se ha sentado al borde del colchón, no se ha atrevido a bajar de la cama. Para ella ya no existe la tierra firme. A Leandro le cuesta incluso acomodarla en la silla de ruedas. Por las mañanas, Leandro le llena una palangana de agua y se la posa en los muslos. Aurora se entretiene largo rato en lavarse la cara y se humedece el pelo y el cuello. La piel se le cuartea con facilidad y pide la crema para hidratarse los brazos y el rostro, Leandro le repasa a veces las piernas mientras Aurora se alza el camisón para mostrar sus extremidades frágiles, pálidas. Leandro, inclinado sobre ella, observa la tela sostenida a media altura de los muslos. En otras ocasiones le lava los pies con agua caliente. Todavía húmedos, Leandro le corta las uñas, apoyando la planta contra sus muslos. No tienes que hacerlo, no hace falta, solía decir ella. Benita puede hacerlo. No, no, no me cuesta nada. Y Leandro proseguía lo que quería ver como una penitencia, arrodillado frente a su mujer.